Sumario
1. El porqué de la Revelación
2. La Revelación en la historia de la salvación
3. El Dios personal y el Dios trino
4. La llamada a la comunión y la fe
Bibliografía básica
1. El porqué de la Revelación
En el hombre existe un deseo natural de alcanzar un conocimiento pleno de Dios. Este conocimiento, sin embargo, no se puede alcanzar por las solas fuerzas humanas, porque Dios no es una criatura material o un fenómeno sensible del que podamos tener experiencia. Ciertamente el hombre puede obtener algunas certezas sobre Dios a partir de las realidades creadas y de su propio ser, pero esas vías nos dan un conocimiento bastante limitado de Él y de su vida. Incluso, para alcanzar esa certeza existen notables dificultades. Por eso, si Dios no saliera de su misterio y revelara a los hombres su ser, la situación del hombre sería parecida a la que, según algunos autores medievales, vivió en cierta ocasión san Agustín.
La anécdota es bastante famosa. Un día san Agustín paseaba por la orilla del mar, dando vueltas en su cabeza a la doctrina sobre Dios y sobre el misterio de la Trinidad. En cierto momento, alzó la vista y vio a un niño pequeño que jugaba en la arena. Veía que el niño corría hacia el mar, llenaba un pequeño recipiente de agua, volvía donde estaba antes y vaciaba el agua en un hoyo. Después de observar este proceso varias veces, el santo sintió curiosidad, se acercó al niño y le preguntó: «Hola, ¿qué estás haciendo?» A lo que el pequeño respondió: «Estoy sacando toda el agua del mar y la voy a poner en este hoyo». «Pero, eso es imposible», le espetó el santo. A lo que el chico respondió: «Más imposible es tratar de hacer lo que tú estás haciendo: comprender en tu mente pequeña el misterio de Dios».
Dios, sin embargo, no ha dejado al hombre en esta situación. Ha querido revelarse, es decir, manifestarse, salir de su misterio y quitar el “velo” que nos impedía conocer quién es y cómo es Él. Esto no lo ha hecho en aras de satisfacer nuestra curiosidad, ni lo ha hecho tampoco comunicando simplemente un mensaje sobre Sí mismo, sino que se ha revelado viniendo Él mismo al encuentro de los hombres –especialmente con el envío al mundo de su Hijo y con el don del Espíritu Santo– e invitándoles a entrar en una relación de amor con Él. Ha querido desvelar su propia intimidad, tratar a los hombres como amigos y como hijos amados, para hacerlos plenamente felices con su amor infinito.
Los anhelos de plenitud y los anhelos de salvación que están inscritos en nuestra condición humana no se pueden satisfacer con algo terreno. Sin embargo, la revelación de Dios, la entrega que Él hace de sí mismo donando su amor infinito, tiene la capacidad de colmar sobreabundantemente el corazón humano, llenándolo de una felicidad mucho mayor de la que el hombre mismo es capaz de desear o imaginar. Como escribió san Pablo a los Corintios: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2,9). La Revelación «es la realización de las aspiraciones más profundas, de aquel deseo de infinito y de plenitud que alberga en lo íntimo el ser humano, y lo abre a una felicidad no momentánea y limitada, sino eterna»[1].
2. La Revelación en la historia de la salvación
Según el Concilio Vaticano II, la Revelación responde a un plan, a un proyecto que se desarrolla mediante la intervención de Dios en la historia de los hombres. Dios toma la iniciativa e interviene en la historia a través de determinados acontecimientos (como la llamada del patriarca Abraham a la fe, la liberación de los israelitas de Egipto, etc.), y ordena esos hechos para que expresen la salvación que desea dar a los hombres. Dios mismo comunica el sentido profundo de esos acontecimientos, su significado para la salvación, a hombres elegidos por Él, a los que constituye en testigos de esa acción divina. Por ejemplo, Moisés y Aarón fueron testigos de los milagros que hizo Dios para obligar al faraón de Egipto a dejar partir al pueblo de Israel, y así liberarlo de la esclavitud. De esa manera, Dios desveló y realizó una etapa de su designio, abrió unos caminos previstos por Él desde su eterna sabiduría para que los hombres supieran que estar con Dios significa libertad y salvación. A esa etapa siguieron otras etapas y otros acontecimientos salvadores, por eso se habla de una “historia de la salvación” de Dios con los hombres.
Esa “historia de la salvación” está narrada en el Antiguo Testamento, y más concretamente en los libros iniciales (Génesis y Éxodo principalmente) y en los libros históricos del Antiguo Testamento (16 libros, entre los cuales el libro de Josué, los dos libros de Samuel y los de los Reyes). La historia de la salvación culmina en un gran acontecimiento: el de la Encarnación del Hijo de Dios, un suceso, situado en un determinado momento de la historia humana y que marca la plenitud de ese proyecto de Dios.
La Encarnación es un acontecimiento singularísimo. Ahí Dios no interviene en la historia como antes, a través de ciertos acontecimientos y de palabras transmitidas por medio de hombres escogidos, sino que Él mismo entra en la “historia”, es decir, se hace hombre y se hace protagonista interno de esa historia humana para guiarla y reconducirla al Padre desde dentro, con su predicación y sus milagros, con su pasión, muerte y resurrección. Con el envío final del Espíritu Santo prometido a sus discípulos.
En la historia de la salvación, que culmina en la vida de Cristo y el envío del Espíritu Santo, Dios, además de revelarnos su propio misterio, nos desvela también cuál es su proyecto respecto a nosotros. Es un proyecto grande y hermoso porque fuimos elegidos por Dios, aun antes de la creación del mundo, en el Hijo, Jesucristo. No somos fruto de la casualidad, sino de un proyecto que nace del amor de Dios, que es un amor eterno. Nuestra relación con Dios no se debe sólo a que Él nos creó, ni nuestra finalidad se agota simplemente en el hecho de existir en el mundo o de estar insertados en una historia. No somos tan sólo criaturas de Dios, porque, desde que Dios pensó en crearnos, nos contempló con ojos de Padre y nos destinó a ser hijos suyos adoptivos: hermanos de Jesucristo, su Hijo único. Por eso nuestra raíz última se encuentra escondida en el misterio de Dios, y sólo el conocimiento de ese misterio, que es un misterio de amor, nos permite descifrar el motivo último de nuestra existencia.
El Compendio del Catecismo resume estas ideas del siguiente modo: «Dios, en su bondad y sabiduría, se revela al hombre. Por medio de acontecimientos y palabras, se revela a sí mismo y el designio de benevolencia que él mismo ha preestablecido desde la eternidad en Cristo en favor de los hombres. Este designio consiste en hacer partícipes de la vida divina a todos los hombres, mediante la gracia del Espíritu Santo, para hacer de ellos hijos adoptivos en su Hijo Unigénito» (n. 6).
3. El Dios personal y el Dios trino
Los libros del Antiguo Testamento preparan a la revelación más profunda y decisiva sobre Dios, que tiene lugar en el Nuevo Testamento. Esa preparación presenta a Dios principalmente como Dios de la Alianza, es decir, el Dios que toma la iniciativa de elegir un pueblo –Israel– para establecer con él un pacto de amistad y de salvación. Dios no espera ningún beneficio para Él mismo de este pacto. Él no necesita de nada porque es un ser trascendente, es decir, infinito, eterno, omnipotente y totalmente por encima del mundo; sin embargo, propone su alianza por pura benevolencia, porque ese pacto es bueno para la felicidad de Israel y la del mundo entero. Por eso, el Dios que nos presenta el Antiguo Testamento es plenamente superior y trascendente al mundo y, a la vez, íntimamente relacionado con el mundo, con el hombre y con su historia. Por sí mismo, queda inaccesible en su majestuosidad, pero su amor lo hace inmensamente cercano a los hombres. Es soberanamente libre en sus decisiones y, a la vez, está enteramente comprometido con ellas.
Todo eso da a Dios un carácter fuertemente personal, porque es propio de las personas decidir, elegir, amar, manifestarse a los otros. Los hombres manifestamos nuestra personalidad y nuestro carácter con lo que decimos y con nuestros actos. A través de ellos, los demás aprenden a conocernos: revelamos nuestro modo de ser. Y Dios hace lo mismo. En el Antiguo Testamento, Dios se revela, en primer lugar, con sus palabras. Frecuentemente encontramos expresiones en las que Dios se refiere a sí mismo en primera persona. Por ejemplo: «Yo soy el Señor tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de la esclavitud» (Ex 20,2). Otras veces es el profeta el que comunica las palabras que Dios le ha dicho: «Esto dice el Señor: me acuerdo de ti, del cariño de tu juventud» (Jr 2,2). Y, junto con las palabras, las obras: «Dios se acordó de Raquel, la escuchó y la hizo fecunda» (Gn 30,22), «Aquel día el Señor, Dios de los ejércitos, hizo un llamamiento al llanto y al duelo» (Is, 22,12) Palabras y obras que se iluminan mutuamente, que revelan la voluntad de Dios y que tratan de guiar al pueblo elegido hacia la verdadera fuente de la vida que es Él mismo.
El Nuevo Testamento contiene, respecto al Antiguo, una novedad sorprendente. Los Evangelios muestran que Jesús llama a Dios “Padre mío” en una forma exclusiva e intransferible. Hay una relación entre el Padre y Jesús única y singularísima, que no se puede expresar tan solo en términos humanos y temporales. Las palabras y obras de Jesús también indican que él no es solamente un hombre, y aunque Jesús nunca se proclamó Dios, sí dio a entender con absoluta claridad que lo era, por lo que dijo e hizo. Por eso, los apóstoles proclamaron en sus escritos que Jesús es el Hijo de Dios eterno, que se hizo hombre por nosotros y por nuestra salvación. Además, Jesús no desveló solo su estrecha relación con el Padre sino también la del Espíritu Santo con el Padre y con Él mismo. El Espíritu Santo es «Espíritu del Padre» (Jn 15,26-27), «Espíritu del Hijo» (Ga 4,6), «de Cristo» (Rm 8,11), o simplemente «Espíritu de Dios» (1 Co 6,11). De este modo, el carácter personal de Dios que se manifestó en el Antiguo Testamento se presenta en el Nuevo con una dimensión sorprendente: Dios existe como Padre, Hijo y Espíritu.
Esto obviamente no significa que sean tres dioses, sino que son tres personas distintas en la unidad del único Dios. Esto se entiende mejor si se consideran los nombres de las personas, pues hablan de que la relación entre ellas es de intimidad profunda. Entre los hombres es natural que la relación paterno-filial sea de amor y de confianza. En el plano divino ese amor y confianza son tan totales que el Padre es totalmente íntimo al Hijo y viceversa, el Hijo al Padre. Análogamente la relación entre cada uno y su propio espíritu es de intimidad. Tantas veces nos encontramos con nosotros mismos en el fondo de nuestra conciencia, escrutamos nuestros pensamientos y sondeamos nuestros sentimientos: así nos conocemos interiormente. De modo análogo, el Espíritu Santo es Dios que conoce el corazón de Dios, Él mismo es el misterio de esa recíproca intimidad del Padre y del Hijo. Todo esto nos conduce a una conclusión: Dios es un misterio de Amor. No de amor hacia el exterior, hacia las criaturas, sino de amor interior, entre las personas divinas. Ese amor es tan fuerte en Él que las tres personas son una única realidad, un solo Dios. Un teólogo del siglo XII, Ricardo de San Víctor, pensando en la Trinidad, escribió que «para que pueda existir, el amor necesita de dos personas, para que sea perfecto requiere abrirse a un tercero» (De Trinitate, III.13). Padre, Hijo y Espíritu Santo tienen la misma dignidad y naturaleza: son los tres un único Dios, un solo misterio de amor.
4. La llamada a la comunión y la fe
Un documento del Concilio Vaticano II sintetiza cuál es el objetivo de la Revelación: «Dios invisible –afirma– habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (Dei Verbum, 2). El objetivo es ofrecer a los hombres la posibilidad de vivir en comunión con él, para que puedan participar de sus bienes y de su vida. La Revelación se refiere a la felicidad y a la vida de cada hombre y de cada mujer.
Aquí se puede plantear el problema de cómo llega esa Revelación de Dios a cada uno, de cuáles son los instrumentos de los que Dios se sirve, o qué medios emplea para que los hombres sepan que han sido llamados a una comunión de amor y de vida con su Creador. La respuesta a estas preguntas tiene una doble vertiente.
Por una parte, hay que señalar que Cristo fundó la Iglesia para que continuase su misión en el mundo. La Iglesia es intrínsecamente evangelizadora y su tarea consiste en llevar la Buena Noticia del Evangelio a todas las naciones y a cada época histórica, de modo que, por medio de la predicación, los hombres puedan conocer la Revelación de Dios y su proyecto salvador. Pero la Iglesia no realiza sola esta tarea. Cristo, su Señor y Fundador es, en realidad, el que sigue dirigiendo la Iglesia desde su lugar en el cielo junto al Padre. El Espíritu Santo, que es Espíritu de Cristo, conduce y anima a la Iglesia para que lleve su mensaje a los hombres. De este modo la labor evangelizadora de la Iglesia está vivificada por la acción de la Trinidad.
Por otra parte, es cierto que las circunstancias históricas no siempre permiten que la Iglesia desarrolle eficazmente esa tarea de evangelización. No faltan obstáculos que se oponen a la difusión del Evangelio, y por eso en cada época hay hombres –a veces muchos– que no llegan de hecho a recibir la Buena Noticia de la llamada a la comunión con Dios y a la salvación. No llegan a conocer la fe de modo significativo, porque no reciben el anuncio salvador. De todos modos, eso no significa que no tengan contacto alguno con la Revelación cristiana, porque la acción del Espíritu Santo no está limitada por ninguna circunstancia: Él, siendo Dios, puede invitar a cada uno a formas de comunión con Él, que se hacen presentes en el interior de la conciencia, y que plantan en el corazón una semilla de la Revelación. Por eso no hay nadie que no reciba de parte de Dios la ayuda y las luces necesarias para alcanzar la comunión con Él. Pero, en estos casos, en los que no se pudo recibir la predicación de la Iglesia ni el testimonio de una vida cristiana auténtica, la relación con Dios es habitualmente confusa y fragmentaria, y sólo se aclara y perfecciona cuando se llega a percibir el mensaje de la salvación y se recibe el bautismo.
Hasta aquí hemos hablado casi siempre de la Revelación como una invitación de Dios a la comunión con Él y a la salvación. Pero ¿cuál es el papel del hombre? ¿Cómo se acepta esa salvación que Dios ofrece, cuando llama a los hombres a ser hijos de Dios en Jesucristo? La respuesta la da el Catecismo de la Iglesia Católica en el n. 142: «La respuesta adecuada a esta invitación es la fe». Y ¿qué es la fe? ¿Cómo se puede obtener?
La fe no es mera confianza humana en Dios, ni tampoco es una opinión más o menos convencida sobre algo. A veces usamos el verbo “creer” en sentido de “pensar u opinar sobre algo”. Por ejemplo, “creo que hoy va a llover”, o “creo que lo que le sucede a él es algo pasajero”. En estos ejemplos hay algunos motivos para pensar que algo es cierto, pero en realidad no podemos estar seguros de que vaya a ser así. Cuando se habla de la “fe” en la religión cristiana se trata de algo diferente.
La fe es una luz interior que viene de Dios y toca nuestro corazón, empujándole a reconocer Su presencia y Su actuación. Cuando, por ejemplo, en un territorio de misión alguien entra en contacto con el cristianismo por la labor de un misionero, puede ocurrir que se interese y quede fascinado por lo que oye. Dios le ilumina y le hace percibir que todo eso es muy hermoso, que realmente da sentido a su vida, le descubre ese significado que quizás había estado buscando sin éxito hasta entonces. Esa persona no ha oído sólo un discurso que tiene sentido, sino que además ha recibido una luz que le hace sentirse dichoso, feliz, porque se han abierto para él unos horizontes de sentido que quizá no creía posible que existieran. Por eso abraza con alegría aquello que ha escuchado, ese sentido de su vida que le habla de Dios y de un amor grande, y tiene la certeza de que ahí está la clave de su existencia, en ese Dios que le ha creado, que lo ama y le llama a la salvación. Esa luz es un don, una gracia de Dios, y la respuesta que esa luz ha hecho fecundar en el alma, eso es la fe.
Por tanto, la fe es algo a la vez divino y humano, es acción divina en el alma y apertura del hombre a esa acción divina: acto de adhesión al Dios que se revela. El Concilio Vaticano II resume esta idea cuando afirma que «para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (Dei Verbum, 5).
Por su dimensión humana, la fe es un acto del hombre. Un acto libre. De hecho, puede ocurrir que la misma predicación del misionero mueva a algunos a realizar un acto de fe y a otros no. Dios, que conoce los corazones, ilumina a cada uno según sus disposiciones, y el hombre queda siempre también libre de acoger o rechazar la amorosa invitación de Dios, para aceptar a Jesús como Señor de su vida o rechazarlo. Esto último, sin embargo, le pone en peligro de perder la felicidad terrena y eterna.
La fe es además un acto de confianza, porque se acepta ser guiados por Dios, se acepta que Cristo sea Señor que indica con su gracia el camino de la libertad y de la vida. Creer es entregarse con alegría al proyecto providencial que Dios tiene para cada uno, y que conduce a vivir como buenos hijos de Dios en Jesucristo. Nos hace fiarnos de Dios, como se fio el patriarca Abrahán, como se fio la Virgen María.
Bibliografía básica
– Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 50-73.
– Francisco, Encíclica Lumen Fidei.
– Benedicto XVI, «El Año de la fe. ¿Qué es la fe?», Audiencia, 24-X-2012.
– Benedicto XVI, «El Año de la fe. Las etapas de la Revelación», Audiencia, 5-XII-2012.
Lecturas recomendadas
– C. Izquierdo Urbina, et al., Voz Revelación, en Diccionario de teología, EUNSA, Pamplona 2006, p. 864ss.
– J. Burgraff, Teología fundamental. Manual de iniciación, Rialp, Madrid 2007, caps. III y VII.
[1] Benedicto XVI, Audiencia, 5-X-2012.