Nunca estamos solos: Dios es un Padre amoroso
Si recorréis las Escrituras Santas, descubriréis constantemente la presencia de la misericordia de Dios: ‘llena la tierra’, se extiende a todos sus hijos, ‘super omnem carnem; nos rodea, nos antecede, se multiplica para ayudarnos’, y continuamente ‘ha sido confirmada’. Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia: una misericordia ‘suave, hermosa como nube de lluvia’. ¡Qué seguridad debe producirnos la conmiseración del Señor! ‘Clamará a mí y yo le oiré, porque soy misericordioso’. Es una invitación, una promesa que no dejará de cumplir.
Nuestro Señor quiere que contemos con El, para todo: vemos con evidencia que sin El nada podemos, y que con El podemos todas las cosas. Se confirma nuestra decisión de andar siempre en su presencia.
Dios está siempre a nuestro lado
Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y perdonando.
¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ¡ya no lo haré más! —Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo... Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien!
Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos.
¡Solo! —No estás solo. Te hacemos mucha compañía desde lejos. —Además..., asentado en tu alma en gracia, el Espíritu Santo —Dios contigo— va dando tono sobrenatural a todos tu pensamientos, deseos y obras.
Decidir, trabajar, hablar en la presencia de Dios
No tomes una decisión sin detenerte a considerar el asunto delante de Dios.
Que obremos siempre de tal manera, en la presencia de Dios, que no tengamos que ocultar nada a los hombres.
Trabaja con alegría, con paz, con presencia de Dios.
—De esta manera realizarás tu tarea, además, con sentido común: llegarás hasta el final aunque te rinda el cansancio, la acabarás bien..., y tus obras agradarán a Dios.
¡Qué equivocada visión de la objetividad! Enfocan las personas o las tareas con las deformadas lentes de sus propios defectos y, con ácida desvergüenza, critican o se permiten vender consejos.
—Propósito concreto: al corregir o al aconsejar, hablar en la presencia de Dios, aplicando esas palabras a nuestra conducta.
No dudo de tu rectitud. —Sé que obras en la presencia de Dios. Pero, ¡hay un pero!: tus acciones las presencian o las pueden presenciar hombres que juzguen humanamente... Y es preciso darles buen ejemplo.
¿Cómo es posible acordarnos de Dios durante el día?
Una costumbre eficaz para lograr presencia de Dios: cada día, la primera audiencia, para Jesucristo.
Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día. —Porque te da esto y lo otro. —Porque te han despreciado. —Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes.
Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. —Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. —Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso...
Dale gracias por todo, porque todo es bueno.
Acostúmbrate a rezar oraciones vocales, por la mañana, al vestirte, como los niños pequeños. —Y tendrás más presencia de Dios luego, durante la jornada.
¿No te alegra si has descubierto en tu camino habitual por las calles de la urbe ¡otro Sagrario!?
¿Cómo vas a vivir la presencia de Dios, si no haces más que mirar a todas partes?... —Estás como borracho de futilidades.
No seas tan ciego o tan atolondrado que dejes de meterte dentro de cada Sagrario cuando divises los muros o torres de las casas del Señor. —El te espera.
No seas tan ciego o tan atolondrado que dejes de rezar a María Inmaculada una jaculatoria siquiera cuando pases junto a los lugares donde sabes que se ofende a Cristo.
"Padre —me decía aquel muchachote (¿qué habrá sido de él?), buen estudiante de la Central—, pensaba en lo que usted me dijo... ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle, 'engallado' el cuerpo y soberbio por dentro... ¡hijo de Dios!"
Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la "soberbia".
Si te acostumbras, siquiera una vez por semana, a buscar la unión con María para ir a Jesús, verás cómo tienes más presencia de Dios.
Ten presencia de Dios y tendrás vida sobrenatural.
Jaculatorias
El temple del buen cristiano se adquiere, con la gracia, en la forja de la oración. Y este alimento de la plegaria, por ser vida, no se desarrolla en un cauce único. El corazón se desahogará habitualmente con palabras, en esas oraciones vocales que nos ha enseñado el mismo Dios, Padre nuestro, o sus ángeles, Ave María. Otras veces utilizaremos oraciones acrisoladas por el tiempo, en las que se ha vertido la piedad de millones de hermanos en la fe: las de la liturgia —lex orandi—, las que han nacido de la pasión de un corazón enamorado, como tantas antífonas marianas: Sub tuum præsidium..., Memorare..., Salve Regina...
En otras ocasiones nos bastarán dos o tres expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres, puedes curarme; Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te, Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo; Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem meam, creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe; Domine, non sum dignus, ¡Señor, no soy digno!; Dominus meus et Deus meus, ¡Señor mío y Dios mío!... U otras frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo del alma, y responden a una circunstancia concreta.
La vida de oración ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios; momentos de coloquio sin ruido de palabras, junto al Sagrario siempre que sea posible, para agradecer al Señor esa espera —¡tan solo!— desde hace veinte siglos. Oración mental es ese diálogo con Dios, de corazón a corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación, la memoria y la voluntad. Una meditación que contribuye a dar valor sobrenatural a nuestra pobre vida humana, nuestra vida diaria corriente.
Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones —aun las más pequeñas— se llenarán de eficacia espiritual.