Si queremos de veras santificar el trabajo, hay que cumplir ineludiblemente la primera condición: trabajar, ¡y trabajar bien!, con seriedad humana y sobrenatural[1].
Ya hemos visto, en un artículo precedente, que trabajar por un motivo sobrenatural es como el alma de la santificación del trabajo[2]. Ahora nos detendremos a considerar que la materia, por así decir, a la que da vida ese alma es el trabajo bien hecho, pues el motivo sobrenatural, si es auténtico amor a Dios y al prójimo, reclama necesariamente que procuremos llevar a cabo nuestra tarea lo mejor posible.
De modo particular hemos de tener presente que, según enseñó San Josemaría, la santificación del trabajo ordinario supone la buena realización del trabajo mismo, la perfección también humana, el buen cumplimiento de todas las obligaciones profesionales y sociales. Es trabajar a conciencia, con sentido de responsabilidad, con amor y perseverancia, sin abandonos ni ligerezas.
Para meditar con fruto esa enseñanza del fundador del Opus Dei, conviene observar que cuando hablamos de "trabajar bien" nos referimos ante todo a la actividad de trabajar, no al resultado del trabajo.
Puede suceder que se trabaje bien y sin embargo la tarea salga mal, ya sea por una equivocación involuntaria o por causas que no dependen de uno mismo. En estos casos –que se presentan a menudo– aparece con claridad la diferencia entre quien trabaja con sentido cristiano y quien busca principalmente el éxito humano. Para el primero lo que tiene valor es, ante todo, la misma actividad de trabajar y, aunque no haya obtenido un buen resultado, sabe que no se ha perdido nada de lo que ha procurado hacer bien por amor a Dios y afán de corredimir con Cristo; por eso no se rebela ante las contrariedades –tratando de superarlas–, sino que ve la posibilidad de unirse más a la Cruz del Señor. En cambio, para el segundo, todo se ha malogrado si no ha salido bien. Evidentemente, quien piense de este modo nunca entenderá qué es santificar el quehacer profesional.
Trabajar a conciencia es trabajar con perfección humana por un motivo sobrenatural. No es trabajar humanamente bien y "después" añadir un motivo sobrenatural. Es algo más profundo. Es el amor a Dios lo que debe llevar a un cristiano a realizar con perfección su tarea, porque no podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de El (Lv 22, 20)[3].
Cuando se procura actuar de este modo es normal que el trabajo salga bien y se obtengan buenos resultados. Más aún, es frecuente que quien busca santificar el trabajo destaque profesionalmente entre sus iguales porque, el amor a Dios impulsa a excederse gustosamente, y siempre, en el deber y en el sacrificio[4]. Pero no hay que olvidar nunca –vale la pena repetirlo– que Dios permite a veces contradicciones y fracasos humanos para que purifiquemos la intención y participemos de la Cruz del Señor. Y esto no significa que no se haya trabajado bien y santificado esa tarea.
VIRTUDES HUMANAS EN EL TRABAJO
El trabajo bien hecho pone en práctica las virtudes humanas informadas por la caridad. Es toda una trama de virtudes la que se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de santificarlo: la fortaleza, para perseverar en nuestra labor, a pesar de las naturales dificultades y sin dejarse vencer nunca por el agobio; la templanza, para gastarse sin reservas y para superar la comodidad y el egoísmo; la justicia, para cumplir nuestros deberes con Dios, con la sociedad, con la familia, con los colegas; la prudencia, para saber en cada caso qué es lo que conviene hacer, y lanzarnos a la obra sin dilaciones... Y todo, insisto, por Amor[5].
Todas las virtudes humanas son necesarias, porque forman un entramado en el que los hilos se refuerzan entre sí. Pero hay un orden entre ellas: unos hilos que se ponen antes que otros, lo mismo que al tejer un tapiz.
Como la primera condición es trabajar y trabajar bien, se comprende que nuestro Fundador destaque dos virtudes humanas –la laboriosidad y la diligencia–, que se confunden en una sola: en el empeño por sacar partido a los talentos que cada uno ha recibido de Dios[6].
Como en la parábola del Evangelio, el Señor nos ha otorgado los talentos necesarios para cumplir la misión de ponerle en la entraña de las actividades humanas santificando la profesión propia de cada uno. No es lícito comportarse como el siervo malo y perezoso[7] que enterró el talento recibido. Dios quiere que hagamos rendir, por amor suyo, los dones que nos ha dado. Y para esto hay que trabajar con empeño y constancia, con rigor, con calidad humana, poniendo todo el esfuerzo necesario.
La laboriosidad y la diligencia inclinan juntas a afrontar el trabajo que se debe hacer, no cualquier cosa o lo que apetece, y a realizarlo cómo y cuándo se debe. El que es laborioso aprovecha el tiempo, que no sólo es oro, ¡es gloria de Dios! Hace lo que debe y está en lo que hace, no por rutina, ni por ocupar las horas, sino como fruto de una reflexión atenta y ponderada. Por eso es diligente. El uso normal de esta palabra –diligente– nos evoca ya su origen latino. Diligente viene del verbo diligo, que es amar, apreciar, escoger como fruto de una atención esmerada y cuidadosa. No es diligente el que se precipita, sino el que trabaja con amor, primorosamente[8].
Es preciso luchar contra la pereza, vicio capital y madre de todos los vicios[9]. Una de sus formas es la tardanza en el cumplimiento de las obligaciones[10]: aplazando lo que cuesta y dando prioridad a otras cosas que gustan más o exigen menos esfuerzo. No dejes tu trabajo para mañana[11], aconseja San Josemaría, porque a veces, con falsas excusas, somos demasiado cómodos, nos olvidamos de la bendita responsabilidad que pesa sobre nuestros hombros, nos conformamos con lo que basta para salir del paso, nos dejamos arrastrar por razonadas sinrazones para estar mano sobre mano, mientras Satanás y sus aliados no se toman vacaciones[12]. No servimos a Dios con lealtad cuando nos puedan señalar como vagos, informales, frívolos, desordenados, perezosos, inútiles...[13].
El quehacer profesional es campo para el ejercicio de todas las virtudes humanas, imitando el ejemplo de los años de Jesús en Nazaret. El orden y la serenidad, la alegría y el optimismo, la reciedumbre y la constancia, la lealtad, la humildad y la mansedumbre, la magnanimidad y todas las demás virtudes que aquí no es posible ni siquiera mencionar, hacen del trabajo profesional terreno fecundo que se llena de frutos con la lluvia de la gracia.
Sin la lucha para practicar diariamente estas virtudes es fácil caer en el error de quienes se consideran cristianos "practicantes" porque asisten a unos actos de culto y recitan unas oraciones, pero dejan que su vida profesional discurra, más o menos descaradamente, al margen de la moral cristiana, con faltas de justicia, de veracidad, de honradez...
Una labor de este género no es agradable a Dios, y no puede decirse que esté bien hecha, ni santificada, aunque obtenga resultados brillantes a los ojos humanos y destaque por su perfección técnica en algunos aspectos. San Josemaría ha enseñado siempre a poner en práctica la fe –¡a encarnarla!– en el trabajo profesional, con unidad de vida. Y esto se logra mediante las virtudes humanas informadas por la caridad.
Sin la caridad, el esfuerzo humano no basta para santificar el trabajo, porque la caridad –el amor sobrenatural a Dios y a las almas– es la esencia de la santidad. Un cristiano que sea muy eficaz, si falta a la caridad no santifica su trabajo. En realidad tampoco puede decirse que trabaje muy bien, porque la caridad va dentro de las virtudes, y su falta se manifiesta antes o después en la quiebra de éstas: en injusticias, en odios, en ira, en envidia...
El amor a Dios no es un sentimiento inoperante. Es el acto de la virtud teologal de la caridad que, junto con la fe y la esperanza, debe gobernar la realidad concreta de la vida de un hijo de Dios mediante el ejercicio de las virtudes humanas. Sólo así podemos identificarnos a Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre.
COSAS PEQUEÑAS
Las virtudes cristianas se manifiestan y se desarrollan en la actividad profesional ordinariamente a través de cosas pequeñas. La misma laboriosidad, que de algún modo es la condición de las demás virtudes en el trabajo, no consiste sólo en trabajar mucho, porque no hay que olvidar que a fuerza de descuidar detalles, pueden hacerse compatibles trabajar sin descanso y vivir como un perfecto comodón[14].
Esta virtud puede perder su genuino valor si se descuida la lucha en aquellos detalles de orden a los que quizá no se siente inclinación, o de puntualidad al comenzar y terminar el trabajo, o se posterga la atención a la familia, o se desatienden las iniciativas apostólicas con la excusa de que el trabajo absorbe casi todas las energías. El cuidado de las cosas pequeñas protege de este peligro porque custodia la rectitud de intención, ya que muchos detalles sólo brillan ante Dios.
La santidad no consiste en hacer cosas cada día más difíciles, decía San Josemaría, sino en hacerlas cada día con más amor. El secreto para realizar cada día mejor el trabajo son las cosas pequeñas: detalles que están al alcance de un hijo de Dios y que dan un remate de perfección a nuestra actividad.
Otra cosa distinta es el "perfeccionismo", el defecto de buscar como fin la perfección por la perfección en el resultado exterior del trabajo. Este defecto encierra una deformación de las virtudes humanas, muestra que se ha perdido la visión de conjunto, el sentido de la prudencia que dicta a veces que lo mejor es enemigo de lo bueno, porque pretender lo mejor llevaría a descuidar otras exigencias del trabajo bien hecho, como acabarlo en el plazo oportuno. El perfeccionismo es un sucedáneo de la perfección, que revela amor propio y complacencia vana, y es preciso combatirlo con el realismo de la humildad cristiana que sabe reconocer las propias limitaciones y confiar en Dios.
Él ha creado todo por amor, y sus obras son perfectas: Dei perfecta sunt opera[15]. Nuestro trabajo es una participación en la obra creadora[16], y ha de ser también perfecto, en lo que depende de nuestras fuerzas, con la gracia de Dios.
El cuidado de las cosas pequeñas caracteriza el modo divino de trabajar de un hijo de Dios, porque manifiesta la perfección del amor. Y es fundamental llegar a ser contemplativos en el trabajo, porque así como Dios creó y vio que era bueno[17] –contempló el reflejo de su Amor y Verdad en lo que había creado– análogamente, con la infinita distancia que comporta aquí la analogía, nuestro trabajo será bueno y medio de contemplación si es una tarea no sólo acabada hasta el detalle, sino llevada a cabo con rectitud moral. Así el trabajo será oración. Oración contemplativa, pues un trabajo realizado con perfección, poniendo amor en las cosas pequeñas, permite descubrir ese algo divino que en los detalles se encierra[18]. Por eso, concluía nuestro Padre, cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios[19].
APRENDER A TRABAJAR BIEN
El panorama maravilloso que se abre ante nuestros ojos ha de ser puesto por obra en nuestra vida. No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo[20]. Servir a Dios y a los demás con nuestro trabajo, requiere preparación, competencia no sólo técnica sino moral, humana y cristiana.
Para servir, servir, son unas palabras que San Josemaría quería grabar en nuestros corazones con el fin de que no olvidásemos que no basta la "buena voluntad" para ser un buen médico o una buena ama de casa, sino que se requieren conocimientos y virtudes. No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las tareas que tiene encomendadas[21].
La "formación profesional" para santificar el trabajo no consiste sólo en unos conocimientos teóricos previos. Se necesita mucho más como se ha dicho antes: hacen falta virtudes humanas informadas por la caridad. Por este motivo, principalmente, la formación profesional dura toda la vida, y se mejora día a día poniendo empeño en crecer en las virtudes cristianas. No basta el afán de poseer esas virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite benefacere (Is 1, 17), aprended a hacer el bien. Hay que ejercitarse habitualmente en los actos correspondientes –hechos de sinceridad, de veracidad, de ecuanimidad, de serenidad, de paciencia–, porque obras son amores, y no cabe amar a Dios sólo de palabra, sino con obras y de verdad (1 Jn 3, 18)[22].
Cauce estupendo para esta formación es la dirección espiritual personal. Si sabemos abrir el alma de par en par, podremos recibir consejos certeros –a veces indicaciones sobre deberes morales o de conciencia–, porque el Espíritu Santo da su luz y su gracia a través de ese medio. También hemos de estar dispuestos a recibir esta formación en el mismo lugar de trabajo, sabiendo aprovechar las observaciones de quienes nos rodean. Se requiere para esto humildad, sencillez para admitir las propias limitaciones y para dejarse ayudar evitando la suficiencia, la presunción y la vanidad.
ILUSIÓN PROFESIONAL
Una disposición interior muy conveniente para aprender a trabajar es la ilusión profesional. Pero es importante tener una idea justa, elevada, de lo que debe ser esta ilusión en un cristiano, para no reducirla a una simple inclinación natural.
En rigor es el anhelo de servir a Dios y a los demás con nuestro trabajo, el deseo de contribuir con la propia actividad profesional al progreso humano orientándolo con sentido cristiano, y a empapar así la sociedad con el espíritu de Cristo. Esta es la médula de la ilusión profesional de un hijo de Dios, que despierta el interés humano por la tarea que se realiza y lo alimenta desde la raíz con una savia de esperanza sobrenatural que mantiene vivo el empeño de convertir la prosa diaria en endecasílabos, en verso heroico[23].
Las actividades más ordinarias no son ya un monótono sucederse de acciones que se repiten, como no lo fueron en la vida de Jesús, María y José en Nazaret. Se descubre una nueva dimensión en nuestras tareas, y se goza con la presencia de Dios que las aprueba, acogiendo la ofrenda del trabajo bien hecho.
Para un hijo de Dios, la ilusión profesional no es un gusto o un capricho. Es la ilusión de realizar el trabajo que Dios quiere para que se santifique y dé fruto. Por esto hay una vocación profesional, que es parte importante de la vocación divina. Pero ese querer de Dios se descubre no sólo por las inclinaciones y aptitudes –que ciertamente cuentan–, sino también por las circunstancias en las que cada uno se encuentra por Providencia divina, y concretamente por los deberes que ha de cumplir y los servicios que de hecho puede prestar.
Todo este conjunto de factores configura la vocación profesional, y se llama "vocación" porque efectivamente representa una llamada de Dios a elegir, de acuerdo con las circunstancias personales, la actividad profesional más conveniente como materia de santificación y apostolado.
En este marco se ve cuán lejos de la ilusión profesional esté esa patología que suele llamarse profesionalitis. Lo primero es el amor al trabajo como medio de santificación y apostolado; lo segundo es la esclavitud a un ídolo que se ha puesto como fin. Y esto último puede suceder sin haberlo pretendido expresamente, por haber descuidado rectificar la intención y haberse movido en la práctica por metas terrenas poniendo en el triunfo la propia complacencia.
San Josemaría advierte de este peligro: coloca los quehaceres profesionales en su sitio: constituyen exclusivamente medios para llegar al fin; nunca pueden tomarse, ni mucho menos, como lo fundamental. ¡Cuántas "profesionalitis" impiden la unión con Dios![24]. Aprender a trabajar bien es también aprender a poner el trabajo en su sitio, un sitio tan importante como el de eje de la santificación en la vida ordinaria, pero siempre un medio.
* * *
A lo buenos profesionales se les conoce por su trabajo. A San José todos le conocían como el artesano, y a Jesús como el hijo del artesano, fabri filius[25], y artesano Él mismo[26]. No nos ha quedado el resultado de su trabajo, ninguno de los enseres que fabricaron, con calidad, con la perfección que permitían las herramientas, trabajando con esfuerzo, orden, alegría..., mientras Santa María se ocupaba con el mismo espíritu de las tareas del hogar. Nos ha quedado en cambio el amor redentor de Jesús en ese quehacer, y el de María y José unidos al suyo con un solo corazón. Ésta es la esencia de la santificación del trabajo.
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[1] Forja, n. 698.
[2] Cfr. Camino, n. 359.
[3] Amigos de Dios, n. 55.
[4] Surco, n. 527.
[5] Amigos de Dios, n. 72.
[6] Ibidem, n. 81.
[7] Mt 25, 26.
[8] Amigos de Dios, n. 81.
[9] Surco, n. 505. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1866.
[10] Santo Tomás de Aquino, S.Th., II-II, q. 54, a. 2, ad 1.
[11] Camino, n. 15.
[12] Amigos de Dios, n. 62.
[13] Ibidem.
[14] Surco, n. 494.
[15] Dt 32, 4 (Vg).
[16] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2427.
[17] Gn 1, 10 ss.
[18] Conversaciones, n. 116.
[19] Ibidem, n. 116.
[20] Es Cristo que pasa, n. 50.
[21] Ibidem.
[22] Amigos de Dios, n. 91.
[23] Es Cristo que pasa, n. 50.
[24] Surco, n. 502.
[25] Mt 13, 55.
[26] Cfr. Mc 6, 3.