Sumario
• La dimensión sacrificial de la Santa Misa
• La Eucaristía, sacrificio de Cristo y de la Iglesia
• Fines y frutos de la Santa Misa
• La Eucaristía, Banquete Pascual de la Iglesia
• Disposiciones para recibir la Sagrada Comunión
• Efectos de la Sagrada Comunión
• El culto a la Eucaristía fuera de la Santa Misa
• Bibliografía básica
La dimensión sacrificial de la Santa Misa
La Santa Misa es sacrificio en un sentido propio y singular, “nuevo” respecto a los sacrificios de las religiones naturales y a los sacrificios rituales del Antiguo Testamento: es sacrificio porque la Santa Misa re-presenta (= hace presente), en el hoy de la celebración litúrgica de la Iglesia, el único sacrificio de nuestra redención, porque es su memorial y aplica su fruto (cf. Catecismo, 1362-1367).
La Iglesia cada vez que celebra la Eucaristía está llamada a acoger el don que Cristo le ofrece y, por tanto, a participar en el sacrificio de su Señor, ofreciéndose con Él al Padre por la salvación del mundo. Se puede, por tanto, afirmar que la Santa Misa es sacrificio de Cristo y de la Iglesia.
Veamos con más detenimiento estos dos aspectos del Misterio Eucarístico.
Como acabamos de decir, la Santa Misa es verdadero y propio sacrificio por su relación directa —de identidad sacramental— con el sacrificio único, perfecto y definitivo de la Cruz[1]. Esta relación fue instituida por Jesucristo en la Última Cena, cuando entregó a los Apóstoles, bajo las especies del pan y del vino, su Cuerpo ofrecido en sacrificio y su Sangre derramada en remisión de los pecados, anticipando en el rito memorial lo que aconteció históricamente, poco tiempo después, sobre el Gólgota. Desde entonces la Iglesia, bajo la guía y la virtud del Espíritu Santo, no cesa de cumplir el mandato de reiteración que Jesucristo dio a sus discípulos: «Haced esto en memoria mía [como memorial mío] (Lc 22,19; 1 Co 11,24-25). De este modo “anuncia” (hace presente con la palabra y el sacramento) “la muerte del Señor” (es decir, su sacrificio: cf. Ef 5,2; Heb 9,26), “hasta que El vuelva” (por tanto, su resurrección y ascensión gloriosa) (cf. 1 Co 11,26).
Este anuncio, esta proclamación sacramental del Misterio Pascual del Señor, es de una particular eficacia, pues no sólo se representa in signo, o in figura, el sacrificio redentor de Cristo, sino también se hace verdaderamente presente: se presencializa su Persona y el evento salvífico conmemorado. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa del siguiente modo: «La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo» (n. 1362).
Por tanto, cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, por la consagración del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, se hace presente la misma Víctima del Gólgota, ahora gloriosa; el mismo Sacerdote, Jesucristo; el mismo acto de oferta sacrificial (la oferta primordial de la Cruz) inseparablemente unido a la presencia sacramental de Cristo; oferta siempre actual en Cristo resucitado y glorioso[2]. Sólo cambia la manifestación externa de esta entrega: en el Calvario, mediante la pasión y muerte de Cruz; en la Misa, a través del memorial-sacramento: la doble consagración del pan y del vino en el contexto de la Plegaria Eucarística (imagen sacramental de la inmolación de la Cruz).
La Eucaristía, sacrificio de Cristo y de la Iglesia
La Santa Misa es sacrificio de Cristo y de la Iglesia, porque cada vez que se celebra el Misterio Eucarístico, ella, la Iglesia, participa en el sacrificio de su Señor, entrando en comunión con Él —con su oferta sacrificial al Padre— y con los bienes de la redención que Él nos ha obtenido. Toda la Iglesia ofrece y es ofrecida en Cristo al Padre por el Espíritu Santo. Así lo afirma la tradición viva de la Iglesia, tanto en los textos de la liturgia como en las enseñanzas de los Padres y del Magisterio (cf. Catecismo, 1368-1370). El fundamento de esta doctrina se encuentra en el principio de unión y cooperación entre Cristo y los miembros de su Cuerpo, claramente expuesto por el Concilio Vaticano II: «En esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia» (SC 7).
La participación de la Iglesia —el Pueblo de Dios, jerárquicamente estructurado— en la oferta del sacrificio eucarístico, está legitimada por el mandato de Jesús: «Haced esto en conmemoración mía [como memorial mío]», y se refleja en la fórmula litúrgica «memores... offerimus… [tibi Pater]… gratias agentes… hoc sacrificium», frecuentemente utilizada en las Plegarias Eucarísticas de la Iglesia Antigua[3], e igualmente presente en las actuales Plegarias Eucarísticas[4].
Como testimonian los textos de la liturgia eucarística, los fieles no son simples espectadores de un acto de culto realizado por el sacerdote celebrante; todos ellos pueden y deben participar en la oferta del sacrificio eucarístico, porque en virtud del bautismo han sido incorporados a Cristo y forman parte de la «estirpe elegida, del sacerdocio real, de la nación santa, del Pueblo que Dios ha adquirido» (1 Pt 2,9); es decir, del nuevo Pueblo de Dios en Cristo, que Él mismo sigue reuniendo en torno a sí, para que de un confín al otro de la tierra ofrezca a su nombre un sacrificio perfecto (cf. Mal 1,10-11). Ofrecen no sólo el culto espiritual del sacrificio de las propias obras y de su entera existencia, sino también —en Cristo y con Cristo— la Víctima pura, santa e inmaculada. Todo esto comporta el ejercicio del sacerdocio común de los fieles en la Eucaristía.
La Iglesia, en unión con Cristo, no sólo ofrece el sacrificio eucarístico, sino también es ofrecida en Él, pues como Cuerpo y Esposa está inseparablemente unida a su Cabeza y a su Esposo.
La misma liturgia eucarística no deja de expresar la participación de la Iglesia, bajo el influjo del Espíritu Santo, en el sacrificio de Cristo: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo Cuerpo y un solo Espíritu. Que Él nos transforme en ofrenda permanente...»[5]. De modo semejante se pide en la Plegaria Eucarística IV: «Dirige tu mirada sobre esta Víctima que Tú mismo has preparado a tu Iglesia, y concede a cuantos compartimos este Pan y este Cáliz, que, congregados en un solo Cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo Víctima viva para alabanza de tu gloria».
La participación de los fieles consiste ante todo en unirse interiormente al sacrificio de Cristo, hecho presente sobre el altar gracias al ministerio del sacerdote celebrante.
La doctrina que hemos enunciado tiene una importancia fundamental para la vida cristiana. Todos los fieles están llamados a participar en la Santa Misa poniendo en ejercicio su sacerdocio real, es decir, con la intención de ofrecer la propia vida sin mancha de pecado al Padre, con Cristo, Víctima inmaculada, en sacrificio espiritual-existencial, restituyéndole con amor filial y en acción de gracias todo lo que de Él han recibido.
Los fieles deben procurar que la Santa Misa sea realmente centro y raíz de su vida interior[6], ordenando hacia ella todo su día, el trabajo y todas sus acciones. Esta es una manifestación capital del “alma sacerdotal”.
Fines y frutos de la Santa Misa
La Santa Misa, en cuanto es re-presentación sacramental del sacrificio de Cristo, tiene los mismos fines que el sacrificio de la Cruz[7]. Estos fines son: el fin latréutico (alabar y adorar a Dios Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo); el fin eucarístico (dar gracias a Dios por la creación y la redención); el propiciatorio (desagraviar a Dios por nuestros pecados); y el impetratorio (pedir a Dios sus dones y sus gracias). Esto se expresa en las diversas oraciones que forman parte de la celebración litúrgica de la Eucaristía, especialmente en el Gloria, en el Credo, en las diversas partes de la Anáfora o Plegaria Eucarística (Prefacio, Sanctus, Epíclesis, Anámnesis, Intercesiones, Doxología final), en el Padre Nuestro, y en las oraciones propias de cada Misa: Oración Colecta, Oración sobre las ofrendas, Oración después de la Comunión.
Por frutos de la Misa se entienden los efectos que la virtud salvífica de la Cruz, hecha presente en el sacrificio eucarístico, genera en los hombres cuando la acogen libremente, con fe, esperanza y amor al Redentor. Estos frutos comportan esencialmente un crecimiento en la gracia santificante y una más intensa conformación existencial con Cristo, según el modo específico que la Eucaristía nos ofrece.
Tales frutos de santidad no se determinan idénticamente en todos los que participan en el sacrificio eucarístico; serán mayores o menores según la inserción de cada uno en la celebración litúrgica y en la medida de su fe y devoción. Por tanto, participan de manera diversa de los frutos de la Santa Misa: toda la Iglesia; el sacerdote que celebra y los que, unidos con él, concurren a la celebración eucarística; los que, sin participar a la Misa, se unen espiritualmente al sacerdote que celebra; y aquellos por quienes la Misa se aplica, que pueden ser vivos o difuntos[8].
Cuando un sacerdote recibe una oferta para que aplique los frutos de la Misa por una intención, queda gravemente obligado a hacerlo[9].
La Eucaristía, Banquete Pascual de la Iglesia
«La Eucaristía es el Banquete Pascual porque Cristo, realizando sacramentalmente su Pascua [el paso de este mundo al Padre a través de su pasión, muerte, resurrección y ascensión gloriosa[10]], nos entrega su Cuerpo y su Sangre, ofrecidos como comida y bebida, y nos une con Él y entre nosotros en su sacrificio» (Compendio,287).
«La Misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero la celebración del sacrificio eucarístico está totalmente orientada hacia la unión íntima de los fieles con Cristo por medio de la comunión. Comulgar es recibir a Cristo mismo que se ofrece por nosotros» (Catecismo, 1382).
La Santa Comunión, ordenada por Cristo («tomad y comed…, bebed todos de él…»: Mt 26,26-28; cf. Mc 14,22-24; Lc 22,14-20; 1 Co 11,23-26), forma parte de la estructura fundamental de la celebración de la Eucaristía. Sólo cuando Cristo es recibido por los fieles como alimento de vida eterna alcanza plenitud de sentido su hacerse alimento para los hombres, y se cumple el memorial por Él instituido[11]. Por esto la Iglesia recomienda vivamente la comunión sacramental a todos aquellos que participen en la celebración eucarística y posean las debidas disposiciones para recibir dignamente el Santísimo Sacramento[12].
Cuando Jesús prometió la Eucaristía afirmó que este alimento no es sólo útil, sino necesario: es una condición de vida para sus discípulos. «En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53).
Comer es una necesidad para el hombre. Y, como el alimento natural mantiene al hombre en vida y le da fuerzas para caminar en este mundo, de modo semejante la Eucaristía mantiene en el cristiano la vida en Cristo, recibida con el bautismo, y le da fuerzas para ser fiel al Señor en esta tierra, hasta la vuelta al Padre del Cielo. La Comunión, por tanto, no es un elemento que puede ser añadido arbitrariamente a la vida cristiana; no es necesaria sólo para algunos fieles especialmente comprometidos en la misión de la Iglesia, sino que es una necesidad vital para todos: puede vivir en Cristo y difundir su Evangelio sólo quien se nutre de la vida misma de Cristo.
El deseo de recibir la Santa Comunión debería estar siempre presente en los cristianos, como permanente debe ser la voluntad de alcanzar el fin último de nuestra vida. Este deseo de recibir la Comunión, explícito o al menos implícito, es necesario para alcanzar la salvación.
Además, la recepción de hecho de la Comunión es necesaria, con necesidad de precepto eclesiástico, para todos los cristianos que tienen uso de razón: «La Iglesia obliga a los fieles […] a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual preparados por el sacramento de la Reconciliación» (Catecismo, 1389). Este precepto eclesiástico no es más que un mínimo, que no siempre será suficiente para desarrollar una auténtica vida cristiana. Por eso la misma Iglesia «recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días» (Catecismo, 1389).
El ministro ordinario de la Santa Comunión es el obispo, el presbítero y el diácono[13]. Ministro extraordinario permanente es el acólito[14]. Pueden ser ministros extraordinarios de la comunión otros fieles a los que el Ordinario del lugar haya dado la facultad de distribuir la Eucaristía, cuando se juzgue necesario para la utilidad pastoral de los fieles y no estén presentes un sacerdote, un diácono o un acólito disponibles[15].
«No está permitido que los fieles tomen la hostia consagrada ni el cáliz sagrado “por sí mismos, ni mucho menos que se lo pasen entre sí de mano en mano”»[16]. A propósito de esta norma es oportuno considerar que la Comunión tiene valor de signo sagrado; este signo debe manifestar que la Eucaristía es un don de Dios al hombre; por esto, en condiciones normales, se deberá distinguir, en la distribución de la Eucaristía, entre el ministro que dispensa el Don, ofrecido por el mismo Cristo, y el sujeto que lo acoge con gratitud, en la fe y en el amor.
Disposiciones para recibir la Sagrada Comunión
Para comulgar dignamente es necesario estar en gracia de Dios. «Quien come el Pan y bebe el Cáliz del Señor indignamente —proclama San Pablo—, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues el hombre a sí mismo; y entonces coma del Pan y beba del Cáliz; pues el que sin discernir come y bebe el Cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación» (1 Cor 11,27-29). Por tanto, nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental (cf. Catecismo, 1385)[17].
Para comulgar fructuosamente se requiere, además de estar en gracia de Dios, un serio empeño por recibir al Señor con la mayor devoción actual posible: preparación (remota y próxima); recogimiento; actos de amor y de reparación, de adoración, de humildad, de acción de gracias, etc.
Disposiciones del cuerpo:
—La reverencia interior ante la Sagrada Eucaristía se debe reflejar también en las disposiciones del cuerpo. La Iglesia prescribe el ayuno. Para los fieles de rito latino el ayuno consiste en abstenerse de todo alimento o bebida (excepto el agua o medicinas) una hora antes de comulgar (cf. CIC, can. 919 § 1). También se debe procurar la limpieza del cuerpo, el modo de vestir adecuado, los gestos de veneración que manifiestan el respeto y el amor al Señor, presente en el Santísimo Sacramento, etc. (cf. Catecismo, 1387)
—El modo tradicional de recibir la Sagrada Comunión en el rito latino —fruto de la fe, del amor y de la piedad plurisecular de la Iglesia— es de rodillas y en la boca. Los motivos que dieron lugar a esta piadosa y antiquísima costumbre, siguen siendo plenamente válidos. También se puede comulgar de pie y, en algunas diócesis del mundo, está permitido — nunca impuesto— recibir la comunión en la mano[18].
El precepto de la comunión sacramental obliga a partir del uso de razón. Conviene preparar muy bien y no retrasar la Primera Comunión de los niños: «Dejad que los niños se acerquen a Mí y no se lo impidáis, porque de éstos es el Reino de Dios» (Mc 10,14)[19].
Para poder recibir la primera Comunión, se requiere que el niño tenga conocimiento, según su capacidad, de los principales misterios de la fe, y que sepa distinguir el Pan eucarístico del pan común. «Los padres en primer lugar, y quienes hacen sus veces, así como también el párroco, tiene obligación de procurar que los niños que han llegado al uso de razón se preparen convenientemente y se nutran cuanto antes, previa confesión sacramental, con este alimento divino» (CIC, can. 914).
Efectos de la Sagrada Comunión
Lo que el alimento produce en el cuerpo para el bien de la vida física, lo produce en el alma la Eucaristía, de un modo infinitamente más sublime, en bien de la vida espiritual. Pero mientras el alimento se convierte en nuestra substancia corporal, al recibir la Sagrada Comunión, somos nosotros los que nos convertimos en Cristo: «No me convertirás tú en ti, como la comida en tu carne, sino que tú te cambiarás en Mí»[20]. Mediante la Eucaristía la nueva vida en Cristo, iniciada en el creyente con el bautismo (cf. Rm 6,3-4; Gal 3,27-28), puede consolidarse y desarrollarse hasta alcanzar su plenitud (cf. Ef 4,13), permitiendo al cristiano llevar a término el ideal enunciado por san Pablo: «Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20)[21].
Por tanto, la Eucaristía nos configura con Cristo, nos hace partícipes del ser y de la misión del Hijo, nos identifica con sus intenciones y sentimientos, nos da la fuerza para amar como Cristo nos pide (cf. Jn 13,34-35), para encender a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo con el fuego del amor divino que Él vino a traer a la tierra (cf. Lc 12,49). Todo esto debe manifestarse efectivamente en nuestra vida: «Si hemos sido renovados con la recepción del cuerpo del Señor, hemos de manifestarlo con obras. Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios. Que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor Christi (2 Co 2,15), el buen olor de Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir»[22].
Dios, por la Sagrada Comunión, acrecienta la gracia y las virtudes, perdona los pecados veniales y la pena temporal, preserva de los pecados mortales y concede perseverancia en el bien: en una palabra, estrecha los lazos de unión con Él (cf. Catecismo, 1394-1395). Pero la Eucaristía no ha sido instituida para el perdón de los pecados mortales; esto es lo propio del sacramento de la Confesión (cf. Catecismo, 1395).
La Eucaristía causa la unidad de todos los fieles cristianos en el Señor, es decir, la unidad de la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo (cf. Catecismo, 1396).
La Eucaristía es prenda o garantía de la gloria futura, es decir, de la resurrección y de la vida eterna y feliz junto a Dios, Uno y Trino, a los Ángeles y a todos los santos. (cf. Catecismo, 1419).
El culto a la Eucaristía fuera de la Santa Misa
La fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía ha llevado a la Iglesia a tributar culto de latría (es decir, de adoración), al Santísimo Sacramento, tanto durante la liturgia de la Misa (por esto ha indicado que nos arrodillemos o nos inclinemos profundamente ante las especies consagradas), como fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas en el Sagrario (o Tabernáculo), presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión… (cf. Catecismo, 1378).
Se conserva la Sagrada Eucaristía en el Sagrario[23]:
—Principalmente para poder dar la Sagrada Comunión a los enfermos y a otros fieles imposibilitados de participar en la Santa Misa.
—Además, para que la Iglesia pueda dar culto de adoración a Dios Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento (de modo especial durante Exposición de la Santísima Eucaristía, en la Bendición con el Santísimo; en la Procesión con el Santísimo Sacramento en la Solemnidad de Cuerpo y Sangre de Cristo, etc.).
—Y para que los fieles puedan siempre adorar al Señor Sacramentado con frecuentes visitas. En este sentido afirma san Juan Pablo II: «La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este Sacramento del Amor. No ahorremos nuestro tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y pronta a reparar las grandes culpas y delitos del mundo. No cese jamás nuestra adoración»[24].
Hay dos grandes fiestas (solemnidades) litúrgicas en las que se celebra de modo especial este Sagrado Misterio: el Jueves Santo (se conmemora la institución de la Eucaristía y del Orden Sagrado) y la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo (destinada especialmente a la adoración y a la contemplación del Señor en la Eucaristía).
Ángel García Ibáñez
Bibliografía básica
— Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1356-1405.
Lecturas recomendadas
— San Juan Pablo II, Carta Encíclica, Ecclesia de Eucharistia (17-IV-2003).
— Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis (22-II-2007).
— Francisco,Catequesis sobre la Santa Misa (noviembre de 2017 - abril de 2018).
— San Josemaría Escrivá, Homilía La Eucaristía, misterio de fe y de amor, en Es Cristo que pasa, nn. 83-94; Homilía En la fiesta del Corpus Christi, ibíd, nn. 150-161.
— Ángel García Ibáñez, L’Eucaristia, dono e mistero. Trattato storico-dogmatico sul mistero eucaristico, Edusc, Roma 2006 (trad. esp.: La Eucaristía, don y misterio. Tratado histórico-teológico sobre el misterio eucarístico, Eunsa, Pamplona 2009).
[1] El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa así: «El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio» (n. 1367).
[2] Cf. Catecismo, n. 1085.
[3] Cf. Plegaria Eucarística de la Tradición Apostólica de san Hipólito; Anáfora de Addai y Mari;Anáfora de San Marcos.
[4] Cf. Misal Romano, Plegaria Eucarística I (Unde et memores y Supra quae); Plegaria Eucarística III (Memores igitur; Respice, quaesumus e Ipse nos tibi); expresiones semejantes se encuentran en las Plegarias II y IV.
[5] Misal Romano, Plegaria Eucarística III: Respice, quaesumus e Ipse nos tibi.
[6] Cf. San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 87.
[7] Esta identidad de fines se basa no sólo en la intención de la Iglesia celebrante, sino sobre todo en la presencia sacramental del mismo Jesucristo: en Él aún son actuales y operativos los fines por los que ofreció su vida al Padre (cf. Rm 8,34; Heb 7,25).
[8] La aplicación de la que hablamos —se trata de una especial oración de intercesión— no comporta ningún automatismo en la salvación; a dichos fieles la gracia llega no automáticamente, sino en la medida de su unión con Dios por la fe, la esperanza y el amor.
[9] Cf. CIC, cann. 945-958. Con esta aplicación particular, el sacerdote celebrante no excluye de las bendiciones del sacrificio eucarístico a los otros miembros de la Iglesia, ni a la entera humanidad; simplemente incluye a algunos fieles de un modo especial.
[10] El término pascua proviene del hebreo y originalmente significa paso, tránsito. En el libro del Éxodo, donde se narra la primera Pascua hebraica (cf. Ex 12,1-14 y Ex 12, 21-27), dicho término está vinculado al verbo “sobrepasar”, al paso del Señor y de su ángel en la noche de la liberación (cuando el Pueblo elegido celebró la Cena Pascual), y al tránsito del Pueblo de Dios de la esclavitud de Egipto a la libertad de la tierra prometida.
[11] Esto no quiere decir que sin la Comunión de todos los presentes la celebración de la Eucaristía sea inválida; o que todos deban comulgar bajo las dos especies; dicha Comunión es necesaria sólo para el sacerdote celebrante.
[12] Cf. Misal Romano, Institutio generalis, n. 80; San Juan Pablo II,Ecclesia de Eucharistia, n. 16; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, nn. 81-83; 88-89.
[13] Cf. CIC, can. 910; Misal Romano, Institutio generalis, n. 92-94.
[14] Cf. CIC, can. 910 § 2; Misal Romano, Institutio generalis, n. 98; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, nn. 154-160.
[15] Cf. CIC, can. 910 § 2, y can. 230 § 3; Misal Romano, Institutio generalis, nn. 100 y 162; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, n. 88.
[16] Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, n. 94; cf. Misal Romano, Institutio generalis, n. 160.
[17] Por lo que se refiere a la situación de los divorciados que han vuelto a casarse civilmente (o de cristianos que conviven de modo irregular) la Iglesia considera que «se encuentran en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esa situación» (Catecismo, 1650). Ahora bien, si se arrepienten y reciben el sacramento de la penitencia, pueden acceder de nuevo a la comunión; por lo demás, deberá tenerse en cuenta que la absolución sacramental «puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos» (San Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 84). Sobre esta cuestión, véanse también las indicaciones dadas por Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, n. 29, y por Francisco, Amoris laetitia, nn. 296-306.
[18] Cf. San Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, n. 11; Misal Romano,Institutio generalis, n. 161; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, n. 92.
[19] Cf. San Pío X, Quam singulari, I: DS 3530; CIC, cann. 913-914; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, n. 87.
[20] San Agustín, Confesiones, 7,10: CSEL 38/1, 157.
[21] Está claro que si los efectos salvíficos de la Eucaristía no se alcanzan de una vez en su plenitud «no es por defecto de la potencia de Cristo, sino por defecto de la devoción del hombre» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., III, q. 79, a. 5, ad 3).
[22] San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 156.
[23] Cf. San Pablo VI, Mysterium fidei, n. 56; San Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 29; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, nn. 129-145; Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, nn. 66-69.
[24] San Juan Pablo II, Dominicae Cenae, n. 3.