Meditaciones: 11.º domingo del Tiempo ordinario (ciclo A)

Reflexión para meditar el domingo de la undécima semana del Tiempo ordinario. Los temas propuestos son: recordar la alegría del encuentro con Dios; obreros de una mies; anunciar el Evangelio a los más cercanos

– Recordar la alegría del encuentro con Dios.

– Obreros de una mies.

– Anunciar el Evangelio a los más cercanos.


CUANDO los israelitas acamparon frente al Sinaí, Moisés comenzó a subir el monte para hablar con Dios. El Señor, que había sido testigo de las dudas y de las dificultades que atravesó Israel tras huir de Egipto, le confirmó la alianza que había establecido con su gente: «Seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa». Y como muestra de la predilección que sentía por ellos, recordó lo que habían vivido recientemente: «Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí» (Ex 19, 2-6a).

Echando una mirada atrás en nuestra vida, podemos recordar algunos momentos en los que hemos notado especialmente la presencia de Dios; circunstancias en las que su cercanía se nos ha hecho más patente y que quizá nos han llenado de una felicidad inigualable. Esos recuerdos tal vez contrastan con situaciones recientes o actuales. Como el pueblo de Israel, también atravesamos temporadas de desiertos: acontecimientos que nos han cansado o contrariedades que nos han robado la esperanza.

Dios, que conoce esas dificultades, nos invita a dirigir nuestra mirada a su acción salvadora, para confiar en los muchos milagros que ya ha hecho en favor de nosotros, así como en las veces que nos ha liberado, como a Israel, de la esclavitud. «Nos pide que revivamos ese momento, esa situación, esa experiencia en la que encontramos al Señor, sentimos su amor y recibimos una mirada nueva y luminosa sobre nosotros mismos, sobre la realidad, sobre el misterio de la vida»[1] . Como el pueblo elegido, necesitamos alimentar nuestra esperanza con la memoria y el recuerdo de la acción de Jesús en nuestra alma. «Si recuperas el primer amor, el asombro y la alegría del encuentro con Dios, irás hacia adelante»[2].


JESÚS vino a la tierra para salvar a todos los hombres. Por eso, no puede evitar compadecerse cuando ve que la gente se encuentra extenuada o abandonada, pues no tiene a nadie a quien acudir. Al Señor le gustaría llegar a cada una de las personas que lo buscan. Con este fin, quiere contar con la mediación de otros pastores que, como él, tengan el deseo de cuidar de las ovejas que se hallan dispersas por todo el mundo. De ahí que se dirija a sus discípulos y les diga: «La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9,37-38).

El Señor cuenta con cada uno de nosotros para saciar la sed de Dios de las almas, para anunciar la Buena Nueva de la salvación. Y es esta una misión que requiere una mirada de compasión, como la que tuvo Jesús: una mirada que no excluye a nadie y que lleva a entregarse con valentía y sin reservas. Cada día podemos transmitir el Evangelio a los demás, principalmente a través de nuestra vida auténtica llena de alegría, de interés, de caridad que acoge la realidad del prójimo. «Desgarra el corazón aquel clamor –¡siempre actual!– del Hijo de Dios, que se lamenta porque la mies es mucha y los obreros son pocos. –Ese grito ha salido de la boca de Cristo, para que también lo oigas tú: ¿cómo le has respondido hasta ahora?, ¿rezas, al menos a diario, por esa intención?»[3].


CUANDO Cristo envió a los apóstoles para proclamar la llegada del reino de los cielos y realizar curaciones, les dijo: «No vayáis a tierra de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; sino id primero a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,5-6). Ciertamente, esto no significaba que solo los judíos pudiesen acoger la Buena Nueva. Más adelante Jesús predicará en Samaría y los gentiles recibirán la fe. Pero el Señor quiso que, en primer lugar, el anuncio de salvación llegara a su pueblo en virtud de la alianza que estableció con él. De este modo, el Israel renovado sería el germen del nuevo pueblo de Dios.

Cristo también nos llama a anunciar el Evangelio en primer lugar a las personas que nos están más cerca: nuestra familia, nuestros amigos y compañeros de trabajo... Dios ha querido que nos santifiquemos y nos salvemos «no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente»[4]. Por eso vivimos según el Evangelio cuando procuramos que las personas que nos acompañan en nuestra vida puedan conocer la alegría del mensaje cristiano. «Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana»[5].

Las madres ocupan un lugar especial en toda familia. Ellas no dudan en hacer lo que sea necesario por el bien de sus hijos. La Iglesia es un pueblo que también cuenta con una madre: María. Ella nos ayudará a vivir sin cálculos nuestra misión de apóstoles, sabiendo testimoniar con nuestra propia vida la alegría del Evangelio.


[1] Francisco, Homilía, 8-IV-2023.

[2] Ibíd.

[3] San Josemaría, Forja, n. 906.

[4] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9.

[5] Francisco, Gaudete et Exsultate, n. 6.