Muy humanos, muy divinos (XIII): Con todo el corazón

La virtud de la castidad tiene que ver con nuestra capacidad de percibir, aspirar y gozar con lo que llena el corazón humano; nos permite descubrir a Dios en todo.

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). Ver a Dios: sin filtros, sin prisas, sin límites… ¿Quién podría soñar con alcanzar algo así por sus propias fuerzas? Contemplar en su fuente la belleza, la bondad, la grandeza que buscamos sin cesar por todas partes. Contemplar, que no significa observar desde fuera, sino desde dentro, sabiéndonos inundados por toda esa realidad llena de luz, por ese «Amor que sacia sin saciar»[1] nuestros deseos más profundos: esos que en este mundo encuentran solo una respuesta muy parcial, aunque tantas veces las criaturas nos parezcan ya todo lo bellas, buenas y grandiosas que se pueda imaginar.

Por supuesto, al hablar de pureza de corazón, el Señor no se refiere solamente a la castidad. Si existiera una persona muy casta pero injusta, insincera, desleal, perezosa o egoísta, no diríamos que su corazón es limpio. Cuando el rey David suplica «Oh Dios, crea en mí un corazón puro» (Sal 51[50],12), está pidiendo un corazón que reúna armónicamente todas las virtudes; un corazón que vibre con lo valioso y no con lo insustancial, que sea capaz de jugarse la vida por algo más grande que él, que no se deje dominar por cosas efímeras y superficiales. Al crecer en las distintas virtudes, nuestra mirada —nuestros deseos, intereses, aspiraciones— se va aclarando y nos hace capaces de percibir el auténtico valor de las cosas. Vamos aprendiendo a ver, a contemplar, a disfrutar.

Perplejidades

Dios nos ha creado para esta contemplación, que recoge todas las aspiraciones del corazón. Es una gracia que quiere darnos. Pero es una gracia por la que es necesario pelear. Necesitamos conquistar nuestro corazón para que se haga capaz de recibir ese regalo, porque tenemos el riesgo de dejarlo sin abrir, olvidado en un rincón. En palabras de san Josemaría, la castidad «es combate, pero no renuncia; respondemos con una afirmación gozosa, con una entrega libre y alegre. Tu comportamiento no ha de limitarse a esquivar la caída, la ocasión. No ha de reducirse de ninguna manera a una negación fría y matemática. ¿Te has convencido de que la castidad es una virtud y de que, como tal, debe crecer y perfeccionarse?»[2]. La castidad es una afirmación gozosa, y siempre puede crecer. Son dos ideas quizá conocidas, pero no por eso suficientemente comprendidas, hasta el punto de que pueden generar cierta perplejidad.

La idea de la castidad como afirmación contrasta con la de quien pone un excesivo énfasis en el no, como si la virtud consistiera precisamente en no hacer, no pensar, no mirar, no querer. La castidad es, en cambio, un al amor, porque es el amor lo que la hace necesaria y le confiere su sentido. Naturalmente, se ha de decir no a ciertos actos o actitudes que le son contrarios y que toda persona sensata percibe precisamente como negaciones del amor, de por sí siempre total, exclusivo y definitivo. Pero, a pesar de requerir algunos no, la castidad es una realidad eminentemente positiva.

Supongamos una persona con un buen conocimiento de la fe y de la vida cristiana, sinceramente decidida a ponerla en práctica; una persona que quizá incluso ha transmitido a otros esta visión positiva de la santa pureza, porque comprende estos razonamientos y los comparte. Es posible que su experiencia práctica de esta virtud no responda a la idea de algo positivo que siempre puede crecer: por un lado, porque no necesita ejercer la pureza constantemente; hay otros intereses que normalmente están en primer plano y que relegan la castidad al cuarto o quinto lugar de sus problemas, de modo que habitualmente la castidad no parece ser para él ni una afirmación ni una negación. Por otro lado, porque cuando en algunos períodos tiene que luchar más intensamente para vivirla, la siente precisamente como una negación, y no como una afirmación.

A esto se añade otra fuente de perplejidad: puesto que es una virtud, la castidad está llamada a «crecer y perfeccionarse»[3]. De nuevo, este buen cristiano podría decirse: normalmente consigo evitar actos, pensamientos, miradas contrarias a la castidad, ¿no es de eso de lo que se trata?, ¿no puedo decir que tengo la virtud?, ¿qué más debería hacer?, ¿en qué sentido debería crecer y perfeccionarse en mí la castidad?

En realidad, en el origen de estas perplejidades se encuentra la idea, bastante extendida, pero muy reductiva, de que la virtud es fundamentalmente un suplemento de fuerza en la voluntad que nos hace capaces de respetar unas normas morales, incluso cuando éstas se oponen a nuestra inclinación.Si esta visión fuera correcta, la virtud consistiría en la capacidad de ignorar la afectividad, de oponerse sistemáticamente a lo que sentimos siempre que lo requiera el respeto de esas normas. Naturalmente, aquí hay una parte de verdad, porque en la formación de la virtud a menudo es necesario actuar contra la inclinación afectiva. Sin embargo, es muy importante no olvidar que no es este el objetivo; se trata solo de un paso que, si no va seguido de otros, formará solamente la capacidad de reprimirse, de decir no. Quien piensa así en las virtudes, aunque pueda decir que la castidad es una afirmación gozosa, en realidad no ha terminado de entenderlo, porque no consigue ver lo que esto significa en la práctica.

Integración

La virtud, más que una capacidad de oponerse a la inclinación, es la formación de la inclinación misma. La virtud consiste precisamente en gozar, en disfrutar del bien, porque ha crecido en nosotros una connaturalidad afectiva, es decir, una especie de complicidad con el bien. Es precisamente en ese sentido que llamamos templanza al orden en la tendencia natural al placer. Si el placer fuese malo, ordenarlo significaría anularlo. Pero el placer es bueno, y nuestra naturaleza tiende hacia él. Sin embargo, que sea bueno en principio no significa que lo sea en todos los casos: el objeto de una tendencia puede no ser bueno para la persona en un caso concreto. Por eso nos interesa ordenar nuestra inclinación al placer. Si lo conseguimos la habremos convertido en uno de nuestros mejores aliados para hacer el bien; si no, será un gran enemigo que puede destruirnos, análogamente a como el agua, que quita la sed, hidrata el cuerpo y hace crecer las plantas... también puede ser tsunami, inundación, destrucción.

¿En qué consiste ordenar esa tendencia? Desde luego, no en hacer desaparecer la atracción del placer, cosa por otra parte imposible. Tampoco en ignorarla, o en vivir como si no existiera; ni siquiera en reprimirla. Ordenar la tendencia al placer significa integrarla en el bien de la persona[4]: conferir unidad a nuestros deseos, de modo que sean progresivamente acordes con nuestra identidad y la refuercen. Un corazón impuro es un corazón fragmentado, sin rumbo; un corazón puro, en cambio, es un corazón unificado, con una dirección en la vida.

¿Cómo se puede llegar a realizar esto? Las tendencias humanas son modos de percibir el bien: cada una de ellas nos presenta como conveniente lo que la satisface. Decimos que tenemos tendencia al placer porque frente a algo que puede producirlo experimentamos atracción: aquello se presenta a nuestros ojos como conveniente. Sin embargo, lo que es bueno para la tendencia puede no serlo para la persona. Un pastel puede atraerme porque es agradable comerlo, pero tal vez no convenga a mi salud (por ejemplo, porque soy diabético), a mi forma física (estoy tratando de adelgazar) o a mi relación con los demás (pertenece a otra persona). Cada tendencia tiene su propio punto de vista, valora la realidad desde su propia perspectiva y no puede hacerlo desde otra. La razón es la única facultad que puede adoptar todos los puntos de vista e integrarlos[5], identificando el bien de la persona y no solo el bien de una tendencia concreta o de un aspecto particular de la vida. La razón escucha lo que cada tendencia tiene que decir, evalúa todas estas voces en conjunto, y juzga si una acción es buena para la persona.

La razón no es fría: es apasionada, está condicionada por las tendencias o pasiones. Si una tendencia habla mucho más fuerte que las otras, puede confundirla. De ahí la importancia de que las tendencias estén bien formadas (bien templadas). Así, en vez de obstáculo, serán un apoyo para el juicio de la razón. Por supuesto, esta integración en torno a la razón requiere que el sentido de la tendencia sea comprendido y respetado, y que se actúe de modo que ese respeto cale en nuestra afectividad. La gula, por ejemplo, revela que no se ha comprendido —al menos de modo práctico, que influya en el comportamiento— el sentido de la necesidad de comer; es decir, no se ha asimilado aún a fondo la manera en que el placer de comer contribuye al bien integral de la persona. Algo similar puede decirse de la castidad, y de cualquier otra virtud.

Un mundo interior

Escuchemos el consejo de san Josemaría en un brevísimo punto de Camino: «¿Para qué has de mirar, si “tu mundo” lo llevas dentro de ti?»[6]. Es cierto: si uno lleva un mundo dentro de sí —un mundo hecho de cosas grandes, divinas y humanas—, la mirada, la acción, el pensamiento contra la castidad pueden tener una cierta fuerza de atracción, pero serán mucho más fáciles de combatir, porque serán percibidos como una amenaza a la armonía del propio mundo interior.

Podríamos incluso decir que la castidad se refiere a la sexualidad solo secundariamente. Principalmente tiene que ver con la apertura de nuestro mundo interior —de nuestro corazón— a las cosas grandes, con la capacidad de percibir, de aspirar y de gozar con lo que es capaz de llenar el corazón humano. Por eso, decía también san Josemaría: «no me ha gustado nunca hablar de impureza. Yo quiero considerar los frutos de la templanza. (...) Al vivir así —con sacrificio— [el hombre] se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios (...); se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes»[7].

La persona casta es capaz de conectar afectivamente y disfrutar con todo lo hermoso, lo noble, lo genuinamente divertido. Su mirada no es posesiva, sino agradecida: deja ser al otro; no permite que se empañe, que se despersonalice la relación que lo une con cada cosa y con cada persona. Quien no es casto tiene una mirada baja; una mirada que no es capaz de recibir, sino solo de exigir prestaciones. En realidad, no es capaz de gozar de las pequeñas cosas de la vida y de las relaciones personales; no es capaz de estar verdaderamente con los demás. Las cosas delicadas que otros aprecian a este le parecen insípidas; no le dicen nada, porque necesita emociones fuertes para reaccionar y experimentar algo positivo y agradable.

Se entiende así que quien vive la castidad como afirmación gozosa no necesite por lo general de un esfuerzo extraordinario de la voluntad para contener el impulso sexual desordenado: su mundo interior, tejido de realidades valiosas y relaciones verdaderas, contrasta fuertemente con él y lo rechaza. Y al vivir así, se siente grandiosamente libre, porque hace lo que le gusta. En cambio, el lujurioso, el incontinente o incluso el meramente continente, si lograsen hacerlo, se sentirían reprimidos: como si les faltase algo.

Para santo Tomás de Aquino el lujurioso, el incontinente, el continente y el casto son cuatro figuras distintas[8]. El casto y el lujurioso poseen uno la virtud y el otro el vicio. El incontinente, sin llegar a tener establecido el vicio, no vive rectamente. Y el continente, como indica el término, se contiene: no peca contra la castidad, pero tampoco posee la virtud: ante una tentación se limita a reprimir el impulso, sin llegar a gozar en el bien. Es el caso, por ejemplo, de quien no quiere mirar, pero desearía que fuese inevitable ver. Simplemente salta obstáculos que desearía no tener que saltar y, al hacerlo no se plantea formar su interioridad para configurarla con el bien. Esta situación puede ser un paso adelante para quien viene de más lejos, pero esa persona todavía habrá de recorrer un camino hasta formar la virtud. Quien no se aparta decididamente de la frontera, aunque consiga no pecar, nunca pasará de ser continente, no llegará a gozar de la virtud y a verla como una afirmación gozosa.

Verán a Dios en todo

«Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). Quizá Jesús no quiere decir que a los impuros de corazón se les prohibirá ver a Dios, sino más bien que no conseguirán ver nada allí donde los de corazón limpio percibirán una belleza indescriptible, llena de matices, que satisface todas las aspiraciones de su corazón. Esto es de hecho lo que sucede aquí abajo: los virtuosos son capaces de encontrar a Dios en cada persona, en cada situación ordinaria de la vida, mientras que los que no lo son, no sienten su presencia o la encuentran incómoda y desagradable, limitadora de su libertad.

La virtud, así entendida, como creación de un mundo interior bello, de una connaturalidad afectiva que nos hace gozar haciendo el bien, es una respuesta a las perplejidades mencionadas más arriba. En efecto, si el esfuerzo por formar la santa pureza no pretende solo negarse a los actos desordenados, sino también y sobre todo constituir un mundo interior lleno de realidades valiosas, sobrenaturales y humanas, se comprende bien que esta virtud crezca y se forme no solo cuando se ha de vencer una tentación, sino también cuando nuestra atención se dirige a todo lo que hay de valioso y bello en la realidad, aunque de por sí no tenga nada que ver con la sexualidad. La castidad no es solo una virtud para los momentos de combate: no es solo para las tentaciones, sino que es una virtud de la atención, de aquello a lo que nuestro corazón atiende. También se comprende así que esa delicadeza interior, esa apertura a la grandeza, no tiene límites y siempre puede crecer.

Los medios son muchos

¿Cómo formar ese mundo interior? Desde luego, es necesario evitar lo que pueda perturbarlo, procurando que la vista y la imaginación no se dispersen o se enturbien, poniendo ciertos frenos a la curiosidad, y también evitando caer en el ocio, esa actitud pasiva de quien cede el dominio de sus decisiones a los acontecimientos. Porque navegar sin objetivo, dejándose llevar por el viento que sopla, es un modo muy fácil de perderse y terminar en un lugar al hubiéramos preferido no llegar.

También conviene crecer en fortaleza, porque sin ella es muy difícil mantener el rumbo en medio de las olas: la constancia en las pequeñas mortificaciones en el trabajo, en la relación con los demás, en los gustos, fortalece el corazón. Y la sinceridad: tener la sencillez de hablar de lo que nos pasa por dentro es un modo muy eficaz de oxigenar nuestro corazón, y de impedir que se intoxique con afectos que son demasiado pequeños para él.

Son también muy importantes otros medios que dirigen la mirada del alma hacia lo sobrenatural o humanamente valioso: la devoción eucarística, el cariño a la Madre de Dios, la oración y el tono habitual de relación personal con el Señor. Las amistades y todas las relaciones humanas nobles cumplen también este papel: mientras que aislarse o encerrarse en uno mismo es fuente fácil de infecciones, la dedicación sincera a los demás mantiene el corazón en buena salud.

Además, es muy conveniente formar intereses culturales de valor, especialmente la buena literatura, el buen cine, la música, etc., que ayudan a desarrollar la sensibilidad estética y el sentido de la belleza. Quien disfruta únicamente con películas, lecturas, planes o vídeos de alta intensidad, quien se acostumbra a vivir solo de emociones banales, precisará de un esfuerzo notable para controlarse cuando esas emociones entren en la esfera sexual. Y si lo consigue lo experimentará, en el mejor de los casos, como represión, como negación. Es mucho más bonito, y más eficaz, crear un clima interior limpio, luminoso, afirmativo. Nuestro corazón no ha sido hecho para menos: disfrutar de la belleza de Dios ya en esta vida, y por toda la eternidad.


[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 208.

[2] Amigos de Dios, n. 182.

[3] Ibíd.

[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2337: «La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual».

[5] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Suma de teología, I-II, q. 17, a. 1, ad 2.

[6] San Josemaría, Camino, n. 184.

[7] Amigos de Dios, n. 84

[8] Cfr. Suma de teología, II-II, qq. 151-156.

Julio Diéguez