Tema 13. Creo en la Comunión de los santos y en el perdón de los pecados

La Iglesia es communio sanctorum: comunidad de todos los que han recibido la gracia regeneradora del Espíritu por la que son hijos de Dios y hermanos de Jesucristo.

No hay ninguna falta que la Iglesia no pueda perdonar, porque Dios puede perdonar siempre.

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1. La comunión de los Santos

La Iglesia es communio sanctorum: comunión de los santos, es decir, comunidad de todos los que han recibido la gracia regeneradora del Espíritu por la que son hijos de Dios, unidos a Cristo y llamados santos. Unos aún caminan en esta tierra, otros murieron y se purifican también con la ayuda de nuestras plegarias. Otros, en fin, gozan ya de la visión de Dios e interceden por nosotros. La comunión de los santos también quiere decir que todos los cristianos tenemos en común los dones santos, en cuyo centro está la Eucaristía, todos los demás sacramentos que a ella se ordenan, y todos los demás dones y carismas (cfr. Catecismo, 950).

Por la comunión de los santos, los méritos de Cristo y de todos los santos que nos han precedido en la tierra nos ayudan en la misión que el mismo Señor nos pide realizar en la Iglesia. Los santos que están en el Cielo no asisten con indiferencia a la vida de la Iglesia peregrinante: nos impulsan con su intercesión ante el Trono de Dios, y aguardan que la plenitud de la comunión de los santos se realice con la segunda venida del Señor, el juicio y la resurrección de los cuerpos. La vida concreta de la Iglesia peregrina y de cada uno de sus miembros; la fidelidad de cada bautizado tiene gran importancia para la realización de la misión de la Iglesia, para la purificación de muchas almas y para la conversión de otras [1].

La comunión de los santos está orgánicamente estructurada en la tierra, porque Cristo y el Espíritu la hicieron y hacen sacramento de la Salvación, es decir, medio y señal por la que Dios ofrece la Salvación a la humanidad. En su caminar terreno, la Iglesia también se estructura externamente en la comunión de las Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal y presididas cada una por su propio obispo; en esas iglesias particulares se da una comunión peculiar entre sus fieles, con sus patronos, sus fundadores y sus santos principales. Análogamente se da esta comunión en otras realidades eclesiales.

También estamos en cierta comunión de oraciones y otros beneficios espirituales, hay incluso cierta unión en el Espíritu Santo con los cristianos que no pertenecen a la Iglesia Católica [2].

1.1. La Iglesia es comunión y sociedad. Los fieles: jerarquía, laicos y vida consagrada.

La Iglesia en la tierra es, a la vez, comunión y sociedad estructurada por el Espíritu Santo a través de la Palabra de Dios, de los sacramentos y de los carismas. Por tanto, su estructura no se puede separar de su realidad comunional, no se puede sobreponer a ella ni puede entenderse como un modo de automantenerse y autogobernarse por sí misma después de un primer periodo de “carismático” fervor. Los mismos sacramentos que hacen la Iglesia son los que la estructuran para que sea en la tierra el sacramento universal de salvación. Concretamente, por los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Orden, los fieles participan –en formas diversas– de la misión sacerdotal de Cristo y, por tanto, de su sacerdocio [3]. De la acción del Espíritu Santo en los sacramentos y a través de los carismas provienen las tres grandes posiciones históricas que se encuentran en la Iglesia: los fieles laicos, los ministros sagrados (que han recibido el sacramento del Orden y forman la jerarquía de la Iglesia) y los religiosos (cfr. Compendio , 178). Todos ellos tienen en común la condición de fieles, es decir, al ser «incorporados a Cristo mediante el Bautismo, han sido constituidos miembros del Pueblo de Dios; han sido hechos partícipes, cada uno según su propia condición, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, y son llamados a llevar a cabo la misión confiada por Dios a la Iglesia. Entre ellos hay una verdadera igualdad en su dignidad de hijos de Dios» (Compendio, 177).

Cristo instituyó la jerarquía eclesiástica con la misión de hacer presente a Cristo a todos los fieles por medio de los sacramentos y a través de la predicación de la Palabra de Dios con autoridad en virtud del mandato recibido de Él. Los miembros de la jerarquía también recibieron la misión de guiar el Pueblo de Dios (cfr. Mt 28, 18-20). La jerarquía está formada por los ministros sagrados: obispos, presbíteros y diáconos. El ministerio de la Iglesia tiene una dimensión colegial, es decir, la unión de los miembros de la jerarquía eclesiástica está al servicio de la comunión de los fieles. Cada obispo ejerce su ministerio como miembro del colegio episcopal –el cual sucede al colegio apostólico– y en unión con su cabeza, que es el Papa, haciéndose partícipe con él y con los demás obispos de la solicitud por la Iglesia universal. Además, si le ha sido confiada una iglesia particular, la gobierna en nombre de Cristo con la autoridad que ha recibido, con potestad ordinaria, propia e inmediata, en comunión con toda la Iglesia y bajo el Santo Padre. El ministerio episcopal también tiene un carácter personal, porque cada uno es responsable ante Cristo, que lo ha llamado personalmente y le confirió la misión al recibir el sacramento del Orden en plenitud.

El Papa es el Obispo de Roma y sucesor de san Pedro; es el perpetuo y visible principio y fundamento de la unidad de la Iglesia. Es el Vicario de Cristo, cabeza del colegio de los obispos y pastor de toda la Iglesia, sobre la que tiene, por institución divina, la potestad plena, suprema, inmediata y universal. El colegio de los obispos, en comunión con el Papa y nunca sin él, ejerce también la potestad suprema y plena sobre la Iglesia. Los obispos han recibido la misión de enseñar como testigos auténticos de fa fe apostólica; de santificar dispensando la gracia de Cristo en el ministerio de la Palabra y de los sacramentos, en particular de la Eucaristía; y gobernar al pueblo de Dios en la tierra (cfr. Compendio, 184, 186 y ss.).

El Señor ha prometido que su Iglesia permanecerá siempre en la fe (cfr. Mt 16, 19) y la garantiza con su presencia en virtud del Espíritu Santo. Esta propiedad es poseída por la Iglesia en su totalidad (no en cada miembro). Por eso los fieles en su conjunto no se equivocan al adherir indefectiblemente a la fe guiados por el magisterio vivo de la Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo que guía unos y otros. La asistencia del Espíritu Santo a toda la Iglesia para que no se equivoque al creer se da también al magisterio para que enseñe fiel y auténticamente la Palabra de Dios. En algunos casos específicos esa asistencia del Espíritu garantiza que las intervenciones del magisterio no contienen error; por eso se suele decir que en tales casos el magisterio participa de la misma infalibilidad que el Señor ha prometido a su Iglesia. «La infalibilidad del Magisterio se ejerce cuando el Romano Pontífice, en virtud de su autoridad de Supremo Pastor de la Iglesia, o el colegio de los obispos en comunión con el Papa, sobre todo reunido en un Concilio Ecuménico, proclaman con acto definitivo una doctrina referente a la fe o a la moral; y también cuando el Papa y los obispos, en su Magisterio ordinario, concuerdan en proponer una doctrina como definitiva. Todo fiel debe adherirse a tales enseñanzas con el obsequio de la fe» ( Compendio, 185).

Los laicos son aquellos fieles cuya misión es buscar el Reino de Dios, iluminando y ordenando las realidades temporales según Dios. Responden así a la llamada a la santidad y al apostolado, que se dirige a todos los bautizados [4]. Puesto que participan del sacerdocio de Cristo, los laicos también se asocian a su misión santificadora, profética y real (cfr. Compendio, 189-191). Participan en la misión sacerdotal de Cristo cuando ofrecen como sacrificio espiritual, sobre todo en la Eucaristía, la propia vida con todas sus obras. Participan en la misión profética cuando acogen en la fe la Palabra de Cristo, y la anuncian al mundo con el testimonio de la vida y de la palabra. Participan en la misión regia porque reciben de Él el poder de vencer el pecado en sí mismos y en el mundo, por medio de la abnegación y la santidad de la propia vida, e impregnan de valores morales las actividades temporales del hombre y las instituciones de la sociedad.

De los fieles laicos y de la jerarquía provienen fieles que se consagran de modo especial a Dios por la profesión de los consejos evangélicos: castidad (en el celibato o virginidad), pobreza y obediencia. La vida consagrada es un estado de vida reconocido por la Iglesia, que participa en su misión mediante una plena entrega a Cristo y a los hermanos dando testimonio de la esperanza del Reino de los cielos (cfr. Compendio, 192 y ss.) [5].

2. Creo en el perdón de los pecados

Cristo tenía el poder de perdonar los pecados (cfr. Mc 2, 6-12). Lo dio a sus discípulos cuando les entregó el Espíritu Santo, les dio «el poder de las llaves» y les envió a bautizar y perdonar los pecados a todos: «Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). San Pedro concluye su primer discurso después de Pentecostés animando los judíos a la penitencia, «y que cada uno sea bautizado en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2, 38).

La Iglesia conoce dos modos de perdonar los pecados. El Bautismo es el primero y principal sacramento por el que se nos perdonan los pecados. Para los pecados cometidos después del Bautismo, Cristo ha instituido el sacramento de la Penitencia, en el que el bautizado se reconcilia con Dios y con la Iglesia.

Cuando se perdonan los pecados, es Cristo y el Espíritu quienes actúan en y a través de la Iglesia. No hay ninguna falta que la Iglesia no pueda perdonar, porque Dios puede perdonar siempre y siempre lo ha querido hacer si el hombre se convierte y pide perdón (cfr. Catecismo , 982). La Iglesia es instrumento de santidad y santificación, actúa para que todos estemos más cerca de Cristo. El cristiano con su lucha por vivir santamente y con su palabra puede hacer que los demás estén más cerca de Cristo y se conviertan.

Miguel de Salis Amaral

Publicado originalmente el 21 de noviembre de 2012


Bibliografía básica

Catecismo de la Iglesia Católica, 976-987.

Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 200-201.


[1] «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes» (San Josemaría, Camino, 755).

[2] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, 15.

[3] Cfr. Ibidem, 10.

[4] Cfr. Ibidem, 31.

[5] «Nuestra misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo, anunciarla con nuestra palabra y con nuestras obras. Quiere el Señor a los suyos en todas las encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, 105).

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