A todos nos suele gustar que las películas tengan un final feliz. Que el protagonista, después de un sinfín de aventuras y dificultades, consiga aquello que tanto le ha costado. Y el espectador, que ha sido testigo de sus avatares, participa de su alegría.
Dios no solo tiene previsto para nosotros un final feliz: quiere que además seamos felices durante todo el camino. El Señor desea que con su gracia acojamos un estilo de vida que se centre en lo verdaderamente importante: la presencia de Cristo en cada uno de nosotros. Esto es precisamente lo que Jesús nos invitó a valorar en el sermón de la montaña (cfr. Mt 5, 1-12).
Unos espectadores boquiabiertos
Jesús se sentó en la ladera de un monte, donde lo podían ver mejor todos aquellos que le seguían. Se había corrido la voz de que un hombre joven removía los corazones y muchos no quisieron perderse la ocasión. Algunos tuvieron la suerte de situarse a pocos metros de él. Otros, en cambio, se tuvieron que conformar con verle de lejos. Todos se mantenían expectantes por oír las primeras palabras de la boca del Maestro. «¿No os conmueve contemplar a Jesús, rodeado siempre por las gentes, que se precipitaban para tocar sus vestidos, que le seguían oprimiéndole sin cesar, hasta el punto de no dejarle ni siquiera tiempo de comer?»[1].
Consciente de toda esa atención, el Señor comenzó a hablar: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados. Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra». Y así continuó, refiriéndose a los que tienen hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los perseguidos…
La cara de sorpresa de todos los presentes debió de ser algo para enmarcar. Acostumbrados a entender la prosperidad humana como signo del amor de Dios, se quedan perplejos ante la afirmación de que quien sufre la pobreza o la injusticia debe ser considerado bienaventurado. Los esquemas con los que juzgaban lo que sucedía en sus propias vidas quedan rotos, y en cambio ven abrirse ante sus ojos un panorama que no hubieran podido imaginar y que todavía no alcanzan a comprender.
Pero… ¿son los contemporáneos de Jesús los únicos que ven alterados sus principios de valoración de lo que debería ser deseable? Quizá nosotros no identificamos la prosperidad con el favor de Dios, pero algo de esa mentalidad pervive todavía. Cuando algo nos va mal podemos pensar que Dios nos ha abandonado, o quizá en algún caso incluso concluimos que él manda a alguien un determinado castigo. O tal vez nos sentimos contentos con Dios porque las cosas nos van bien. Al leer las bienaventuranzas, podemos hacer nuestra la sorpresa de los oyentes y quedarnos boquiabiertos ante lo que Jesús nos dice. «Detrás de los grandes interrogantes, Dios quiere abrirnos un panorama de grandeza y de belleza, que se oculta quizás a nuestros ojos. Es necesario confiar en Él y dar un paso hacia su encuentro, y quitarnos el miedo de pensar que, si lo hacemos, perderemos muchas cosas buenas de la vida. La capacidad que tiene de sorprendernos es mucho mayor que cualquiera de nuestras expectativas»[2].
Preparación para lo eterno
El Señor conoce bien la novedad de lo que está diciendo. Sabe que sus declaraciones van a remover hondamente los fundamentos de quienes le siguen e incluso escandalizarán a algunos. Pero quiere hacerles –y hacernos– pensar. «Yo quiero entender lo que dice el Evangelio. Y me parece que, a menudo, en lugar de largas reflexiones, sería mejor decir (…): este Evangelio no nos gusta, somos contrarios a lo que dice el Señor. ¿Pero qué quiere decir? Si yo digo sinceramente que a primera vista no estoy de acuerdo, ya he puesto atención: se ve que yo quisiera, como hombre de hoy, entender lo que dice el Señor. Así podemos entrar de lleno en el núcleo de la Palabra»[3]. Si deseamos profundizar en lo que el Señor nos quiere decir, hemos de cuestionar nuestra vida a raíz de su mensaje y dejarnos sorprender.
Jesús ve las caras de asombro, oye los murmullos de quienes se preguntan si lo que acaban de oír puede ser verdad… Ciertamente, sus palabras suenan muy bonitas, pero quizá parecen excesivamente idealistas. Podríamos pensar: ¿Cómo pueden ser deseables la pobreza, la calumnia o la persecución? Lo que está diciendo no va conmigo, es más bien para personas especiales, no para mí. Esta es una simple declaración de ideales nobles, pero con poca aplicación práctica. El Señor experimenta una vez más nuestra resistencia a elevar la mirada y a recibir lo grandioso, la tendencia a reducir todo a lo meramente práctico y controlable.
Las bienaventuranzas pueden iluminar la vida de todo cristiano, porque son un reflejo del caminar terreno del Señor. Él desea vivir en nosotros, inspirar todas nuestras acciones, quiere que seamos “otro Cristo”. Para entenderlo y aceptarlo necesitamos fiarnos de Jesucristo.
Naturalmente, lo que está diciendo el Señor es toda una novedad. Quienes le escuchan advierten que él no es como los fariseos, que se limitan a dictar lo que está permitido hacer en día de sábado o en otras circunstancias. Lo que están oyendo es todo un programa sobre una vida nueva, sobre la felicidad; un programa sorprendente, que parece contradecir toda idea previa sobre aquello que nos la puede proporcionar.
Quizás, meditando más tarde sobre esto, los apóstoles y otros de los discípulos del Señor se fueron dando cuenta de que las palabras de Jesús desvelaban una idea de felicidad más profunda de la que ellos tenían hasta entonces. Con sus afirmaciones paradójicas, Jesús les proponía una felicidad contra la que nada pueden la pobreza, la injusticia, la persecución… Una felicidad que no depende del poder o de los honores. ¿Quién no desearía una felicidad así?
Nosotros, como ellos, tenemos la experiencia de que algunas de estas cosas (carencias, dolores, calumnias, injusticias) nos hacen sentirnos mal, incluso quizá tienden a quitarnos las ganas de ser buenos; y otras (mansedumbre, paz, misericordia, limpieza de corazón), aunque resulten atractivas, puede parecer que requieren un esfuerzo notable, que nos asusta. Pero no se nos escapa que el poder, el dominio sobre los demás, los placeres, las riquezas o los honores aportan una complacencia muy pasajera y siempre insuficiente: si confundiéramos con la felicidad la satisfacción inmediata que aportan, acabaríamos encontrándonos más bien vacíos, incluso si alcanzásemos nuestros objetivos.
Por supuesto, la propuesta de Jesús no es que acumulemos todo el sufrimiento posible en esta tierra, como si el dolor por sí mismo fuera un pasaporte para gozar después en el cielo. Él nos quiere felices también aquí abajo. Simplemente desea que no esperemos la felicidad de lo efímero, de lo que pasa, sino que nos preparemos para encontrarla en lo verdaderamente sólido, en lo que es eterno, en lo único capaz de satisfacer la sed de infinito que hay en nosotros. En definitiva, nos invita a fomentar la actitud de quien confía en él, de quien vive con la convicción de que es mucho más valioso estar con Dios que experimentar ciertas satisfacciones fugaces. Desea, en última instancia, que aquí abajo aprendamos a vivir de lo que por su misericordia esperamos gozar por toda la eternidad. Si, con la gracia de Dios, somos capaces de ver su amor de en toda situación: en la pobreza y en la riqueza, en el honor y en la calumnia, en la salud y en la enfermedad, en la paz y en la persecución, nos estamos preparando para el cielo (Cfr. Filip 4, 11-13).
«La alegría no es la emoción de un momento: ¡es otra cosa! La verdadera alegría no viene de las cosas, de tener, ¡no! Nace del encuentro, de la relación con los demás, nace del sentirse aceptados, comprendidos, amados y del aceptar, del comprender y del amar; y esto no por un momento, sino porque el otro, la otra, es una persona»[4].
La felicidad indestructible
Estas enseñanzas se les quedaron muy grabadas a los apóstoles y a los discípulos más cercanos. Por eso, años después, inspirados por el Espíritu Santo, las consignaron en los Evangelios. También ellos se sorprenderían al escucharlas, pero ya entonces tenían confianza –quizá aún incipiente– en Jesucristo; una confianza que se iría desarrollando más adelante. Cuando nosotros tenemos esa actitud, cuando verdaderamente creemos que Dios quiere que seamos felices y sabe qué es lo que nos ayudará a conseguirlo, ya no despreciamos estos consejos como incomprensibles, o sorprendentes o difíciles. Más bien pedimos ayuda al Señor para entender mejor lo que significan y lo que me sugieren para mi vida de hoy.
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos». El Señor sabe lo fácil que es dejarse llevar por la impresión de que cuanto más tienes más feliz eres. Él conoce que necesitamos bienes materiales, pero quiere que nuestra felicidad no dependa de eso. Desea que tomemos distancia de las cosas, para que no nos descentren de lo importante: la presencia de Dios y su amor en nuestra vida.
También cuando afirma: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» nos invita a identificar nuestra mirada con la suya y a formar una interioridad que nos ayude a dirigir nuestros pensamientos y afectos al Señor. Si, en cambio, pensásemos en esa limpieza como un peso, nos limitaríamos a combatir tentaciones e impulsos desordenados; pero una lucha así acaba haciendo sufrir. Por eso, nos ilumina el consejo del Señor: ¡deja que transforme tu mirada! ¡apunta a lo más alto, a lo grandioso!, porque ahí descubrirás una felicidad más sólida y duradera.
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque quedarán saciados». Jesús nos impulsa a desear la santidad, pero también a que aprovechemos las ocasiones en que la justicia parece faltar, para apoyarnos en Dios y no en la seguridad de que las cosas sean como deberían ser.
A simple vista, puede parecer que el hambre de justicia tiene poca relación con la vida de la mayoría de los oyentes, o con la nuestra, que tal vez no sufrimos grandes injusticias. Pero quizá podemos pensar que Jesús también se refiere aquí a esas injusticias de andar por casa. A todo aquello que, cuando sucede, nos hace pensar: esto no debería ser así. El mal tiempo que arruina un plan que nos ilusionaba, un dolor de cabeza, una avería inoportuna, un cambio de planes, una corrección que recibimos en un momento que nos parece menos favorable, un trabajo que por la negligencia de un colega nos toca a nosotros enfrentar, la actitud de alguien que parece no tenernos en cuenta… Esa hambre de justicia, esa experiencia de que la vida no nos trata como pensamos merecer, es una ocasión para anclarnos en lo realmente importante. Por supuesto, las contrariedades nos afectarán siempre, pero si nos fiamos de esta enseñanza de Jesucristo, llegará el momento en que no tendrán fuerza para quitarnos la alegría, porque habremos aprendido a estar centrados en él y a comprender que esas dificultades no nos roban necesariamente los dones más importantes que tenemos, habremos aprendido a vivir en el amor de Dios, que nunca nos va a faltar.
La sorpresa de los oyentes –la nuestra– se cambia entonces en alegría y en el deseo de aprovechar toda circunstancia para permanecer cada vez más en el amor de Dios y a verle en lo que la vida nos ofrece: “El hombre ha sido creado para la felicidad. Vuestra sed de felicidad, por tanto, es legítima. Cristo tiene la respuesta a vuestro deseo. Pero os pide que confiéis en él”[5].
Julio Diéguez / Photo: Francisco T. Santos (Unsplash)
[1] San Josemaría, Carta 6-V-1945, n. 42.
[2] Fernando Ocáriz, Dejarse sorprender por un Padre bueno, La Estrella, 25-I-2019.
[3] Benedicto XVI, Coloquio con los sacerdotes de la diócesis de Roma, 26-II-2009.
[4] Francisco, Discurso, 6-VII-2013.
[5] San Juan Pablo II, Discurso, 25-VII-2002.