Tesoros inagotables
Dios Padre se ha dignado concedernos, en el Corazón de su Hijo, infinitos dilectionis thesauros, tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño. Si queremos descubrir la evidencia de que Dios nos ama —de que no sólo escucha nuestras oraciones, sino que se nos adelanta—, nos basta seguir el mismo razonamiento de San Pablo: “El que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con El todas las cosas?” (Rom VIII, 32).
Sobran las palabras
Jesús en la Cruz, con el corazón traspasado de Amor por los hombres, es una respuesta elocuente —sobran las palabras— a la pregunta por el valor de las cosas y de las personas. Valen tanto los hombres, su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos. ¿Quién no amará su Corazón tan herido?, preguntaba ante eso un alma contemplativa. Y seguía preguntando: ¿quién no devolverá amor por amor? ¿Quién no abrazará un Corazón tan puro?
Nosotros, que somos de carne, pagaremos amor por amor, abrazaremos a nuestro herido, al que los impíos atravesaron manos y pies, el costado y el Corazón. Pidamos que se digne ligar nuestro corazón con el vínculo de su amor y herirlo con una lanza, porque es aún duro e impenitente.
Lo que hace falta para entenderlo
Son pensamientos, afectos, conversaciones que las almas enamoradas han dedicado a Jesús desde siempre. Pero, para entender ese lenguaje, para saber de verdad lo que es el corazón humano y el Corazón de Cristo y el amor de Dios, hace falta fe y hace falta humildad. Con fe y humildad nos dejó San Agustín unas palabras universalmente famosas: nos has creado, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.
Que nos conceda un corazón bueno
En la fiesta de hoy hemos de pedir al Señor que nos conceda un corazón bueno, capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que, para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás consuelos apenas sirven para distraer un momento, y dejar más tarde amargura y desesperación.
El resumen de toda la Ley
Si queremos ayudar a los demás, hemos de amarles, insisto, con un amor que sea comprensión y entrega, afecto y voluntaria humildad. Así entenderemos por qué el Señor decidió resumir toda la Ley en ese doble mandamiento, que es en realidad un mandamiento solo: el amor a Dios y el amor al prójimo, con todo nuestro corazón.
Vivir en el Corazón de Jesús, unirse a él estrechamente es, por tanto, convertirnos en morada de Dios. El que me ama será amado por mi Padre, nos anunció el Señor. Y Cristo y el Padre, en el Espíritu Santo, vienen al alma y hacen en ella su morada.
Nuestra manera de ser cambia
Cuando —aunque sea sólo un poco— comprendemos esos fundamentos, nuestra manera de ser cambia. Tenemos hambre de Dios, y hacemos nuestras las palabras del Salmo: Dios mío, te busco solícito, sedienta de ti está mi alma, mi carne te desea, como tierra árida, sin agua. Y Jesús, que ha fomentado nuestras ansias, sale a nuestro encuentro y nos dice: si alguno tiene sed, venga a mí y beba.
Descanso y fortaleza
Nos ofrece su Corazón, para que encontremos allí nuestro descanso y nuestra fortaleza. Si aceptamos su llamada, comprobaremos que sus palabras son verdaderas: y aumentará nuestra hambre y nuestra sed, hasta desear que Dios establezca en nuestro corazón el lugar de su reposo, y que no aparte de nosotros su calor y su luz.