Tema 21. Bautismo y Confirmación

El bautismo incorpora a quien lo recibe a la vida, muerte y resurrección de Jesucristo y a su acción salvadora. Imprime en el cristiano un sello espiritual indeleble de su pertenencia a Cristo. Por la Confirmación, los cristianos participan más plenamente en la misión de Jesucristo y en la plenitud del Espíritu Santo. Un cristiano bautizado y confirmado está destinado a participar en la misión evangelizadora de la Iglesia en virtud de estos sacramentos.

Sumario

• Bautismo: fundamentos bíblicos e institución
• La justificación y los efectos del bautismo
• Necesidad del Bautismo
• Celebración litúrgica
• Ministro y sujeto. El bautismo en la vida del cristiano
• Fundamentos bíblicos e históricos de la Confirmación
• Significación litúrgica y efectos sacramentales
• Ministro y sujeto de la Confirmación
• Bibliografía


Bautismo: fundamentos bíblicos e institución

De entre las numerosas prefiguraciones veterotestamentarias del bautismo, se destacan el diluvio universal, la travesía del mar Rojo, y la circuncisión, por encontrarse explícitamente mencionadas en el Nuevo Testamento aludiendo a este sacramento (cf. 1 P 3,20-21; 1 Co 10,1; Col 2,11-12). Con el Bautista, el rito del agua, aun sin eficacia salvadora, se une a la preparación doctrinal, a la conversión y al deseo de la gracia, pilares del futuro catecumenado.

Jesús es bautizado en las aguas del Jordán al inicio de su ministerio público (cf. Mt 3,13-17), no por necesidad, sino por solidaridad redentora. En esa ocasión, queda definitivamente indicada el agua como elemento material del signo sacramental. Se abren además los cielos, desciende el Espíritu en forma de paloma y la voz de Dios Padre confirma la filiación divina de Cristo: acontecimientos que revelan en la Cabeza de la futura Iglesia lo que se realizará luego sacramentalmente en sus miembros.

Más adelante tiene lugar el encuentro con Nicodemo, durante el cual Jesús afirma el vínculo pneumatológico existente entre el agua bautismal y la salvación, de donde sigue su necesidad: «el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5).

El misterio pascual confiere al bautismo su valor salvífico; Jesús, en efecto, «había hablado ya de su pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un "Bautismo" con que debía ser bautizado (Mc 10,38; cf. Lc 12,50). La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Jesús crucificado (cf. Jn 19,34) son figuras del Bautismo y de la Eucaristía, sacramentos de la vida nueva» (Catecismo, 1225).

Antes de subir a los cielos, el Señor dice a los apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20). Este mandato es fielmente seguido a partir de Pentecostés y señala el objetivo primario de la evangelización, que sigue siendo actual.

Comentando estos textos, dice Santo Tomás de Aquino que la institución del bautismo fue múltiple: respecto a la materia, en el bautismo de Cristo; su necesidad fue afirmada en Jn 3,5; su uso comenzó cuando Jesús envió a sus discípulos a predicar y bautizar; su eficacia proviene de la pasión; su difusión fue proclamada en Mt 28, 19.

La justificación y los efectos del bautismo

Leemos en Rm 6,3-4: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva». El bautismo, incorporando al fiel a la vida, muerte y resurrección de Jesucristo y a su acción salvadora, otorga la justificación. Esto mismo apunta Col 2,12: «Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó de entre los muertos». Se añade ahora la incidencia de la fe, con la cual, junto al rito del agua, nos «revestimos de Cristo», como confirma Ga 3,26-27: «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo».

La justificación bautismal se traduce en efectos concretos en el alma del cristiano, que la teología presenta como efectos sanantes y elevantes. Los primeros se refieren al perdón de los pecados, como pone en relieve la predicación petrina: «Pedro les contestó: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo”» (Hch 2,38). Esto incluye la remisión del pecado original y, en los adultos, de todos los pecados personales. Se remite también la totalidad de la pena temporal y eterna. Permanecen sin embargo en el bautizado «ciertas consecuencias temporales del pecado, como los sufrimientos, la enfermedad, la muerte o las fragilidades inherentes a la vida como las debilidades de carácter, etc., así como una inclinación al pecado que la Tradición llama concupiscencia, o "fomes peccati"» (Catecismo, 1264).

El aspecto elevante consiste en la efusión del Espíritu Santo; en efecto, «en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados» (1 Co 12,13). Porque se trata del mismo «Espíritu de Cristo» (Rm 8,9), recibimos «un espíritu de hijos adoptivos» (Rm 8,15), como hijos en el Hijo. Con la filiación divina, Dios confiere al bautizado la gracia santificante, las virtudes teologales y morales y los dones del Espíritu Santo.

Junto a esta realidad de gracia, «el bautismo imprime en el cristiano un sello espiritual indeleble (character) de su pertenencia a Cristo. Este sello no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al bautismo dar frutos de salvación» (Catecismo, 1272).

Como fuimos bautizados en un solo Espíritu «para no formar más que un cuerpo» (1 Co 12,13), la incorporación a Cristo es contemporáneamente incorporación a la Iglesia, y en ella quedamos vinculados con todos los cristianos, también con aquellos que no están en comunión plena con la Iglesia Católica.

Recordemos, finalmente, que los bautizados son «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1 P 2,9): participan, pues, del sacerdocio común de los fieles, quedando «“obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia” (Lumen gentium 11) y a participar en la actividad apostólica y misionera del Pueblo de Dios» (Catecismo, 1270).

Necesidad del Bautismo

La catequesis neotestamentaria afirma categóricamente de Cristo que «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12). Y puesto que ser «bautizados en Cristo» equivale a ser «revestido de Cristo» (Gal 3,27), deben entenderse en toda su fuerza aquellas palabras de Jesús según las cuales «el que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará» (Mc 16,16). De aquí deriva la fe de la Iglesia sobre la necesidad del bautismo para la salvación.

Corresponde entender esto último según la cuidadosa formulación del magisterio: «El Bautismo es necesario para la salvación en aquellos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este sacramento (cf. Mc 16,16). La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la entrada en la bienaventuranza eterna; por eso está obligada a no descuidar la misión que ha recibido del Señor de hacer "renacer del agua y del espíritu" a todos los que pueden ser bautizados. Dios ha vinculado la salvación al sacramento del Bautismo, pero su intervención salvífica no queda reducida a los sacramentos» (Catecismo, 1257).

Existen, en efecto, situaciones especiales en las cuales los frutos principales del bautismo pueden adquirirse sin la mediación sacramental. Pero justamente porque no hay signo sacramental, no existe certeza de la gracia conferida. Lo que la tradición eclesial ha llamado bautismo de sangre y bautismo de deseo no son “actos recibidos”, sino un conjunto de circunstancias que concurren en un sujeto, determinando las condiciones para que pueda hablarse de salvación. Se entiende así «la firme convicción de que quienes padecen la muerte por razón de la fe, sin haber recibido el Bautismo, son bautizados por su muerte con Cristo y por Cristo» (Catecismo, 1258). En modo análogo, la Iglesia afirma que «todo hombre que, ignorando el evangelio de Cristo y su Iglesia, busca la verdad y hace la voluntad de Dios según él la conoce, puede ser salvado. Se puede suponer que semejantes personas habrían deseado explícitamente el Bautismo si hubiesen conocido su necesidad» (Catecismo, 1260).

Las situaciones de bautismo de sangre y de deseo no incluyen la de los niños muertos sin bautismo. A ellos «la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos»; pero es justamente la fe en la misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (cf. 1 Tm 2,4), lo que nos permite confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin bautismo (cf.Catecismo, 1261).

Celebración litúrgica

Los «ritos de acogida» intentan discernir debidamente la voluntad de los candidatos, o de sus padres, de recibir el sacramento y de asumir sus consecuencias. Siguen las lecturas bíblicas, que ilustran el misterio bautismal, y son comentadas en la homilía. Se invoca luego la intercesión de los santos, en cuya comunión el candidato será integrado; con la oración de exorcismo y la unción con el óleo de catecúmenos se significa la protección divina contra las insidias del maligno. A continuación se bendice el agua con fórmulas de alto contenido catequético, que dan forma litúrgica al nexo agua-Espíritu. La fe y la conversión se hacen presentes mediante la profesión trinitaria y la renuncia a Satanás y al pecado.

Se entra ahora en la fase sacramental del rito, «mediante el baño del agua en virtud de la palabra» (Ef 5,26). La ablución, sea por infusión, sea por inmersión, se realiza en modo tal que el agua corra por la cabeza, significando así el verdadero lavado del alma. La materia válida del Sacramento es el agua tenida como tal según el común juicio de los hombres. Mientras el ministro derrama tres veces el agua sobre la cabeza del candidato, o la sumerge, pronuncia las palabras: «NN, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». En las liturgias orientales se usa la fórmula: «El siervo de Dios, NN., es bautizado en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo».

Los ritos posbautismales (o explicativos) ilustran el misterio realizado. Se unge la cabeza del candidato (si no sigue inmediatamente la confirmación), para significar su participación en el sacerdocio común y evocar la futura crismación. Se entrega una vestidura blanca como exhortación a conservar la inocencia bautismal y como símbolo de la nueva vida conferida. La candela encendida en el cirio pascual simboliza la luz de Cristo, entregada para vivir como hijos de la luz por la fe recibida. El rito del effeta, que tocando con el dedo pulgar los oídos y la boca en las orejas y en la boca del candidato, quiere significar la actitud de escucha y de proclamación de la palabra de Dios. Finalmente, la recitación del Padrenuestro ante el altar —en los adultos, dentro de la liturgia eucarística— pone de manifiesto la nueva condición de hijo de Dios.

Ministro y sujeto. El bautismo en la vida del cristiano

Ministro ordinario es el obispo y el presbítero y, en la Iglesia latina, también el diácono. En caso de necesidad, puede bautizar cualquier hombre o mujer, incluso no cristiano, con tal de que tenga la intención de realizar lo que la Iglesia cree cuando así actúa.

El bautismo está destinado a todos los hombres y mujeres que aún no lo hayan recibido. Las cualidades necesarias del candidato dependen de su condición de niño o adulto. Los primeros, que no han llegado aún al uso de razón, han de recibir el sacramento durante los primeros días de vida, apenas lo permita su salud y la de la madre. En efecto, como puerta a la vida de la gracia, el bautismo es un evento absolutamente gratuito, para cuya validez basta que no sea rechazado; por otra parte, la fe del candidato, que es necesariamente fe eclesial, se hace presente en la fe de la Iglesia, a la cual participará una vez llegado a la vida adulta. Existen, sin embargo, determinados límites a la praxis del bautismo de los niños: es ilícita si falta el consenso de los padres, o si no existe garantía suficiente de la futura educación en la fe católica. En vista de asegurar esto último se designan los padrinos, elegidos entre personas de vida ejemplar[1].

Los candidatos adultos se preparan a través del catecumenado, estructurado según las diversas praxis locales, en vista de recibir en la misma ceremonia también la confirmación y la primera Comunión. Durante este período se busca excitar el deseo de la gracia, lo que incluye la intención de recibir el sacramento, que es condición de validez. Ello va unido a la instrucción doctrinal, que progresivamente impartida suscita en el candidato la virtud sobrenatural de la fe, y a la verdadera conversión del corazón, lo que puede pedir cambios radicales en la vida del candidato.

El carácter sacramental, ya mencionado, es un signo espiritual configurativo con Cristo, que imprime en el alma una semejanza con Él, una imagen de Cristo, a quien desde ese momento pertenecemos y a quien debemos asemejarnos siempre más. Esta inicial configuración constituye, pues, un reclamo permanente a la identificación final con Cristo, «a reproducir la imagen de su Hijo, para que él sea el Primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Es este el fundamento bautismal de la llamada universal a la santidad, de la que se hace eco el Concilio Vaticano II: «Todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (Lumen gentium, n. 40).

Este mismo carácter bautismal es también signo espiritual distintivo y dispositivo. Es decir, por distintivo se entiende que, “hacia afuera”, distingue a los cristianos de los no cristianos, mientras que por dispositivo se quiere expresar que, “hacia adentro”, el carácter bautismal constituye la base sobre la que se apoya la radical igualdad de todos los bautizados: como dice san Pablo, «ya que todos vosotros, que habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo. Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos vosotros no sois más que uno en Cristo Jesús» (Gal 3,27-28). Esta igualdad fundamental, conjuntamente con el ser «uno» en Cristo, nos impulsa a vivir la fraternidad apoyándonos en una realidad que va más allá de la sola afinidad humana. Finalmente, como signo dispositivo el carácter se constituye como capacidad sobrenatural para poder recibir y asimilar fructuosamente la gracia salvadora proveniente de los demás sacramentos: en este sentido, el bautismo orienta nuestra vida hacia los otros sacramentos. Sería, pues, una incoherencia recibir el bautismo e ignorar los demás sacramentos.

Fundamentos bíblicos e históricos de la Confirmación

Las profecías sobre el Mesías habían anunciado que «reposará sobre él el espíritu de Yahvéh» (Is 11,2), y esto estaría unido a su elección como enviado: «He aquí a mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él: dictará ley a las naciones» (Is 42,1). El texto profético es aún más explícito cuando es puesto en labios del Mesías: «El espíritu del Señor Yahvéh está sobre mí, por cuanto me ha ungido Yahvéh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado» (Is 61,1).

Algo similar se anuncia también para el entero pueblo de Dios; a sus miembros Dios dice: «infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos» (Ez 36,27); y en Jl 3,2 se acentúa la universalidad de esta difusión: «hasta en los siervos y las siervas derramaré mi espíritu en aquellos días».

Con el misterio de la Encarnación se realiza la profecía mesiánica (cf. Lc 1,35), confirmada, completada y públicamente manifestada en la unción del Jordán (cf. Lc 3,21-22), cuando desciende sobre Cristo el Espíritu en forma de paloma y la voz del Padre actualiza la profecía de elección. El mismo Señor se presenta al comienzo de su ministerio como el ungido de Yahvéh en quien se cumplen las profecías (cf. Lc 4,18-19), y se deja guiar por el Espíritu (cf. Lc 4,1; 4,14; 10,21) hasta el mismo momento de su muerte (cf. Hb 9,14).

Antes de ofrecer su vida por nosotros, Jesús promete el envío del Espíritu (cf. Jn 14,16; 15,26; 16,13), como efectivamente sucede en Pentecostés (cf. Hch 2,1-4), en referencia explícita a la profecía de Joel (cf. Hch 2,17-18), dando así inicio a la misión universal de la Iglesia.

El mismo Espíritu derramado en Jerusalén sobre los apóstoles es por ellos comunicado a los bautizados mediante la imposición de las manos y la oración (cf. Hch 8,14-17; 19,6); esta praxis llega a ser tan conocida en la Iglesia primitiva, que es atestiguada en la Carta a los Hebreos como parte de la «enseñanza elemental» y de «los temas fundamentales» (Hb 6,1-2). Este cuadro bíblico se completa con la tradición paulina y joánica que vincula los conceptos de «unción» y «sello» con el Espíritu infundido sobre los cristianos (cf. 2 Co 1,21-22; Ef 1,13; 1 Jn 2,20.27). Esto último encontró expresión litúrgica ya en los más antiguos documentos, con la unción del candidato con óleo perfumado.

Estos mismos documentos atestiguan la unidad ritual primitiva de los tres sacramentos de iniciación, conferidos durante la celebración pascual presidida por el obispo en la catedral. Cuando el cristianismo se difunde fuera de las ciudades y el bautismo de los niños pasa a ser masivo, ya no es posible seguir la praxis primitiva. Mientras en occidente se reserva la confirmación al obispo, separándola del bautismo, en oriente se conserva la unidad de los sacramentos de iniciación, conferidos contemporáneamente al recién nacido por el presbítero. A ello se une en oriente una importancia creciente de la unción con el myron (santo crisma), que se extiende a diversas partes del cuerpo; en occidente la imposición de las manos pasa a ser una imposición general sobre todos los confirmandos, mientras que cada uno recibe la unción con el crisma en la frente.

Significación litúrgica y efectos sacramentales

El crisma, compuesto de aceite de oliva y bálsamo, es consagrado por el obispo o patriarca, y sólo por él, durante la misa crismal. La unción del confirmando con el santo crisma es signo de su consagración al Señor. «Por la Confirmación, los cristianos, es decir, los que son ungidos, participan más plenamente en la misión de Jesucristo y en la plenitud del Espíritu Santo que éste posee, a fin de que toda su vida desprenda "el buen olor de Cristo" (cf. 2 Co 2,15). Por medio de esta unción, el confirmando recibe "la marca", el sello del Espíritu Santo» (Catecismo, 1294-1295).

Esta unción es litúrgicamente precedida, cuando se realiza separadamente del bautismo, con la renovación de las promesas del bautismo y la profesión de fe de los confirmandos. «Así aparece claramente que la Confirmación constituye una prolongación del Bautismo» (Catecismo, 1298). Sigue a continuación, en la liturgia romana, la extensio manuumpara todos los confirmandos del obispo, mientras pronuncia una oración de alto contenido epiclético (es decir, de invocación y súplica). Se llega así al rito específicamente sacramental, que se realiza «por la unción del santo crisma en la frente, hecha imponiendo la mano, y con estas palabras: "Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo"». En las Iglesias orientales, la unción se hace sobre las partes más significativas del cuerpo, acompañando cada una por la fórmula: «Sello del don que es el Espíritu Santo» (Catecismo, 1300). El rito se concluye con el beso de paz, como manifestación de comunión eclesial con el obispo (cf. Catecismo, 1301).

Así pues, la confirmación posee una unidad intrínseca con el bautismo, aunque no se exprese necesariamente en el mismo rito. Con ella el patrimonio bautismal del candidato se completa con los dones sobrenaturales característicos de la madurez cristiana. La Confirmación se confiere una única vez, pues «imprime en el alma una marca espiritual indeleble, el "carácter", que es el signo de que Jesucristo ha marcado al cristiano con el sello de su Espíritu revistiéndolo de la fuerza de lo alto para que sea su testigo» (Catecismo, 1304). Por ella, los cristianos reciben con particular abundancia los dones del Espíritu Santo, quedan más estrechamente vinculados a la Iglesia, «y de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe, con su palabra y sus obras» (Lumen Gentium, 11).

Así pues, un cristiano bautizado y confirmado está destinado a participar en la misión evangelizadora de la Iglesia en virtud de estos sacramentos, sin necesidad de recibir un mandato especial de la jerarquía, al menos en lo que se refiere al ámbito de las relaciones personales (familia, amigos, profesión...). Particularmente por la Confirmación, esta “destinación” incluye a la vez los medios sobrenaturales necesarios, sea para que el propio crecimiento en la vida cristiana no se abandone a lo largo de las diversas vicisitudes que un cristiano encuentra a lo largo de su vida, sea en forma de fortaleza, para superar el temor a proponer con audacia la fe cristiana, tanto en ambientes favorables como en otros donde la secularización ha tomado la forma de indiferencia hacia el Evangelio o incluso de hostilidad respecto al cristianismo o hacia la Iglesia. Un confirmado está llamado a dar testimonio de Cristo con una vida cristiana consolidada y con su palabra.

Ministro y sujeto de la Confirmación

En cuanto sucesores de los apóstoles, solo los obispos son «los ministros originarios de la confirmación» (Lumen Gentium, 26). En el rito latino, el ministro ordinario es exclusivamente el obispo; un presbítero puede confirmar válidamente sólo en los casos previstos por la legislación general (bautismo de adultos, acogida en la comunión católica, equiparación episcopal, peligro de muerte), o cuando recibe la facultad específica, o cuando es asociado momentáneamente a estos efectos por el obispo. En las Iglesias orientales es ministro ordinario también el presbítero, el cual debe usar siempre el crisma consagrado por el patriarca u obispo.

Como sacramento de iniciación, la confirmación está destinada a todos los cristianos, no solo a algunos escogidos. En el rito latino es conferida una vez que el candidato ha llegado al uso de razón: la edad concreta depende de las praxis locales, las cuales deben respetar su carácter de iniciación. Se requiere la previa instrucción, una verdadera intención y el estado de gracia.

Philip Goyret


Bibliografía

— Catecismo de la Iglesia Católica, 1212-1321.

— Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 251-270.

— Philip Goyret, L'unzione nello Spirito. Il battesimo e la cresima, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2004 (= Renacidos, ungidos, comprometidos: El bautismo y la confirmación, Credo Ediciones, Roma 2015).


[1] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1255.