Meditaciones: jueves de la 26.ª semana del Tiempo Ordinario

Reflexión para meditar el jueves de la 26ª semana del Tiempo Ordinario. Los temas propuestos son: amor por la mies; apóstoles en lo cotidiano; transmitir la cercanía de Dios.

- Amor por la mies.

- Apóstoles en lo cotidiano.

- Transmitir la cercanía de Dios.


EL SEÑOR quería que sus discípulos participaran de su ardiente deseo de llevar el Evangelio a todas las criaturas. Por eso, en algunos momentos de su ministerio, los envió «delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir» (Lc 10,1), para que prepararan el camino de su venida. Algo similar sucede también hoy, con cada uno de los cristianos, para que nos sintamos como aquellos setenta y dos que el Señor mandó. Sabernos enviados por Dios nos ayudará a crecer en apertura de corazón, sabiendo que el Evangelio es siempre una llamada misionera, universal. Podemos decir con uno de los antiguos Padres: «Cristiano es mi nombre, católico mi apellido»[1]. La Iglesia es católica porque tiene un corazón abierto a toda persona, y esto se refleja también en nuestro diálogo con Dios: «Nuestra oración no debe limitarse solo a nuestras peticiones, a nuestras necesidades: una oración es verdaderamente cristiana si también tiene una dimensión universal»[2].

Al mismo tiempo, Jesús quiso que estos discípulos compartieran su inquietud por la necesidad de obreros que trabajen en el campo del mundo, para recoger los frutos de su obra de salvación. «La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10,2). Se trata de una invitación que puede extrañar en un primer momento. «¿Por qué nosotros –que solo somos obreros– hemos de rogar al dueño de la mies que envíe más trabajadores? ¿Qué más da que se pierda la cosecha si en cualquier caso vamos a seguir recibiendo la misma paga?».

Jesús quiere que los discípulos tengan amor por el terreno. Es decir, que no se limiten solamente a rendir cuentas, sino que consideren la tierra del mundo como algo propio, que les pertenece. El Señor pretende, en definitiva, que compartamos los deseos más profundos de su corazón, sintiéndonos partícipes de aquella sed de almas que le hizo exclamar: «Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda?» (Lc 12,49). Cristo tiene «sed de nosotros, de nuestro amor, de nuestras almas y de todas las almas que debemos llevar hasta él, por el camino de la Cruz, que es el camino de la inmortalidad y de la gloria del Cielo»[3].


EN LAS INSTRUCCIONES que Jesús da a los setenta y dos (cfr. Lc 10, 2-12), encontramos también las líneas directrices de nuestra misión de cristianos en medio del mundo. «Cristo no se limita a enviar: da también a los misioneros reglas de comportamiento claras y precisas. Ante todo, los envía “de dos en dos” para que se ayuden mutuamente y den testimonio de amor fraterno. Les advierte que serán “como corderos en medio de lobos”, es decir, deberán ser pacíficos a pesar de todo y llevar en todas las situaciones un mensaje de paz; no llevarán consigo ni alforja ni dinero, para vivir de lo que la Providencia les proporcione; curarán a los enfermos, como signo de la misericordia de Dios; se irán de donde sean rechazados, limitándose a poner en guardia sobre la responsabilidad de rechazar el reino de Dios»[4].

Los primeros cristianos supieron encarnar estas indicaciones del Señor. Vivieron una caridad entre ellos que suscitaba la admiración de sus contemporáneos[5]. También supieron transmitir paz en medio de las persecuciones y las contrariedades, pues sabían que sus nombres estarían así escritos en el cielo (cfr. Lc 10,20). Además, se preocupaban de que a ninguno de los hermanos les faltara lo necesario, poniendo a su disposición los propios bienes (cfr. Hch 2,45).

Por eso, san Josemaría se fijaba en los primeros cristianos a la hora de hablar sobre la santidad en medio de la vida cotidiana, pues ellos supieron testimoniar a Cristo resucitado a través de las actividades del día a día. «Vive tu vida ordinaria –comentaba el fundador del Opus Dei–; trabaja donde estás, procurando cumplir los deberes de tu estado, acabar bien la labor de tu profesión o de tu oficio, creciéndote, mejorando cada jornada. Sé leal, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo. Sé mortificado y alegre. Ese será tu apostolado. Y, sin que tú encuentres motivos, por tu pobre miseria, los que te rodean vendrán a ti, y con una conversación natural, sencilla –a la salida del trabajo, en una reunión de familia, en el autobús, en un paseo, en cualquier parte– charlaréis de inquietudes que están en el alma de todos, aunque a veces algunos no quieran darse cuenta: las irán entendiendo más, cuando comiencen a buscar de verdad a Dios»[6].


EL MENSAJE que los discípulos están llamados a llevar es, principalmente, un mensaje de proximidad: «El Reino de Dios está cerca» (Lc 10,9). En un primer momento, parece que este anuncio, que resuena también en otras partes del Evangelio, se trata solo de una exhortación amenazadora a la conversión, dada la inminencia del juicio final. Sin embargo, en estas palabras resuena ante todo la ternura de Dios, que literalmente se acercó a cada uno de nosotros con la Encarnación de su Hijo. «Si el Dios de los cielos está cerca, nosotros no estamos solos en la tierra y en las dificultades tampoco perdemos la fe. Esto es lo primero que hay que decir a la gente: Dios no es distante, sino que es Padre. (...) Quiere tomarte de la mano, también cuando vas por senderos empinados y difíciles, también cuando caes y te cuesta levantarte y retomar el camino; Él, el Señor, está ahí, contigo. Es más, a menudo en los momentos en los que eres más débil puedes sentir más fuerte su presencia»[7].

Esta es la actitud que Jesús quiere transmitir a sus discípulos: hacerse cercanos a los demás y volcar en ellos la ternura y la proximidad de Dios. Y no solo con aquellos que acojan entusiasmados el anuncio del Evangelio, sino también con sus perseguidores: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,44-45). Como escribía san Josemaría: «Pequeño amor es el tuyo si no sientes el celo por la salvación de todas las almas. –Pobre amor es el tuyo si no tienes ansias de pegar tu locura a otros apóstoles»[8]. Podemos pedir a la Virgen María, Reina de los apóstoles, que compartamos el deseo de su Hijo, «que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4).


[1] San Paciano, Epistola, 1,4.

[2] Francisco, Ángelus, 7-VII-2019.

[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 202.

[4] Benedicto XVI, Ángelus, 8-VII-2007.

[5] Cfr. Tertuliano, Apologético 39, 7 (CCL 1, 151).

[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 273.

[7] Francisco, Ángelus, 18-VI-2023.

[8] San Josemaría, Camino, n. 796.