La vocación del Opus Dei es la misma para todos sus miembros. Existen simplemente modos diversos de vivir esa misma llamada según las circunstancias personales de cada uno. En este episodio Constantino Ánchel narra cómo fue el camino por el que llegaron a incorporarse al Opus Dei los primeros agregados varones a partir de 1950.
Constantino Ánchel es doctor en teología e investigador del Centro de Estudios Josemaría Escrivá, autor de diversos textos sobre la historia del Opus Dei.
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Desde los inicios san Josemaría dejó claro que, para pertenecer al Opus Dei, hace falta una llamada, una vocación divina, y cuyo contenido es el mismo para todos sus miembros: buscar la santidad en medio del mundo, santificando su trabajo profesional y las realidades seculares en las que viven. Es algo análogo a lo que ocurre con la pertenencia a la Iglesia: aunque en ella hay diversidad de miembros, todos han recibido el mismo bautismo que les incorpora a la misión de la Iglesia y todos están llamados a la plenitud cristiana.
Así, en el Opus Dei hay una unidad de vocación. El fenómeno vocacional es idéntico en todos, pues todos tienen la misma llamada a alcanzar la santidad en su vida ordinaria según el espíritu del Opus Dei. Los medios de santificación son los mismos, el derecho a recibir la formación es idéntico y el deber de la Obra de proporcionar esa asistencia espiritual y formativa es igual para todos sus miembros. Todos participan plenamente en el apostolado propio de la Obra.
Desde esta unidad de vocación, lo que caracteriza a numerarios, agregados y supernumerarios es la mayor o menor disponibilidad habitual de cada uno "para dedicarse a las tareas de formación y a determinadas labores apostólicas”. Tal disponibilidad depende de circunstancias personales, familiares y profesionales. No se distinguen, pues, en el mayor o menor empeño en buscar la santidad y vivir la misión apostólica, que es total para todos.
El primer agregado del Opus Dei
Quienes, en los primeros años, siguieron a san Josemaría eran, en su mayoría, jóvenes universitarios. Pero la visión fundacional era mucho más amplia, pues abarcaba a personas de todos los sectores de la sociedad.
Inicialmente la legislación canónica y la doctrina teológica de la época no contemplaban que una única institución acogiera la variedad de personas a las que el Opus Dei estaba llamado a dirigirse. A partir de 1950 esto cambió. En este podcast vamos a recorrer la historia del primer agregado y, desde allí, ver cómo se fue extendiendo la vocación a la Obra como agregado entre los varones en los años posteriores. En otro podcast se analiza la expansión entre las mujeres.
El primero que pidió la admisión como agregado fue Francisco Navarro Rodríguez. ¿Cuál fue el itinerario que siguió? Había nacido en Valdepeñas, provincia de Ciudad Real, en 1922. Su padre regentaba un comercio de comestibles y su madre se ocupaba de las labores domésticas. Realizó los estudios de primaria y bachillerato en su localidad. La educación moral y religiosa recibida en su familia era básica y no especialmente fervorosa. Con la llegada de la Guerra Civil, y ante la imposibilidad de cualquier tipo de culto cristiano, se produjo un cierto enfriamiento. Al concluir la contienda, con 17 años, comenzó la carrera de Comercio, un Peritaje Mercantil. Eran unos estudios de grado medio.
Al año siguiente, en 1940, hubo un suceso que le hizo reflexionar y reorientar su vida espiritual. Padeció una enfermedad que le obligó a estar tres o cuatro meses haciendo reposo. En esos días, leyó de un tirón el Nuevo Testamento y al final llegó a la conclusión de que tenía que cambiar de vida, pues estaba algo alejado de la Iglesia. Su vida religiosa consistía en rezar alguna oración a la Virgen cuando se acostaba y nada más, pues no asistía a la iglesia para nada. Así pues, hizo una confesión general y empezó a ir a Misa los días festivos y a comulgar cada dos o tres meses (entonces no era usual la comunión frecuente).
Recuperada la salud, prosiguió con sus estudios de comercio y decidió preparar unas oposiciones para ingresar en un banco de implantación nacional, que se celebrarían en el último trimestre de 1941. Ante la dificultad que se le presentaba, y el interés en conseguir esa plaza, Navarro tomó una decisión: «Se me ocurrió -explica- hacer “un pacto con el Señor”: si aprobaba la oposición, comulgaría diariamente durante seis meses». Triunfó y, como era hombre de palabra, puso por obra lo prometido, y cuenta que, al terminar de vivir el compromiso sintió la necesidad de seguir comulgando diariamente.
Al cabo de un par de años, en abril de 1943, pidió, y le concedieron, el traslado a la capital de la provincia, Ciudad Real. Allí, recuerda, «esperaba capacitarme más bancariamente y profundizar también en la vida interior». En la capital de la provincia se involucró en las actividades de la Acción Católica, donde entró en contacto con don Nicolás Úriz, recién nombrado consiliario de la sección juvenil. Este necesitaba una persona que ejerciera de presidente y eligió a Navarro para esta tarea. Los dos se volcaron en este trabajo, de modo que en poco tiempo aumentó considerablemente el número de participantes en las actividades de la Acción Católica.
Francisco Navarro dedicó todo su tiempo libre al apostolado de la Acción Católica, mientras se esforzaba por mejorar en su campo profesional y mantenía el tenor de vida cristiana iniciado desde su segunda “conversión”. El cuidado de su vida de piedad y el esfuerzo apostólico le hicieron contemplar su existencia con nuevas luces, y se le hizo patente la necesidad de profundizar en su vida espiritual. Esta situación interior, que viene a ser una “tercera conversión”, la describe así: “A medida que iba entregándome más a la labor del Centro [de Acción Católica], veía más claro la necesidad de la vida interior y crecía en mí el deseo de entregarme más al Señor. Empezó a manifestarse en mí la vocación –vivir célibe en mi profesión, volcado en el apostolado– pero a cuantos sacerdotes consultaba me decían que esto no era posible. Si tenía este deseo de entrega, podía hacerme sacerdote en un seminario que había en Salamanca “para vocaciones tardías” o ingresar en la Compañía de Jesús. Esta era la solución que me planteaba también el director espiritual, pero yo no estaba de acuerdo con ello y seguía buscando solución”.
Inmerso en esta situación espiritual leyó en una revista la noticia de la ordenación de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei. La breve alusión a esta institución que aparecía en el artículo le pareció interesante y pensó que aquello podría ser una respuesta a sus inquietudes. Todo esto ocurrió a finales de 1944 o comienzos de 1945. Hizo intentos por conseguir una dirección para ponerse en contacto con el Opus Dei, pero no obtuvo, durante unos meses, un resultado positivo. Además de desear un encuentro personal, su interés le llevó a buscar y leer noticias y artículos que hablaban del Opus Dei.
Algún tiempo después, observó que una revista que se editaba en Bilbao, llamada “El Mensajero del Corazón de Jesús”, tenía un consultorio. Ni corto ni perezoso, preguntó a tal consultorio si conocían el domicilio de la Obra y contestaron que sólo conocían el domicilio de Bilbao. Escribió a esas señas y le contestaron que sería mejor dirigirse a Diego de León 14, en Madrid. Tras casi cuatro años de búsqueda, halló el modo de conocer de primera mano aquella realidad eclesial que, de un modo inesperado, había captado su interés. El día 30 de noviembre de 1948 escribió una carta dirigida al «Sr. Director del Opus Dei». En el cuerpo de la carta explicaba que sentía deseos de perfección -como era común referirse a la santidad en aquella época-, pero afirmaba no tener vocación para el sacerdocio ni para la vida religiosa. Notificaba que tenía 26 años, que era empleado de Banca y Perito Mercantil y estaba soltero. Además, preguntaba por “los requisitos necesarios para poder participar de la Obra de Vds. ya que considero que en ella podría alcanzar el ideal a que aspiro”.
Pronto, el 20 de diciembre, tuvo respuesta. Quien escribía era precisamente una de aquellas tres personas que se habían ordenado en 1944: José Luis Múzquiz. En la carta le daba una relación de artículos de prensa sobre el Opus Dei y añadía: “De todos modos, si Vd. pasare en alguna ocasión por Madrid, no tenga inconveniente en venir a visitarme para charlar de sus preocupaciones de vocación”.
Navarro leyó atentamente la carta y el 31 de diciembre vuelve a escribir. Dice que ya conocía la literatura indicada, y pregunta si su condición de no universitario será un obstáculo para pertenecer a la Obra. Así lo manifiesta en su respuesta: “tengo duda acerca de si concurren en mí circunstancias necesarias para pertenecer al Instituto; por este motivo en mi anterior les indicaba que tenía 26 años, era empleado de Banca y poseía el Título de Perito Mercantil. Sobre este último dato es en donde más duda tengo ya que creo que se requerirá estudios superiores para poder ser miembro de esta Institución”. Por último, se declara dispuesto a entrevistarse en Madrid, siempre que sea en día festivo.
Por fin se concertó la entrevista para el último domingo de febrero, el día 27, a las 3 de la tarde, en la sede del Opus Dei de la calle de Diego de León. Al llegar, no fue Múzquiz quien le atendió, pues pocos días antes había partido para los Estados Unidos. En su lugar le atendió un joven de unos 30 años llamado Amadeo de Fuenmayor. En la conversación le expresó sus dudas sobre la entrega y Fuenmayor le habló de Isidoro Zorzano, que se había santificado en medio del mundo, en el ejercicio de su trabajo profesional. No aclara Navarro si Fuenmayor, al presentar el ejemplo de Isidoro Zorzano, le insinuó de qué modo podría incorporarse al Opus Dei. Navarro entendió claramente que su entrega a Dios podía realizarse en el Opus Dei.
Francisco Navarro regresó a Ciudad Real, donde siguió con su trabajo en el banco y continuó su dedicación a la implantación y consolidación de la juventud de Acción Católica. Se esforzó por llevar a la práctica los consejos recibidos en Madrid y, bien por medio de cartas, bien con viajes a la capital, se intensificó su conocimiento de la vocación al Opus Dei.
El 11 de diciembre de 1949 regresó de nuevo a Madrid, pues Fuenmayor, que había recibido la ordenación sacerdotal, le invitó a un retiro de un día que predicaba él mismo. Al acabar, charlaron dando un paseo y, entre otras cosas, Fuenmayor le propuso que organizara un curso de retiro con los jóvenes de Ciudad Real en Molinoviejo, en la provincia de Segovia. Junto con el consiliario de Acción Católica, Nicolás Úriz, se puso manos a la obra y, concretada la fecha en el 17 de marzo de 1950, se presentó en Molinoviejo acompañado de 22 jóvenes manchegos.
En el sobre de la última carta que Navarro escribió antes de los ejercicios, en marzo de 1950, Amadeo de Fuenmayor anotó esta frase: «Que procure verme (¡puede pitar!)» lo que significaba que podría unirse pronto al Opus Dei. Hasta ese momento, Fuenmayor no había dado una respuesta positiva al deseo de Francisco Navarro de pertenecer al Opus Dei.
Por una parte, actuó así por prudencia: en su tarea de acompañamiento espiritual tenía que discernir las disposiciones y las cualidades de Navarro, para cerciorarse de que entendía la vocación a la Obra y estaba en condiciones de corresponder, así como de cuál era el perfil más idóneo para él.
En Molinoviejo conoció a Ramón Montalat, un laico que iba a estar al frente de toda la actividad. El sacerdote predicador era don Jesús Urteaga. Además de las meditaciones y charlas, había tiempo abundante para la meditación y reflexión personal. Navarro habló detenidamente con el sacerdote, y si le quedaban algunas dudas, estas acabaron por desvanecerse. Así se lo contaba a Fuenmayor el 24 de marzo de 1950: “Los días vividos en Molinoviejo han sido de mucha luz para mí y he podido resolver muchas dudas, bien con D. Jesús, bien con Ramón; pero de todas formas yo presumo que algo Vd. tendrá que decirme nuevo”.
Acabaron los ejercicios y Francisco Navarro salió con la idea de pasar por Madrid ese mismo miércoles, día 22, y hablar con Amadeo de Fuenmayor para manifestarle su decisión de ser del Opus Dei. Pero no pudo ser por un imprevisto. Por eso, tras un intercambio epistolar, quedaron en verse el domingo 30 de abril. Tras hablar con Fuenmayor, escribió a Josemaría Escrivá solicitando ser admitido en el Opus Dei. En la carta resume así su trayectoria: “Querido Padre: Desde el año 1945 en que empecé a oír hablar de la Obra, comenzó en mí el deseo de conocerla, lo cual empecé a conseguirlo desde 1949, mes de febrero, en que establecí contacto con D. Amadeo de Fuenmayor. Por las charlas que con él he tenido desde entonces voy compenetrándome con el espíritu de la Obra, especialmente después de haber realizado ejercicios espirituales en Molinoviejo, por cuya causa le solicito mi admisión como socio supernumerario interno [según la nomenclatura de entonces, este sería el equivalente a los actuales agregados]. Esperando sabrá aceptar mi deseo, le saluda cariñosamente Francisco Navarro Rodríguez”.
Desde esa fecha, Navarro empezó a participar en los medios de formación del Opus Dei, que en los primeros meses eran para él solo. En esta situación estuvo hasta el 8 de diciembre de 1950, en que se produjo un acontecimiento reseñable: Rafael Poveda Longo y Pedro Zarandona Antón pidieron la admisión en el Opus Dei como agregados. Poco después, el 14 de febrero de 1951, hizo lo mismo Francisco Uceda Toledo.
Desarrollo y crecimiento durante los años 1950-1952
Hay abundantes elementos documentales para relatar el camino que condujo al Opus Dei a los primeros agregados. Los relatos de muchos de ellos llenarían muchas páginas, pero como la limitación de tiempo y espacio no permite explayarse, explicaremos de modo esquemático cómo se produjo el crecimiento del número de los agregados en los primeros años.
El primer foco hay que situarlo casi a la par en Madrid y en Ciudad Real. En la capital manchega, a consecuencia de los ejercicios espirituales de Molinoviejo, varios jóvenes decidieron mantener y fomentar la relación con el Opus Dei. A ello ayudaba también la labor del consiliario don Nicolás Úriz, que por esas fechas había pedido la admisión en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Para dar los medios de formación específicos se acercaban con frecuencia algunos laicos desde Madrid y se reunían con estos jóvenes bien en un parque, bien en un bar o en casa de algunos de ellos. Desde el comienzo se hacía sentir la necesidad de un local donde reunirse, que se consiguió pasados tres años. Muy pronto, los que habían pedido la admisión se presentaron con frecuencia a Madrid, especialmente para los retiros mensuales.
En Madrid, a través de los conocidos por Poveda y Uceda, se forma un grupo que aumenta de mes en mes. Sigue los primeros pasos Amadeo de Fuenmayor. En agosto de 1951 se consigue un piso en la calle de Bravo Murillo, en el barrio de Tetuán. En el mismo Madrid había otro grupo de agregados, que eran estudiantes de universidad o de carreras de grado medio y profesionales jóvenes que tenían algún título universitario. Estos empezaron a reunirse, primero en un piso, en la calle de Sagasta. Más adelante encontraron un apartamento en la calle de Menorca, que llamaron el Estudio. Los dos grupos, junto con el de Ciudad Real, tenían el mismo consejo local, es decir, los mismos responsables locales de su formación e impulso apostólico. También los retiros mensuales, que se tenían en algunas iglesias de Madrid, eran para todos.
Fuera de Madrid, el crecimiento tuvo como punto de partida aquellas ciudades en las que había centro del Opus Dei. Así pasó en estos primeros años en Zaragoza, Barcelona, Valencia, Granada y algo en Santiago de Compostela y Salamanca. En Valladolid, Bilbao y Sevilla llevó más tiempo echar raíces. Hablaremos de algunas de ellas.
En Barcelona, el primero que pidió la admisión fue un estudiante de Derecho que frecuentaba el Colegio Mayor Monterols, Francisco Javier Hervada. Tenía inquietudes de vocación al celibato, pero no consideraba que lo suyo fuese ser numerario. En el otoño de 1951 pidió la admisión. Para facilitar que otros jóvenes pudieran discernir su camino, los directores de Monterols pensaron en tres posibilidades.
Por un lado, animar a los catalanes de la residencia a conocer más gente de los barrios de Barcelona y pueblos cercanos. Por otro, prestar más atención a aquellos profesionales jóvenes no universitarios y solteros, que acudían a los retiros, meditaciones o dirección espiritual en Monterols. Y, en tercer lugar, acudir a los lugares donde entrar en relación con trabajadores jóvenes: salidas de las fábricas, centros de reunión, etc.
Al estudiar la ayuda que podían prestar los catalanes de Monterols, se vio que no eran muchos, y pocos los de Barcelona y alrededores. Entre aquellos profesionales jóvenes no universitarios, ya mencionados, se encontraban algunos que se incorporarían al Opus Dei como agregados a comienzos de 1952. Pero el plan que resultó más eficaz fue la tercera opción. Cuenta Julián Herranz que los directores de Monterols pidieron a unos cuantos residentes ir al encuentro de jóvenes obreros y empleados, para conocerlos y hablarles del Opus Dei y de los medios de formación. Como, en principio, no tenían ninguna preferencia, optaron por ir a la salida de una de las industrias más conocidas de Barcelona, La Maquinista Terrestre y Marítima, que contaba entonces con cerca de tres mil trabajadores. Pero no fue éste el único lugar. También fueron a Poble Nou, Badalona, Hostafranc, Hospitalet, Terrassa y Sabadell. Atendían aquellas labores Diego Martínez Caro, Javier de Pedro, Julián Herranz y algunos otros. Iban, al principio, un poco a la aventura, pues no disponían de locales para hablar o dar charlas, sirviéndose de lo que tenían más a mano, como algún apartado de un bar, o lugares similares. Sí es cierto que muy pronto pudieron disponer del piso donde se alojó el primer centro del Opus Dei en Barcelona, llamado El Palau, situado en la calle Balmes, que se convirtió en el lugar de referencia.
En Zaragoza un joven profesional del sector administrativo con inquietud vocacional fue orientado hacia el centro del Opus Dei por su director espiritual, un religioso carmelita. Allí encontró la respuesta y en noviembre de 1951 se incorporó al Opus Dei. En el local de Acción Católica que frecuentaba habló con algunos amigos suyos y un par de ellos entraron en relación con la labor apostólica del Opus Dei. Eran obreros que trabajaban en varios talleres de la ciudad. Así comenzó una cadena, y el trabajo apostólico creció entre obreros de esos talleres mecánicos, pidiendo varios la admisión. Pronto pudieron disponer de un local donde reunirse.
En 1950 ya había en Valencia una labor del Opus Dei bastante extensa y se contaba con un buen número de supernumerarios, en la capital y en las principales poblaciones de la provincia. Éste es el humus que facilitó el desarrollo de los agregados en la ciudad y en la provincia. Aunque hay poca documentación del año 1951 y 1952, se sabe que, al acabar el curso 1951-52, ya había algunos agregados en Valencia, de los que llama la atención, a primera vista, la variedad de lugares de nacimiento: Titaguas, Llombai, Foios, Pobla de Vallbona, Canals, etc., poblaciones del entorno cercano a Valencia. Fueron atendidos por Juan Antonio Paniagua y Constantino Gargallo, a los que ayudaba, como sacerdote, don Miguel Rivilla. Pronto pudieron contar con el antiguo caserón de la calle de Samaniego, que quedó disponible al abrirse la Residencia de La Alameda.
También comenzó a haber agregados en lugares en los que no había centro del Opus Dei y, en los que, en principio, no se había pensado comenzar, como Teruel, Logroño o Girona. El inicio en cada una de estas ciudades lo propició el interés de una persona por recibir información sobre el Opus Dei. A partir de ahí hubo un intercambio epistolar y viajes entre Zaragoza o Barcelona y esas poblaciones, para atender a los que habían solicitado la admisión.
Rasgos comunes de la labor
Nos hemos detenido con el proceso que llevó a Francisco Navarro a solicitar la admisión del Opus Dei porque es especialmente clarificador de las características que definen la condición de agregado. Ciertamente el itinerario de cada vocación es único, pero hay algo común en aquellos que pidieron la admisión: de una manera u otra estaban en un proceso de búsqueda del sentido de su existencia, con un deseo de encontrar un ideal por el que valiera la pena entregar su vida. En sus averiguaciones se encontraron, de ordinario, con las soluciones clásicas de la entrega a Dios: el estado religioso o el sacerdocio. Por eso, cuando descubrieron el Opus Dei, experimentaron un cierto deslumbramiento y se afianzaron en el convencimiento de ser ese el camino que buscaban.
Hay un denominador común que explica el crecimiento del número de agregados en todas las ciudades, y que radica en las relaciones de amistad o de trabajo. Para ampliar el círculo de conocidos y extender el campo de la amistad, hay como una unanimidad en el modo de proceder de todos los lugares, tanto a nivel individual como para el impulso de la labor apostólica. Lo habitual era compartir las aficiones deporte, las excursiones o pequeñas jornadas de convivencia en alguna casa de campo cercana. En Cataluña tenía arraigo la montaña y, por la cercanía del mar, remar en barca. De Madrid se puede decir algo parecido, cambiando la mar por el estanque del Retiro. En Zaragoza, marchar a pie a lugares cercanos, junto a un río especialmente en verano, y bañarse, hacer algo de deporte, almuerzo con tertulia prolongada, hacer algún acto de piedad, como el rosario, o un rato de meditación, y hablar unos con otros, mientras se caminaba. Algo análogo se puede decir de Granada. No había grandes planes, en parte porque el número de miembros y los medios materiales no lo permitían.
Las actividades de tipo espiritual para la gente que no era de la Obra comenzaron a organizarse cuando ya hubo un mayor volumen de personas. Se dieron charlas de formación cristiana básica, círculos de san Rafael, para los que llevaban más tiempo, se predicaron retiros mensuales, especialmente en Barcelona y en Madrid. En las ciudades pequeñas, en estos años, no hubo oportunidad de tener esos actos.
La procedencia de los agregados de esta primera época varió de un lugar a otro, de ordinario en función de las relaciones sociales o laborales de los primeros que se incorporaron al Opus Dei. Así, en Zaragoza se trabajó en un ambiente netamente obrero; en Gerona, entre telegrafistas; en Barcelona y aledaños, preferentemente con estudiantes de carreras de grado medio; en Ciudad Real, con el grupo profesional que recibía el nombre genérico de empleados; en Santiago de Compostela con gente del ámbito académico; en Granada se entró en contacto con la gente del campo, etc. Desde el comienzo se incorporaron personas del mundo universitario, tanto en Madrid, donde se formó un grupo que contó con un lugar de reunión específico, como en Barcelona o Valencia. Por edades, la mayoría estaba por debajo de los 25 años, y eran estudiantes o profesionales jóvenes. También pidieron la admisión algunos que superaban los treinta años, pero eran los menos. La variedad de situaciones personales impide hacer un perfil único, específico de los agregados, pues por sus profesiones y ambientes de origen, proceden de todos los campos de la sociedad.
Las Semanas de Convivencia
Hay una actividad que, además de cumplir su finalidad específica, sirvió para que se conocieran y relacionaran los agregados de distintas ciudades: las llamadas Semanas de Convivencia. Los directores del Opus Dei pusieron un especial interés en que las convivencias marcaran un hito en la formación de los agregados, especialmente en estos primeros meses de su existencia.
Las primeras Semanas de Convivencia se celebraron por primera vez en Molinoviejo, en el verano de 1952. Era una oportunidad para exponer de modo vivo y presencial las características de la vocación al Opus Dei. Asistieron agregados de toda España en dos momentos sucesivos. En la primera participaron 22, procedentes de Madrid, Girona, Terrassa, Barcelona, Ciudad Real, Valencia, Cádiz y Santiago de Compostela. La segunda fue un poco más numerosa, con 28 asistentes que venían de Madrid, Zaragoza, Ciudad Real, Girona, Terrassa, Barcelona, Badalona, Valencia, Logroño y Granada. De los que habían pedido la admisión antes de las fechas de las convivencias, hubo 19 que no pudieron acudir.
Para poder asistir tenían que resolver las dificultades en tres frentes: el profesional, el económico y el familiar. En el ámbito laboral, el problema se presentaba con los empleados, oficinistas y obreros. En esos años todavía no estaban reguladas las vacaciones veraniegas. En muchos casos venían a ser unos permisos, que rara vez excedían de los quince días. En el campo económico no se plantearon situaciones insuperables, pues el coste de la convivencia se ajustó a las posibilidades de los participantes, aunque en bastantes casos hubo necesidad de obtener más recursos, bien echando mano de los ahorros, bien con horas extraordinarias.
Quedaba el frente familiar. Quienes habían alcanzado la mayoría de edad (entonces a los 21 años) tenían mayor libertad. No así los más jóvenes, que necesitaban de la autorización paterna. Pero tanto unos como otros podían tener compromisos familiares. A la hora de la verdad, fueron muy pocos los que tuvieron que quedarse en casa por temas familiares.
La celebración de las Semanas de Convivencia supuso un hito en la historia inicial de los agregados. Aunque no pudieron participar todos, la experiencia de Molinoviejo sirvió para alcanzar varios objetivos. Uno de ellos fue el comienzo de un plan de formación global, que sirvió de pauta para los tiempos venideros. Otro no menos importante fue la mayor comprensión de la naturaleza de la vocación de agregado y la valoración del papel del fundador. Y un tercero fue percibir físicamente la universalidad del Opus Dei y la realidad de la vida de familia. A su vuelta los participantes llegaron con un bagaje de conocimientos y con un entusiasmo que impulsó el crecimiento del apostolado.
Por último, conviene subrayar que en esta exposición se ha buscado presentar el surgimiento de los agregados como un nuevo modo de vivir la misma vocación al Opus Dei y que, por lo tanto, estamos frente a un fenómeno fundamentalmente espiritual. Por eso, intentar reducirlo a categorías sociológicas o a mera estadística desvirtuaría la comprensión cabal de esta realidad, pues diluye lo que se opera en la intimidad de la conciencia. Con la perspectiva de los años se puede calificar de sobresaliente la conducta de muchos de estos primeros, e incluso decirse que sus vidas fueron heroicas y santas.