– Comenzar y recomenzar siempre
– Confiar más en Dios y menos en nosotros mismos
«VENDRÁ el Señor y con él todos sus santos; y aquel día habrá una luz espléndida»[1]. Jesucristo viene a la tierra a perdonarnos, a salvarnos, como leemos en el evangelio de la Misa de hoy: «¿Qué os parece? Si a un hombre que tiene cien ovejas se le pierde una de ellas, ¿no dejará las noventa y nueve en el monte y saldrá a buscar la que se le había perdido?» (Mt 18,12). El Buen Pastor viene a buscar lo que, por una razón u otra, se alejó. Retorna una vez más para llenarnos de su vida, para afianzarnos en nuestra llamada a la santidad.
Deseamos escuchar nuevamente aquella voz que la primera lectura describe como de «un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían» (Is 40,11). El Señor está empeñado en que experimentemos la alegría de la santidad e insiste en nuestra búsqueda: «Se da prisa en buscar la centésima oveja que se había perdido (...). ¡Maravillosa condescendencia de Dios, que así busca al hombre; dignidad grande del hombre, así buscado por Dios!»[2].
Nosotros, también deprisa, salimos a su encuentro, dispuestos a renovar nuestro amor. «Ha llegado para nosotros un día de salvación, de eternidad. Una vez más se oyen esos silbidos del Pastor Divino, esas palabras cariñosas, “vocavi te nomine tuo” –te he llamado por tu nombre. Como nuestra madre, Él nos invita por el nombre. Más: por el apelativo cariñoso, familiar. –Allá, en la intimidad del alma, llama, y hay que contestar: “ecce ego, quia vocasti me” –aquí estoy, porque me has llamado, decidido a que esta vez no pase el tiempo como el agua sobre los cantos rodados, sin dejar rastro»[3]. Queremos que este Adviento deje huella en nuestras almas porque, al escuchar nuestro nombre de labios del Buen Pastor, deseamos que su gracia nos renueve.
«EN EL DESIERTO preparad el camino del Señor, en la estepa haced una calzada recta para nuestro Dios. Todo valle será rellenado, y todo monte y colina allanados; lo torcido será recto y lo escarpado llano» (Is 40,3-4). Las palabras del profeta Isaías que leemos en la primera lectura de la Misa nos invitan a disponernos lo mejor posible para acoger la gracia que el Señor quiere concedernos con su venida.
Nos damos cuenta de que deberíamos mejorar en tantas cosas: en nuestro deseo por alcanzar una vida contemplativa, en el espíritu de sacrificio, en el modo de trabajar, en la preocupación por las almas, en el apostolado... Y no de una manera genérica, sino en puntos concretos: por ejemplo, en aquello que nos aconsejan en la dirección espiritual o en la confesión, o en esa virtud concreta que sabemos que nos hace tanto bien. Podemos aspirar, con la gracia de Dios, a ser transformados siempre un poco más, aunque a veces suceda más lentamente de lo que quisiéramos: «Nunca me han gustado –escribía san Josemaría– esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha»[4].
Para salir al encuentro de Jesús es necesario nunca adormecer ese impulso interior que nos lanza a buscarlo, que nos impulsa constantemente hacia la santidad que nos espera. «Aún avanzo —dice san Agustín—, aún camino, todavía estoy en ruta, todavía me esfuerzo, aún no he llegado. Por lo tanto, si tú también caminas, si te esfuerzas, si piensas en lo que ha de venir, olvida el pasado, no pongas tu mirada en eso, para no anclarte en el lugar donde te vuelves a mirar. Si dices: ¡ya basta!, estás perdido»[5].
TRAS HABER relatado la parábola del pastor que va en busca de la oveja que se le había perdido, Jesús concluye: «No es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda ni uno solo de estos pequeños» (Mt 18,14). El Señor nunca nos abandona. Esa es nuestra esperanza. Siempre habrá tropiezos, pero esa misma debilidad, cuando se reconoce como tal, atrae la fortaleza de Dios. Él, que es el Señor de los ejércitos, dirige la lucha, «y un jefe en el campo de batalla estima más al soldado que, después de haber huido, vuelve y ataca con ardor al enemigo, que al que nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó nunca a cabo una acción valerosa»[6]. No se santifica el que nunca cae –un alma así no existe– sino el que se levanta con agilidad.
La vida cristiana es vida de combate espiritual. Se trata de una lucha llena de paz, de deportividad, de alegría, porque tiene como fundamento principal la confianza en Dios. «Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día. Nos busca, como buscó a los dos discípulos de Emaús, saliéndoles al encuentro; como buscó a Tomás y le enseñó, e hizo que las tocara con sus dedos, las llagas abiertas en las manos y en el costado. Jesucristo siempre está esperando que volvamos a Él, precisamente porque conoce nuestra debilidad»[7].
Es necesario, pues, ser humildes delante de Dios, como un niño que pone de su parte para portarse bien y, aunque a menudo no lo logra, percibe siempre el cariño incondicional de sus padres. El Señor se complace cuando nos ve recurrir a Él para pedirle ayuda y, cuando sea necesario, su perdón. Ahí está, en buena parte, el secreto de la santidad. Contamos también con el apoyo de nuestra Madre Santísima. Ella siempre nos ayuda a recomenzar, a dejarnos encontrar de nuevo por el Buen Pastor: «Acudir, por María, tu Madre, al Amor Misericordioso de Jesús. –Un “miserere” y ¡arriba ese corazón! –A comenzar de nuevo»[8].
[1] Martes de la II semana de Adviento, antífona de entrada.
[2] San Bernardo, Sermón en el Adviento del Señor, I, 7.
[3] San Josemaría, Forja, n. 7.
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 76.
[5] San Agustín, Sermón 169,18.
[6] San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 34,4.
[7] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 75.
[8] San Josemaría, Camino, n. 711.