“Procuro sembrar alegría y esperanza”

Aurelio es agregado del Opus Dei desde 1955. Por una enfermedad de nacimiento fue perdiendo movilidad y ahora intenta ayudar a los que se encuentran en su misma situación

De aquí para allá

No tengo ningunos estudios: no me gustaba estudiar y me fui del colegio a los doce años. Hablé con mi padre: en esos momentos el negocio que tenía -un almacén de carbón- estaba a punto de quiebra por la aparición del fuel-oil, y me dijo hiciera lo que mejor quisiera.. Me puse a trabajar en una joyería, en la calle Mayor de Gracia, para realizar recados. Luego me fui a un taller para aprender el oficio de joyero, y empecé a hacer pendientes y broches. Aprendí una especialidad, la de “engastador de piedras”, que consiste en colocar piedras preciosas en las joyas: esmeraldas, rubís, diamantes, etc. aunque las que me daban para poner eran más falsas que Judas.

Salí del oficio de joyería y trabajé en una Gestoría; luego en una Notaria y más tarde en un Depósito Dental, donde hice de todo: atendía a los clientes en la tienda, cuidaba de la reposición de los materiales que se agotaban, o hacía la ruta por las ciudades de Gerona, Lérida y Tarragona como representante del Depósito Dental, visitando a Odontólogos y Protésicos Dentales.

En este trabajo me espabilé bastante y empecé a ganar más dinero. Luego seguí cambiando de trabajos. Ahora, haciendo cálculos, veo que he estado trabajando en numerosas empresas de diverso tipo: colaboré en un negocio con mi hermano Antonio, “Postales Antonio Martínez”, que era un trabajo singular porque la venta de felicitaciones navideñas en los meses cercanos a la Navidad nos daba dinero para vivir el resto del año.

Luego estuve en la administración de una finca, “Mas del Bosc”; y de ahí pasé a la venta de artículos de una agencia de noticias de Madrid, que me llevó a conocer a muchos periodistas de El Noticiero Universal, La Prensa, Diario de Barcelona, Mundo Deportivo, Tele Exprés..., y a profesionales como Federico Gallo, que era uno de los locutores más famosos de la época. Se quedó con dos artículos muy buenos: uno de El Cordobés, con una foto en color del torero en su finca; y otro titulado las “Botas de Gento”, Yo pedía 500 pesetas y se los quedó por 400… Luego trabajé como administrativo y “staff” en las oficinas de una Inmobiliaria, donde estuve diez años. Más tarde trabajé en la secretaría del Club Brafa.

“El Palau”

Conocí el Opus Dei en 1953 gracias a mi hermano Antonio que acudía a “El Palau”, el Centro más antiguo que hay en Cataluña, situado en un piso de la calle de Balmes casi esquina a Aragón. Fui por primera vez a ese Centro durante las Navidades y me hice muchos amigos, como Jon Gamecho o Javier de Pedro, que ahora es sacerdote y está en Macao.

Allí comencé a asistir a diversos medios de formación cristiana. Yo tenía una formación doctrinal muy floja y aquello supuso para mí el descubrimiento de un mundo nuevo. Fui aprendiendo poco a poco las ideas fundamentales, como que hay un Dios Creador, un Dios que se hace hombre en Jesucristo, y la vida eterna...

Aquí empezó Brafa

En 1955 pedí la admisión en el Opus Dei como agregado. Y con otros agregados de la ciudad comenzamos la expansión apostólica por toda Barcelona, en nuestros propios barrios. En mi barrio, La Font de la Guatlla, éramos varios. Yo tenía entonces diecisiete años y era el más joven de todos. Recuerdo que con mis amigos del barrio los invité para organizar un equipo de fútbol, y a partir de aquel equipo la labor con aquellas personas fue creciendo, hasta que se consolidó una iniciativa apostólica, Brafa.

Ahora me divierto al leer, cuando recibo el correo de la Asociación de Vecinos invitándome a algún acto, porque me llaman “Fundador de Brafa”.¡Fundador yo! ¡Si lo único que hice fue organizar un equipo de fútbol con mis amigos del barrio!.

“Noté que las piernas no me sostenían”

Via Layetana

El 25 de marzo de 1977 cuando trabajaba en la Inmobiliaria y estaba realizando unos trámites en el Ayuntamiento, al salir y dirigirme hacia la Vía Layetana, noté que las piernas no me sostenían. Me apoyé en la pared y pedí un taxi, al que me subí como pude. Yo sabía que tenía una enfermedad de nacimiento, Espina Bífida, y que algún día me sucedería esto. Tenía entonces cuarenta años. Desde entonces –es decir, cerca de treinta- para poder andar he tenido que apoyarme primero en un bastón, luego con muletas, y ahora, en silla de ruedas.

Ahora nos llaman discapacitados, que me parece una palabra más bonita que la de minusválidos; porque para unas cosas somos válidos y para otras no. Cuando me vi en esta situación empecé a colaborar en Asociaciones de Discapacitados, deseando transmitirles esperanza y aliento humano, y también un sentido cristiano de la existencia. Porque algunos se desesperan al pensar: “¡toda la vida así!” Y yo les digo: “¿Y qué importa estar unos años así, si nos espera la vida eterna, la felicidad para siempre para siempre?”

Primero dirigí la revista trimestral de la Asociación de Padres con Hijos de Espina Bífida durante ocho años. Animaba a los chicos a vivir bien su enfermedad. Cuando hablaba personalmente con ellos les hacía ver que Dios es tan bueno que nos manda esto, aunque no lo comprendamos. Y les animo a rezar, comenzando con un “Dios mío, ¿por qué me ha sucedido esto?” y amando la Voluntad de Dios: “No te entiendo Señor, pero te quiero...” Hasta que llegas a un momento, les digo, en que todo esto es fe, gracia y abandono en las manos de Dios.

Ayudar desde la experiencia personal

Les enviaba un cassette de diez minutos de duración, en los que hablaba de la vida misma, de mis amigos y de las personas que conozco, procurando sembrar alegría y esperanza.

También colaboré en la Asociación de Disminuidos Sants Montjüic y, durante dos años, en la emisora de radio promovida por los discapacitados, con programas que realizaba en mi casa. Les enviaba un cassette de diez minutos de duración, en los que hablaba de la vida misma, de mis amigos y de las personas que conozco, procurando sembrar alegría y esperanza. También asisto a la Asociación de Esclerosis Múltiple “La Llar”, aunque yo no tengo esa enfermedad; pero el director que recibía mi revista, me invitó a colaborar. “Cada martes –me dijo- hay una reunión con una psicóloga a la que viene mucha gente y tú, con tu enfoque de la enfermedad, puedes ayudar a los que van...”

Yo aportaba sólo mi experiencia personal. Recuerdo que un día la psicóloga nos preguntó que sentido tenía la enfermedad y el dolor para nosotros. Yo pensaba decir: “me sirve para ayudar a Dios para redimir el mundo”. La psicóloga iba preguntando por turno y yo era uno de los últimos. Y cuando preguntó a Julia, una enferma muy grave de Esclerosis Múltiple, dijo exactamente lo que yo pensaba: “yo ofrezco mi enfermedad para ayudar a salvar al mundo”. Se produjo un silencio. “Muy bien” –dijo la psicóloga”-. Y yo dije que procuraba llevar mi enfermedad con alegría, para ayudar a los demás a llevar una enfermedad de este tipo. Julia murió dos meses después de aquello y desde entonces rezo mucho por ella.