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Millones de personas se dirigen cada día a su trabajo. Algunos van a disgusto, como obligados a una tarea que no les interesa ni les agrada. A otros les importa únicamente el sueldo que recibirán y sólo eso les proporciona aliento para trabajar. Otros encarnan lo que Hannah Arendt llama el “animal laborans”: el trabajador sin más fin ni horizonte que el mismo trabajo al que la vida le ha destinado y que realiza por inclinación natural o por costumbre.
Por encima de todos ellos en humanidad se encuentra la figura del “homo faber”, el que trabaja con perspectivas más amplias, con el afán de sacar adelante una empresa o un proyecto, unas veces buscando la afirmación personal pero otras muchas con la noble aspiración de servir a los demás y de contribuir al progreso de la sociedad.
Entre estos últimos deberían encontrarse los cristianos, y no sólo en primer lugar sino en otro nivel. Porque si de veras son cristianos, no se sentirán esclavos ni asalariados, sino hijos de Dios para quienes el trabajo es una vocación y una misión divina que se ha de cumplir por amor y con amor.
En su célebre discurso del 2008 al Collège des Bernardins, en París, Benedicto XVI mostró que el cristianismo posee la clave para comprender el sentido del trabajo, al afirmar que el hombre está llamado a prolongar la obra creadora de Dios con su trabajo, y que debe perfeccionar la creación trabajando con libertad, guiado por la sabiduría y el amor. El mismo Hijo de Dios hecho hombre ha trabajado muchos años en Nazaret, y «así santificó el trabajo y le otorgó un peculiar valor para nuestra maduración» (Papa Francisco, Laudato si’, 98).
Todo esto muestra que el trabajo es “vocación” del hombre, “lugar” para su crecimiento como hijo de Dios, más aún, “materia” de su santificación y de cumplimiento de la misión apostólica. Por eso el cristiano no ha de temer el esfuerzo ni la fatiga, sino que ha de abrazarla con alegría: una alegría que tiene sus raíces en forma de Cruz.
La última frase es de san Josemaría Escrivá de Balaguer, el santo que ha enseñado a “santificar el trabajo”, convirtiéndolo nada menos que en “trabajo de Dios”. En su mensaje se inspiran las páginas de este libro. Mejor dicho, se inspiran en el Evangelio, pues san Josemaría no ha hecho otra cosa que enseñar las palabras y la vida de Jesús, sobre todo los años transcurridos en Nazaret junto a José, de quien aprendió a trabajar como artesano, y junto a María, que le sirvió con su trabajo en el hogar.
Jesús, María y José aparecen en la portada de este libro, que reproduce una de las escenas del retablo en alabastro que se encuentra en el Santuario de Torreciudad (Aragón, España), obra maestra del escultor Joan Mayné. El lector puede contemplar en esa imagen todo lo que se dispone a leer en este libro. Incluso, si quiere, puede "entrar ahí" como uno más de la familia de Nazaret, porque también es hijo de Dios, y esa casa y empresa es la escuela para aprender cómo se ha de convertir el trabajo en oración: en una “misa” que da gloria a Dios y redime y mejora el mundo.