► Reza el Quicumque con el devocionario móvil en español y latín.
Jesús sabe que se acerca su hora de pasar de este mundo al Padre. Está en el cenáculo, sus discípulos más íntimos se encuentran reunidos en torno a él, y sus palabras tienen el sabor agridulce de la despedida. No le queda mucho tiempo de estar con ellos y en su corazón se debaten fortísimos sentimientos: de una parte, un amor hasta el extremo, que le llevará a quedarse en la Sagrada Eucaristía y a derramar hasta la última gota de su sangre en la cruz. De otra, el dolor inmenso por la traición de Judas y el peso de cargar con todos los pecados del mundo.
En un momento tan particular, su mirada se detiene en cada uno de sus apóstoles. Conoce sus deseos de bien, pero también su debilidad; en unas horas verá flaquear su fe y no se le oculta que aún les queda mucho por entender del tesoro de la revelación. Aun así, en esta última cena les habla con más claridad del misterio de su vida íntima, y les anuncia la venida del Paráclito, que iluminará su entendimiento: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él (…). Os he hablado de todo esto estando con vosotros; pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho» (Jn 14,23.25-26).
Es probable que san Juan, al igual que los otros diez, no comprendiera en profundidad las palabras de su Maestro acerca del Padre y el Espíritu Santo, pero se daba cuenta de que nadie antes había hablado así, y años más tarde las recogió en su Evangelio, tras haberlas meditado y predicado en numerosas ocasiones. Percibía que eran una puerta abierta al misterio de Dios uno y trino.
Encontrar la verdadera Vida
«El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana» [1]. Jesucristo –el Verbo encarnado– nos lo quiso revelar de modo que, identificados con su persona, los cristianos aprendiéramos a llamar Padre a Dios y a obrar atentos a las inspiraciones del Espíritu Santo.
Por medio de la vida sacramental, Dios habita en el centro de nuestras almas en gracia. Todo el itinerario espiritual se resume en el descubrimiento progresivo de esta presencia, que nos sostiene y nos colma. Se trata de un camino que cada cristiano está llamado a recorrer a lo largo de su existencia. Así lo hemos visto y aprendido en la experiencia de tantas mujeres y hombres santos. Recientemente nos lo hacía considerar el Papa Francisco: «Está el Padre, al que rezo con el padrenuestro; está el Hijo que me ha dado la redención, la justificación; está el Espíritu Santo que habita en nosotros y habita en la Iglesia. Y este nos habla al corazón, porque lo encontramos encerrado en esa frase de san Juan que resume toda la revelación: “Dios es amor” (1Jn 4,8.16). (…) No es fácil entenderlo, pero se puede vivir de este misterio» [2].
San Josemaría fue cultivando una gradual y honda devoción a las tres personas divinas
San Josemaría fue cultivando una gradual y honda devoción a las tres personas divinas y, a través del ejemplo y la predicación, quiso transmitirla a sus hijos. En una ocasión, en 1968, les aconsejaba: ¡Amad la santísima humanidad de Jesucristo! Y de la humanidad de Cristo, pasaremos al Padre, con su omnipotencia y su providencia, y al fruto de la Cruz, que es el Espíritu Santo. Y sentiremos la necesidad de perdernos en este amor para encontrar la verdadera Vida [3].
El itinerario de una devoción
El fundador del Opus Dei, que recibió la fe cristiana de sus padres, creció a lo largo de los años en la amistad con cada una de las personas divinas. Siendo niño, aprendió a llamar a Dios Padre en el padrenuestro, y esta filiación se va haciendo fundamento de su vida espiritual. Además, en momentos concretos, en los años posteriores a la fundación de la Obra, Dios le concedió palpar con especial intensidad el sentido de la filiación divina –como aquel 16 de octubre de 1931, en medio de la calle, en un tranvía. También a partir del otoño de 1932 fue intensificando la escucha a las mociones del Paráclito, gracias al consejo «tenga amistad con el Espíritu Santo. No hable, ¡óigale!», recibido de su confesor. Desde muy pronto procuró leer el Evangelio como un personaje más, para adentrarse en el conocimiento de la santísima humanidad de Jesucristo, y su vida estuvo centrada en la Eucaristía.
Esta devoción, que se fue fortaleciendo en el transcurso de su existencia, se dejaba traslucir en las situaciones más corrientes. El beato Álvaro del Portillo recordaba: Quienes vivíamos a su lado sabemos muy bien el arraigo de esa devoción en su vida. Así pude descubrir el modo de ganar en las rifas que organizaba: es un recuerdo ingenuo, de familia, de los primeros años de mi vocación. De vez en cuando llevaba a las tertulias algo que nos hiciera pasar un rato agradable, por ejemplo, un paquete de caramelos. En esas ocasiones, cuando había algún detalle que se salía de lo ordinario, el Padre organizaba un sorteo, que consistía en adivinar el número que había pensado. Enseguida me di cuenta de que era siempre el tres, o un múltiplo de tres, porque incluso en esos momentos de descanso aparecía su amor por la Santísima Trinidad [4].
El libro Camino tiene 999 puntos. En una audiencia con el Papa san Pablo VI, el pontífice le preguntó por la razón de ese número. Y san Josemaría respondió que era por amor a la Santísima Trinidad. Para la primera edición de esta obra, hizo diseñar una original portada que consistía en una serie de siluetas del número nueve, formando una columna.
Cuando se construyó Villa Tevere, la sede central de la Obra, quiso que el oratorio en que celebraría la Misa habitualmente estuviera dedicado a la Trinidad. El retablo es un altorrelieve en mármol blanco con una representación de la Trinidad Beatísima, rodeada de ángeles en adoración: Dios Padre creador tiene en sus manos el mundo con una cruz; a su lado el Espíritu Santo, también bajo figura humana, sostiene una llama; en el centro, hay una talla de marfil con Dios Hijo en la Cruz, entre dos grupos de querubines. La escena está coronada por una cartela con una inscripción: Deo Patri creatori, Deo Filio redemptori, Deo Spiritui sanctificatori.
Le gustaba hacer actos de fe, esperanza y amor dirigidos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En 1971, por ejemplo, agradecía al Señor que le fuera moviendo a comprender cada día con más hondura la presencia y la acción de la Trinidad en la santa Misa. Y en sus últimos años, en su predicación –como refleja en la homilía «Hacia la santidad»– o en los encuentros que sostuvo con numerosas personas, sugería seguir el itinerario espiritual por el que Dios había querido llevarle a él, un camino de contemplación en la vida ordinaria: El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo [5].
"cuando te digan que no entienden la trinidad y la unidad, les respondes que tampoco yo la entiendo, pero que la amo y la venero"
Su amor era también fruto del estudio y la profundización en la doctrina católica. Solía repasar con frecuencia el tratado teológico De Trinitate. En una tertulia con sus hijas en Roma, el 27 de marzo de 1972 –el día anterior a un nuevo aniversario de su ordenación sacerdotal–, les comentaba: Estoy leyendo constantemente libros de teología, porque me enamora la Trinidad, me enamora considerar la unidad de la trinidad de Dios; a veces tengo un poquito de luz, pero la mayoría de las veces son sombras; y me pongo muy contento de las sombras, porque Dios sería muy poca cosa si yo lo pudiera comprender [6]. Afirmaba –como nos recuerda con frecuencia el Padre– que Dios es tan grande que no cabe en la cabeza, pero nos cabe en el corazón: Y cuando (…) te digan que no entienden la trinidad y la unidad, les respondes que tampoco yo la entiendo, pero que la amo y la venero. Si comprendiera las grandezas de Dios, si Dios cupiera en esta pobre cabeza, mi Dios sería muy pequeño..., y, sin embargo, cabe –quiere caber– en mi corazón, cabe en la hondura inmensa de mi alma, que es inmortal [7].
Una tradición secular
Movido por el deseo de fomentar en los miembros de la Obra este amor, san Josemaría dispuso una serie de costumbres que les facilitaran profundizar en los misterios centrales de la fe. Todas ellas responden a una tradición secular en la liturgia y en el patrimonio espiritual de la Iglesia.
Entre otras, propuso que las Preces que rezan diariamente comenzaran con un acto de alabanza, adoración y acción de gracias a la Trinidad Beatísima (Gracias a ti, Señor Dios; gracias a ti, / Trinidad única y verdadera, / Dios único y supremo, / Unidad única y santa). Años después, en 1959, pensó que podría ayudar que en los tres días que preceden a la fiesta de la Santísima Trinidad, se rezara o cantara el Trisagio angélico en todos los centros de la Obra. Y que el tercer domingo de cada mes se recitara el símbolo atanasiano, antes o después de la oración de la mañana, como una expresión de fe y alabanza a Dios uno y trino, y recomendaba que cada uno meditase especialmente ese día en las palabras ahí contenidas. Con gran convencimiento, decía a un grupo de fieles del Opus Dei en 1971, refiriéndose a este símbolo: Aprendedlo, ¡es tan bonito! [8]
El símbolo atanasiano
«Durante los primeros siglos, la Iglesia formuló más explícitamente su fe trinitaria tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe como para defenderla contra los errores que la deformaban. Esta fue la obra de los concilios antiguos, ayudados por el trabajo teológico de los Padres de la Iglesia y sostenidos por el sentido de la fe del pueblo cristiano» [9].
El símbolo atanasiano –conocido también por sus primeras palabras: Quicumque vult– es un símbolo o recopilación de verdades de la fe, que ha sido tenido a lo largo de la historia de la Iglesia como una de las principales exposiciones dogmáticas de la fe cristiana y la más importante por lo que se refiere a los dos misterios centrales de la verdad revelada: la Trinidad y la Encarnación.
El símbolo atanasiano es una recopilación de verdades de la fe sobre la Trinidad y la Encarnación
Se conoce con este nombre por haber sido atribuido erróneamente durante varios siglos a san Atanasio (295-373), obispo de Alejandría de Egipto y defensor de la fe frente a la herejía de Arrio. Otros pensaban que su autoría se debía al Papa Anastasio I (399-402).
Este resumen didáctico de la doctrina cristiana gozó de gran autoridad en la Iglesia latina y su uso se extendió rápidamente a todos los ritos de Occidente. En la Edad Media, estuvo equiparado al mismo credo del Concilio de Nicea. En la liturgia de la Iglesia occidental se recitaba en el oficio divino dominical. En el rito ambrosiano, en cambio, venía usado como himno del oficio de lecturas, en lugar del Te Deum, el domingo de la Santísima Trinidad. Su uso litúrgico ha llegado hasta el siglo XX: en el oficio canónico, el Quicumque, hasta la reforma de Pío XII (1956), se rezaba los domingos. En la liturgia de las horas actual no está previsto su rezo.
Excluida la paternidad de san Atanasio, y también la del Papa Anastasio, se ha atribuido su redacción a una serie de Padres de la Iglesia –san Hilario, san Ambrosio, san Nicetas, Honorato de Arlés, san Vicente de Lerins, san Fulgencio, san Cesáreo de Arlés y san Venancio Fortunato– situados entre los años 350 y 601. Actualmente es casi unánime la opinión que lo fecha entre el año 430 y el 500.
La mayoría de los estudiosos sostienen que fue escrito primero en latín y después fue traducido al griego –es decir, nació dentro del ámbito latino occidental de la Iglesia, y no en el oriental como antes se pensaba. Su origen parece estar en las Galias, en el sur de Francia, en la zona de Arlés.
Más allá de la introducción y de la conclusión, dedicadas ambas a insistir en la necesidad de profesar la fe expresada en el símbolo para la salvación, el Quicumque consta de dos partes claramente diferenciadas: la primera expone la fe católica en torno al misterio de Dios uno y trino; en la segunda parte se presenta la doble naturaleza en la única persona divina de Jesucristo. Esos dos ejes de nuestra fe se encuentran ampliamente desarrollados en este credo.
Las palabras que apelan a la necesidad de la fe para la salvación son un eco de las contenidas en el capítulo 3 del Evangelio de san Juan: «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios» (Jn 3,17-18). Resultan, por tanto, una llamada a adherirse a las verdades explicitadas en los diversos símbolos de la fe elaborados por el magisterio eclesiástico, a la vez que reconocen la terrible posibilidad que tiene el hombre de rechazar y cerrarse a la felicidad eterna que Dios le ofrece.
Tan grandísimo provecho
Aprende a alabar al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Aprende a tener una especial devoción a la Santísima Trinidad [10]. La costumbre de rezar el símbolo atanasiano tiene como finalidad ayudar a los fieles a ir, poco a poco, madurando personalmente en esta devoción. Aunque nunca llegaremos a comprender del todo una verdad que supera con creces nuestro entendimiento, es una oportunidad de conocer a Dios siempre más y mejor. De este modo, también nos renueva y fortalece en la virtud teologal de la fe, y nos lleva a profundizar en el dogma. Santa Teresa de Ávila cuenta en su autobiografía cómo, meditando ese símbolo, recibió gracias especiales para penetrar en este misterio: «Estando una vez rezando el Quicumque vult, se me dio a entender la manera de cómo era un solo Dios y tres personas tan claramente, que yo me espanté y me consolé mucho. Hízome tan grandísimo provecho para conocer más la grandeza de Dios y sus maravillas» [11]. Es un ejemplo de cómo vivir ciertas costumbres de piedad puede dar paso a comprenderlas, aunque a veces parezca que se saca poco provecho de ellas.
Aprende a alabar al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Aprende a tener una especial devoción a la Santísima Trinidad
Renovando nuestra profesión de fe en la Trinidad, reconocemos, agradecemos y respondemos al amor divino, y volvemos a asombrarnos ante la maravilla de un Dios que ha querido que seamos sus hijos. No solo afirmamos la verdad sobre la Trinidad, sobre Jesucristo –perfectus Deus, perfectus homo [12], perfecto Dios y hombre perfecto– y sobre la Iglesia, sino también nuestra verdadera identidad.
Además, reconocer nuestra fe común nos lleva a sentirnos más unidos a todo el pueblo de Dios, en su misión de conservar íntegro el depósito recibido. No rezamos solos, sino unidos a los cristianos de ahora, a los que nos han precedido y a los que vendrán a lo largo de los siglos. Por último, al recitar este símbolo actualizamos nuestra misión de apóstoles, llamados a comunicar a todos los hombres –al igual que aquellos primeros doce– la salvación que Cristo nos ha invitado a acoger con su encarnación: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).
[1] Catecismo de la Iglesia católica, n. 261.
[2] Francisco, Ángelus, 30-V-2021.
[3] San Josemaría, recogido en Artículos del postulador, p. 175.
[4] Entrevista sobre el fundador del Opus Dei, Álvaro del Portillo, Rialp, 1992, pp. 153-154.
[5] Amigos de Dios, n. 306.
[6] San Josemaría, palabras pronunciadas durante una tertulia.
[7] San Josemaría, notas en una reunión familiar, 9-II-1975.
[8] San Josemaría, notas tomadas durante una tertulia.
[9]. Catecismo de la Iglesia católica, n. 250.
[10] Forja, n. 296.
[11] Santa Teresa de Jesús, Vida, c. 39, 25.
[12] Símbolo atanasiano, n. 30 (DH 76).