Sumario
• Naturaleza sacramental de la Santísima Eucaristía
• La promesa de la Eucaristía y su institución por Jesucristo
• Significado y contenido del mandato del Señor
• La celebración litúrgica de la Eucaristía
• La presencia real eucarística
• La transubstanciación
• Bibliografía básica
Naturaleza sacramental de la Santísima Eucaristía
La Eucaristía es el sacramento que hace presente, en la celebración litúrgica de la Iglesia, la Persona de Jesucristo (todo Cristo: Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad) y su sacrificio redentor, en la plenitud del Misterio Pascual de su pasión, muerte y resurrección. Esta presencia no es estática o pasiva (como la de un objeto en un lugar) sino activa, porque el Señor se hace presente con el dinamismo de su amor salvador: en la Eucaristía Él nos invita a acoger la salvación que nos ofrece y a recibir el don de su Cuerpo y de su Sangre como alimento de vida eterna, permitiéndonos entrar en comunión con Él —con su Persona y su sacrificio— y en comunión con todos los miembros de su Cuerpo Místico que es la Iglesia.
En efecto, como afirma el Concilio Vaticano II, «Nuestro Salvador, en la Última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y su Sangre, para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual “en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura”» (SC 47).
La promesa de la Eucaristía y su institución por Jesucristo
El Señor anunció la Eucaristía durante su vida pública, en la Sinagoga de Cafarnaún, ante quienes le habían seguido después de ser testigos del milagro de la multiplicación de los panes, con el que sació a la multitud (cf. Jn 6,1-13). Jesús aprovechó aquel signo para revelar su identidad y su misión, y para prometer la Eucaristía: «En verdad, en verdad os digo que Moisés no os dio el pan del cielo, sino que mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que ha bajado del cielo y da la vida al mundo. —Señor, danos siempre de este pan—, le dijeron ellos. Jesús les respondió: —Yo soy el pan de vida… Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo… El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí» (cf. Jn 6,32-58).
Jesucristo instituyó este sacramento en la Última Cena. Los tres evangelios sinópticos (cf. Mt 26,17-30; Mc 14,12-26; Lc 22,7-20) y san Pablo (cf. 1Co 11,23-26) nos han transmitido el relato de la institución. He aquí la síntesis de la narración que ofrece el Catecismo de la Iglesia Católica: «Llegó el día de los Ázimos, en el que se había de inmolar el cordero de Pascua; (Jesús) envió a Pedro y a Juan, diciendo: “Id y preparadnos la Pascua para que la comamos” ... fueron... y prepararon la Pascua. Llegada la hora, se puso a la mesa con los Apóstoles; y les dijo: “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios” ... Y tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es mi Cuerpo que va a ser entregado por vosotros. Haced esto en recuerdo mío [en conmemoración mía; como memorial mío]”. De igual modo, después de cenar, el cáliz, diciendo: “Este cáliz es la Nueva Alianza en mi Sangre, que va a ser derramada por vosotros”» (Catecismo, 1339).
Jesús celebró pues la Última Cena en el contexto de la Pascua judía, pero la Cena del Señor posee una novedad absoluta: en el centro no se encuentra el cordero de la Antigua Pascua, sino Cristo mismo, su «Cuerpo entregado (ofrecido en sacrificio al Padre, en favor de los hombres) … y su Sangre derramada por muchos para remisión de los pecados». Podemos pues decir que Jesús, más que celebrar la Antigua Pascua, anunció y realizó —anticipándola sacramentalmente— la Nueva Pascua.
Significado y contenido del mandato del Señor
El precepto explícito de Jesús: «Haced esto en conmemoración mía [como memorial mío]» (Lc 22,19; 1 Co 11,24-25), evidencia el carácter propiamente institucional de la Última Cena. Con dicho mandato nos pide que correspondamos a su don y que lo representemos sacramentalmente (que lo volvamos a realizar, que reiteremos su presencia: la presencia de su Cuerpo entregado y de su Sangre derramada, es decir, de su sacrificio en remisión de nuestros pecados).
—«Haced esto». De este modo designó quienes pueden celebrar la Eucaristía (los Apóstoles y sus sucesores en el sacerdocio), les confió la potestad de celebrarla y determinó los elementos fundamentales del rito: los mismos que Él empleó (por tanto en la celebración de la Eucaristía es necesaria la presencia del pan y del vino, la plegaria de acción de gracias y de bendición, la consagración de los dones en el Cuerpo y la Sangre del Señor, la distribución y la comunión con este Santísimo Sacramento).
—«En conmemoración mía [como memorial mío]». De este modo Cristo ordenó a los Apóstoles (y en ellos a sus sucesores en el sacerdocio), que celebraran un nuevo “memorial”, que sustituía al de la Antigua Pascua. Este rito memorial tiene una particular eficacia: no sólo ayuda a “recordar” a la comunidad creyente el amor redentor de Cristo, sus palabras y gestos durante la Última Cena, sino que, además, como sacramento de la Nueva Ley, hace objetivamente presente la realidad significada: a Cristo, “nuestra Pascua” (1 Co 5,7), y a su sacrificio redentor.
La celebración litúrgica de la Eucaristía
La Iglesia, obediente al mandato del Señor, celebró enseguida la Eucaristía en Jerusalén (Hch 2,42-48), en Tróade (cf. Hch 20,7-11) en Corinto (cf. 1 Co 10,14,21; 1 Co 11,20-34), y en todos los lugares a donde llegaba el cristianismo. «Era sobre todo “el primer día de la semana”, es decir, el domingo, el día de la resurrección de Jesús, cuando los cristianos se reunían para “partir el pan” (Hch 20,7). Desde entonces hasta nuestros días la celebración de la Eucaristía se ha perpetuado, de suerte que hoy la encontramos por todas partes en la Iglesia, con la misma estructura fundamental» (Catecismo, 1343).
Fiel al mandato de Jesús, la Iglesia, guiada por el “Espíritu de verdad” (Jn 16,13), que es el Espíritu Santo, cuando celebra la Eucaristía no hace otra cosa que conformarse al rito eucarístico realizado por el Señor en la Última Cena. Los elementos esenciales de las sucesivas celebraciones eucarísticas no pueden ser otros que aquellos de la Eucaristía originaria, es decir: A) La asamblea de los discípulos de Cristo, por Él convocada y reunida en torno a Él; y B) La actuación del nuevo rito memorial.
A) La asamblea eucarística
Desde los comienzos de la vida de la Iglesia, la asamblea cristiana que celebra la Eucaristía se manifiesta jerárquicamente estructurada: habitualmente está constituida por el obispo o por un presbítero (que preside sacerdotalmente la celebración eucarística y actúa in persona Christi Capitis Ecclesiae), por el diácono, por otros ministros y por los fieles, unidos por el vínculo de la fe y del bautismo. Todos los miembros de esta asamblea están llamados a participar conscientemente, devotamente y activamente en la liturgia eucarística, cada uno según su modo propio: el sacerdote celebrante, los lectores, el diácono, los que presentan las ofrendas, el ministro de la comunión y el pueblo entero, cuyo “Amén” manifiesta su real participación (cf. Catecismo, 1348). Por tanto, cada uno deberá cumplir el propio ministerio, sin que haya confusión entre el sacerdocio ministerial, el sacerdocio común de los fieles y el ministerio del diácono y de otros posibles ministros.
El papel del sacerdocio ministerial en la celebración de la Eucaristía es esencial. Sólo el sacerdote válidamente ordenado puede consagrar la Santísima Eucaristía, pronunciando in persona Christi (es decir, en la identificación específica sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo), las palabras de la consagración (cf. Catecismo, 1369). Por otra parte, ninguna comunidad cristiana está capacitada para darse por sí sola el ministerio ordenado. «Éste es un don que se recibe a través de la sucesión episcopal que se remonta a los Apóstoles. Es el obispo quien establece un nuevo presbítero mediante el sacramento del Orden, otorgándole el poder de consagrar la Eucaristía»[1].
B) El desarrollo de la celebración
La actuación del rito memorial se desarrolla, desde los orígenes de la Iglesia, en dos grandes momentos, que forman un solo acto de culto: la “Liturgia de la Palabra” (que comprende la proclamación y la escucha-acogida de la Palabra de Dios), y la “Liturgia Eucarística” (que comprende la presentación del pan y del vino, la anáfora o plegaria eucarística —con las palabras de la consagración— y la comunión). Estas dos partes principales están delimitadas por los ritos de introducción y de conclusión (cf. Catecismo, 1349-1355). Nadie puede quitar o añadir a su antojo nada de lo que ha sido establecido por la Iglesia en la Liturgia de la Santa Misa[2].
Los elementos esenciales y necesarios para constituir el signo sacramental de la Eucaristía son: por una parte, el pan de harina de trigo[3] y el vino de uvas[4]; y, por otra, las palabras consagratorias, que el sacerdote celebrante pronuncia in persona Christi, en el contexto de la «Plegaria Eucarística». Gracias a la virtud de las palabras del Señor y a la potencia del Espíritu Santo, el pan y el vino se convierten en signos eficaces, con plenitud ontológica y no solo de significado, de la presencia del “Cuerpo entregado” y de la “Sangre derramada” de Cristo, es decir, de su Persona y de su sacrificio redentor (cf. Catecismo, 1333 y 1375).
La presencia real eucarística
En la celebración de la Eucaristía se hace presente la Persona de Cristo —el Verbo encarnado, que fue crucificado, murió y ha resucitado por la salvación del mundo—, con una modalidad de presencia mistérica, sobrenatural, única. El fundamento de esta doctrina lo encontramos en la misma institución de la Eucaristía, cuando Jesús identificó los dones que ofrecía, con su Cuerpo y con su Sangre («esto es mi Cuerpo…, esta es mi Sangre…»), es decir, con su corporeidad inseparablemente unida al Verbo, y, por tanto, con su entera Persona.
Ciertamente, Cristo Jesús está presente de múltiples maneras en su Iglesia: en su Palabra, en la oración de los fieles (cf. Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los encarcelados (cf. Mt 25,31-46), en los sacramentos y especialmente en la persona del ministro. Pero, sobre todo, está presente bajo las especies eucarísticas (cf. Catecismo, 1373).
La singularidad de la presencia eucarística de Cristo está en el hecho de que el Santísimo Sacramento contiene verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo, Dios verdadero y Hombre perfecto, el mismo que nació de la Virgen, murió en la Cruz y ahora está sentado en los cielos a la diestra del Padre. «Esta presencia se denomina “real”, no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen “reales”, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente» (Catecismo, 1374).
El término substancial trata de indicar la consistencia de la presencia personal de Cristo en la Eucaristía: ésta no es simplemente una “figura”, capaz de “significar” y de llevar a la mente a pensar en Cristo, presente en realidad en otro lugar, en el Cielo; ni es un simple “signo”, a través del cual se nos ofrece la “virtud salvadora” —la gracia—, que proviene de Cristo. La Eucaristía es, en cambio, presencia objetiva, del ser-en-sí (la substancia) del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, es decir, de su entera Humanidad —inseparablemente unida a la Divinidad por la unión hipostática—, aunque velada por las “especies” o apariencias del pan y del vino.
Por tanto, la presencia del verdadero Cuerpo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento «no se conoce por los sentidos, sino sólo por la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios» (Catecismo, 1381).
El modo de la presencia de Cristo en la Eucaristía es un misterio admirable. Según la fe católica Jesucristo está presente todo entero, con su corporeidad glorificada, bajo cada una de las especies eucarísticas, y todo entero en cada una de las partes resultantes de la división de las especies, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo (cfr. Catecismo, 1377)[5]. Se trata de una modalidad de presencia singular, porque es invisible e intangible, y, además, es permanente, en el sentido de que, una vez realizada la consagración, dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas.
La transubstanciación
La presencia verdadera, real y substancial de Cristo en la Eucaristía supone una conversión extraordinaria, sobrenatural, única. Tal conversión tiene su fundamento en las mismas palabras del Señor: «Tomad y comed: esto es mi Cuerpo… bebed todos de él, porque ésta es mi Sangre de la nueva alianza…» (Mt 26,26-28). En efecto, estas palabras se hacen realidad sólo si el pan y el vino cesan de ser pan y vino y se convierten en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, porque es imposible que una misma cosa pueda ser simultáneamente dos seres diversos: pan y Cuerpo de Cristo; vino y Sangre de Cristo.
Sobre este punto el Catecismo de la Iglesia Católica recuerda: «El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: “Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su Sangre; la Iglesia Católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación”» (n. 1376). Sin embargo, permanecen inalteradas las apariencias del pan y del vino, es decir, las “especies eucarísticas”.
Aunque los sentidos capten verdaderamente las apariencias del pan y del vino, la luz de la fe nos da a conocer que lo que realmente se contiene bajo el velo de las especies eucarísticas es la substancia del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Gracias a la permanencia de las especies sacramentales del pan, podemos afirmar que el Cuerpo de Cristo —su entera Persona— está realmente presente en el altar, o en el copón, o en el Sagrario.
Ángel García Ibáñez
Bibliografía básica
— Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1322-1355.
Lecturas recomendadas
— San Juan Pablo II, Carta Encíclica, Ecclesia de Eucharistia (17-IV-2003).
— Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis (22-II-2007).
— Francisco,Catequesis sobre la Santa Misa (noviembre de 2017 - abril de 2018).
— San Josemaría Escrivá, Homilía La Eucaristía, misterio de fe y de amor, en Es Cristo que pasa, nn. 83-94; Homilía En la fiesta del Corpus Christi, ibíd., nn. 150-161.
— Ángel García Ibáñez, L’Eucaristia, dono e mistero. Trattato storico-dogmatico sul mistero eucaristico, Edusc, Roma 2006 (trad. esp.: La Eucaristía, don y misterio. Tratado histórico-teológico sobre el misterio eucarístico, Eunsa, Pamplona 2009).
[1] Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 29.
[2] Cf. Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 22; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instrucción Redemptionis Sacramentum, nn. 14-18.
[3] Cf. Misal Romano, Institutio generalis, n. 320. En el rito latino el pan debe ser ácimo, es decir, no fermentado; cf. Ibíd.
[4] Cf. Misal Romano, Institutio generalis, n. 319. En la Iglesia latina al vino se añade un poco de agua; cfr. Ibidem. Las palabras que dice el sacerdote al añadir agua al vino, manifiestan el sentido de este rito: «Que por el misterio de esta agua y de este vino, participemos de la divinidad del que se dignó hacerse partícipe de nuestra humanidad» (Misal Romano, Ofertorio). Para los Padres de la Iglesia este rito significa también la unión de la Iglesia con Cristo en el sacrificio eucarístico; cf. San Cipriano, Ep. 63,13: CSEL 3,711.
[5] Por esto, «la Comunión con la sola especie de pan permite recibir todo el fruto de gracia de la Eucaristía» (Catecismo, 1390).