Un día con Inés, la estudiante que acompaña a los incurables del coronavirus

Cursa sexto de Medicina, sólo tiene 23 años y por las mañanas dedica su tiempo a estar con los enfermos de la pandemia en cuidados paliativos. «Quieren que les escuches. Pensaba que no, pero es tranquilizador ver cómo dejan de sufrir y descansan».

El Mundo Inés, la estudiante que acompaña a los incurables del coronavirus: "Tranquiliza ver cómo descansan"


Otras noticias del Hospital Centro de Cuidados Laguna durante la pandemia del coronavirus y entrevista a Inés, en Tiempo de Juego (COPE).


A los 23 años, puedes ganar el Tour de Francia (Egan Bemal), ser el más rápido en el agua (Caeleb Dressel), lograr tu primer mundial de automovilismo (Sebastian Vettel) o también puedes optar por los que se ahogan o dan una vuelta de campana.

Por las tres primeras cosas sales en la portada de un periódico.

Por la última, jamás. Se llama Inés Perteguer Barrio, tiene esa edad en la que se buscan medallas y aplausos, estudia sexto de Medicina y ha decidido invertir su tiempo diario en el más difícil de los campeonatos de nuestros días: el de acompañar en su muerte a los enfermos del coronavirus en asistencia paliativa.

Llega a las diez de la mañana al Hospital de Cuidados Laguna (Madrid), toma aire, se em­bute como un buzo, sube a la planta de los contagiados y luego viene una apnea de cuatro horas en un pasillo de 152 metros de largo y 22 habitaciones.

«Le di de comer. Decía que estaba muy cansada. Se murió el primer sábado que vine. La señora se llamaba Soledad».

De los 27 pacientes infectados que hay en este centro de paliativos, 15 no tienen cura y 12 -una novedad en este espacio a causa de la pandemia- están en hospitalización convencional. Lo de Inés es otra medicina.

Está allí al lado de los que pocos se atreven a visitar.

Escucha a los que no tienen con quién hablar. Ni tiempo.

Acompaña al paciente en su recuperación, pero sobre todo lo acompaña en el quiebro de la muerte.

EL MUNDO pasa la jornada del 23 de abril con la extraña voluntaria que ha elegido pasar así una primavera única. Es una rara forma de elección, convendrán: por las mañanas anda cogiendo manos que se quedan frías y por la tarde hinca los codos con el Trabajo Final de Grado.

El suyo va -tomen nota- sobre las «estrategias de afrontamiento de estrés en los estudiantes de Medicina».

Que le van a contar a Inés Perteguer. Si cada día desayuna una tostada con aguacate y un vaso de leche, pero también goteros y morfina.

Si por las tardes hace algo de ballet online en casa, pero por las mañanas se mete en un EPI.

Si el primer día que la chica de 23 años llegó al hospital el 15 de abril, Ángela, la paciente en cuidados paliativos con coronavirus, se le presentó del siguiente modo: «Hola, tengo cáncer y no sé cuándo me voy a morir».

«Todavía estoy asimilando lo que estoy vivien­do. Es algo que sólo voy a aprender aquí. Estás ahi. Les das la mano para que no estén solos. Lo que quieren es que estés con ellos, que les escuches, que te intereses por su vida... Pensaba que no, pero es tranquilizador ver cómo dejan de sufrir y descansan...».

(...)

La pequeña de cinco hermanos empezó a estudiar Medicina por curiosidad y porque tiene varios familiares médicos en los que mirarse. Esos espejos. Uno de ellos ha sido su tía Mercedes, que trabaja como médico en este hospital y que le habló de la posibilidad de ayudar en estos momentos. De hacerlo en un sitio bien delicado. Entramos.

«Ella siempre ha sido un poco la conciencia social de los sobrinos. Un día me dijo que allí hacía falta gente. No me lo pensé mucho. Y me animé. Vienes de estar en tu casa tranquilamente con tus padres y la primera vez que llegas aquí y te pones el traje, te mueres del agobio».

Inés tiene algo de teletubbie azul con el suyo puesto.

Lo mismo que el director médico Javier Rocafort -convenimos ambos-tiene algo de blanco cofrade de Semana Santa si tira de la caperuza hacia arriba.

«Al principio de la pandemia, muchos me decían que era un poco exagerado. Pero es que lo que veía desde Italia era como para alarmarse. En la semana del 10 de marzo, me fui a mi casa a Pamplona y le dije a mi mujer: 'Me llevo el coche a Madrid. Ya lo traeré cuando esto acabe'. No la he vuelto a ver».

En la zona zeta, conviven «paliativos de otras dolencias que han cogido el Covid», «pacientes infectados por el virus que, por su situación muy grave, han devenido en paliativos», «contagiados» a los que intentan curar y «mayores que vienen a pasar la cuarentena». Los mayoritarios son los dos primeros perfiles.

Javier ofrece un dato que habla mucho y bien de la importancia de lo que está haciendo Inés: en este pasi­llo de la planta segunda donde están los incurables del coronavirus, sólo uno de cada cuatro enfermos está recibiendo la visita de algún familiar.

Por eso, ella es un poco la hija, la hermana, la sobrina o la nieta. Eso depende de cada cual.

Por eso, es recibida como si la conocieran de siempre.

Por eso, es reclamada como si valiera por media docena: «Decid­le a la chica que venga».

Y va. Y entra. Y escucha : «Eres una bendición». (...)

Antes de llegar aquí, la voluntaria estuvo haciendo prácticas durante dos semanas en el Hospital de Móstoles. Ésa era toda su expe­riencia en la medicina.

Antes del estado de alarma, Inés estuvo enferma con sus toses, con su fiebre y con su cansancio. Ésa era toda su experiencia con el coronavirus.

A la estudiante le gustaba mucho la asignatura de Pediatría. La Anatomía se le atragantaba. Así estaba la cosa. Tía Mercedes estaba a punto de abrirle otros libros.

«Todos me recibieron estupenda­mente, aunque algunos con daño cognitivo no sabían muy bien quién era ni a lo que venía».

Nos lo cuenta a dos metros de distancia. Contamos unas calzas, un mono, unas bolsas de basura a modo de peto, dos mascarillas, dos pares de guantes, unos manguitos, un gorrito, una capucha. Sólo le ve­mos los ojos.

Podría ser Inés o una mujer sa­murai.

Pero por sus obras los conoce­réis, dijo alguien. Las suyas de es­ ta mañana no tienen nada de espe­cial y lo tienen todo.

«Estimulo a los más desubicados en tiempo y espacio; a algunos les hago sumar para ejercitar la cabe­za; saco a pasear por el pasillo a los que tienen que hacerlo; dejo que se desahoguen conmigo, charlamos; les ayudo con las videollamadas de los familiares; les acuesto; les doy de comer despacio para que no se ahoguen, porque algunos se que­ dan dormidos con la comida y ten­go que andar despertándoles».

Ella lo hace a las ocho. Ya saben.

La tostada. El aguacate. El vaso de leche... Todo habrá terminado el día en que la dieta sea mucho me­nos sana.

«Una barbacoa», cuenta.

Eso será lo primero que haga el día en que vuelva la normalidad.

«Con un montón de amigos», añade.

«Una en la que no falte cerveza, por favor», suplica.

¿Puede ser curativa la cerveza? ¿Cuánto gana un deportista famo­so y cuánto gana un médico? ¿Vale más un máster en 22 habitaciones o un Trabajo de Fin de Grado?

«El motor... Me preguntabas hace un rato cuál es el motor de hacer to­do esto. Fíjate, yo creo que es devol­ver a los demás lo que he recibido gratis de mis padres. Mis conoci­mientos. Mi afectividad. El servicio a los demás. Los valores. No sé».

(...)

La zona para retirarse los EPI ha sido habilitada en lo que antes era la unidad de cuidados paliativos pediátricos, que fue clausurada al principio de esta crisis hasta nueva orden y que permanece vacía de niños.

O no tanto.

El paisaje de guerra es lo que tiene: que procura extrañas apari­ciones.

Lo que antes era una cuna infan­til blanca y azul ahora es un recep­táculo en el que los sanitarios van depositando sus mascarillas FFP2 después de limpiarlas. Contamos hasta 31. Cada una con su nombre escrito en rotulador. Una es de Glo­ria. Otra es de Belén. Otra es de Oilga. Otra es de Celeste. Como yel­mos preparados para una batalla.

Son casi las tres de la tarde e Inés se va quitando la ropa capa tras capa en un deconstrucción lenta y loquísima.

Teníamos ganas de verle algo más que la mirada. Ese ademán valiente. Esa cara insultantemente joven. Tan joven, que es posible que no la dejaran entrar en más de una discoteca.

Se sacude el pelo. Se lo recoge con unas horquillas mirándose en un cristal. Sonríe mucho. Ese gesto de ver la meta.

La chica de 23 años no será nunca la más rápida en el agua. Jamás ganará el Tour de Francia.

Con el Seat Ibiza blanco, lo cierto es que no tiene nada que hacer en una pista de automovilismo.

Pero si la vieran hacer lo que hace cada mañana en un pasillo de 152 metros de largo, se pondría en pie un estadio entero.

Hoy se han ido de alta cuatro pacientes mayores.

Una mujer con demencia llamada Maria Luisa le ha dicho: «La clave de la felicidad es saber vivir el momento y no preguntarse más» (sic). Ha empeorado ese hombre al que nadie va a ver y que no morirá solo.

Inés se pone a jugar al dominó con un ciego.

Pedro Simón

El Mundo