«Yo hacía todo por cumplir, por quedar bien, me sentía obligada»

La lejanía del corazón no siempre tiene que ver con la distancia física. Rosa era una cristiana practicante y no es que tuviera la vida rota, ni que fuera una persona triste, ni que necesitara que Dios le quitara una piedra del zapato. Pero hacía todo lo referente a la religión por cumplir, por quedar bien y por si al Dios de las alturas le daba por castigarla...

Fotos: Monica de Solís.

Rosa es una mujer elegante, de esas a las que uno no le pregunta la edad. La primera vez que le cambió la vida salía a la calle de Gastón de Bearne, en Zaragoza, cabreada. Muy cabreada. Aquella frase que acababa de escuchar le comía las entrañas: Hay cristianos que son farolillos encendidos y otros… están apagados.

Nadie le había insinuado, ni siquiera sutilmente, que ella perteneciera al segundo grupo y entre todas las personas que estaban viendo aquel vídeo de san Josemaría, tampoco ninguna pareció sentirse tan interpelada como ella. Nunca se había sentido tan incómoda.

El cristal de su vida perfecta tenía de repente una rajita que le obsesionaba...

A partir de ese día ya nada fue igual porque no pudo parar de hacerse preguntas y, lo peor, sin llegar a ninguna respuesta clara. El cristal de su vida perfecta tenía de repente una rajita que le obsesionaba con la misma intensidad con que hasta ahora la había disfrutado.

“¿Y por qué voy a estar apagada si tengo una vida estupenda? Me encanta mi trabajo, tengo una familia: un marido, unos hijos… Todo me va bien, disfruto, salgo con mis amigas, me voy al cine, hago teatro…”.


►Escucha la historia contada por Rosa.


Precisamente el teatro, que había empezado como un divertimento, se había convertido casi en un voluntariado. Pusieron en marcha la pequeña compañía hace diez años, junto con otros padres y madres del colegio de sus hijos. Coincidieron aquellos tiempos con el inicio de la crisis, cuando empezaron a fallar las subvenciones y las ONG tuvieron que buscar otras fuentes de financiación. Y entre conocidos de unos y otros, llevaban decenas de funciones solidarias, recaudando fondos para niños con problemas motores, discapacitados intelectuales, Cáritas…

El mundo siguió girando y pasaron varios meses hasta que Dios volvió a golpear el corazón de Rosa, de repente pero, esta vez, para ponerlo en su sitio. Una buena amiga le contó que se había apuntado a unos ejercicios espirituales, una especie de retiro. “¿Por qué no vienes?” Y allí aterrizó sin más pretensiones. Le pareció una buena oportunidad para tener paz, para relajarse, para leer… sin hacer comidas ni preparar la cena.

El mundo siguió girando y pasaron varios meses hasta que Dios volvió a golpear el corazón de Rosa.

Y allí, sin más, Rosa descubrió el amor de Dios como una explosión. Es muy difícil, casi imposible, explicar lo que pasó. Todavía hoy se le pone la piel de gallina cuando lo recuerda: “Es como si estoy en una habitación súper iluminada: tengo focos, luces… y, de pronto, me doy cuenta de que al fondo hay unas cortinas. Las descorro y entra la luz del sol, que lo inunda todo y eclipsa todas las luces que había en la habitación. Siguen estando ahí, pero ya no sirven. Fue una sensación que no es equiparable a nada”.

Desde entonces, dice Rosa que todo es distinto y que las cosas se ven con otra luz, a través de otro filtro. Y eso que externamente su vida no ha cambiado. Vive como antes, como una equilibrista, pero ahora le acompaña siempre una red y, si se cae —que es inevitable— no pasa nada.

Ahora ha descubierto que Dios ya no la mide por lo que hace mal, sino por lo que ama.

Su marido no se sorprendió cuando le explicó lo que le había pasado. “Es más, se lo esperaba. Nosotros tenemos muchas conversaciones y me imagino que hay cosas que se notan. No se me olvidará nunca lo que me dijo: Si tú eres más feliz, toda la familia será más feliz”. Y eso que esto es, como quien dice, de antes de ayer.

No es que tuviera la vida rota, ni que fuera una persona triste, ni que necesitara que Dios le quitara una piedra del zapato. Es que era una cristiana que cumplía, por quedar bien, por si al Dios de las alturas le daba por castigarla. Ahora ha descubierto que Dios ya no la mide por lo que hace mal, sino por lo que ama. “Esta sensación me acompaña siempre, también porque la potencio y hago lo posible por acercarme a Él. Sentirme hija de Dios desde la eternidad, desde siempre… ¡cuando soy ya mayorcita!

Y pienso: ¿Esto cómo no lo he visto antes? Qué cabezota era…”.

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