JESÚS convocó a los doce y los envió a predicar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos, dándoles poder y potestad sobre todos los demonios y para curar enfermedades (cfr. Lc 9,1-2). Estas breves frases, y los consejos que el Señor les dará sobre el modo en que deberán desempeñar esta misión, nos revelan algunas características del apostolado cristiano.
La primera es la prioridad de la vocación personal. Los apóstoles son escogidos uno a uno para la misión que se les encomendará. Su elección forma parte del misterio divino, pues no se ajusta a criterios humanos como la capacitación o la eficacia. La mayoría eran pescadores sin una gran cultura; el único que quizá tenía más medios humanos y una mejor instrucción era Mateo, pero por su condición de publicano muchos lo consideraban un traidor. Además, con frecuencia los apóstoles tampoco brillaban por su heroísmo moral: como vemos en los evangelios, son ambiciosos, rivalizan entre sí y se comparan de continuo, poseen una fuerte visión humana y les cuesta razonar en términos sobrenaturales. La experiencia de los apóstoles nos recuerda que «todo depende de una llamada gratuita de Dios; Dios nos elige también para servicios que a veces parecen sobrepasar nuestras capacidades o no corresponder a nuestras expectativas; a la llamada recibida como don gratuito es necesario responder gratuitamente»[1].
Los doce partirán a predicar el Reino de Dios no porque sean sabios ni santos, sino porque se saben llamados por Cristo y porque aceptan libremente ser enviados por él. Esa es la convicción que, desde los primeros siglos hasta hoy, ha impulsado a la Iglesia a difundir el Evangelio por el mundo entero: los cristianos se sabían continuadores de la misión de Cristo, llamados y enviados para llevar la salvación a todos los hombres. Por eso el apostolado es algo radicado en la misma identidad del cristiano: por el bautismo, nuestra vida tiene un sentido de misión. No hacemos apostolado como quien cumple un encargo sobreañadido a nuestra condición de cristianos, sino que nuestra identidad más profunda consiste en que «somos apóstoles»[2]: como los primeros doce, hemos sido elegidos para ser enviados.
TRAS HABER manifestado a los doce cuál será su misión, el Señor les da algunos consejos sobre el modo de cumplirla: «No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tengáis dos túnicas» (Lc 9,3). Jesús pide a los que envía a la misión apostólica una pobreza tan radical como significativa: la renuncia a una serie de cosas buenas en sí, pero no para ellos en este momento, porque podrían ralentizar o impedir la misión recibida. Esto es lo que caracteriza a la pobreza: una virtud que nos permite centrar nuestra mente y nuestro corazón en lo que es verdaderamente valioso e importante, sin distraernos con lo aparente, vano o accesorio.
En el caso del apostolado, lo verdaderamente esencial es la centralidad de Dios: el Señor nos envía y él actúa en las personas. Nosotros somos instrumentos. Ciertamente, también nuestro papel es importante, pero no lo más central ni lo más decisivo. A diferencia de un instrumento material no somos inertes o pasivos, sino que ponemos en juego libremente todas las cualidades y capacidades que tenemos, así como todos los medios humanos con los que contamos, y el Señor cuenta con que así lo haremos. Pero lo que Jesús subraya con fuerza en el Evangelio es que todo eso, lo que tenemos –sean medios materiales o cualidades humanas–, ocupa un lugar secundario en comparación con nuestra identidad: somos llamados por él y enviados a las almas.
Esta es la convicción que llena el corazón del apóstol, como recordaba san Josemaría a sus hijos en los primeros años del Opus Dei: «No olvidéis, hijos míos, que no somos almas que se unen a otras almas para hacer una cosa buena. Eso es mucho... pero es poco. Somos apóstoles que cumplimos un mandato imperativo de Cristo»[3]. Precisamente porque pone su confianza en Dios, que es quien lo ha elegido y enviado, el apóstol puede cumplir este mandato divino con libertad personal, con generosidad y con alegría, dispuesto a cualquier sacrificio y moviéndose con esperanza y audacia.
«EN CUALQUIER CASA que entréis, quedaos allí hasta que de allí os vayáis. Y si nadie os acoge, al salir de aquella ciudad, sacudíos el polvo de los pies en testimonio contra ellos» (Lc 9,4-5). Así concluye el Señor sus consejos para la misión apostólica. Jesús hace ver que, en ocasiones, el testimonio apostólico de sus enviados será bien acogido y, en cambio, otras veces no lo será. Para este último caso, recomienda a los doce que sacudan el polvo de sus pies: era un gesto gráfico en la cultura semita para mostrar que uno no quería conservar nada, ni siquiera un poco de tierra, del lugar donde le habían rechazado. En nuestro caso, nos ayuda a recordar que no deberíamos dejar que los fracasos o las negativas que cosecharemos al ser apóstoles queden como un peso en nuestro corazón, apagando poco a poco el entusiasmo sobrenatural que nos mueve.
«¿No te comprenden?... –escribía san Josemaría– Él era la Verdad y la Luz, pero tampoco los suyos le comprendieron. –Como tantas veces te he hecho considerar, acuérdate de las palabras del Señor: “no es el discípulo más que el Maestro”»[4]. Jesús es muy realista en su descripción de la vida apostólica. No oculta que esta exige renuncias –para no perder de vista la búsqueda de lo realmente valioso– y que no siempre se ve coronada por el éxito: a sus apóstoles no les faltarán dificultades, tribulaciones e incluso persecuciones (cfr. Lc 28,12-19); no irán por la vida logrando una victoria tras otra, y por eso no deben cifrar su alegría en los resultados inmediatos, sino en la fecundidad sobrenatural de su entrega. Recibirán el ciento por uno y la vida eterna (Mt 19,29) porque, de su testimonio de vida cristiana, de su fidelidad sin reservas a la misión apostólica, el Señor hará surgir una gran cantidad de frutos sobrenaturales, una abundancia que en muchos casos será inconmensurable para las estimaciones solamente humanas.
Podemos pedir a la Virgen María que avive en nuestros corazones un sentido de misión que nos haga ser y comportarnos como los primeros doce, sintiéndonos enviados del Señor y confiando en que él hará fructificar nuestro celo apostólico: «Tú y yo, hijos de Dios, cuando vemos a la gente, tenemos que pensar en las almas: he aquí un alma –hemos de decirnos– que hay que ayudar; un alma que hay que comprender; un alma con la que hay que convivir; un alma que hay que salvar»[5].
[1] Francisco, Audiencia, 15-III-2023.
[2] Mons. Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 9.
[3] San Josemaría, Instrucción 19-III-1934, n. 27.
[4] San Josemaría, Surco, n. 239.
[5] San Josemaría, Meditación del 25-II-1963, en Crónica 1964, IX, p. 69 (AGP, biblioteca, P01).