VII. LA PESCA MILAGROSA

Biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

«Somos para la masa» 

Mi viaje -demasiado corto- siguiendo las huellas de Monseñor Escrivá de Balaguer en España había comenzado en Madrid, en la calle Diego de León, 14, sede de la Vicaría regional del Opus Dei. Y allí terminó también.

El edificio no causa en absoluto la impresión de un museo, sino que está lleno de vida, como corresponde al centro de dirección de una familia de varios miles de personas. Sentí especialmente el genius loci, la presencia palpable del Fundador. Allí vivió desde 1940 hasta 1946, año en el que se trasladó a Roma. En esta casa solía residir cuando regresaba a Madrid. En esta casa le encontré en los recuerdos de mis interlocutores, en la impronta que habían recibido de él, y a cada paso, en las habitaciones, en los muebles, en los recuerdos; y especialmente en el oratorio, en su modesto cuarto de trabajo y dormitorio y, también, de forma emocionante, en la cripta donde descansan sus padres.

Allí se conservan también una reproducción y algunos objetos pertenecientes a un vaporcito bastante pobretón, el «J. J. Sister», un barco correo que, en 1946, recién terminada la guerra, era la única comunicación marítima regular entre España e Italia: una vez por semana hacía la travesía entre Barcelona y Génova. Este vaporcito fue el que sirvió al Fundador para su primer viaje a Roma, que, además (si se exceptúa algún viaje a Andorra, las treinta horas en Francia durante la fuga y los viajes a Portugal), fue su primera salida al extranjero. Fue un viaje realmente fundacional y de gran importancia para el Opus Dei y para la Iglesia. La Obra, que cumplía dieciocho años, iba a adquirir la «mayoría de edad» para ponerse al servicio de la Iglesia universal. Don Josemaría partía así no sólo de Madrid a Roma, sino también de España al mundo.

Lo hizo en barco, atravesando la mar: y ante aquellas reliquias del vaporcito desguazado muchos años antes me di cuenta de que este hecho encerraba un profundo simbolismo. ¡Cuánto amaba el Fundador aquellas escenas del Evangelio en las que se habla del mar y de barcas, de pescadores y de redes! ¡Cuántas veces comparó el apostolado con un «mar sin orillas»!... Duc in altum!: ésta era una de las jaculatorias que más repetía. Evocaba aquellas palabras que el Señor había dirigido a Pedro: «Guía mar adentro y echad vuestras redes para pescar» (Lc 5,4). Y comentaba: «Pierde tu tranquilidad y tu egoísmo. Complícate la vida. Métete en las aguas del mundo, en nombre de Cristo» (1). Él fue el primero en cumplir esta exhortación, también en aquel viaje: lo hizo porque no se permitía demoras, porque Alvaro del Portillo, que ya había realizado gestiones en Roma, le pidió que lo hiciera, porque su presencia era necesaria para conseguir que la Santa Sede aprobara canónicamente la Obra; y lo hizo a pesar de que desde 1944 padecía diabetes (una enfermedad cuya terapia presentaba entonces muchas más incomodidades que ahora), a pesar de que estaba muy enfermo y de que hacía el viaje en contra del parecer de los médicos. La travesía en aquel vapor (un veterano de cincuenta años y 1.500 toneladas, uno de esos barcos que los marinos llaman un «viejo cascarón» y en Alemania, más gráficamente aún, un «vendedor de almas») duró más de veinte horas y tuvo lugar en medio de una fuerte tormenta, desacostumbrada para el verano: una verdadera pesadilla.

El aspecto de Alvaro del Portillo, que esperaba al Fundador en el muelle de Génova, era otro desde hacía algún tiempo; ahora llevaba alzacuello y sombrero de teja. Hacía dos años, el 25 de junio de 1944, había sido ordenado sacerdote, junto con otros dos miembros de la Obra, por el Obispo de Madrid don Leopoldo Eijo y Garay, en la capilla del palacio episcopal. La ordenación se había hecho necesaria porque el Padre ya no podía atender sacerdotalmente él solo al número creciente de miembros del Opus Dei y al aumento de la labor apostólica; y había sido posible porque, por tercera vez, Dios le había concedido una gracia fundacional: el 14 de febrero de 1943, la «Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz» entraba en la historia de la Obra y de la Iglesia, más o menos como un cable que Dios lanzaba al Fundador para que pudiera amarrar la barca del Opus Dei a la roca de Pedro.

Todo ello era consecuencia natural de un desarrollo sobrenatural, del «milagro» que había traído, al terminar la guerra civil, un verdadero alud de vocaciones.

En el otoño de 1939, y en un piso de Madrid, la Obra había reanudado con normalidad su labor apostólica; es decir, en la misma ciudad en que había quedado interrumpida en el verano de 1936; pues bien, cuando don Josemaría Escrivá, casi siete años más tarde, se trasladó a Roma, existían ya centros del Opus Dei en Madrid y en Barcelona, en Bilbao, Granada, Santiago de Compostela, Zaragoza, Sevilla, Valencia y Valladolid. En 1945 abría sus puertas la primera casa de retiros y convivencias: Molinoviejo, cerca de Segovia. En 1946 se instalaba el primer centro fuera de las fronteras españolas, en la ciudad universitaria de Coimbra, en Portugal (2).

Poco después de su regreso a Madrid, al final de la guerra, el Padre había vuelto a ocupar la Rectoría del Patronato de Santa Isabel. Así como existen enfermedades contagiosas, también hay curaciones y estados de salud contagiosos. España seguía sangrando de las mil heridas que le había producido la guerra fratricida; grande era la pobreza y el agotamiento después de la lucha, pero había esperanza, voluntad y afán por sanar el país. Muchos españoles tenían deseos de reconciliación y de renovación cristiana. Entre los jóvenes de las «dos Españas» crecía el número de los que se daban cuenta de que el destino (de cada uno, del país, de la humanidad) no depende, en último término, de los sistemas estatales, de las ideologías y estructuras sociales, sino de que todo esto se impregne del espíritu, de Cristo. Las últimas consecuencias de cada situación dependen, en último término, de que siempre haya esos «diez justos» con los que Abraham, regateando, habría conseguido, de la bondad de Dios, la salvación de Sodoma (Gén 18, 23-33); «justos» que, en la era del Nuevo Testamento, tras la venida salvífica de Cristo, se han de encontrar sobre todo entre los cristianos.

Y precisamente cuando estallaba la Segunda Guerra Mundial el Opus Dei recomenzaba su labor en un país que había sufrido el horroroso preludio de la gran contienda, pero que ahora no quedaría implicado en ella. Esta Guerra, que habría de durar cinco años y ocho meses, cambiaría la faz de Europa y del mundo, en una transformación que es cada vez más patente, que ha causado verdaderas montañas de papel y dé debates, y cuyas consecuencias (y las consecuencias de las consecuencias) experimentamos todos.

Un proceso callado y nada espectacular, casi oculto: la «metanoia», la conversión en los corazones de algunos cientos de hombres y su caminar con Cristo por el mundo («mundo», esa suma de los asuntos de la tierra que se ha encomendado a los hombres), es una revolución que no llama la atención: pero puede producir transformaciones más profundas que una guerra; tiene mayor alcance y puede dar incluso una nueva dirección a la historia de la humanidad. Es ésta una idea que quizá nos resulte desacostumbrada e incluso chocante. Pero es cierta: los bautizados, que han elegido la identificación con Jesucristo porque han sentido, entendido y aceptado una vocación, una llamada, compensan todas las cabezas atómicas en los arsenales de las grandes potencias.

En los años posteriores a la Guerra de España, Monseñor Escrivá dirigió espiritualmente a cientos de personas: hombres y mujeres, solteros y casados, profesores y estudiantes, académicos y artesanos. Y muchos de ellos pidieron la admisión en la Obra. Como una gracia fundacional especial, don Josemaría poseía la capacidad de descubrir hasta la menor chispa del amor de Dios en un alma, por muy escondida que estuviera bajo la ceniza. Y casi siempre conseguía que volviera a arder en llama viva.

Normalmente una vocación al Opus Dei, hasta pedir la admisión, se va desarrollando en el alma muy despacio, a veces durante años; pero en aquel entonces este proceso interior a menudo se acortaba, como con una «cámara rápida» sobrenatural, y se daba en pocas semanas, y en algunos casos incluso en pocos días u horas. Aun cuando éstos fueron casos extremos (pero que sucedían con cierta frecuencia), la cosecha apostólica en la España de los años cuarenta iba madurando con gran rapidez y en plenitud poco común.

Mons. Escrivá de Balaguer transmitió constantemente, incansable, el mensaje de la Obra, pero nunca intentó que llegaran vocaciones por otros medios que por la oración, el sacrificio y la atención llena de cariño. Poseía un carisma que sin duda necesitaba para cumplir la enorme tarea que le había sido encomendada; un carisma que consistía en reconocer inmediatamente en las personas su «disposición» para una entrega de acuerdo con el espíritu del Opus Dei. Se daba cuenta enseguida si una persona estaba llamada para este o para otro camino, si podría «ir rápido» o necesitaría tiempo. Algo que, sin embargo, no modificaba en absoluto la amistad y estima que sentía hacia cada uno. Dios llama a quien quiere. Nadie puede hacer más que esto: ir delante de quien Élllama, tocando la campanilla. Y Monseñor Escrivá tocaba una campana perfectamente perceptible, que hizo que muchos dormilones se levantaran de la cama, abrieran la ventana y asomaran la cabeza para poder ver ya, de lejos, al pregonero divino... También se pueden entender en este sentido las palabras del Fundador: «Somos gente de la calle. En medio del mundo, iguales entre nuestros iguales, entre todo tipo de personas, con los brazos abiertos a todas las almas, siendo luz y sal, sin ningún distintivo externo, que no tenemos por qué llevar: sólo hay una diferencia, que es interior, del alma: la vocación, que el Señor nos ha dado» (3). Para contagiar a los demás -y no sólo para eso, sino también para «contagiarse» a sí mismo- hay que salir de las cuatro paredes que, a menudo, le aprisionan a uno.

El «apostolado del viaje», del «despliegue»: ya el sentido común lo dictaba como lo más natural... y la experiencia de dos mil años de labor misionera de la Iglesia lo confirmaba como lo más adecuado y aconsejable. Don Josemaría, incansable, viajó a todas las grandes ciudades, y a algunas menos grandes de España. Esos viajes no suponían precisamente una diversión: había que prescindir de cualquier comodidad, de conceptos como «descanso», «tiempo libre», «fin de semana» y otros que han pasado a ser los ídolos de la sociedad occidental y casi su único, su último consenso. Tras una semana de noventa horas, que era lo «normal», el Fundador viajaba en tren, casi siempre en la tarde del sábado y haciendo noche en el viaje, a la ciudad en cuestión; el domingo por la noche utilizaba el mismo medio de transporte para regresar a Madrid, donde proseguía el trabajo con toda normalidad el lunes por la mañana. Y no hay que pensar en los trenes de lujo que conocemos hoy, sino en viejos vagones con duros bancos de madera, avanzando parsimoniosamente, a sacudidas, entre vahos de vapor. Y España es grande: como dos veces la República Federal de Alemania. Diez o doce horas de viaje no eran nada extraordinario. Y cuando, de mañana, llegaba a la ciudad, no le esperaba un centro del Opus Dei: las meditaciones tenía que darlas en la habitación de algún hotel (y de un «hotel» tampoco se podía esperar gran cosa en aquella época), y las conversaciones con las personas que iba a ver tenía que tenerlas en el banco de un parque, en un rincón de un pequeño café o paseando.

Nada ha cambiado respecto a este modo apostólico. En todos los países a los que ha llegado la Obra y en todos a los que llegará, la labor empieza siempre así: con confianza en Dios, con laboriosidad y buen humor; y nunca falta el compañero más fiel: la pobreza. Es importante comprender que se trata de una pobreza en sentido literal: comidas muy sencillas (a veces sólo una comida fuerte al día), vida en condiciones muy modestas, viajes en los medios de transporte más baratos... Aun así, muchas veces hubo problemas para pagar los billetes de aquellos «viajes de apostolado». Una vez -contaba Mons. Escrivá de Balaguer-, en plena guerra, se encontró sin dinero suficiente para el viaje de regreso de Córdoba a Burgos; entonces vació sus bolsillos, puso todo el dinero que tenía en la taquilla y pidió un billete en dirección a Burgos, hasta donde llegara con aquel dinero... Supongo que el empleado le miraría algo perplejo, pero el Padre consiguió llegar hasta cerca de Salamanca, a unos doscientos cincuenta kilómetros de la meta de su viaje (4).

«No basta querer ser pobre -dice el Fundador-. Hay que aprender a ser pobre» (5). Y él mismo dominó a la perfección el arte de la pobreza: cuando estaba solo, comía muy poco y con gran rapidez, pero si tenía un huésped se desvivía por tratarle bien, aunque se gastara la última peseta y tuviera luego que ayunar; recorrió muchísimos kilómetros a pie por las calles de Madrid, pero cuando invitaba a comer a un sacerdote que se encontraba muy solo y algo desanimado hacía que se le recogiera y llevara luego a su casa en taxi; ¡cuántas noches, cuando en Roma se estaban haciendo obras en la sede central del Opus Dei, en Villa Tevere, durmió en el suelo! ¡Cuántos años palo sin colcha para su cama! Su dormitorio era tan sobrio, que en él querría vivir poca gente de nuestro país; y, sin embargo, los que le visitaban se admiraban del buen gusto de las salas de visita y de la belleza de los oratorios.

No hay un solo centro del Opus Dei de entre los cientos que existen que se haya instalado con holgura, o al menos con los medios necesarios; siempre y en todo lugar se han dado los signos precisos para reconocer, sin posibilidad de error, que se trata de una cosa de Dios; el trabajo profesional es la primera fuente de ingresos y, como nunca basta, se procura reunir dinero o -digámoslo claramente- pedir limosna, se buscan contactos, se piden citas, se hace antesala, se camina bajo el viento, el frío y la lluvia o bajo el sofoco del calor; se advierte que el otro sólo quiere deshacerse cortésmente de uno, se experimenta lo que supone que le echen a uno, que no le den nada o que le despachen con un pequeño donativo para que deje de «dar la lata»... Siempre y en todo lugar se ha repetido esta historia, y también la historia contraria: ayuda, generosidad y comprensión por parte de muchas personas de carácter y condición muy diversos. Sí: siempre y en todo lugar se ha dado este fenómeno contrario, porque Dios no se deja ganar en generosidad y a las pequeñas renuncias por amor responde con la abundancia de su gracia.

Es característico del Opus Dei el que dos cosas vayan siempre muy unidas: los esfuerzos de cada uno por conducir a otros a la entrega total a Cristo en medio del mundo (es decir, el preparar a las personas para responder a su vocación) y la propia formación religiosa y espiritual que capacita para ello. Si se quiere invitar a alguien a buscar la santidad y la imitación de Cristo en la vida cotidiana, y si se quiere que la invitación surta efecto, es necesario querer crecer personalmente en esa santidad. Con el desarrollo de la Obra, esta doble actividad, el apostolado en el mundo y la mejora de la propia vida interior y del espíritu de familia (que en realidad constituye una unidad), se fue distribuyendo sobre más espaldas. Pero al principio el peso recaía exclusiva o casi exclusivamente sobre el Fundador. Viajaba por toda España, de norte a sur y de este a oeste, para ir extendiendo el Opus Dei. Preparaba la fundación de cada centro, en cada ciudad, con su labor de catequesis, sus conversaciones con el Obispo diocesano, sus contactos con los organismos oficiales. Y a la vez se dedicaba, incansable, a la formación de los que ya pertenecían a la Obra: se trataba -les decía- de ganar la «batalla de la formación.

Las cartas que dirigía en aquellos años a los miembros de la Obra, las Instrucciones que iba escribiendo para encauzar aquella «batalla», dejan entrever algo del fuego que ardía en su alma. «Espera el Señor de vosotros y de mí -escribía en 1940- que, gozosamente agradecidos por la vocación que su infinita bondad ha puesto en nuestra alma, formemos un gran ejército de sembradores de paz y de alegría en los caminos de los hombres, de manera que pronto sean innumerables las almas que puedan repetir con nosotros: cantad al Señor un cántico nuevo; sea toda la tierra un cántico de alabanza a Dios» (6). Y haciendo alusión a la parábola del convite mesiánico, en la que el Señor ordena: «Sal a los caminos y a los cercados, y obliga a entrar (compelle intrare), para que se llene mi casa» (Lc 14, 23), se lee en una carta del año 1942: «El compelle intrare, que habéis de vivir en el proselitismo, no es como un empujón material, sino la abundancia de luz, de doctrina; el estímulo espiritual de vuestra oración y de vuestro trabajo, que es testimonio auténtico de la doctrina; el cúmulo de sacrificios, que sabéis ofrecer; la sonrisa, que os viene a la boca, porque sois hijos de Dios: filiación que os llena de una serena felicidad... que los demás ven y envidian... Añadid, a todo esto, vuestro garbo y vuestra simpatía humana, y tendremos el contenido del compelle intrare (7).

Y un año más tarde: «Hijas e hijos queridísimos, daos cuenta de tantas cosas como el Señor, la Iglesia, la humanidad entera esperan del Opus Dei, que es todavía casi como una semilla escondida en el surco; percataos de toda la grandeza de vuestra vocación y amadla cada día más, decididos a ser el instrumento que el Señor necesita, con optimismo, con alegría, con sentido sobrenatural. Adelante, hijos míos, que Jesús y la Iglesia esperan mucho de vosotros; pero que se os meta bien en la cabeza y en el corazón que no haremos nada si no somos santos» (8). Y otro año después: «Si pedimos en nombre de Jesucristo, el Padre nos lo concederá, estad seguros. La oración ha sido siempre el secreto -el arma poderosa- del Opus Dei: la oración es el fundamento de nuestra paz y de nuestra eficacia apostólica...; por eso os insisto en que tengáis fe en que el Señor nos concederá lo que pedimos» (9). Una carta especialmente conmovedora es la de mayo de 1945, fechada dos días antes de que se terminara la guerra en Europa: «Somos para la masa, hijos míos, para la multitud. No hay alma a la que no queramos amar y ayudar, haciéndonos todo para todos: omnibus omnia factus sum (I Cor IX, 22) (11).

No me deja de interesar ninguna criatura, hijas e hijos míos: deseo llevarlas todas a Dios. ¡Me duelen las almas! A veces no entiendo cómo me aguantan el corazón y la cabeza. Éste es el espíritu nuestro: sentir el lamento de tantos corazones áridos, que parecen decirnos hominem non babeo (Ioann V, 7), no tengo quien me dé una mano y me acerque a la luz y al calor de Cristo... Somos nosotros otros Cristos, llamados a corredimirli, y tampoco se puede seccionar nuestra vida de hijos de Dios en su Obra, separándola de nuestro celo apostólico» (12).

En numerosísimas ocasiones, de palabra y por escrito, el Fundador dio salida a esta fuerza motriz de todo su vivir y quehacer, una fuerza que se identifica con el sentido que tiene la vida en el Opus Dei. «Porque no tiene vocación para el Opus Dei -decíaaquel que no tiene sed universal de almas. Tú y yo, hijos de Dios..., cuando vemos a la gente, tenemos que pensar en las almas: he aquí un alma -hemos de decirnos- que hay que ayudar; un alma que hay que comprender; un alma con la que hay qué convivir; un alma que hay que salvar» (13).

Pero esta exigencia paulina del amor universal como fundamento del apostolado universal no excluye, ni mucho menos, la prudencia e incluso el deber de tener en cuenta ciertas circunstancias. Ya en una instrucción del año 1934 había presentado algo así como un catálogo negativo de la vocación a la Obra: «No caben: los egoístas, ni los cobardes, ni los indiscretos, ni los pesimistas, ni los tibios, ni los tontos, ni los vagos, ni los tímidos, ni los frívolos. Caben: los enfermos, predilectos de Dios, y todos los que tengan el corazón grande, aunque hayan sido mayores sus flaquezas» (14). Y ¿qué pasa con los intelectuales, con los sabios? «Bienvenidos sean los sabios a la Obra, pero nos conformamos con que la mayoría -todos los demás- sean doctos en su profesión o en su oficio» (15). Esta cercanía a la vida, este sentido de la realidad es casi «refrescante»: espíritus grandes, personalidades importantes, los «fuera de serie»... sí, bien, muy bien..., pero lo que el Opus Dei necesita y lo que Dios quiere que haya en él son «hombres y mujeres... cultos, santos, discretos, obedientes y enérgicos, que son quienes sacarán adelante la Obra, como premio de su humildad» (16). Y en una lista que casi suena pintoresca va enumerando lo que -como dice- «interesa a Dios nuestro Señor»; le interesa que haya muchas vocaciones entre las personas que, por su profesión, están ya continuamente rodeadas de otras personas y que, enseguida, pueden ser «multiplicadores»: maestros artesanos, funcionarios, representantes, peluqueros, farmacéuticos, comadronas, carteros, camareros, vendedores de periódicos... (17). O sea: nada de elitismos; el Fundador buscaba hombres que estuvieran dispuestos a servir como fermento de Cristo en el pan divino que es la humanidad, no hombres que se empeñaran por todos los medios en ser pasa o almendra en un buen bollo. Por eso, su mirada se dirigía con perseverancia hacia aquellos que, desde un punto de vista sociológico, eran ya algo así como el fermento en la masa de la sociedad y que tan sólo tenían que recibir el refrendo sobrenatural de su posición natural. 

Con juventud y entusiasmo por Cristo

La Sección de mujeres del Opus Dei sufrió mucho durante la guerra. Mientras que en 1939 el Fundador pudo recomenzar la labor con los varones con un «equipo base» robustecido por los peligros y las aflicciones que habían superado conjuntamente, en el caso de las mujeres había que volver a empezar prácticamente desde cero. Las causas son obvias: en las condiciones de guerra que reinaban en las dos partes de España el Padre no había podido mantener contacto personal con ellas. Por eso se rompieron los lazos; durante una temporada incluso circuló el rumor de que el Fundador había muerto. Algunas de las mujeres, a las que ya no podía dirigir personalmente ni transmitir con mayor profundidad el espíritu del Opus Dei (un espíritu que hasta 1936 sólo había empezado a germinar en ellas, pero sin que pudiera echar raíces profundas), se fueron por otros camino y tomaron, en parte, formas de vida propias de las religiosas.

Nada más natural para este «segundo comienzo» (que se incoó ya en Burgos, durante la guerra) que dirigirse especialmente a los parientes de sus hijos y de cuantos participaban en las labores del Opus Dei. Era lógico, puesto que el Opus Dei no se extiende por medio de campañas y acciones de propaganda, sino mediante una siembra y germinación de persona a persona, por «contagio», de amigo a amigo o dentro de una familia. Es natural, pues, que las familias de los miembros y de los amigos de la Obra constituyeran el primer vivero de vocaciones para la Sección de mujeres. Como antes de la guerra, también ahora iban a confesarse con don Josemaría en alguna iglesia de Madrid; las meditaciones las daba en la casa de la calle Jenner, donde, con su madre y sus hermanos, ocupaba una vivienda separada de la Residencia de estudiantes. En 1940 se efectuó el traslado a Diego de León; la Sección de mujeres encontró también allí un «hueco» separado del resto de la casa, y don Josemaría se pudo ocupar de la formación espiritual, de la dirección y de la atención sacerdotal de las primeras. La labor apostólica pronto empezó a crecer visible y continuadamente, de tal forma que ya en 1942 pudo abrirse el primer centro sólo para ellas.

En el capítulo anterior hemos hablado de algunos documentos de gran valor histórico que escribieron los primeros miembros varones del Opus Dei. Afortunadamente contamos también con documentos escritos por las primeras mujeres. Los recuerdos sobre el Fundador que Encarnación Ortega puso por escrito en 1978 con destino a la Causa de Beatificación abarcan más o menos el decenio comprendido entre 1942 y 1952. Están redactados con un estilo muy gráfico y se refieren a una época de gran relevancia histórica para la Obra: años de duras contradicciones para Monseñor Escrivá de Balaguer, pero años, también, en los que se produjo la fundación de la «Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz», el traslado a Roma, la aprobación de la Obra por parte de la Iglesia y el comienzo de la expansión del Opus Dei por todo el mundo. El valor especial del informe de Encarnación Ortega consiste en que no sólo describe el desarrollo de la Sección de mujeres en esos diez años decisivos, sino que capta también perfectamente la personalidad del Fundador, vista con ojos de mujer (18).

Encarnación Ortega trabajó en diferentes centros en España, en los organismos de dirección de aquella región y también, durante años, en la «Asesoría Central», el órgano de dirección de las tareas apostólicas de las mujeres del Opus Dei a nivel universal, con sede en Roma. Aquí, y también antes. y después en España, estuvo muchas veces con el Fundador; hoy vive en España y puede suministrar información de primera mano sobre tres decenios del desarrollo de la Obra y de la vida de Mons. Escrivá de Balaguer.

Cuando, el Domingo de Ramos de 1941, conoció al Fundador del Opus Dei en Valencia, Encarnación tenía quince años: don Josemaría estaba en la ciudad del Turia dando un curso de retiro para las jóvenes de Acción Católica, en la casa de ejercicios de las Operarias Doctrineras. Participaba por pura curiosidad, como dice ella misma. Un hermano suyo le había hablado de un sacerdote excepcional y había querido conocerlo..«Entramos en la capilla. Poco después llegó nuestro Padre. Su recogimiento, lleno de naturalidad, su genuflexión ante el Sagrario y el modo de desentrañamos la oración preparatoria de la meditación, animándonos a ser conscientes de que el Señor estaba allí, y nos miraba y nos escuchaba, me hicieron olvidar inmediatamente mi deseo de escuchar a un gran orador, y se cambiaron por la necesidad de escuchar a Dios y de ser generosa con El» (19).

Tras la meditación, Encarnita pudo hablar brevemente con don Josemaría. En pocas palabras, y como de pasada («como en hipótesis», dice), el Padre le fue explicando la Obra, de la que ella hasta entonces no sabía nada, pues su hermano le había hablado de don Josemaría, pero no del Opus Dei: «Buscar la santidad en el trabajo ordinario, sin salirse de su sitio; estar en el mundo sin ser del mundo; vivir vida contemplativa sin ser religiosos, convirtiendo -sin hacer cosas raras- la calle en celda... Me habló de la filiación divina como nota que perfilaba la fisonomía de las personas que trabajaban así, y su gran importancia; de inquietud apostólica; de virtudes humanas: sinceridad, laboriosidad, valentía ...» (20). Quedó profundamente inquieta, pues sentía la llamada.....e internamente la rechazaba, como suele ocurrir a menudo. «Hice el propósito de no volver nunca a encontrarme, frente a frente, con el Padre. A pesar de esa decisión, no podía dormir ni casi comer. Veía que Dios necesitaba mujeres valientes para hacer su Obra en la tierra; y, no sabía por qué, yo me había enterado a través de su Fundador... Aquella idea la tenía viva constantemente» (21).

En la última meditación del curso de retiro, don Josemaría habló sobre la Pasión del Señor. El término «hablar», en este caso, es inadecuado; don Josemaría vivía la Pasión de tal manera en su interior, la hacía tan presente a los que le escuchaban, que éstos iban reviviendo en su alma los padecimientos de Cristo. De ese modo lograba vencer la indiferencia y sacar del anonimato a cada uno. En la meditación habló, con más extensión y por decirlo así- más despiadadamente, de lo que luego repetiría en el «Vía Crucis»: «Amo tanto a Cristo en la Cruz, que cada crucifijo es como un reproche cariñoso de mi Dios: ... Yo sufriendo, y tú ... cobarde. Yo amándote, y tú olvidándome. Yo pidiéndote, y tú ... negándome» (22). En aquellos ejercicios en Alacuás, don Josemaría añadió: «Sé valiente, al menos, y dile que eso que te está pidiendo ¡no te da la gana!» (23). En los treinta minutos de aquella meditación sobre la Pasión, Encarnita tomó una decisión definitiva sobre el futuro de su vida... «Sólo quería -escribe ella misma- decir (al Padre) una cosa: que estaba dispuesta a todo» (24).

A todo aquel que quería servir a Dios, a la Iglesia y a los hombres en la Obra, el Fundador no le ocultaba lo que le esperaba y cualquiera podía entenderlo, por muy joven que fuera: tendría que llevar una vida dura, de gran pobreza; debería estar totalmente disponible, dispuesto a partir para países lejanos..., para Japón por ejemplo, aprendiendo japonés, claro... «Nada importaba ya -recuerda Encarnita-: me había arrancado una decisión plena que, apoyada en la gracia de Dios, salvaría las dificultades» (25).

Cuando algunos atacan al Opus Dei suelen decir que se anima a personas jóvenes a tomar decisiones cuyas consecuencias no pueden sospechar; decisiones para las que no estarían ni capacitadas ni autorizadas, sobre todo si sus padres no las aceptan; por lo tanto, esas decisiones podrían causar daños irreparables.

Ante este argumento parece necesario aclarar algunas cosas. Si nos fijamos en la historia de las vocaciones cristianas a través de los siglos (y vocación es la llamada divina a una entrega sin condiciones a Cristo y a la Iglesia, con la correspondiente aceptación del que es llamado), nos damos cuenta, en primer lugar, de que el Espíritu Santo, que es el que llama, no se preocupa de la partida de nacimiento, sino que escoge a las almas que quiere llamar. No hay regla fija sobre la edad mínima para que un alma pueda comprender lo que Dios espera de él, ni sobre aquella en que es capaz de seguir su voluntad: hay ancianos a los que no se les abren «las puertas de la comprensión» y hay niños a los que se «les enciende una luz».

Hace algunos años, el conocido teólogo Wilhelm Schamoni publicó un pequeño libro, titulado «Jóvenes y santos», en el que presentaba treinta y dos retratos y breves biografías de santos jóvenes y de jóvenes de vida santa. El libro habla de algunos desconocidos y de muchos santos bien conocidos: San Luis Gonzaga, Santa Teresita del Niño Jesús, San Juan Bosco, Santa María Goretti... Es un libro que deberían conocer todos los padres católicos, y especialmente aquellos que no comprenden la vocación de sus hijos a un determinado camino de santidad, pues ello hace que, casi siempre a causa de una preocupación y un cariño mal encauzados, les pongan obstáculos y les planteen dificultades. En el prólogo del libro se leen estas hermosas frases: «Los niños son como una flor que se está abriendo; los jóvenes, como la flor ya en toda su belleza. Están llenos de promesas. Y la santidad hace que esas promesas se conviertan en realidad» (26). Son palabras decisivas. Porque es una gracia muy especial el que los niños o los jóvenes sean llamados por Dios para seguir a Cristo, y que acepten la llamada. Una gracia que debiera mover a los padres a una profunda gratitud. ¿Por qué dudar de que así como hay jóvenes que son «capaces» de llevar una vida de pecado, de prostitución, de extorsión o de violencia, haya otros que también sean «capaces» de todo lo contrario, es decir, de amar a Dios, de entregarse, de vivir la pureza? No me cabe en la cabeza por qué los jóvenes, en la adolescencia, lo quieran los padres o no, han de tener derecho (por lo menos en Alemania) a dejar de asistir a las clases de Religión y no hayan de tener la posibilidad de decidirse por servir a Cristo y a su Iglesia. Esta época, la adolescencia, no es un dato arbitrario: la Iglesia sabe, por larga experiencia, que, por lo general, un cristiano adolescente es capaz de reconocer el modo y la esencia de una vocación divina y de seguirla (27).

En muchas vidas de santos jóvenes o de santos que recibieron la llamada divina cuando eran aún muy jóvenes encontramos como común denominador la lucha de los padres contra esa vocación, una lucha a veces brutal e incluso insidiosa. Parece, sobre todo (y tenemos numerosos ejemplos desde Santo Tomás de Aquino hasta nuestros días), que la decisión de los jóvenes de aceptar el celibato «por el Reino de los Cielos» (Mt 19,12) provoca en algunos padres un serio rechazo y, en ocasiones, incluso aversión e ira. Los jóvenes que toman esa decisión experimentan enseguida, y además en el ambiente que les es más querido, que el seguimiento de Cristo no es un paso cómodo, sino que incluye siempre el compartir Su suerte. Qué oportunas son, por eso, unas palabras de Monseñor Escrivá, quien, en cierta ocasión, decía: «Os he de decir en primer término que los años no dan ni la sabiduría ni la santidad. En cambio, el Espíritu Santo pone en boca de los jóvenes estas palabras: super senes intellexi, quia mandata tua quaesivi (Ps CXVII, 100); tengo más sabiduría que los viejos, más santidad que los viejos, porque he procurado seguir los mandamientos del Señor. No esperéis a la vejez para ser' santos: sería una gran equivocación» (28). En cuanto a los padres, manifestaba con toda claridad cuál es su deber: deben sentir «una especial veneración y un profundo cariño hacia la castidad perfecta que sabéis que es superior al matrimonio, y por eso os alegráis de verdad cuando alguno de vuestros hijos, por la gracia del Señor, abraza ese otro camino, que no es un sacrificio: es una elección hecha por la bondad de Dios, un motivo de santo orgullo, un servir a todos gustosamente por amor de Jesucristo» (29).

El Fundador de la Obra procuraba que sus hijas, lo mismo que sus hijos, vieran el futuro del Opus Dei como una «realidad anticipada de lo que sería»; era un «visionario» realista... y además un visionario que contagiaba. Según cuenta Encarnita Ortega, ya en noviembre del 1942 había descrito con detalle los futuros campos de acción de las mujeres del Opus Dei en todo el mundo: Escuelas agrarias para campesinas, centros de formación profesional, residencias para universitarias, actividades en el campo de la moda, bibliotecas circulantes, librerías... Todo ello como base y medio -como instrumento- para lo más importante: el apostolado personal». Realmente, hacía falta un gran optimismo sobrenatural para no dudar de que todos los planes y proyectos del Padre, incluso los más atrevidos, se harían realidad; pues la «realidad del momento» no dejaba ver ni siquiera los perfiles de la realidad futura. En 1940-41 las mujeres del Opus Dei «eran» seis jóvenes. Tres no siguieron adelante. Las otras tres fueron fieles y perseveraron. A finales de 1942 eran media docena. En 1975, cuando falleció el Fundador, había más de doscientos centros culturales en todo el mundo, sesenta y dos residencias para universitarias, numerosos Colegios mayores en diecisiete países y otras muchas actividades a cargo de las mujeres del Opus Dei (30).

En el verano de 1942, las mujeres del Opus Dei (o sea aquella media docena) se instalaron en su primer centro propio: un pequeño chalet en la calle Jorge Manrique, 19, sin muebles. Lo más necesario lo trajeron ellas mismas, lo compraron de segunda mano o lo regaló alguna persona generosa. La formación espiritual, la labor apostólica, las normas de vida propias de la Obra y la «vida de familia» eran en todo semejantes a las de los miembros varones del Opus Dei. No hace falta, me parece, explicarlo exhaustivamente: con respecto a la dignidad humana y a la filiación divina no había, para Monseñor Escrivá de Balaguer, diferencia alguna entre hombre y mujer. Esta igualdad, querida por Dios, es la que condiciona, soporta, une y da eficacia a las diferencias propias de cada sexo, queridas también por Dios. En 1967 el Fundador del Opus Dei recordaba que, un cuarto de siglo antes, su intento de que también las mujeres de la Obra adquirieran el grado académico de Doctor en Teología había despertado incomprensión e incluso recelos (31). No pretendía con ello (es superfluo decirlo) que fueran una especie de «sacerdotisas»: quería que mejorara la preparación de las mujeres en la labor de la catequesis, en la enseñanza de la doctrina de fe dentro y fuera de los centros docentes.

Las mujeres del Opus Dei asumieron también una tarea específica que sólo a ellas compete o, mejor dicho, distingue: la «administración». Este término, que parece denominar algo burocrático, designa, en la realidad del Opus Dei, todo lo contrario: la creación de un ambiente de hogar en los centros, la atención material de las casas, la colaboración en el bienestar humano de los que allí residen o están de visita..., es decir, todo lo que suele hacer una buena madre de familia. No es casualidad que el Fundador llamara a la «administración» el «apostolado de apostolados». En los primeros tiempos de la Obra, como ya_ dijimos, fue el Padre, con algunos de sus hijos, quien se ocupó de las labores domésticas. Luego, cuando su madre y su hermana se instalaron en casas próximas a diversos centros o residencias, las dos fueron llevando más y más estas tareas, con alegría y como la cosa más natural del mundo, hasta ocuparse de toda la atención de la casa, incluyendo, por ejemplo, el lavado de la ropa o el zurcido de los calcetines. Dolores y Carmen Escrivá fueron la primera «administración» del Opus Dei. Cuando murió doña Dolores, en 1941, toda esta labor recayó sobre Carmen. Con la expansión de la Obra y el crecimiento del número de centros, se hizo necesaria una solución definitiva. Y si se tiene en cuenta que el Opus Dei es una familia espiritual, la solución estaba clara: era natural que fueran las hijas y hermanas las que, en la familia, se ocuparan del hogar. Se abría así, para las hijas del Fundador, un campo inmenso de apostolado, de importancia vital para el carácter familiar de la Obra; un campo de santificación en una labor profesional cuya relevancia a menudo se olvida, y un campo de apostolado en el servicio del hogar con la creación de Escuelas de formación especializadas; un apostolado, en suma, cuyas benéficas consecuencias eran entonces casi imprevisibles.

En el verano de 1943, cuando abrió sus puertas el nuevo Colegio Mayor Moncloa, el Padre, por primera vez, encomendó la administración a las mujeres de la Obra. Encarnación Ortega narra muy expresivamente los comienzos (32): eran tres mujeres jóvenes -no habían cumplido todavía los veinte años- y, por aquel entonces, totalmente inexpertas en la atención de una casa. Además, se trataba de una casa llena de complicaciones; tenían que limpiar y mantener en orden las habitaciones de unos cien estudiantes, las salas de estar, el oratorio, etc.; realizar las compras, preparar el menú de las comidas, cocinar, lavar, planchar y coser; llevar las cuentas y afrontar las dificultades económicas... Todo ello, sin descuidar las normas de la Obra: cada día, la Santa Misa, la oración, la lectura espiritual, el rezo del Rosario... ¡Dios mío!..., las pobrecillas iban de aquí para allá como pajarillos que han perdido la orientación; les parecía que estaban fracasando en toda la línea y veían cómo la marea iba creciendo... Así estaban las cosas cuando, dos días antes de la Navidad, las visitó el Padre; y su inquietud se desbordó: así no valía la pena seguir trabajando, era imposible... Y le contaron todo lo que les preocupaba. Don Josemaría permanecía silencioso y sereno, aunque apenado. Y, además -le dijeron finalmente-, con todo aquel trabajo no tenían tiempo para rezar; intentaban hacerlo «entre medias», pero sin necesidad, sin darse cuenta de que hablaban con Dios... Y, de repente, lo que en el Fundador había sido sólo preocupación se transformó en profundo dolor. ¿Es que su predicación sobre la unidad de vida, la continua presencia de Dios en una fusión constante de acción y contemplación, la alegría permanente como consecuencia de la filiación divina -también y especialmente en las contrariedades había sido inútil? ¿Es que sus hijas en el Opus Dei no habían comprendido lo que era la esencia del Opus Dei? ¿Es que las mujeres del Opus Dei, con su cohesión tan sutil, apenas incoada y todavía no fortalecida en las tormentas, iban a volver a perderse y a desintegrarse? Y prorrumpió a llorar, con un llanto amargo. Las jóvenes se quedaron como de piedra. «Quizá -escribe Encarnación Ortega- fue el momento del trato con nuestro Padre que recuerdo con mayor viveza y siempre con gran emoción: aquella persona que había visto con tanta fortaleza en momentos de insidias y calumnias; que parecía estar siempre por encima de todas las dificultades, sabiendo darles un tono positivo y sobrenatural y tratando de no agrandarlas, se derrumbó por completo» (33). Pidió luego un papel y apuntó: «1) sin servicio; 2) con obreros; 3) sin accesos; 4) sin manteles; 5) sin despensas; 6) sin personal; 7) sin experiencia; 8) sin dividir el trabajo». Trazó una raya y escribió debajo: «1) con mucho amor de Dios; 2) con toda la confianza en Dios y en el Padre; 3) no pensar en los desastres hasta mañana durante el retiro». Y don Josemaría pidió a sus hijas que no comentaran entre sí lo que había sucedido. Luego hizo que le prometieran que habría una buena cena aquella noche, que estarían alegres y contentas. Al día siguiente el Fundador explicó a Encarnita por qué había llorado: «... porque no hacíais oración. Y para una hija de Dios en el Opus Dei el trabajo más importante, ante el que hay que posponer todo lo demás, es éste: la oración» (34).

Una de las deformaciones de la imagen del hombre que en nuestros días se da con más frecuencia, y con terribles consecuencias, nace del desprecio hacia la actitud de servicio: la sospecha de que la exigencia y la voluntad de servicio no son más que un maligno truco de los «poderosos» y una humillación para los «oprimidos», que no se dan cuenta de la trampa. Se piensa que servir es el principal obstáculo para la autorrealización, y son cada vez más los que rechazan o miran con repugnancia el servicio a otras personas. Los idealistas que trabajan en los servicios sociales, en la atención de enfermos, en la ayuda al desarrollo, no cuentan con el apoyo del espíritu de los tiempos. Tienen que superarlo muchas veces con cierto heroísmo interior; no ejercen profesiones «prestigiosas». Ya es malo que los hombres no quieran servir, porque se les ha dicho que servir es de «tontos» o algo «fascista», pero cuando también las mujeres se contagian de ese rechazo es una catástrofe. Muchas jóvenes pasan por toda clase de humillaciones con tal de trabajar en una oficina o en una fábrica, porque consideran como trabajos de menor valor y dignidad la atención de la cocina, ser empleada del hogar o cuidar de los niños. Y esto también sucede si se trata de cuidar a los propios hijos: un trabajo no renumerado, que exige a veces el abandono de la profesión, que según dicen algunas es lo único que «las realiza plenamente». Muchísimas mujeres y madres sufren un descontento crónico porque se les ha quitado la conciencia de la dignidad de su vocación específica, una vocación que corresponde a todas las épocas y llega hasta las raíces de la humanidad; a cambio, se les ha dado una brújula mal orientada. «Prefiero -me dijo una vez una joven- quedarme en paro a limpiar los zapatos de otro o ponerme a hacer camas. Eso no se me puede exigir».

A Monseñor Escrivá de Balaguer siempre se le pudo exigir: no sólo porque Dios le exigió mucho, sino porque durante casi cincuenta años enseñó que un «serviam!» -serviré- dicho por amor a Dios y, por Dios, a los hombres es el núcleo de cualquier lucha por la santidad y, además, condición indispensable para una alegría de vivir sólida y profunda. Infinitas veces rechazó la distinción entre trabajos «elevados» y trabajos «bajos»: el trabajo y el servicio reciben su valor sólo por la medida del amor con que se realizan. Así se hace patente que precisamente el trabajo, el «servir» en la propia familia o en otro hogar, tienen un valor eminente; pues ese amor que se concreta en mil detalles para crear un hogar agradable es algo muy natural, sobre todo para la mujer. «No hay que olvidar -decía en 1968 a una periodista- que se ha querido presentar ese trabajo como algo humillante. No es cierto... Es necesario que la persona que preste ese servicio esté capacitada, profesionalmente preparada... Toda tarea social bien hecha es un estupendo servicio: tanto la tarea de la empleada del hogar como la del profesor o la del juez... Para mí igualmente importante es el trabajo de una hija mía del Opus Dei que es empleada del hogar, que el trabajo de una hija mía que tiene un título nobiliario» (35). Partiendo de esta actitud animó desde el principio a las mujeres del Opus Dei a erigir Escuelas de Capacitación Doméstica en las que las jóvenes aprendieran a realizar el trabajo del hogar de forma íntegra y moderna, incluyendo todos los medios técnicos y los aspectos económicos, y que aprendieran también que, si realizan este trabajo con amor, están muy cerca del corazón de Dios. En todo el mundo muchas mujeres viven su vocación al Opus Dei a través de esta forma peculiar de entrega.

Grande era el cariño del Fundador por aquellas hijas suyas que trabajaban en profesiones domésticas. Ese cariño se expresaba en multitud de detalles y en una preocupación muy especial por ellas, empezando por el cuidado de su armonía interna y externa, siguiendo por el consejo de comprar una lavadora o una plancha nueva y terminando por enseñanzas dichas alguna vez en tono enérgico. Un día, al darse cuenta de que una de sus hijas vacilaba ante un trabajo molesto, tomó el cubo y empezó a trabajar. «Hija mía, no lo hago por nada, sino porque soy vuestro padre y vuestra madre -porque no habéis tenido fundadora-, y debo enseñaros. Quiero que lo tengáis todo muy limpio, ¡reluciente!, ¡que se vea la cara!» (36). Debajo de un grifo que goteaba descubrió un día un pequeño charco que había pasado inadvertido. Tomó un trapo y lo limpió: «Hija mía, esto se hace así, y después de hacerlo se dice una jaculatoria al Señor o a la Virgen: por mi hermana, por mi padre, por quien sea, pero con amor de Dios» (37).

Este amor no debe ponerse de manifiesto como un terremoto, sino con «micro-elementos» que, sumados unos a otros, superan la potencia de un terremoto. Por eso el que se descuidaran los pequeños detalles dolía especialmente a don Josemaría, por lo que suponía de falta capital contra el espíritu de la Obra. En 1946, poco antes de partir para Roma, visitando el centro de las mujeres del Opus Dei de la calle de Lagasca, observó que en una habitación que tenía cuatro armarios grandes, uno de ellos no estaba bien cerrado. «Esto no puede ser -exclamó-. ¿Dónde está la presencia de Dios?» Abrió otro, y lo encontró desordenado, por lo que, disgustado, añadió: «Tenéis que vivir todo con más responsabilidad». Pero cuando vio sobre una mesa las compras del mercado, todavía sin ordenar, indignado, alzó la voz, aunque, inmediatamente, cambió de tono y exclamó: «Señor, perdóname». Luego, dirigiéndose a la que allí estaba, dijo: «Hija mía, tú perdóname también» Y ella: «Por favor, Padre, a mí no me pida perdón, que tiene usted razón». «Sí, porque lo que estoy diciendo es verdad, pero no te lo debo decir en este tono» (38).

 «Alma sacerdotal» y «mentalidad laical» (39)

En varias ocasiones hemos resaltado que Monseñor Escrivá no sólo fundó el Opus Dei, sino que él mismo fue Opus Dei, y, además, durante más de un decenio, lo fue él solo. Hasta después de la guerra no le fue posible encomendar a aquellos que ya llevaban años en el Opus Dei y que había ido preparando con su ejemplo y su doctrina, parte de la labor de formación religiosa y espiritual de los muchos que se acercaban a la Obra y de los que iban pidiendo la admisión. Isidoro Zorzano (que, para gran dolor del Fundador, falleció en 1943), Alvaro del Portillo, Ricardo Fernández Vallespín, Pedro Casciaro y otros estaban ya en condiciones de transmitir el espíritu y la naturaleza del Opus Dei y de ocupar cargos de dirección. Poco a poco fue aumentando el número, la intensidad y la calidad de los que iban ayudando, quienes, a su vez, por delegación del Padre y Fundador, participaban así de la gracia fundacional. Sin embargo, había una barrera infranqueable, que don Josemaría denominaba «el muro sacramental» Los que tenían simpatía por la Obra, los que estaban en camino de recibir la vocación y los que ya la habían aceptado, tenían que confesarse con el Padre o bien con otros sacerdotes que no eran del Opus Dei. Ahora bien, confesarse con el Padre se iba haciendo cada vez más difícil, pues la Obra crecía y se extendía sin cesar. No era éste un detalle sin importancia; tenía un relieve singular, pues los miembros de la Obra acuden al Sacramento de la Penitencia no de vez en cuando o en caso de pecado mortal o «por lo menos una vez al año, por Pascua florida», sino, normalmente, cada semana. El núcleo fundamental de la espiritualidad del Opus Dei, la búsqueda de la santidad en la vida corriente, incluye la lucha contra el pecado venial y contra las debilidades y defectos personales; incluye también -claro está- el arma más importante en esa lucha: la cercanía sacramental a Cristo en la Confesión y en la Eucaristía. Eso hacía que mientras el Fundador fuese el único sacerdote del Opus Dei, todo este sector, vital para la Obra, estaba en sus manos; sólo podía delegarlo en las de otros sacerdotes diocesanos a los que había pedido que le ayudaran.

Ni que decir tiene que cualquier católico puede recibir válidamente el Sacramento de la Penitencia de manos de cualquier sacerdote y que los consejos, amonestaciones e indicaciones de un sacerdote fiel a la doctrina de la Iglesia siempre serán de provecho. Ahora bien, la Confesión, para los miembros del Opus Dei, no es sólo un medio de obtener el perdón sacramental de los pecados, sino también un medio de formación de importancia capital para poder ir creciendo en el espíritu de la Obra y en la espiritualidad laical y secular que le es característica. Por eso un miembro del Opus Dei difícilmente puede confesarse bien con un sacerdote que sepa poco del Opus Dei, que no lo entienda o que lo ignore, pues ese sacerdote tendrá dificultades para matizar -y aconsejar debidamente al penitente- en el terreno de los pecados veniales, de las faltas pequeñas de cada día, de lo que se refiere al cumplimiento del plan de vida de la Obra, etc. Es decir, en todo lo que constituye la fidelidad a la vocación de un miembro del Opus Dei.

Dieciséis años estuvo el Fundador en esta situación. No por eso dejó nunca de confesarse, según dijo él mismo, al menos una vez por semana y a veces dos o tres... Y no porque fuera escrupuloso -decía-, sino porque sabía lo que venía bien a su alma (40)..Don Josemaría se daba perfecta cuenta de lo que significaba la ausencia de sacerdotes en el Opus Dei y buscaba una solución. Lo cual no quiere decir que no tuviera en gran estima a sus confesores (como a todos los sacerdotes), quienes, por su parte, tal vez vieran en él alguien que les animaba a su propia santificación. José María García Lahiguera, que luego sería Arzobispo de Valencia, con quien se confesó entre 1940 y 1944, escribía en 1976: «No era un alma complicada, sino sencilla, rectilínea... Para afirmar esto tengo una prueba muy clara y que para mí, como para cualquier confesor, es definitiva: que sus confesiones eran siempre breves: él me hablaba, yo le hablaba y terminábamos» (41). El Obispo constata que, en este punto, nunca cambió nada; y treinta años después aún destaca una característica de don Josemaría que supongo que le atraería especialmente: «Nunca se presentaba como víctima» (42).

El remedio era patente: el Opus Dei, para poder seguir su camino en el mundo, necesitaba sacerdotes que tuvieran el mismo espíritu de los laicos de la Obra, que procedieran de esos laicos y que unieran en su sacerdocio ministerial el «alma sacerdotal» y la «mentalidad laical» que deben caracterizar a todos los miembros del Opus Dei. Pero para poder realizar este deseo había que resolver primero un difícil problema pastoral con múltiples implicaciones humanas, teológicas y jurídicas entrelazadas entre sí. El problema consistía en que los laicos que habían recibido la vocación al Opus Dei debían ahora recibir, en él, la llamada al sacerdocio sin que por eso se lesionara o se perdiera la unidad de la vocación a la Obra; algo que sólo podía realizarse si se aclaraban algunos datos esenciales sobre la naturaleza de la existencia cristiana. Dicho con otras palabras: era preciso que se comprendiera y se aceptara que la intención divina al suscitar el Opus Dei (y el lector me perdone que lo repita tan a menudo) era «refrescar», rejuvenecer, renovar la vida cristiana siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos; es decir, hacer que en la Iglesia hubiera una familia espiritual que entendiera el mundo y la vida cotidiana tal como lo habían entendido los primeros cristianos: como materia sanctitatis et sanctificationis.

Como fruto de la gracia bautismal, todos los cristianos -casados y solteros, viudos y sacerdotes, todos- tienen «alma sacerdotal». Este sacerdocio común de los fieles es esencialmente distinto del sacerdocio ministerial, aunque tiene la misma razón de ser: la inhabitación de Cristo en el alma. El Fundador de la Obra redescubrió esta verdad, adelantándose así a una de las afirmaciones centrales y más destacadas del Concilio Vaticano II. A la vez, todos los miembros del Opus Dei tienen «mentalidad laical», lo cual es una condición indispensable para su vocación específica, ya que ésta consiste en ir por caminos de santidad y de apostolado cumpliendo con la mayor perfección posible la labor profesional y los deberes y derechos de estado en medio del mundo. Para querer alcanzar la santidad no hace falta rechazar o alterar ese estado. En otras palabras: en la Obra el laico lucha por la santidad como laico y el sacerdote como sacerdote (43)..Aquellos Numerarios que son llamados al sacerdocio (un porcentaje muy pequeño en relación a la totalidad de los miembros) no sufren, por tanto, un conflicto interior, una «crisis de identidad»; su vocación al Opus Dei permanece inalterada e íntegra. La ordenación sacerdotal, según explicaba el Fundador, en nada cambia lo esencial de la vocación a la Obra: la «mentalidad laical» de un sacerdote -qué duda cabe- consiste en ejercer con la mayor perfección posible su trabajo «profesional», o sea, su ministerio sacerdotal. Gracias a que llevan años siendo miembros del Opus Dei y gracias a la «mentalidad laical» que han adquirido, los sacerdotes Numerarios están especialmente capacitados para una acción pastoral en el mundo. Esa mentalidad les hace totalmente inmunes contra cualquier tipo de clericalismo: no se entremeterán en cuestiones incompatibles con su labor sacerdotal, ni en sectores que competen a la responsabilidad libre y personal de los laicos.

El mismo Fundador, a lo largo de toda su vida, dio ejemplo de esta mentalidad laical, que predicó con tanta intensidad y que exigió con tanta fuerza. Fue un sacerdote que «sólo hablaba de Dios», que no quería «mangonear las almas», que no se entremetía en terreno ajeno, que respetaba la libertad de las conciencias y que abominaba de privilegios y exenciones: un sacerdote que quería, eso sí, «vivir con sotana», pero nunca «vivir de la sotana». No aceptaba ni la «capellanización» de los laicos ni la «laicización» de los sacerdotes en política, economía o ciencia profana. Los laicos dedicados a conquistar sacristías eran, en su opinión, ejemplos de un clericalismo malo y pernicioso; y los clérigos que no se ocupaban de funciones sacerdotales eran ejemplos de un laicismo no menos pernicioso. «Yo soy anticlerical -decía en 1972- porque amo al sacerdote» (44).

Su mensaje de que el mundo puede y debe ser santificado desde dentro, por los «cristianos corrientes» que viven «en medio de la calle», rompía los esquemas acostumbrados que hacían creer que la lucha por la santidad exigía la retirada de este mundo («mundo» entendido como el reino cuyo «príncipe» es el enemigo de Dios) y el paso a otro estado, al estado religioso «de almas consagradas a Dios». Para el Fundador del Opus Dei, el estado religioso era algo querido por Dios y necesario para la Iglesia -él mismo lo tenía en gran estima-, pero no el único camino para una perfecta imitación de Cristo. No olvidaba en absoluto que, durante casi mil quinientos años, las órdenes religiosas, desde su bastión de desprendimiento del mundo e incluso de segregación de él, habían influido benéficamente sobre la sociedad humana, bien con la contemplación, bien con las diversas actividades caritativas, como el cuidado de los enfermos, la educación, las misiones, etc.; es más, estaba convencido de que seguirían haciéndolo en el futuro, porque eran necesarias. Pero, por otra parte, captaba perfectamente que la transformación histórica de la convivencia humana reclamaba (más aún, exigía) que, junto a los antiguos caminos, se buscaran nuevas vías de santificación y de apostolado..En nuestros días el apostolado de las órdenes y congregaciones encuentra, en muchos casos, infranqueables barreras, tanto por tratarse casi siempre de apostolados especializados como porque es imposible que algunas de dichas especializaciones se hagan compatibles con el estado religioso; y eso, sin tener en cuenta que la secularización de todos los sectores, que se observa en cualquier parte del mundo y también en países católicos, va limitando las posibilidades de influencia social de las órdenes y congregaciones religiosas.

Me gustaría añadir que no es casualidad, sino providencia divina, que, precisamente en este momento de la historia de la humanidad y de la Iglesia, ese entrar en «los mares de los hombres» y echar las redes «para una pesca milagrosa» se encomiende precisamente a aquellos que no pueden ser acusados de secularización, ni segregados mediante prohibiciones o decretos, porque son cristianos corrientes que viven como ciudadanos normales en su propio ambiente. «Por ese motivo -decía Monseñor Escrivá en 1959- podemos decir, hijos míos, que pesa sobre nosotros la preocupación y la responsabilidad de toda la Iglesia Santa -sollicitudo totius Sanctae Ecclesia Dei-, no de esta parcela concreta o de aquella otra. Secundando la responsabilidad oficial -jurídica, de iure divino- del Romano Pontífice y de los Reverendísimos Ordinarios, nosotros, con una responsabilidad no jurídica, sino espiritual, ascética, de amor, servimos a toda la Iglesia con un servicio de carácter profesional, de ciudadanos que llevan el testimonio cristiano del ejemplo y la doctrina hasta los últimos rincones de la sociedad civil» (45).

.Esto, que hoy se lee sin sorpresa y se considera como algo natural y sabido, a comienzos de los años cuarenta era algo nuevo y parecía muy audaz. Ni siquiera los que tenían que ver con ello más directamente comprendieron de golpe toda la profundidad de la conexión interna y la íntima unidad que existía entre «alma sacerdotal» y «mentalidad laical». Aquellos tres que iban a ser los primeros sacerdotes del Opus Dei habían recorrido durante casi diez años un camino de entrega como laicos en el mundo, según el espíritu de la Obra; la vocación al sacerdocio ¿no les podría parecer, en un primer momento, como una contradicción respecto a su genuina vocación laical? Lo que hoy es «transparente» para cualquiera, don Josemaría entonces se lo tenía que explicar, paso a paso, a sus hijos. Se había esforzado, durante años, por encontrar la solución jurídica a un problema a todas luces difícil e incluso contradictorio, aunque esa contradicción -como luego se veríafuera sólo aparente, no real. Cuando el 25 de junio de 1944 recibieron por primera vez tres hijos suyos la ordenación sacerdotal, se sentía a la vez -lo dijo algún tiempo más tarde- muy contento y muy triste: «Amo de tal manera la condición laical de nuestra Obra, que sentía hacerlos clérigos con un verdadero dolor; Y. por otra parte, la necesidad del sacerdocio era tan clara, que tenía que ser grato a Dios Nuestro Señor que llegaran al altar esos hijos míos» (46).

La solución para el problema canónico de cómo el Opus Dei podría contar con sacerdotes procedentes de entre los laicos de la Obra se veía dificultada porque todavía no estaba aprobada como institución de la Iglesia universal; tan sólo había recibido, el 19 de marzo de 1943, la aprobación del Obispo de Madrid como «Pía Unión» para el territorio de su diócesis; el Obispo quiso defender así a la Obra de los ataques que venía recibiendo desde hacía algún tiempo.

Aunque el Fundador no sabía cómo se podría romper ese «nudo gordiano», confiaba firmemente en que, a su tiempo, con la gracia de Dios, se abriría un camino transitable. Con esta seguridad decidió que tres de sus hijos se fueran preparando para el sacerdocio: Jose María Hernández Garnica, José Luis Múzquiz y Alvaro del Portillo. Los tres tenían casi treinta años; dos de ellos pertenecían a la Obra ya desde antes de la Guerra (el tercero desde poco después); los tres habían estudiado y practicado la profesión de ingeniero. De acuerdo con el Obispo, y con su eficaz ayuda, don Josemáría Escrivá pudo reunir un excelente claustro de profesores, de gran nivel científico y teológico; también formaban parte de él media docena de religiosos, dominicos sobre todo. Se constituyó, pues, una casi-universidad privada. Las exigencias correspondían, como es natural, a las disposiciones sobre el estudio de los clérigos en España: no se les ahorró nada. Los exámenes de Latín y de Filosofía los tuvieron que hacer en el Seminario diocesano de Madrid; los exámenes de Teología los fueron realizando en el centro de Diego de León, ante tres profesores. Las clases las tenían también en Diego de León. El Fundador no sólo acompañaba sus estudios con una constante y paternal atención, sino que también les iba grabando, por medio del trato cotidiano, la imagen del sacerdote que él mismo vivía. «La pasión dominante de los sacerdotes del Opus Dei -escribía en 1945- ha de ser predicar y confesar. Ése es su ministerio, ésa su función específica, ésa la razón de su sacerdocio» (47). Y cuando la Iglesia, un cuarto de siglo más tarde, se veía atribulada por la desorientación espiritual de algunos fenómenos en el posconcilio, escribía: «¿Sacerdotes de derecha, de izquierda, de centro? Ni de centro, ni de izquierda, ni de derecha: sacerdotes de Dios. Sólo así será sacerdote para servir a todas las almas, y sólo así sabrá defender la libertad personal responsable de cada uno, en el orden temporal y en todo lo que el Señor ha dejado a la libre elección de los hombres» (48).

Como trece años antes la fundación de la Sección de mujeres del Opus Dei, también la fundación de la «Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz» tuvo lugar durante la Santa Misa y también en un 14 de febrero: «El 14 de febrero de 1943, después de buscar y de no encontrar la solución jurídica, el Señor quiso dármela, precisa, clara. Al acabar de celebrar la Santa Misa (...), pude hablar de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz» (49). Encarnación Ortega recuerda que después de la Misa el Padre fue a la pequeña biblioteca de la casa -un centro de la Sección de mujeres- y pidió papel y lápiz; pocos minutos después volvió a salir, visiblemente emocionado: «Mirad -nos dijo, señalándonos una cuartilla en la que había dibujado una circunferencia y una cruz inscrita de proporciones especiales-. Éste será el sello de la Obra. El sello, no el escudo -nos aclaró-: el Opus Dei no tiene escudos. Significa -nos dijo a continuación- el mundo y, metida en la entraña del mundo, la Cruz» (50). Junto con la «Rosa de Pallerols», en muchos centros y altares de la Obra se ve también este sello, que, a la vez, es la definición más breve del Opus Dei.

Esta nueva rama en el tronco del Opus Dei recibió, el 11 de octubre de 1943, el nihil obstat para la erección diocesana; era la primera aprobación canónica de la Obra por parte de la Santa Sede. Se obtuvo con ello el título adecuado para la ordenación, no sólo de los primeros tres, sino de todos los Numerarios de la Obra que seguirían ese camino: unos mil hasta la muerte del Fundador. El nombre completo de la Obra pasó a ser «Societas Sacerdotalis Sanctae Crucis et Opus Dei», hasta su erección como Prelatura personal en noviembre de 1982.

El 25 de junio de 1944 el Obispo de Madrid confirió el Sacramento del Orden a aquellos tres primeros en la capilla del palacio episcopal. Fue un momento importante en la historia del Opus Dei... en el que el Fundador no estuvo presente. Quería evitar que -sobre todo en aquel día alegre- pudieran situarle en el centro de la atención y de la admiración. «Adoptó su habitual norma de conducta -dicen los Artículos del Postulador-. Por la tarde hubo una tertulia en Diego de León, a la que asistió don Leopoldo. El Obispo, bromeando, preguntaba: "¿Dónde estaba el Padre, que no lo vimos esta mañana?" El Padre no había querido asistir a la ordenación. Durante la ceremonia celebró la Santa Misa pidiendo por los tres nuevos sacerdotes, ayudado por José María Albareda. Estaban los dos solos en el oratorio de Lagasca, rezando y dando gracias al Señor» (51). Al día siguiente, el Fundador fue el primero en confesarse con Alvaro del Portillo, quien siguió siendo su confesor hasta el fin de sus días en la tierra.

La «secularidad» del sacerdote que no pertenece a una orden religiosa consiste en ver y realizar su labor sacerdotal como un «trabajo profesional normal»; esta frase es la clave gracias a la cual el Opus Dei quedó abierto a todos los sacerdotes seculares. En los años posteriores a la Guerra de . España, muchos Obispos pedían a don Josemaría que diera ejercicios para el clero diocesano. Había llegado a ser uno de los predicadores para sacerdotes más conocidos de España. El profundo cariño que sentía por los sacerdotes le llevaba a aceptar con alegría las invitaciones de los Obispos. No había sacrificio que no hiciera para cumplirlas: por dar unos ejercicios dejó incluso a su madre enferma en Madrid -no conocía la gravedad de su mal-, donde falleció mientras él estaba ausente- (52). Mientras tanto pensaba insistentemente -casi obsesivamente- en cómo se podría conseguir que los sacerdotes seculares pertenecieran a la Obra. Llegó a tal extremo, que, en un momento determinado, a finales de los años cuarenta, se mostró dispuesto a abandonar el Opus Dei para fundar una institución que se dedicara a fomentar la santidad entre los sacerdotes diocesanos (53). No fue necesario que realizara este sacrificio casi inimaginable porque los sacerdotes encontraron un sitio en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. A partir de 1950, como consecuencia de la aprobación definitiva de la Obra como institución de derecho pontificio, fue posible que los sacerdotes pidieran la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, o sea, también en el Opus Dei. Con ello se cumplió un deseo especialmente apremiante de Monseñor Escrivá de Balaguer.

«El verdadero milagro de los años cincuenta en nuestro país -me dijo el Consiliario del Opus Dei en España- fue el crecimiento realmente explosivo de vocaciones de Sacerdotes Agregados y Supernumerarios de la Obra»- (54).

Incomprensiones

Soy historiador y, como tal, opino que, si bien estoy muy lejos de conocer «la historia», tengo una cierta visión de conjunto sobre sus principios fundamentales, en cuanto que éstos resultan de factores relativamente estables, como son la naturaleza del género humano y de sus condiciones de vida sobre la tierra; una naturaleza que constituye el eje de su comportamiento en la historia.

Uno de esos principios fundamentales es que no existe empresa humana que no sufra contradicciones muy diversas. Una actuación y un comportamiento «sin enemigos» no existen en la historia.

Oportunismo, táctica, realismo, son denominaciones distintas de un solo fenómeno que hace referencia a las personas cuyo obrar y cuyo comportamiento dependen sobre todo del «donde va la gente...», de los sondeos de opinión, de lo que escribe la prensa, del sopesar el pro y el contra en la balanza de la opinión pública y, naturalmente, del éxito. Aunque nunca debemos extrañarnos de esta actitud o creernos por encima de ella (también nuestra naturaleza es débil), hay que reconocer que existen personas que no se comportan de esa manera, sobre todo cuando están involucrados el derecho, la moralidad, la religión, las virtudes, el bien de la familia, de la Iglesia, del Estado y la salvación del alma (¡o de las almas!). Quien adopta una actitud pasiva o sólo «rumia» opiniones ajenas, quien elude el esfuerzo personal para buscar la verdad y la justicia (un esfuerzo que, a veces, lleva aparejada la obediencia a una autoridad querida por Dios), puede, en un segundo, dejar de ser el soberano jugador de ajedrez que pensaba ser para convertirse, sobre el tablero de la historia, en un peón manipulado.

Nunca sabremos hasta dónde llegará una persona que honradamente intenta buscar la vedad y el recto juicio, pues siempre habrá que contar con la gracia (la inspiración del Espíritu Santo), que «inyecta» sentido sobrenatural a las facultades y los medios naturales. Quiero subrayar aquí que existen cosas buenas y justas que no dependen sólo de las circunstancias en las que surgen o desaparecen; existen cosas buenas y justas «a prueba de bomba», por decirlo así, y, además, es posible reconocerlas y tomarlas como pauta para el propio actuar. El «no-poder-reconocerlas» proviene, en muchas más ocasiones de las que creemos, de la comodidad, la pereza o la cobardía; por supuesto, mucho más que de la falta de inteligencia o de la mala información. La mayoría de los errores son vicios encubiertos.

Esta consideración previa puede ayudar a situar en un marco más amplio la breve exposición de la enemistad contra el Opus Dei que hacemos a continuación; nos ahorra el tener que, repetir y recapitular las tonterías que hace cuarenta años soliviantaban los ánimos en España, y que hoy, sobre todo .para el lector alemán, sólo serían motivo de aburrimiento.

El Opus Dei es, en esencia, algo muy sencillo; por eso, a quienes han perdido la espontaneidad, sobre todo de cara a Dios, a quienes están acostumbrados a tener que pensar de forma analítica, complicada y «dando vueltas y revueltas», les puede parecer simple u oscuro. En ocasiones, algún amigo mío me ha dicho que las meditaciones, en la Obra, son «muy simples», que «la teología de la Obra» es poco original y que, por eso, estaba decepcionado. Nunca me han sorprendido estas opiniones, ya que sé, por experiencia propia, que es más fácil y más cómodo dejarse «animar» por controversias teológicas o estudios de sociología religiosa que tener que aceptar la enfermedad, el dolor o el insulto, como es más fácil y entretenido poner en tela de juicio la encíclica «Humanae vitae» que asumir lo que dice.

Por la autobiografía de Santa Teresa de Jesús sabemos que tuvo que sufrir mucho por la desconfianza, la incomprensión y la murmuración de personas que, en el fondo, eran buenas y piadosas e incluso luchaban por la santidad. Algo muy parecido le sucedió a Monseñor Escrivá de Balaguer.

Para poder explicarlo son necesarias algunas consideraciones previas: España es un país genuinamente católico. La riqueza y la profundidad de su piedad popular, la fuerza creadora de su espíritu cristiano, no encuentran casi parangón en todo el mundo. La vida de más de veinte generaciones de españoles está tan llena de iglesias y conventos, de clérigos y de frailes, de procesiones, fiestas de santos y festejos populares de carácter religioso, que, a primera vista, parecía extraño que aún hubiera alguien que se dirigiera a los laicos para animarles a tomarse en serio el seguimiento de Cristo en la vida corriente. Los españoles eran católicos: eso estaba claro y no hacía falta reflexionar mucho sobre ello. Y, de hecho, no se reflexionaba en absoluto, sino que más de uno, sobre todo en círculos liberales e intelectuales, se comportaba de acuerdo con el lema de aquel amigo mío italiano: «Yo no creo en Dios, pero por lo demás, por supuesto, soy católico».

Hay una contestación bastante frecuente cuando, en el apostolado personal, se anima a alguien a concretar su «ser cristiano en el mundo»: «Pero ¿qué quieres? Yo ya soy católico»; contestación que tal vez en ninguna parte se oyó tantas veces como en España... Mejor dicho: no es que se oyera expresamente, sino que, en muchos casos, esta convicción cerraba las cabezas y los corazones al mensaje de Monseñor Escrivá de Balaguer. Pero ¿qué es lo que quiere?, se preguntaban muchos. ¿Qué es eso de la «Santificación del trabajo»? Eso suena a cosa de protestantes... Y, además, ¿no tenemos multitud de religiosos y de monjas que se han tomado ya en serio a Cristo? Además: la religión católica es la religión del Estado, y eso se refleja en todo el sistema educativo. ¿Qué más quiere usted?.

Algunos hubieran comprendido (y muchos hubieran esperado) que el Opus Dei en bloque -y colaborando, claro está, con otras organizaciones católicas- hubiese luchado por una «cultura católica», por una «prensa católica» o por una «enseñanza católica»... Pero el Fundador rechazaba este tipo de «colaboración»; y lo hacía con energía, sin paliativos, aunque con amabilidad y con gran respeto por la labor de los demás; pero la rechazaba, y eso escandalizaba a muchos. Y así, por decirlo con palabras del profesor Redondo, el Opus Dei, durante ese período, quedó en España entre dos fuegos: el de los «laicistas», que querían recortar decisivamente -o anular- la influencia de la Iglesia, y el de los «católicos oficiales», que se escandalizaban por la actitud de don Josemaría y desconfiaban de él- (55). No comprendían algo muy importante, algo que pertenece a la esencia de la labor apostólica del Opus Dei: que la Obra nunca actúa «en bloque», como grupo; y que nunca, tampoco, da «normas» para la vida profesional, civil y social de sus miembros; éstos colaboran, por supuesto, con otras organizaciones o pertenecen a ellas, pero cada uno según su propio criterio: la misma naturaleza de la Obra impide que puedan formar un «grupo Opus Dei» que «intervenga» en la vida estatal, social o eclesiástica.

Tal vez por eso las primeras murmuraciones contra don Josemaría Escrivá, contra el camino del cristianismo que él esbozaba y contra los que seguían ese camino, provinieron de algunos religiosos y de algunos miembros de organizaciones católicas, adeptos a un «institucionalismo» tradicional. En esta frase hay una palabra importante: «algunos», pues en ningún momento se trató de la mayoría o de un gran número. Eran personas que, sencillamente, no estaban en condiciones de comprender el núcleo del mensaje del Fundador del Opus Dei. Lo que hoy en día, veinte años después del Concilio Vaticano II, se reconoce en todo el mundo como un fruto de éste (la responsabilidad de los laicos en la iglesia, la llamada universal de todos los bautizados a la santidad, la libertad y la responsabilidad personales de cada cristiano en las opciones temporales, la vida corriente como lugar normal de seguimiento de Cristo, con entrega total), a algunos les sonaba entonces a herejía.

Cuando el Cardenal Frings visitó España, y Portugal en el verano de 1952, se reunió en Madrid con don Leopoldo Eijo y Garay. «El Obispo de Madrid -así lo narra en sus memorias (56) me habló con gran extensión de la fundación del Opus Dei. Un buen día -así me comentó- le había visitado un jesuita, que, le dijo: "Excelencia, ya sabe que ha surgido una nueva herejía: el Opus Dei». Pero el Obispo le respondió que él había investigado el asunto, que le había parecido bien y que siempre había apoyado a la Obra». En este mismo contexto narra el Cardenal, su visita a una Residencia del Opus Dei y cita también las instituciones dirigidas por la Obra en Colonia, destacando, sobre todo, el Colegio Mayor para universitarias. «Éste lo fundó Carmen Mouriz, que durante muchos años estuvo en Alemania y que el ano pasado (1972) fue a trabajar a Roma, a la dirección central. Por ella me enteré de que, al principio, habían reprochado al Fundador del Opus Dei, Monseñor Escrivá de Balaguer, que enseñara' que también el laico, por el Bautismo y la Confirmación, tenía el encargo de dar en el mundo testimonio de Cristo. Y Monseñor Escrivá de Balaguer, que aún vive, había dicho con satisfacción y alegría que el Concilio Vaticano II había recogido y formulado expresamente esas ideas suyas» (57).

En la campaña contra la Obra organizada en los años cuarenta por unos pocos (pero muy activos) enemigos, también jugaban un papel preponderante -aunque quizá nos cueste creerlo- los celos por el gran poder de atracción que el apostolado de la joven familia espiritual ejercía en toda España. De los celos a la envidia hay sólo un paso muy pequeño, el necesario para perder el equilibrio que separa la debilidad de la malicia. Existe (queramos o no) una especie de envidia espiritual que no puede soportar, sencillamente, que otras personas sean capaces de entregarse a Dios sin condiciones. Una envidia así es el vicio que con más «perfección» se puede encubrir; un vicio que -como el mismo diablo- nunca aparece de frente, llamándose por su propio nombre, pero que lleva a acciones muy diferentes entre sí, que tienen un común denominador: la malicia. Así, en las familias de los que entraban en contacto con la Obra se sembraba desconfianza y se insinuaban sospechas. En todos los casos (es importante tenerlo en cuenta) el contenido de las calumnias no era -ni es- esencial. Éste puede cambiar con facilidad. Por entonces se quemaba «Camino» y se prevenía ante los que presentaban «novedades» que -así se decía- destruirían las órdenes religiosas para sustituirlas por unnuevo estado en la Iglesia; se decía que se trataba de una rama, especialmente peligrosa, de la masonería... y muchas cosas más. Sospechas así casi servirían, en nuestros días y en nuestro país, como «recomendación» para la Obra; por eso los proyectiles calumniosos se llenan actualmente con una pólvora distinta: ahora se dice que el Opus Dei quiere ser una «iglesia dentro de la Iglesia», que sus miembros -según me comentó, lleno de preocupación, un párroco- son los «fascistas de la Iglesia», que usan tremendos «métodos de propaganda y de manipulación», sobre todo con los pobres jóvenes, todavía tan inestables, a los que les hablan (¡qué horror!) incluso de la posibilidad de vivir el celibato por amor a Jesucristo...

Las calumnias son algo muy especial. En su contenido, se adaptan perfectamente al «espíritu de los tiempos» que reina en cada momento. Ahora bien, si, por una parte, es cierto que «semper aliquid haeret» -«calumnia, que algo queda»-, por otra consiguen también el efecto contrario: a pesar de todos los ataques, la Obra fue creciendo en España en los años cuarenta y cincuenta, sin interrupción, y enraizándose en el pueblo; miles de personas -hombres y mujeres, jóvenes y viejos, intelectuales y gente sencilla- iban descubriendo, en la predicación de don Josemaría Escrivá de Balaguer, no sólo un catolicismo vivo y ortodoxo, sino también la vocación específica de los laicos a seguir plenamente a Cristo en el mundo. Lo específico consistía, precisamente; en dejar de lado cualquier complejo de inferioridad con respecto a la propia santificación y a la de ese mundo que se les había confiado. Por eso, aunque en ciertas sacristías del país reinaba realmente una campaña de calumnias, la Obra recibió el don de un verdadero torrente de vocaciones.

Los enemigos del Opus Dei, si bien eran una minoría, no carecían de influencia. A partir de 1937, prácticamente todos los obispos y, con ellos todas las organizaciones católicas, apoyaban al régimen de Franco. Esta actitud era, dejando de lado cualquier simpatía o antipatía, un dictado de la razón, pues estaba en juego la subsistencia e incluso la supervivencia del catolicismo español. En una situación así, era inevitable que las sospechas que algunos portavoces de grupos oficialmente católicos propalaban contra la Obra fueran recogidas por algunos miembros de la Falange especialmente fieles a la línea oficial. Monseñor Escrivá de Balaguer predicaba la universalidad de la Obra, subrayaba con gran fuerza la libertad personal, rechazaba la tesis según la cual la entrega total a Cristo tuviera que estar forzosamente unida a una opción política determinada; todo lo cual resultaba sospechoso para algunos falangistas; por ejemplo, no podían comprender que amara a los judíos tanto como a cualquier otro hombre (y quizá un poco más, porque Jesús, María, José, Pedro, Pablo, Juan eran judíos) o que no pusiera su persona y su «organización» al servicio de la «nueva España»- (58). En una actitud así barruntaban «internacionalismo», «antihispanismo», «masonería»... Incomprensiones de este tipo, en una época de vivos apasionamientos nacionales y de exigencia de un «Estado fuerte», podían suponer un grave peligro.

Tuvieron que pasar muchos años para que, poco a poco, se calmaran todas estas emociones, arremolinadas antes y durante la guerra. Franco (olvidando por un momento todas sus debilidades personales y los fallos inherentes al sistema), en general, apoyó este proceso y lo llevó a buen término con la ayuda de una nueva generación, la generación de la posguerra. Pero entonces, en 1939, una de las consecuencias del «fervor por la victoria» fue el querer introducir el concepto de «un partido único en lo religioso y en lo civil» para todo el país. Ante esta actitud, que marcó muy decisivamente los primeros años de la posguerra, no cabía contradicción más patente que el concepto de libertad que Monseñor Escrivá de Balaguer propugnaba; un concepto que, en 1970, resumía con las siguientes palabras: «Si alguna vez el Opus Dei hubiera hecho política, aunque fuera durante un segundo, yo -en ese instante equivocado- me hubiera marchado de la Obra (...) De una parte, nuestros medios y nuestros fines son siempre y exclusivamente sobrenaturales; y, de otra, cada uno de los miembros tiene la más completa libertad personal, respetada por todos los demás, para sus opciones temporales, con la consiguiente responsabilidad lógicamente personal. El Opus Dei, por tanto, no es posible que se ocupe jamás de labores que no sean inmediatamente espirituales y apostólicas ...» (59). Aunque repitiera innumerables veces estas palabras y aunque vigilara para que se cumpliera estrictamente, entre las desinformaciones que se han propalado, aquella que acusa a la Obra de «franquismo», ha demostrado tener la mayor capacidad de pervivencia. La realidad es muy otra. La Obra y su Fundador, como ya dijimos, encontraron enemistad y casi fanatismo precisamente durante el primer decenio del régimen de Franco. Y la enemistad procedía no sólo de entre los enemigos de éste, sino también de algunos que ocupaban piezas claves en el nuevo sistema estatal. Y no se puede decir que las denuncias fueran inocuas. En aquellos años existía en España el «Tribunal de Represión de la Masonería»; ante él se acusó a Monseñor Escrivá. Aunque siempre quedó claro que las acusaciones carecían de fundamento, en una situación concreta, a comienzos de los años cuarenta, en Barcelona, el Fundador corrió incluso peligro de ser detenido (60). Lo peor era, quizá, la intranquilidad y el veneno que se esparcía en muchas familias con continuos y hábiles «avisos», según los cuales los jóvenes del Opus Dei acabarían apartándose del camino de un catolicismo normal y ortodoxo, porque se les «retorcería» al separarles de sus familias. Todos los testigos de aquellos años concuerdan en que don Josemaría no sólo llevaba las calumnias con serenidad, sino que siempre rezaba por los que le calumniaban, porque, a sabiendas o no, ofendían a Dios. Y, además, prohibía a los miembros de la Obra la ira, la amargura o la «defensa» a voz en grito, así como el desánimo y la tristeza..Fray José López Ortiz, Arzobispo titular de Grado, precisa en su testimonio para la Causa de Beatificación de Monseñor Escrivá de qué círculos partía la enemistad contra el Fundador del Opus Dei. «Hacia 1941 -escribe- empezamos a percibir los ataques de fondo. Venían de parte de algunos eclesiásticos que no veían con buenos ojos que se difundiera un apostolado con una espiritualidad que no era la suya y que se dejaban llevar de celotipias. También de un grupo de profesores universitarios que tergiversaban el apostolado entre intelectuales que realizaban algunos socios de la Obra. A ellos se sumó, ya en el año 1942, la Falange, que quería politizar a la Obra» (61).

Los grandes o pequeños ataques calumniosos a veces adoptaban formas grotescas. Un ejemplo que narra López Ortiz sirve para explicarlo: algunos miembros del Opus Dei habían fundado una asociación para dar personalidad jurídica a sus actividades culturales y apostólicas. Llevaba el nombre de SOCOIN, o sea «Sociedad de Colaboración Intelectual». Ante este hecho, un catedrático de Derecho Internacional comentó que en un diccionario hebreo había encontrado el significado secreto de aquella sigla. En el diccionario figuraba la palabra «socoim», con la que se denominaba una secta rabínica de asesinos o algo parecido. Partiendo de esta base y sin preocuparse excesivamente de cosas tan «banales» como la diferencia entre una «m» y una «n», el profesor expuso que el Opus Dei era una «secta judaica de la masonería», o, por lo menos, «una secta judaica que colaboraba con la masonería» (62). A pesar de su patente estupidez, «historias de miedo» de este tipo podían tener consecuencias peligrosas en aquella época.

Algunos de los jóvenes formados junto a don Josemaría llegaron a ocupar una excelente posición profesional, también en cátedras universitarias. Y, precisamente en este sector, toparon con las sospechas y desconfianza de aquellos grupos católicos que vigilaban celosamente para mantener una posición preponderante en la Universidad y la «presencia oficial católica». Lo que ellos mismos hacían se lo imputaron a los miembros del Opus Dei: el apoyo consciente y planeado a «los suyos». Los «acusadores», sencillamente, no conseguían comprender que el ascenso de algunos miembros de la Obra hasta la cátedra universitaria no fuera consecuencia de estratagemas o de «política personal», sino el efecto lógico de la espiritualidad del Opus Dei, que busca la santificación personal y la del mundo precisamente a través de la perfección en la labor profesional.

Sobre este tema, poco conocido para el lector alemán, ha escrito clara y brevemente el que más tarde sería el Presidente del Senado en la joven Monarquía española, Antonio Fontán (63). Por supuesto que en las Universidades españolas había, junto a representantes de las más variadas corrientes, también miembros del Opus Dei, pero eso era algo absolutamente normal. Sin embargo -así dice Fontán-, si se hablaba de ellos (y la prensa se hacía eco) «como si ejercieran colectivamente una verdadera dictadura sobre la Universidad española y como si tuvieran en sus manos las llaves de acceso a las cátedras» (64), se propalaba una mentira, cuyas causas eran el desconocimiento de los hechos, la confusión irresponsable y descuidada de rumores con información seria y, en algunos casos también, los resquemores de algunos fracasos. En España nadie ha llegado a ser catedrático de Universidad por ser miembro del Opus Dei; ahora bien, entre los que han llegado a ocupar cátedras por sus méritos científicos hay miembros del Opus Dei. Y esto es lo más natural del mundo.

Pero -se pregunta Fontán- ¿cómo se explica la persistente leyenda del poder «secreto» y «peligroso» del Opus Dei en el sector universitario? Lo aclara así: «La aparición del Opus Dei en la vida española ha sido, para muchas gentes, súbita: ... existía desde 1928 y nunca fue secreto, pero sus actividades apostólicas y las personales de sus hombres no llegaron a ser conocidas por la generalidad de las gentes hasta varios años después, cuando tomaron cuerpo en realizaciones apostólicas, educativas, profesionales, etc. Ordinariamente el hecho de que una persona concreta pertenezca al Opus Dei no rebasa el ámbito de la intimidad social o familiar, lo cual a veces resulta difícil de comprender a personas poco ilustradas» (65). En aquellos años casi nadie podía imaginarse que la Obra fuera algo distinto a las instituciones eclesiásticas existentes y conocidas hasta entonces; es decir, no se concebía que la Obra pudiese tener una estructura y un estilo de vida muy diferentes a los de las órdenes y congregaciones religiosas; y como esto superaba los conceptos al uso, muchos imaginaban «oscuras intrigas» y «procedimientos propios de las sociedades secretas».

Monseñor Laureano Castán Lacoma, Obispo de Sigüenza-Guadalajara, proporciona dos razones decisivas para comprender esta situación: por una parte -señala-, muchos, en aquella época (¡y también hoy en día!), no entendían algo que él había comprendido con gran claridad en sus conversaciones con el Fundador: que las actividades de los cristianos de buena voluntad, por muy loables que fueran, sólo podían ocupar un segundo plano con respecto a la conversión personal del alma a Dios y a su decisión de entregarse plenamente a Él en medio del mundo; es decir, que esas actividades sólo podían dar fruto si se sentaban sobre la base de una conversio ipsissima (66). Esta aseveración, para muchos «activistas» que -a menudo sin darse cuenta- hacen de su actividad una coartada o una disculpa para dejar de lado la entrega personal, tenía que parecer un reproche que, además, tocaba el nervio vital. Y esto -continúa el Obispo- estaba relacionado con dos malentendidos de capital importancia: por una parte, la gente corriente, los «buenos católicos» creían no estar «obligados» a un esfuerzo tal: eso sería cosa de los religiosos; por otra, algunos religiosos temían (y siguen temiendo) que la predicación de Monseñor Escrivá sobre la llamada universal a la santidad dañara a la Iglesia, vaciando los seminarios y noviciados, y reduciendo el número de vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa (67).

Aunque tales pensamientos son muy comprensibles desde un punto de vista humano, subyace en ellos un error de fondo sobre la esencia y la diversidad de la vocación y sobre su inalienabilidad. Porque no es cierto que una persona que se casa «igualmente» podría vivir el celibato; o que una persona que pide la admisión en el Opus Dei, en «otras circunstancias» se habría hecho monje. Dios da la vocación no como quien abre un arca llena de regalos y esparce su contenido, de tal forma que cada cual escoge lo que más le gusta, pudiendo permanecer fiel a ello, cambiarlo por otra cosa o, sencillamente, tirarlo. Cristo llama a cada uno por su nombre y nunca se equivoca. A quien llama para el Opus Dei, para la Orden del Cister, para el sacerdocio secular o para-el matrimonio, es llamado de una vez para siempre; si cambia su vocación, si se aparta de ella, si se escapa, si huye, se hace responsable ante Cristo y ante su propia conciencia. Sería absurdo, por eso, pensar que, si se consiguiera que el Opus Dei no creciese, se conseguiría que hubiese más vocaciones para las órdenes religiosas. Es como si se dijera: cuantos más matrimonios fracasen, más vocaciones tendrán las órdenes religiosas...

Monseñor Escrivá de Balaguer tenía la capacidad (y algunas mentes se resisten a aceptar este hecho) de amar y de admirar también aquello en lo que no podía participar. Su corazón y su cabeza fueron capaces de albergar una objetividad desinteresada, algo que, en nuestros días, parece desaparecer paulatinamente. Tenía estima y aprecio por los agustinos, los dominicos, los carmelitas, los jesuitas, las congregaciones de fundación reciente; tenía estima por todo y por todos. Durante años se confesó con un padre jesuita, Valentín Sánchez Ruiz; y a no pocos de los que dirigió espiritualmente los preparó para una vocación religiosa, indicándoles el camino que les correspondía (68). Pero, por otra parte, insistía con tozudez en que él mismo, por Voluntad y encargo de Dios, no podía ser religioso y que la Obra no podía ser una orden ni una congregación religiosa.

Ante las organizaciones civiles -siempre que no fueran decididamente enemigas de la fe y de la Iglesia- también mostró un espíritu abierto y falto de prejuicios. Mons. López Ortiz recuerda la relación de don Josemaría con don Ángel Herrera, que llegó a ser una relevante personalidad en la vida española. Había nacido en 1886 en Santander y, después de estudiar Derecho, se destacó como periodista y en política social dentro de la «Acción Católica». En 1940 fue ordenado sacerdote, a la edad de cincuenta y cuatro años. Siete después fue nombrado Obispo de Málaga, y en 1965 Cardenal; falleció en 1968. Como Presidente de la «Asociación Católica Nacional de Propagandistas» confiaba encontrar aliados en Monseñor Escrivá y en el Opus Dei; los jóvenes de la Obra que había conocido le habían impresionado y quería ganarlos para su movimiento. Mantuvo dos o tres largas conversaciones con el Fundador. Don Ángel Herrera le comentó que era necesario colaborar para el bien de la Iglesia, que su organización y la Obra tenían los mismos ideales, por lo que sería adecuado aliarse; los jóvenes de la Obra podrían encontrar un lugar entre los «propagandistas»... No debió ser tarea fácil lograr que don Ángel comprendiera que el Opus Dei respetaba y amaba toda iniciativa apostólica, pero que era imprescindible que conservase su fisonomía, sus fines y sus características. Por otra parte, la Asociación Católica Nacional de Propagandistas promovía, con afán apostólico, la Democracia Cristiana en España, y Mons. Escrivá de Balaguer le explicó que él tenía el deber de defender la libertad de opción política de los miembros de la Obra. Lo cual no era óbice para que hubiese miembros del Opus Dei que, en uso de su libertad, pertenecieran a la A.C.N. de P. o participaran en tareas promovidas por ella, como otros católicos (lo que ocurrió, de hecho, en algunos casos) (69).

Es imposible comprender a Monseñor Escrivá y al Opus Dei, así como el evitar falsas interpretaciones, si no se han comprendido sus ideas sobre la libertad personal. Mons. López Ortiz cita en este contexto dos párrafos del Fundador que queremos recoger aquí por su fundamental importancia. «La libertad -decía don Josemaría- que cada uno tiene para elegir y decidir con respecto a su propia actividad, incluso política, es fundamental en la Obra. A los que vienen a la Obra se les exigirá mucho, pero siempre fundamentados en una espiritualidad. Lo que no sea requerido por esa responsabilidad permanece intangible- en eso, plena libertad. De manera que servirán a Dios donde quieran. Y si quieren tener una actividad política, que la tengan: yo en eso no me meteré. Si uno toma una orientación política y otro otra distinta, yo recordaré sólo que esa divergencia no debe ir en detrimento de la caridad: dentro de la diversidad de opciones políticas debe haber caridad. Y también me preocuparé de que nadie tome la opción personal de un miembro como cosa de la Obra, porque no lo es, sino cosa suya personal. Plena libertad, dentro de los criterios que la Iglesia marque para todos los católicos» (70). Y en otra ocasión recalcaba: «Yo, en lo político, no puedo imponer ni recomendar una conducta a quienes se acercan a la Obra. En sus relaciones con Dios, en su espiritualidad, sí; en las preferencias políticas, no: cada cual lo que quiera. Hay una esfera de libertad temporal que, para mí, es sagrada» (71).

En ejercicio de esa libertad hubo -y hay- miembros del Opus Dei en la democracia cristiana; y, en ejercicio de la misma libertad, hubo también miembros de la Obra que fueron ministros de Franco. En ocasiones se ha citado ese dato de manera «desproporcionada», como argumento contra «el Opus Dei»; a veces incluso se ha formulado una «sospecha generalizada de fascismo».

Como se trata, entre los chismes demagógicos, de algo parecido a una de esas melodías que nunca mueren (algo que se saca a relucir una y otra vez para aterrorizar a los espíritus bondadosos que saben poco del Opus Dei), no quiero entrar de nuevo en detalles, sino indicar sólo que Franco y su sistema de gobierno no pueden ser considerados, sin más, como «fascistas»; su régimen fue más bien, por decirlo así, un intento -anacrónico en último término de erigir un estado autoritario-clerical-tecnocrático, casi en contra del reloj de la historia en Europa occidental. La situación de las democracias occidentales, el considerable número de sistemas de gobierno en todo el mundo que lesionan los derechos humanos y nuestra propia historia deberían llevarnos a los alemanes a distanciarnos de la imprudente arrogancia de querer actuar como «jueces y maestros de la democracia» con respecto a otras naciones. En este punto somos más bien comediantes de tercera.

En 1957 Franco reorganizó su gabinete ministerial con el fin de sanear la situación económica de España, especialmente con respecto a la balanza exterior de pagos; para conseguir que España se pusiera en camino hacia un sistema económico y financiero capaz de competir en el mundo moderno, nombró ministros a algunos especialistas bien cualificados, procedentes de bancos y universidades. Había entre ellos dos (y más tarde cuatro) miembros del Opus Dei: Alberto Ullastres Calvo, catedrático de Historia de la Economía en la Universidad de Madrid, fue nombrado Ministro de Comercio; y Mariano Navarro Rubio, hasta entonces Director administrativo del Banco Popular, pasó a ocupar la cartera de Hacienda. Más tarde se les sumarían Gregorio López Bravo como Ministro de Industria y Laureano López Rodó como Ministro sin cartera y Comisario General del Plan de Desarrollo Económico. Unos años después, estos dos -en distintas épocas, desempeñaron la cartera de Asuntos Exteriores.

En las publicaciones especializadas se suele hablar de «la era tecnocrática» del régimen franquista, con lo que se insinúa que, durante algún tiempo, el acento pasó del plano ideológico al práctico. Entre los «tecnócratas» había, por supuesto, personas que no eran miembros del Opus Dei, como el joven jurista de la Universidad de Madrid Manuel Fraga Iribarne (que hizo del Ministerio de Información y Turismo algo mucho más importante de lo que el nombre sugiere), y también miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Como no pretendo escribir una «Historia de España en la época de Franco», no quiero entrar en detalles sobre la actuación de todas estas personas. Sólo diré que fue mucho lo que consiguieron, sobre todo si se tiene. en cuenta que, en realidad, dispusieron de poco tiempo. Gracias a ellos, España empezó a ser un estado moderno, capaz de irse aproximando paulatinamente al mundo occidental; también (y esto lo suelen olvidar los «fiscales») se fue acercando a las democracias europeas, pues por entonces se inició el desarrollo político que España intenta realizar plenamente desde 1975 (72).

Hay un punto que queremos dejar muy claro: los miembros del Opus Dei de los que estamos hablando hacían algo a lo que tenían derecho como personas libres y como ciudadanos del Estado. La imitación de Cristo, la fidelidad a la Iglesia y el espíritu de la Obra no prohibían servir a aquel Estado español, un Estado que, a diferencia de otros ejemplos del pasado o de nuestros días, en ningún momento tuvo por qué ser genuina y necesariamente un Estado criminal (y que tampoco lo fue de hecho). Quien afirmara que un cristiano sólo puede expresarse a favor de una democracia de corte angloamericano o jacobino, porque sólo un sistema de este tipo sería compatible con el cristianismo, haría un planteamiento inaceptable de cara a la historia y (aun dejando de lado que a menudo es un planteamiento falaz) caería bajo el concepto de «hipermoral» que ya fustigara Arnold Gehlen (73). Monseñor Escrivá de Balaguer no se oponía a que sus hijos se mantuvieran a distancia del régimen autoritario de Franco o a que algunos (como el monárquico liberal Fontán o el profesor Calvo Serer, que estuvo encarcelado, y otros) trataran de conseguir una evolución o «transformación» del mismo. Tampoco se llenaba de júbilo si algún hijo suyo era nombrado ministro. Cuando, en 1957, un Cardenal se sintió obligado a felicitarle por el «honroso nombramiento» de uno de los nuevos y jóvenes ministros, don Josemaría le replicó con rotundidad: «A mí no me va ni me viene; no me importa; me da igual que sea ministro o barrendero, lo único que me interesa es que se haga santo en su trabajo» (74). Finalmente, conviene subrayar que son muy pocos, también en España, los miembros del Opus Dei cuya profesión ha sido o es la política. El que, en cualquier país, un miembro de la Obra se empeñe en política, y la forma concreta en que lo haga, depende -repetimos- solamente de su conciencia y carece de importancia para los demás miembros y para la totalidad de la familia espiritual del Opus Dei.

Al comienzo de este capítulo hablábamos del momento en el que el Fundador fue a vivir a Roma. Pues bien, pienso que de todo lo que hemos narrado hasta aquí sólo sacaría una conclusión: que él, como cabeza del Opus Dei, tenía que permanecer en Roma, cerca de la Cátedra de Pedro; aquél era su lugar, allí tenía que estar el centro de la Obra. No sólo porque era necesario conseguir la aprobación definitiva y la regulación de la situación canónica (por lo menos provisional) de la Obra dentro de la Iglesia universal, sino también, sobre todo, porque, si bien el Opus Dei había nacido y crecido en España, desde el principio estaba destinado a la universalidad, a la catolicidad y a la «romanidad». Una de las convicciones fundamentales de Monseñor Escrivá de Balaguer era que el encargo misionero de Cristo, de carácter universal, estaba unido, inseparable y eternamente, a la Cátedra de San Pedro. Además, parecía llegada la hora, como dijo entonces a un amigo y me confirmó hace poco en una conversación el actual Prelado de la Obra, de abandonar con naturalidad, y sin llamar la atención, una España en la que se podía atacar a la Obra más fácilmente por estar él allí, de acuerdo con las palabras de la Escritura: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas» (Mt 26, 31); una España en la que no existía la necesaria libertad, que para él era un derecho natural y una condición indispensable para poder dirigir el Opus Dei en todo el mundo. Este paso le dolía, porque amaba a su patria, pero sabia cuáles eran las exigencias de su misión, y obedecía. No fue un «emigrante» en el sentido corriente de la palabra (casi todos los años, ya lo hemos dicho, visitaba España); en un doble sentido, fue más bien un apóstol universal, al modo de un San Pablo, un San Ignacio de Loyola, un San Francisco Javier y otros que, portando el mensaje de Jesucristo, abarcaron todo el mundo; y también al modo de un San Agustín, un Santo Tomás de Aquino o un San Francisco de Sales, que consiguieron ese efecto casi exclusivamente por «ósmosis espiritual».