Evangelio del martes: lavarse las manos antes de comer

Comentario al Evangelio del martes de la 5.ª semana del tiempo ordinario. “Abandonando el mandamiento de Dios, retenéis la tradición de los hombres”. Lavarse las manos, más que un mandato, es sencillamente algo conveniente. Vivir los mandamientos no es solo recomendable, porque sin ellos no podemos contemplar a Dios.

Evangelio (Mc 7, 1-13)

Se reunieron junto a él los fariseos y algunos escribas que habían llegado de Jerusalén, y vieron a algunos de sus discípulos que comían los panes con manos impuras, es decir, sin lavar. Pues los fariseos y todos los judíos nunca comen si no se lavan las manos muchas veces, observando la tradición de los mayores; y cuando llegan de la plaza no comen, si no se purifican; y hay otras muchas cosas que guardan por tradición: purificaciones de las copas y de las jarras, de las vasijas de cobre y de los lechos. Y le preguntaban los fariseos y los escribas:

—¿Por qué tus discípulos no se comportan conforme a la tradición de los mayores, sino que comen el pan con manos impuras?

Él les respondió:

—Bien profetizó Isaías de vosotros, los hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí. Inútilmente me dan culto, mientras enseñan doctrinas que son preceptos humanos”. Abandonando el mandamiento de Dios, retenéis la tradición de los hombres.

Y les decía:

—¡Qué bien anuláis el mandamiento de Dios, para guardar vuestra tradición! Porque Moisés dijo: “Honra a tu padre y a tu madre”. Y “el que maldiga a su padre o a su madre, que sea castigado con la muerte”. Vosotros, en cambio, decís que si un hombre le dice a su padre o a su madre: «Que sea declarada “Corbán” -que significa “ofrenda”- cualquier cosa que pudieras recibir de mí», ya no le permitís hacer nada por el padre o por la madre. Con ello anuláis la palabra de Dios por vuestra tradición, que vosotros mismos habéis establecido; y hacéis otras muchas cosas parecidas a éstas.


Comentario al Evangelio 

Quizás muchos de nosotros compartimos un recuerdo común: el de nuestras madres o abuelas insistiéndonos en la importancia de lavarnos las manos antes de comer.

Muchas veces lo habremos hecho a regañadientes, sin darle mayor importancia a las normas de higiene o a la posibilidad de contraer una enfermedad. Nos gustaba jugar, y por lo tanto, ensuciarnos. Nos gustaba comer, y por lo tanto, todo lo que retrasara ese momento era un trámite que evitábamos.

Sin embargo, obedecíamos. Ya fuera para evitar un castigo, una reprimenda, o simplemente para comer cuanto antes, obedecíamos. También, en el fondo, porque percibíamos que la palabra de la madre o de la abuela venía envuelta en un aura de sabiduría que era necesario respetar.

Pero entonces, crecimos. Y seguimos lavándonos las manos, aunque ya no estuvieran allí madre o abuela para recordárnoslo. Simplemente, el recuerdo de su cariño y la experiencia que hemos ido adquiriendo nos han hecho entender que no era un simple capricho: lavarse las manos era importante. Tenía un sentido. La salud estaba en juego.

Por desgracia, en la vida de quienes criticaban a Jesús se produjo un drama: jamás crecieron. Su amor quedó estancado. Seguían lavándose las manos, pero lo hicieron siempre por miedo al castigo. Nunca entendieron que los mandamientos de Dios no eran un capricho, sino una orientación que se prescribía para la salud de sus almas.

Por eso, no eran capaces de vivir ni siquiera el dulcísimo precepto, como llamaba san Josemaría al cuarto mandamiento. Precisamente porque no captaron que detrás del mandato hay un espíritu. Detrás de ese lávate las manos antes de comer se escondía un profundo anhelo de vernos dignos, sanos y fuertes.

El mismo espíritu que late detrás de cada uno de los diez mandamientos: el deseo que tiene Dios de que tengamos el corazón limpio, sobre todo para poder contemplarlo a Él (cfr. Mateo 5, 8).

Luis Miguel Bravo Álvarez // Photo: Pexels Pixabay