La ilusión de un trabajo pleno incluye habitualmente el deseo de construir algo de valor y de contribuir a mejorar la sociedad. El viejo cuento de los albañiles acierta al describirlo: al preparar ladrillos, uno puede tener conciencia de su trabajo como simplemente hacer ladrillos, subir muros o construir catedrales. Nuestro deseo es construir catedrales con nuestra profesión: maravillas humanas y señal de la presencia de Dios en el mundo.
El Papa Francisco nos anima así: “El ser humano es capaz de ser por sí mismo agente responsable de su mejora material, de su progreso moral y de su desarrollo espiritual. El trabajo debería ser el ámbito de este múltiple desarrollo personal, donde se ponen en juego muchas dimensiones de la vida: la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de capacidades, el ejercicio de los valores, la comunicación con los demás, una actitud de adoración”[1].
Sin embargo, la situación en muchos países puede ofuscar esta visión. En algunos las condiciones laborales son inhumanas, en otros la mayoría de trabajos permiten apenas sobrevivir, y en Occidente los cambios y las sucesivas crisis han traído una situación de precariedad que ha generado cierta visión negativa. La narrativa dominante o la experiencia personal pueden reducir el trabajo a una actividad que necesitamos para sobrevivir, pero que, a menudo, nos hace infelices y frustrados. Esto afecta especialmente a los jóvenes, ampliamente titulados y capacitados, que apenas logran conseguir trabajos que les permitan sostenerse y hacer proyectos de futuro; o se plantean emigrar para conseguir mejores posibilidades en otro país. De hecho, muchos buscan su propia realización fuera del ámbito profesional.
En un contexto así, donde tantas personas tienen razones serias y concretas para afirmar lo anterior, el mensaje de san Josemaría sobre el trabajo ilumina con la esperanza del Evangelio esta realidad en crisis. El Papa Francisco lo explica de este modo: “Quienes no miran la crisis a la luz del Evangelio, se limitan a hacer la autopsia de un cadáver: miran la crisis, pero sin la esperanza del Evangelio, sin la luz del Evangelio. La crisis nos asusta no sólo porque nos hemos olvidado de evaluarla como nos invita el Evangelio, sino porque nos hemos olvidado de que el Evangelio es el primero que nos pone en crisis. Pero si volvemos a encontrar el valor y la humildad de decir en voz alta que el tiempo de crisis es un tiempo del Espíritu, entonces, incluso ante la experiencia de la oscuridad, la debilidad, la fragilidad, las contradicciones, el desconcierto, ya no nos sentiremos agobiados, sino que mantendremos constantemente una confianza íntima de que las cosas van a cambiar, que surge exclusivamente de la experiencia de una Gracia escondida en la oscuridad”[2].
Esta luz de la fe sobre la realidad humana del trabajo hace brillar la verdad originaria de que el hombre fue puesto en el jardín del Edén ut operaretur[3], para que trabajara y cooperara con Dios en construir el mundo, en crear vida social y cultura. En definitiva, el trabajo es una realidad positiva y buena, un ámbito de realización personal y social, el quicio de nuestra santidad “como vínculo de unión con los demás hombres y medio para contribuir al progreso de la humanidad entera, como fuente de recursos para sostener a la propia familia, como ocasión de perfeccionamiento personal”[4].
En estas líneas, nos enfocaremos sobre la proyección social del trabajo, que se expande en círculos concéntricos desde el lugar donde se desarrolla, pasando por el entorno más inmediato (el barrio, el pueblo, la ciudad) para llegar a la transformación efectiva del mundo.
Amar el mundo
El amor al mundo y el deseo de mejorarlo y llevarlo a Dios es un aspecto central de la llamada vocacional a la Obra y está en el núcleo de su mensaje. Este espíritu lleva a percibir en todas las circunstancias de la vida ordinaria una llamada divina, como explica san Josemaría: “Hemos de amar a Dios, para así amar su voluntad y tener deseos de responder a las llamadas que nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social, en el propio sufrimiento y en el de los demás hombres, en la amistad, en el afán de realizar lo que es bueno y justo”[5].
Un vistazo a las tragedias, las injusticias, los sufrimientos o la superficialidad que atraviesan la vida diaria podría llevar a pensar que nuestro mundo actual no es “amable”, al menos mientras no mejore. Y la sensación de tener poco que aportar a ese cambio puede conducirnos al encierro en el círculo de nuestro pequeño mundo de relaciones, problemas, intereses y proyectos. Ahí sentimos que al menos podemos hacer algo.
Sin embargo, la conciencia de que Dios es nuestro Padre nos empuja a salir de esa zona de confort al recordar lo que promete el salmo 2: te he dado el mundo por heredad[6]. El hijo recibe esa herencia con el deseo de hacerla fructificar, con el optimismo esperanzado de percibir la confianza de su Padre y con el vivo sentido de responsabilidad hacia ese mundo que Dios deja en nuestras manos. Nada es ajeno al corazón de un hijo de Dios, porque es el mundo mismo –todo y todos- lo que constituye esa heredad.
El amor al mundo como don que Dios Padre nos confía lleva a querer “conocer en profundidad el tiempo en el que vivimos, las dinámicas que lo atraviesan, las potencialidades que lo caracterizan, y los límites y las injusticias, a veces graves, que lo aquejan”[7]. No se trata de una mera comprensión intelectual, sino de salir al encuentro de las personas concretas, con sus sueños y esperanzas, con su sensibilidad, necesidades y críticas. Así el conocimiento se transforma en empatía, en escucha, en empeño por hacerse cargo del otro y en comprometerse por buscar el bien, en amor encarnado. Lo explica Benedicto XVI en la encíclica Caritas in veritate: “Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese «todos nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz. Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad”[8].
Precisamente del amor –a Dios, a los demás, al mundo- brota la fuerza dignificante y transformadora del trabajo, que nos permite contribuir a construir con otros ese bien de todos nosotros desde la posición y la aportación específica de la propia profesión. El modelo del amor compasivo por el conciudadano es la parábola del buen samaritano, explica el Papa Francisco: “es un texto que nos invita a que resurja nuestra vocación de ciudadanos del propio país y del mundo entero, constructores de un nuevo vínculo social[9]. Al glosarla, pone de relieve que aun el buen samaritano necesitó de la existencia de una posada que le permitiera resolver lo que él solo en ese momento no estaba en condiciones de asegurar”[10]: es el trabajo lo que nos permite contribuir a la solución de las necesidades humanas.
Un modo de estar en el mundo
La mentalidad laical tiene como fundamento la consideración de que el trabajo, las relaciones sociales y políticas, el ocio, etc., son lugar de encuentro con Dios y tarea propia del cristiano corriente. Más aún, el trabajo es precisamente el modo específico que cada persona tiene de cuidar la heredad y de colaborar en la construcción de la sociedad. Nuestra vida sería muy distinta sin agricultores, maestros, transportistas, ingenieros o guionistas. Así lo expresaba san Josemaría: “El trabajo es el vehículo a través del cual el hombre se inserta en la sociedad, el medio por el que se ensambla en el conjunto de las relaciones humanas, el instrumento que le asigna un sitio, un lugar, en la convivencia de los hombres. El trabajo profesional y la existencia en el mundo son dos caras de la misma moneda, son dos realidades que se exigen mutuamente, sin que sea posible entender la una al margen de la otra”[11].
Ese lugar propio, en el que Dios espera a cada uno, es ámbito privilegiado para desplegar la libertad como capacidad de generar cosas buenas con y para los demás, que también lo son para uno mismo. “Volvamos a promover el bien, para nosotros mismos y para toda la humanidad, y así caminaremos juntos hacia un crecimiento genuino e integral”[12]. En la peluquería, la oficina, el aula, el huerto o el camerino, es en el hoy y ahora del trabajo que se desempeña donde surge la pregunta decisiva: ¿cuál es, Señor, el bien que Tú esperas de mí? Y ese mismo empeño por buscar la perfección cristiana en la profesión, por dar “buen ejemplo de cada uno en su lugar, es ya buscar el bien de toda la humanidad”[13].
A la vez, no es difícil darse cuenta de que hacer el bien es una tarea que supera a los individuos singulares; más aún, es una tarea común, una lucha compartida, como nos ha hecho entender la pandemia y explica el Papa: “Nadie puede pelear la vida aisladamente. Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante. ¡Qué importante es soñar juntos! Solos se corre el riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no hay; los sueños se construyen juntos. Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos”[14].Y la experiencia nos confirma que hacer el bien juntos rompe la barrera de las diferencias ideológicas, los estilos de vida distintos o la falta de fe.
Siempre habrá instituciones en la Iglesia orientadas a la asistencia, y todos como cristianos estamos llamados a ser el buen samaritano que se para ante el hermano herido. Pero como laicos tenemos la misión irrenunciable de estar presentes en los lugares donde se configura la sociedad, especialmente aquellos relacionados con nuestra profesión. Un arquitecto, por ejemplo, puede manifestarse contra la contaminación, votar a un partido favorable a la familia y hacer voluntariado con los homeless de su ciudad. Pero si trabaja en el campo del urbanismo es insustituible para crear, con sus colegas, entornos más verdes, intergeneracionales, seguros, con servicios básicos, bien comunicados, con espacios comunes, etc., de modo que influya directamente en la calidad del aire, las relaciones familiares y el acceso a la vivienda.
Con caridad y justicia
Este modo cristiano de ser y estar en el mundo, trabajando con otros y para otros, porta dentro de sí el mayor potencial transformador de la sociedad: la fe “que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios”[15].
Si ponemos el foco en el ámbito del trabajo, cabe preguntarse qué características del modo cristiano resultan promotoras más eficaces de esta transformación. La respuesta sería amplia, pero hay dos virtudes que aportan un valor especial: la caridad y la justicia, vistas en su dimensión social. Ambas se traducen en un abanico de actitudes que gozan actualmente de reconocimiento como valores imprescindibles para llevar adelante una empresa común, y que la doctrina social de la Iglesia propone. Estas enseñanzas ofrecen orientaciones que iluminan con la luz de la verdad del Evangelio los posibles modos de actuar en las más diversas situaciones sociales, culturales, etc. y que se manifiestan en algunas actitudes como las siguientes.
La amistad social, la solidaridad y la participación llevan a “construir relaciones que vayan más allá del mero trabajo y fortalezcan los vínculos de bien”[16]. Así lo expresaba san Josemaría en una carta de 1939 sobre la misión del cristiano en la vida social: “Un cristiano no puede ser individualista, no puede desentenderse de los demás, no puede vivir egoístamente, de espaldas al mundo: es esencialmente social: miembro responsable del Cuerpo Místico de Cristo”[17].
La promoción del desarrollo humano integral –de todos los hombres y de todo el hombre- supone la libertad responsable de la persona y de los pueblos, pues ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por encima de la responsabilidad humana[18].La cooperación nace de la convicción de que no es posible encontrar la solución a los problemas desde una sola perspectiva, y lleva a la apertura proactiva, al trabajo en equipo -también con aquellos que no piensan como nosotros- y al diálogo sincero.
La justicia es dar al otro lo que es suyo, lo que le corresponde de acuerdo a su ser y a su obrar. Es la primera vía de la caridad e inseparable de ella[19] y, a la vez, reclama una lógica superior, pues la sociedad no se puede promover solo mediante relaciones justas de derechos y deberes, sino, antes y mejor, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión[20].
La transparencia, la honestidad y la responsabilidad como valores sociales[21], aunque puedan crear desventajas a corto plazo -las propias de quien asume el riesgo de confiar en otros- son fundamentos sólidos para crear un ambiente y un modo de trabajar que llama a compartir los deberes recíprocos, movilizando así mucho más que la mera reivindicación de derechos[22].
Las posibilidades son infinitas, según las circunstancias de cada uno. La participación en las asociaciones profesionales, el mentoring de chicas en STEM, los proyectos colaborativos open source o la alfabetización de adultos, por ejemplo, pueden ser iniciativas promovidas con los colegas. La priorización de la investigación de las enfermedades olvidadas, los servicios pro bono a causas relevantes, la apuesta por un proceso industrial más limpio, el rechazo de sobornos o la mejora de las condiciones de trabajo pueden ser iniciativas que se promuevan dentro de la empresa o institución en la que uno trabaja.
Transformar el entorno en el trabajo
El amor al mundo, unido a la conciencia de la propia libertad y responsabilidad, llevan al compromiso en y desde el propio trabajo en la mejora de la sociedad. El trabajo no es simplemente un lugar para la «auto-realización» individual, sino una plataforma desde la que desplegar, en toda su amplitud, la solicitud humana y cristiana por el prójimo y por las condiciones sociales que hacen posible su desarrollo[23].
Afrontar el trabajo como medio para contribuir al progreso de la humanidad es en primer lugar contribuir a la humanización del propio entorno laboral. La primera resolución de problemas se da en el entorno más cercano[24]. Por ejemplo, ante situaciones de conflicto que surgen en el trabajo como en toda relación humana lo crucial es no dejarse dominar por ellos ni que acabe imperando lo que el Papa Francisco llama la lógica del conflicto[25], que siempre busca culpables a quienes estigmatizar y despreciar y justos a quienes justificar: “Cuando nos detenemos en la coyuntura conflictiva, perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad”[26].
Los entornos del trabajo reclaman también un empeño constante y decidido por amar, procurando interesarse por cada persona, por sus necesidades, pues todos somos pobres, carentes de algo “no solo en términos materiales, sino también en términos espirituales, emocionales y morales”[27]. La experiencia personal del amor de Dios, de la familia, de las amistades, nos lo facilita.
Todo lo anterior se puede hacer realidad de infinidad de modos concretos: apoyar a una colega que está esperando un hijo o a quien tiene a su cargo una persona anciana o dependiente; hacer favores que no comportan un beneficio; celebrar los cumpleaños; pasar por alto pequeñas diferencias; comportarse con lealtad y no criticar.
Esta humanización del entorno próximo comporta también identificar los problemas, asumiéndolos en primera persona, procurando «ahogar el mal en abundancia de bien», cubriendo deficiencias, multiplicando las iniciativas que desarrollen o reorienten las energías implícitas en la situación que es preciso mejorar[28]. De este modo se supera la perspectiva individualista y utilitarista y se logran descubrir, con la mirada purificada por la caridad, “singulares convergencias y posibilidades concretas de solución, sin renunciar a ningún componente fundamental de la vida humana”[29].
Es mucho lo que queda por hacer y quizás, como Moisés, desfallezcamos en el empeño. Vale la pena tener presente la conclusión de la encíclica Caritas in veritate: “El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas in veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de nuestro esfuerzo sino un don. Por ello, también en los momentos más difíciles y complejos, además de actuar con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su amor. El desarrollo conlleva atención a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en la Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz. Todo esto es indispensable para transformar los «corazones de piedra» en «corazones de carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más «divina» y por tanto más digna del hombre”[30].
[1] Francisco, Laudato si’, n. 127.
[2] Francisco, Discurso a la curia romana con motivo de las felicitaciones navideñas, 21-12-2020, n. 6.
[3] Gn 2,15.
[4] San Josemaría, Carta nº 14, de 15 de octubre de 1948, n. 4.
[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 17.
[6] Cfr. Sal 2,8: Pídeme, y te daré las naciones en herencia, y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra.
[7] Fernando Ocáriz, Mensaje, 7 julio de 2017.
[8] Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 7.
[9] Francisco, Fratelli tutti, n. 66.
[10] Íd., n. 165.
[11] San Josemaría, Carta nº 11, de 6 de mayo de 1945, n. 13.
[12] Francisco, Fratelli tutti, n. 113.
[13] San Josemaría, Carta nº 3, de 9 de enero de 1932, n. 4
[14] Francisco, Fratelli tutti, n. 8.
[15] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 99.
[16] Francisco, Discurso a los miembros del colegio cardenalicio y de la curia romana con motivo de las felicitaciones navideñas, 23-12-2021.
[17] San Josemaría, Carta nº 5, de 2 de octubre de 1939, n. 37.
[18] Cfr. Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 17.
[19] Cfr. Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 6.
[20] Ibíd.
[21] Cfr. Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 36.
[22] Íd, n. 43.
[23] Cfr. Ana Marta González, “Mundo y condición humana en san Josemaría Escrivá. Claves cristianas para una filosofía de las ciencias sociales”, en Romana nº 65, julio-diciembre 2017.
[24] Cfr. san Josemaría, Conversaciones, n. 10: Vemos en el trabajo –en la noble fatiga creadora de los hombres– no sólo uno de los más altos valores humanos, medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres, sino también un signo del amor de Dios a sus criaturas y del amor de los hombres entre sí y a Dios: un medio de perfección, un camino de santidad.
[25] Francisco, Discurso a los miembros del colegio cardenalicio y de la curia romana con motivo de las felicitaciones navideñas, 23-12-2021, n. 7.
[26] Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 226.
[27] Francisco, Discurso a los miembros del colegio cardenalicio y de la curia romana con motivo de las felicitaciones navideñas, 23-12-2021.
[28] Cfr. Ana Marta González, “Mundo y condición humana en san Josemaría Escrivá. Claves cristianas para una filosofía de las ciencias sociales”, en Romana nº 65, julio-diciembre 2017.
[29] Íd., n. 32.
[30] Íd., n. 79.