Al afrontar el tema de la santidad de los esposos, de la santidad en la vida de la familia, o de la santidad en la vida conyugal, se pone ante los ojos, necesariamente, el principio configurador de toda familia, que es el que debe ser santificado: el pacto de alianza conyugal entre los esposos.«La vocación universal a la santidad se dirige también a los cónyuges y a los padres cristianos: para ellos ha sido especificada por el sacramento celebrado y traducida en las realidades propias de la existencia conyugal y familiar»[1].
En efecto, no se puede hablar de santidad cristiana en la vida de familia sin vivir según el Espíritu de Cristo la realidad que la constituye y las exigencias que lleva consigo. En otras palabras, no se puede construir la santidad de los miembros de la familia — en primer lugar, la de los esposos— sin vivir la verdad contenida en el ser familia y, por tanto, en el pacto o alianza en que se fundamenta.
Los tareas esenciales que configuran la vida familiar están ya presentes en el pacto conyugal. Los elementos primordiales de tal alianza son las coordenadas fundamentales de la vida familiar. La vocación cristiana exige vivir según el Espíritu de Cristo dicha realidad natural inherente a la Creación, configurada para los cristianos por el Misterio Pascual. «La inauguración de la plenitud de los tiempos (cfr. Gal 4, 4), el momento escogido por Dios para manifestar por entero su amor a los hombres, entregándonos a su propio Hijo (...) se cumple en medio de las circunstancias más normales y ordinarias: una mujer que da a luz, una familia, una casa. La omnipotencia divina, el esplendor de Dios, pasan a través de lo humano, se unen a lo humano»[2].
Se puede hablar, por tanto, de un materialismo cristiano[3] que vive, en el espíritu del don pascual, la realidad concreta de la comunión entre el hombre y la mujer, salida de las manos de Dios Creador. Oponiéndose a todo tipo de espiritualismo, la santidad cristiana de cuantos han sido llamados al matrimonio requiere, sobre todo, vivir la realidad de ser «dos en una carne» (Gen 2, 24). Esto ciertamente no en un sentido reductivo, sino conforme a toda la riqueza que implica esta expresión bíblica en el ámbito de la comunión interpersonal.
En esto consiste la tarea fundamental de esta vocación cristiana, de la cual el Beato Josemaría Escrivá fue pionero con su predicación[4] en los años treinta. Es un modo específico de vivir esa llamada universal a la santidad en medio del mundo, propia de los fieles laicos. Además de su incansable predicación, el Beato Josemaría contribuyó a que en la vida Iglesia se hiciera realidad esta llamada a santificarse en el matrimonio y en la familia por medio de tantos miles de parejas que intentan encarnarla en sus propias vidas, respondiendo así a la propia vocación de hijos de Dios en el Opus Dei. La mayoría de los miembros del Opus Dei —como declaraba su Fundador— «viven en el estado matrimonial y, para ellos, el amor humano y los deberes conyugales son parte de la vocación divina»[5].
Los deberes fundamentales de la vida conyugal
Los deberes primordiales y esenciales de la vida familiar están determinados, decíamos, por el ser mismo del matrimonio sobre el cual se asienta la familia. La familia no puede surgir sin referirse a la entrega conyugal del hombre y la mujer; tampoco ésta podría existir al margen de la intrínseca exigencia de trasmitir la vida, procrear y educar nuevas vidas.
Comunión de personas y servicio a la vida son los valores esenciales e interdependientes propios de la familia. Como puede verse, se trata de las mismas leyes estructurales del matrimonio. El pacto matrimonial no existiría sin la comunión conyugal, fruto de la recíproca entrega; pero tampoco sin la connatural orientación a trasmitir la vida y educar a los hijos.
Lo confirma la conexión existente entre la segunda y la tercera parte de la Exhortación pastoral Familiaris consortio. La parte específica y central del documento, a saber la tercera, comienza con el conocido imperativo: «¡Familia, sé lo que eres!»[6]; en ella son desarrollados los dos aspectos constitutivos esenciales de la misión de la familia: comunidad de personas (cap. I) y servicio a la vida (cap. II). Precedentemente, la segunda parte, fundamento de la tercera, relativa a los deberes familiares, está dedicada al designio de Dios sobre el matrimonio y la familia.
El mandamiento «¡Familia, sé lo que eres!» hunde sus raíces en el ser mismo del matrimonio, el cual se expresa en leyes que estructuran la familia. La riqueza contenida en la semilla del matrimonio se desarrolla con toda su fuerza y potencia en la vida familiar, confirmando día a día la validez y el designio de ese germen inicial.
El valor de la familia se funda originariamente sobre la cualidad de la recíproca entrega de los esposos. Es el bien fundamental de la célula básica de la sociedad. La sociedad se estructura según vínculos humanos que sitúan a las personas en relaciones de solidaridad, interdependencia y servicio. Entre esos lazos, el matrimonio posee una prioridad constitutiva. Mientras es posible prescindir, en mayor o menor medida, de otras relaciones sociales, esta es sustantiva y esencial, y condiciona la cualidad global de una sociedad. Como recuerda la Gaudium et spes, la unión del hombre y la mujer «constituye la primera forma de comunión de personas»[7].
El libro del Génesis expresa tal concepto de un modo admirable, al concluir la presentación al hombre de la mujer recién creada afirmando: «Por esto el hombre abandonará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne» (Gen 2, 24). A pesar de ser tan fuerte el nexo de los hijos con sus padres desde el punto de vista biológico —físico por lo demás respecto de la madre—, de hecho no es ésta la unión más poderosa que existe en la sociedad humana. Hay otra que, partiendo de seres diversos por el sexo y la sangre, crea una fusión natural tan fuerte que su desintegración es parangonable al desmembramiento de un cuerpo vivo[8]. La entrega conyugal une y funde a los esposos en un modo tal que llegan a ser «una sola carne».
«Cuando el hombre y la mujer, en el matrimonio, se entregan y se reciben recíprocamente en la unidad de "una sola carne", la lógica de la entrega sincera entra en sus vidas»[9]. La madurez y la riqueza humana de uno y otro de los componentes de la pareja se refleja necesariamente en el resultado de esta "una caro".
Todo esto determina que el ideal de la familia que se quiere constituir haya de influir desde la elección recíproca de los novios y en todo el proceso formativo del período preparatorio. En efecto, como dice Juan Pablo II en laCarta a las familias, «la unión conyugal —significado en la expresión bíblica en una sola carne— sólo puede ser comprendida y explicada plenamente recurriendo a los valores de la "persona" y de la "entrega"»[10]. En tal proceso de conocimiento y compenetración existen aspectos determinantes para la futura familia. Sobre algunos de ellos no podrá transigirse y será necesario reparar las lagunas de cada pretendiente. De otra forma, los problemas se postergan pero no se resuelven, y volverán a aparecer en seguida, con menores posibilidades de solucionarlos adecuadamente.
La donación mutua, por tanto, colocado en la base de la "una caro" de los esposos, debe inspirar la recíproca relación en toda la vida conyugal, y debe penetrar y configurar toda la vida familiar. Por ejemplo, las relaciones paterno-filiales y materno-filiales hunden sus raíces en la donación al cónyuge. La paternidad y la maternidad no sólo no lesionan la mutua entrega de los cónyuges sino que la enriquecen, constituyendo su optimación más coherente.
En efecto, la calidad de la donación recíproca potencia y hace idóneos para una paternidad y maternidad generosas y llenas de contenido. La procreación y la educación de los hijos madura y se cultiva en la genuina entrega esponsal. La tendencia a excluir a los hijos del horizonte de la donación de sí mismos o a limitarlo de manera injustificada e impropia manifiesta la inmadurez de dicha entrega y la intensidad del egoísmo que la paraliza. En esa misma medida priva a la entrega personal al esposo o a la esposa de la intrínseca referencia entre sí como al padre o a la madre de los propios hijos.
Ya que el donarse de los esposos es conyugal, la transmisión de la vida y cuanto comporta la formación de éstos repercute naturalmente en la vida matrimonial. La íntima relación de los cónyuges, el descubrimiento de la maternidad y de la paternidad, el crecimiento y la educación de los hijos, traducen en experiencia existencial el bien previamente contenido en el matrimonio. La comunión de personas iniciada con una referencia directa entre esposo y esposa, crece ahora y se dilata por la fuerza de una ley inscrita en su ser, transmitiendo y formando la "imagen de Dios" en los propios descendientes.
El servicio a la vida no es algo añadido a la familia, sino uno de sus elementos constitutivos, ya que el don de los esposos tiene como fin, por su misma estructura natural, el cuidado de la vida. Cuando esta fuerza orientativa se desordena y pervierte, el mismo egoísmo conyugal inficiona y, en ocasiones, desnaturaliza el la donación mutua de los esposos.
La mentalidad anticonceptiva, aunque no alcance la exclusión absoluta de los hijos, perjudica la cualidad de la entrega conyugal en muchas familias. Muchas desventuras conyugales, que terminan ante el juez intentando obtener la declaración de nulidad o desembocan en un divorcio civil, encuentran su origen en una entrega que excluía la transmisión de la vida, o por lo menos la difería sin motivos serios. Algunos quizá llegaban a pensar que fortalecían de este modo su total entrega conyugal. Pero la realidad es que ni la procreación previa al matrimonio favorece la calidad de la donación mutua, ni ésta crece ni mejora cerrándose al servicio de la vida. En ambos casos, se contradice la entrega conyugal.
Tal entrega posee algunas leyes intrínsecas; y crece y se desarrolla conforme a ellas. De otra forma, no obstante lo aparente a primera vista, languidece y puede llegar a morir a causa de los continuos actos que contradicen su dinamismo natural. «Toda la vida del matrimonio es entrega, pero esto se hace singularmente evidente cuando los esposos, ofreciéndose recíprocamente en el amor, realizan aquel encuentro que hace de los dos "una sola carne" (Gen 2, 24)»[11].
El amor conyugal, alma de la vida familiar El amor conyugal anima y vivifica la vida de familia. Este dinamismo coherente, que hace vivir a los esposos en la alegría de la mutua donación, informa todos los lazos familiares con el alegre espíritu de la entrega. De ahí que el amor conyugal haga que las relaciones entre los padres y los hijos estén animadas por el espíritu de entrega mutua de los esposos, el cual se extiende y difunde a todos los miembros de la familia. La solidez o fragilidad de tal entrega, manifestada consciente o inconscientemente en la vida cotidiana, indica el grado de consistencia de una familia como grupo social.
El amor conyugal no es un dinamismo ciego, con manifestaciones autónomas, sino que vivifica la estructura esencial del matrimonio y, por tanto, de la familia. «Dios ha querido servirse del amor conyugal, para traer nuevas criaturas al mundo y aumentar el cuerpo de su Iglesia»[12]. La donación mutua de los esposos y su servicio a la vida no son leyes internas del matrimonio y la familia independientes del amor conyugal. Sin él no se habría llevado a cabo la entrega recíproca y ésta, sin tal impulso de amor, se quedaría en un compromiso pactado pero incapaz de cumplirse por falta de fuerza vital. La donación recíproca de los esposos ha nacido con un acto de amor, pero tal donación no se reduce a ese acto de amor constitutivo. Aún más, la entrega conyugal reclama ser sostenida y vivificada continuamente por el amor como linfa vital.
El amor conyugal, al suscitar como principio vital la entrega recíproca de los esposos, vivifica también todo el servicio a la vida propio del matrimonio y de la vida conyugal. «No hay amor humano neto, franco y alegre en el matrimonio si no se vive esa virtud de la castidad, que respeta el misterio de la sexualidad y lo ordena a la fecundidad y a la entrega»[13].
Si bien la mutua entrega se ordena por sí misma al servicio de la vida, es difícil que tal servicio sea abundante si el amor es débil y vacilante. Un hogar en que el servicio a la vida —con todo lo que comporta su transmisión, la educación de los hijos y la comunicación entre los miembros— es floreciente, revela que un amor fuerte y poderoso vivifica toda la estructura de la mutua entrega. La fuerza del amor conyugal vuelve operativo todo el ser del matrimonio, que es la misma comunión de los esposos al servicio de la vida. Por el contrario, sin el dinamismo del amor todo el organismo del matrimonio y la familia se anquilosa y paraliza.
La existencia del matrimonio no depende del amor, en el sentido de que su desaparición disuelva la consistencia del matrimonio. Es cierto que si falta el amor en el matrimonio se adormecen tanto la vida como su actividad. De la misma manera que la vida de la semilla la hace germinar y nos da a conocer la estructura de la planta, y luego como linfa vivificante la hace crecer y producir flores y frutos, así el amor conyugal hace germinar el matrimonio como institución con su propia estructura específica. Ahora bien, si este amor, como principio vital, continúa alimentando tal estructura, ésta se desarrolla en una comunión de vida entre los cónyuges y se extiende trasmitiendo la vida a los descendientes.
Es la vida del matrimonio y de la familia, y no su ser constitutivo, lo que está implicado directamente en la presencia o ausencia del amor conyugal, lo mismo que del amor paterno y materno por los hijos. Sin duda que la institución matrimonial sin amor conyugal es como un cadáver, el cual a pesar de poseer toda la estructura física de un ser humano, no por esto es un ser vivo. La estructura del matrimonio y de la familia tiene necesidad del amor como de su espíritu y de su vida; un espíritu que puede siempre resurgir, superando posibles crisis conyugales, aunque se hubiera adormecido o perdido aparentemente. Este amor es la respuesta permanente, actual y viva, a esa exigencia de entrega total que está en la base del matrimonio. El amor conyugal, a su vez, se expresa haciéndose evidente mediante la estructura, pero esta no puede ser modificada según la voluntad de los cónyuges. El amor conyugal puede de este modo crecer y desarrollarse hacia la plenitud de su perfección.
La vida íntima conyugal es una manifestación específica de la donación recíproca entre los esposos y el modo propio en que la "una caro" de los esposos demuestra su connatural ordenación a la transmisión de la vida. Como puede verse, las mismas leyes de la estructura del matrimonio y de la familia —entrega de los cónyuges y servicio a la vida— constituyen las coordenadas estructurales del acto conyugal. Son los aspectos que la Encíclica Humanæ vitæ afirma como significados esenciales e inseparables: unitivo y procreativo.
Sin embargo, estos aspectos esenciales que componen el ser del acto conyugal deben ser vivificados por el amor. Por lo cual, como recuerda la Constitución pastoral Gaudium et spes hablando de la moralidad conyugal, es necesario recurrir a criterios objetivos que mantienen en un contexto de verdadero amor el sentido íntegro de la mutua entrega y de la procreación humana[14]. Con palabras del Fundador del Opus Dei, «las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos»[15].
Son, por tanto, dos los criterios objetivos de la moralidad conyugal, los cuales, indicados por los Padres conciliares, han sido explícitamente concretados por Pablo VI en la respuesta a la cuestión de los anovulatorios. Estos criterios unitivo y procreativo de la vida conyugal, radicados en el mismo ser del matrimonio, ayudan a entender y diferenciar los aspectos de la vida matrimonial y familiar.
Tales criterios hacen incompatible la anticoncepción, cualquiera que sea su forma, con la santidad en la vida conyugal; asimismo excluyen radicalmente todo tipo de procreación artificial, sea heteróloga u homóloga. En efecto, mientras que cualquier forma de anticoncepción destruye la orientación natural de la entrega conyugal a la transmisión de la vida, la procreación artificial, también la homóloga, sustituye y, por tanto, elimina de este acto la misma donación conyugal. Ni en el caso de un acto anticonceptivo puede hablarse de verdadero acto conyugal, por estar éste privado voluntariamente de uno de sus aspectos esenciales; ni en el caso de la fecundación artificial la vida es fruto de la recíproca entrega de los esposos.
La santidad de la vida matrimonial conduce a los esposos a vivir el acto propio y específico de los cónyuges con el mismo amor que los llevó a la entrega matrimonial. En dicho acto, «el hombre y la mujer están llamados a ratificar de manera responsable la recíproca entrega que han hecho de sí mismos con la alianza matrimonial»[16]. Más aún, la comunión específica, mediante la cual llegan a ser "una sola carne» puede expresar y perfeccionar de manera singular aquel amor conyugal que ha dado origen al matrimonio[17]. Fomentar el ejercicio de la intimidad conyugal, privándola positivamente de la potencialidad procreativa, con el pretexto de no poner en peligro la fidelidad conyugal, es buscar la solución de posibles males con remedios paliativos que, además de no resolver los problemas, los acentúan y los agravan.
La santidad de la vida íntima conyugal asume la misma condición de los esposos y de su unión íntima en la carne, sabiendo respetar, en las leyes intrínsecas de la relación física, el misterio trascendente de las personas como colaboradoras del Dios de la vida. Santificar también la recíproca entrega física prueba y expresa, en este acto de amor, hasta qué grado la vida de relación de los esposos está impregnada de entrega y de apertura a los hijos.
Realidades humanas vividas según el Espíritu de Cristo
Estos cometidos connaturales al matrimonio y a la familia se convierten en obras de santidad para los esposos, los cuales han sido fortalecidos por el sacramento del matrimonio. «El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramente instituido por Jesucristo»[18].
El misterio de gracia de la unión de Cristo con la Iglesia, del cual participan ahora, añade una capacidad peculiar de testimoniar y plasmar a través de esos deberes, propios de todos los esposos, la presencia del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la Iglesia en la historia de los hombres[19].
El sacramento del matrimonio, instituido por Cristo —decía el Beato Josemaría Escrivá— es «signo sagrado que santifica, acción de Jesús que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra»[20].
Esta transformación de la vida conyugal y familiar por Cristo es obra de su Espíritu, que actúa en primer lugar por la caridad. La vida de los esposos y padres cristianos y de los otros miembros de la familia, revela el misterio de amor de Dios entre los hombres, en la medida en que sus obras de relaciones familiares y sociales están impregnadas de las virtudes teologales: la fe, la esperanza, la caridad.
Todo aquello que expresa la relación de entrega recíproca de los esposos cristianos se encuentra bajo la acción de la gracia. Ahora bien, en la medida en que cada uno de ellos percibe esta realidad, asumiéndola de modo consciente con la docilidad que exige la acción del Espíritu Santo en sus almas, crecen y participan más abundantemente de la vida de Dios como esposos y padres. La unidad vital existente entre la relación con Dios y la entrega conyugal al esposo o a la esposa comienza a ser una realidad sólida. Esta misma entrega conyugal especifica la entrega propia a cada uno de los demás miembros de la familia.
El amor de Dios y el amor del cónyuge recorren un mismo camino que manifiesta, en un lenguaje humano comprensible a cualquier persona, los tesoros insondables del misterio de la Encarnación. Pero, a un tiempo, es el amor de Dios, fuerte como la muerte[21], el que purifica, configura y eleva todas las expresiones humanas del amor y de la entrega entre los esposos para que sean instrumentos que manifiesten la donación de Cristo a la Iglesia.
La espiritualidad conyugal no se constituye desde el exterior con la multiplicación de los actos de piedad, con la simple imitación de comportamientos ejemplares. La piedad y la imitación de las virtudes sin duda alimentan la santidad de los esposos cuando los conduce a vivir más plenamente el sentido sacramental de su unión. «Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar»[22].
La espiritualidad conyugal cristiana tiene su propio fundamento en el misterio de la entrega fecunda de Cristo a su Iglesia, de la cual los esposos cristianos participan mediante el sacramento del matrimonio. Esta participación constituye un principio dinámico, que, obrando por medio de las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, convierte el propio hogar en célula fundamental y vivificante del Reino de Dios en Cristo: la iglesia doméstica.
Cuando en la familia se vive en coherencia con este misterio participado, los hijos nacen como el fruto concreto de la entrega de los esposos: expresiones de la carne, fruto del espíritu. Lo mismo que la fidelidad, también el servicio a la vida, propio de la entrega conyugal, se vive no en la agitación y la inquietud de la carne, sino con la fuerza unificadora del espíritu.
El servicio a la vida, ya sea la procreación, el crecimiento y la alimentación, la educación y la formación, no puede sino reforzar el don mutuo de los esposos. Un equilibrio precario en el servicio a la vida, que no conlleve el crecimiento en la comunión de los esposos, manifiesta una entrega ya débil o enferma desde el momento del compromiso matrimonial o que se ha resquebrajado y debilitado a causa de una vida incoherente. No existe una entrega conyugal que no comporte una mayor exigencia de servicio a la vida, así como no se da un radical empeño de transmitir la vida y servirla que no lleve a concretar y mejorar la entrega de los esposos.
El trabajo, la convivencia, la relación cotidiana en las actividades, de trascendencia o más ordinarias, constituyen la trama del ejercicio de las virtudes que impregnan toda la vida doméstica. La constancia en sacar adelante las propias ocupaciones, la serenidad y afabilidad en el trato con los otros, la sinceridad para reconocer los propios errores, la capacidad de comprender y perdonar, la fortaleza para corregir los defectos personales, la paciencia consigo mismo y con los otros, el optimismo para ayudar a superarse... son virtudes que, apoyándose en la fe, la esperanza y la caridad, traducen en vida de hijos de Dios el cotidiano transcurrir de la vida familiar.
Así se expresa el Beato Josemaría: «La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar»[23].
Unión conyugal generosa y fecunda
La santidad matrimonial requiere, por tanto, vivir en el espíritu del Misterio Pascual —Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo— una manifestación específica de la vida de los esposos: la relación conyugal íntima. Ésta posee indudablemente una fuerte influencia y repercusión sobre la santidad de los demás componentes de la familia, en cuanto que aparece como la clave del arco de la coherencia de vida propia del estado esponsal.
Ciertamente toda la comunicación de palabras y obras entre los cónyuges puede expresar su recíproca entrega y la positiva acción al servicio de la vida: una sonrisa, la mirada, una amabilidad, una palabra, un gesto, un servicio... Ahora bien, la unión íntima de la carne como expresión de la comunión de sus personas es singular y específica.
Esta unión actualiza en el tiempo la verdad de la alianza conyugal estipulada con la donación recíproca de las personas del hombre y la mujer. Por consiguiente tal don requiere su cumplimiento en plenitud como unión única, exclusiva y para siempre. No admite que le falte ninguna de las propiedades naturales del pacto matrimonial. La sola sospecha de esto impediría que hubiera una verdadera comunicación íntima, despojándola de su condición específica de comunión de personas.
La santidad esponsal implica, por tanto, vivir la verdad de esta unión con la generosidad y la coherencia de la entrega que tal comunión actualiza. La expresión de la recíproca entrega conyugal, además de reclamar la coherencia, la promueve, en cuanto constituye una llamada a vivir las exigencias que actualiza. La sinceridad de la entrega cotidiana prepara y dispone a vivir esta expresión específica de verdadero don recíproco , y éste, a su vez, puede ayudar a expresarla en los variados y diversos aspectos de la vida.
Por tanto, la santidad cristiana de los esposos requiere vivir según el Espíritu la realidad plena de tal entrega. El misterio de la entrega de Cristo a la Iglesia —hasta la muerte, y muerte de cruz—, en el que los esposos cristianos participan en virtud del matrimonio, debe impregnar esta comunión de las personas con la ley de la entrega más que de la posesión. Esta unión es siempre fecunda y, generalmente, se expresa también con los frutos de la procreación. La generación humana exige la comunión de los progenitores en una sola carne como manifestación de la comunión existente entre sus personas. Por eso, los aspectos unitivo y procreativo son elementos inseparables de un mismo valor moral. Por este motivo, para vivir una procreación responsable, necesaria para la santidad de los esposos, es presupuesto indispensable la responsabilidad en la mencionada comunión.
Las facultades superiores del hombre no poseen un dominio directo, pleno y absoluto sobre la procreación, como tampoco sobre las demás funciones biológicas del hombre. De ellas dependen ciertamente los actos de la relación íntima, necesarios para la transmisión de la vida. Ahora bien, la conexión entre los actos conyugales y la transmisión de la vida tiene sus propias leyes, no sometidas al dominio de la voluntad. Por tanto, hablar de procreación responsable implica directa y propiamente la responsabilidad en la comunicación íntima conyugal. Sólo indirecta y mediatamente puede ser relativa a la facultad de transmitir la vida.
La responsabilidad se ejerce, o deja de ejercitarse, en los actos que dependen de la voluntad; de lo cual se deriva que los efectos consiguientes son responsables o irresponsables. No se puede proponer como responsable la voluntad de no procrear sin que esta misma voluntad determine una actitud coherente en las relaciones conyugales. En definitiva, no se puede ser irresponsable en las relaciones íntimas y pretender ser responsable en la transmisión de la vida.
Esto conlleva para la santidad conyugal que el Espíritu de Cristo penetre las relaciones íntimas de los esposos asumiendo consciente y responsablemente la propia índole de transmisores de la vida. No es suficiente por parte de los esposos el respeto de la vida que tales actos pueden eventualmente suscitar; la santidad matrimonial implica una disposición positiva respecto a la vida que tal unión voluntaria y consciente puede procrear.
Solamente cuando existen serios motivos que volverían irresponsable suscitar una nueva procreación, se justifica el recurso a relaciones naturalmente infecundas. Tal continencia periódica, en sí misma lícita, requerirá sin embargo que los esposos asuman de modo responsable la eventualidad de que la relación pueda ser fecunda. Esta natural incertidumbre relativa a los actos conyugales y su fecundidad, exigirá de los esposos, en algunas circunstancias, una abstención proporcionada con la gravedad de los motivos que desaconsejan la transmisión de la vida, y aun la absoluta abstinencia, cuando la posible procreación, que sigue siendo voluntaria in causa, pudiera comprometer un bien tan grande como la vida de la esposa.
Como se advierte con claridad, las exigencias de la vida conyugal no se pueden vivir sin un grado de amor y desprendimiento de sí mismo tales que trascienden toda fuerza humana y reclaman el auxilio divino. En efecto, no existe en el orden natural un acto de mayor amor y desprendimiento que el contenido e implicado en la donación matrimonial. Todo esto lleva al Santo Padre a preguntarse: «¿Acaso se puede imaginar el amor humano sin el Esposo y sin el amor con que Él amó primero hasta el extremo?». A tal pregunta, responde así: «Sólo si participan en este amor y en este "gran misterio", los esposos pueden amar "hasta el extremo", o se hacen partícipes de él, o bien no conocen verdaderamente lo que es el amor y la radicalidad de sus exigencias»[24].
Ejercicio de las virtudes cristianas
Para los esposos cristianos, el matrimonio y, concretamente, los aspectos de la entrega conyugal y de la transmisión de la vida, constituyen el ámbito específico de la propia santidad, es decir, el lugar propio del ejercicio de todas las virtudes, principalmente las teologales. «Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas, las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría...»[25]. La fe les ayudará a descubrir el misterio del que participan en detalles, exigencias, penas y alegrías de la vida ordinaria. «En efecto —subraya la Familiaris consortio—, sólo en la fe los esposos pueden descubrir y admirar con gozosa gratitud, a qué dignidad ha querido Dios elevar el matrimonio y la familia, constituyéndolos como signo y lugar de la alianza de amor entre Dios y los hombres, entre Jesucristo y su esposa la Iglesia»[26].
Esta misma fe hará percibir a los esposos en su vida, en los momentos y circunstancias de dolor y sufrimiento, el misterio de la entrega redentora de Cristo por los hombres: «Dentro y a través de los acontecimientos, los problemas, las dificultades, los hechos de la existencia de todos los días, Dios viene a ellos revelando y proponiendo las "exigencias" concretas de su participación en el amor de Cristo por la Iglesia»[27]. La misma fe cristiana proyectará luz abundante sobre la responsable entrega íntima como expresión concreta del amor de Cristo por cada uno de ellos a través del otro, también en el gozo sensible y espiritual que se deriva de dicha entrega. Será asimismo un faro resplandeciente para los esposos cristianos en la tarea de la procreación y educación de nuevas vidas, en cuanto partícipes del poder creador de Dios y de la acción redentora de Cristo en la Iglesia.
Cumplir con plenitud el proyecto de la donación personal implícito en el matrimonio, y de la entrega de los padres a los hijos a través de la procreación y la educación, es un cometido que supera las solas fuerzas naturales. La virtud de la esperanza confiere a los cristianos la seguridad de que Aquel que los ha llamado a la vocación de esposos y padres, no cesará de asistirlos con su gracia, para volver fecunda y eficaz su respuesta a las exigencias concretas de la propia vocación.
La fe, que ilumina el misterio de la cruz fecunda, del cual participan, les conduce asimismo a vivir, en la esperanza, la coherencia deseada y no siempre realizada en todas y cada una de las manifestaciones cotidianas. La certeza de que los últimos tiempos han comenzado, pero no están consumados aún, los hace anhelar y suplicar la gracia, y agradecer con frutos maduros, siempre deseosos de ser revestidos de la presencia del Esposo que confirme definitivamente en ellos la fidelidad a la Esposa.
Las virtudes teologales y, especialmente, la caridad, perfeccionan el ser humano en sus exigencias naturales. Así el hombre, que no puede «encontrarse plenamente a sí mismo sino en el sincero don de sí»[28], recibe en el amor participado de Cristo la fuerza primordial para la propia realización. «El amor hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo. Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente»[29]. La caridad participada, en el caso de los esposos cristianos, es ese amor esponsal, raíz última del Misterio Pascual: la unión de Cristo con la Iglesia. «Así, en cada familia auténticamente cristiana —nos recuerda el Beato Josemaría Escrivá— se reproduce de algún modo el misterio de la Iglesia, escogida por Dios y enviada como guía del mundo»[30].
La familia es incorporada a la Iglesia respetando, más aún, confirmando y elevando a acción de la Iglesia lo que constituía la misión propia de tal comunidad natural. «Si la familia cristiana es una comunidad cuyos vínculos han sido renovados por Cristo mediante la fe y los sacramentos, su participación a la misión de la Iglesia debe realizarse según una modalidad comunitaria: por tanto, juntamente los cónyuges como pareja, los hijos y los padres en cuanto familia, deben vivir el propio servicio a la Iglesia y al mundo»[31].
De ahí que la misión de la familia en la Iglesia no sea la suma de las misiones de los miembros que la componen. La Exhortación pastoral Familiaris consortio precisa que «la familia cristiana está llamada a tomar parte viva y responsable en la misión de la Iglesia de un modo propio y original, a saber, poniéndose ella misma al servicio de la Iglesia y de la sociedad en su ser y su acción, en cuanto íntima comunidad de vida y de amor»[32].
El matrimonio y la familia, gracias a su contenido fundamental del don de sí al cónyuge y a los hijos, son de suyo expresión primaria y prototípica de todo vínculo social[33]; cuando además es vivificada por el amor de Cristo, se convierte en iglesia doméstica, es decir, célula básica del Reino de Cristo entre los hombres: signo participado de la comunión y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia[34]. La familia «como "iglesia doméstica", es la esposa de Cristo. La Iglesia universal, y dentro de ella cada Iglesia particular, se manifiesta más inmediatamente como esposa de Cristo en la "iglesia doméstica" y en el amor que se vive en ella: amor conyugal, amor paterno y materno, amor de una comunidad de personas y de generaciones»[35].
Sacerdocio común: la ofrenda de la propia existencia
«Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (1 Pet 2, 5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre»[36].
Todo bautizado debe vivir el propio sacerdocio convirtiendo su existencia en un culto agradable a Dios Padre. «Y como del sacramento derivan para los cónyuges el don y la obligación de vivir cotidianamente la santificación recibida, así de ese mismo sacramento descienden la gracia y el deber moral de transformar toda su vida en un continuo sacrifico espiritual»[37].
Existe por tanto una característica específica del sacerdocio común de los esposos cristianos: el modo peculiar de hacer de su propia existencia una ofrenda espiritual. El sacramento del matrimonio ha transformado en unidad social aquella identificación con Cristo previamente adquirida por cada uno en el Bautismo. Por tanto, la ofrenda de la propia existencia tiene para ellos una dimensión social específica: la unidad conyugal. El sacerdocio común de los esposos adquiere una dimensión familiar. De ahora en adelante cada uno de ellos no podrá vivir la ofrenda de su existencia sino como esposo y esposa, y por tanto como padre o madre, al menos potencialmente.
En otros términos, los cónyuges cristianos no pueden vivir la ofrenda de las propias vidas más que en el ejercicio de la misión de esposos y padres, propia de su identidad dentro del Pueblo de Dios. Las virtudes humanas y cristianas les harán vivir la concreta voluntad de Dios en todas las actividades y deberes propios, y descubrir en ellos la respuesta de entrega como ofrenda grata a Dios por Jesucristo.
Toda la vida es, por consiguiente, ejercicio de este sacerdocio, y toda la vida estará llena por la entrega al cónyuge y a los hijos; éste es su modo peculiar y eficaz de construir la ciudad de los hombres y la ciudad de Dios. Cualquier otra actividad u ocupación, trabajo, descanso, vida de piedad y de relación social, se encuentra en estrecha unión con el cometido fundamental que Dios ha establecido como centro de sus vidas.
La Eucaristía adquiere para los esposos, en esta perspectiva de la ofrenda de la propia existencia, no sólo la función de raíz de la que nace el propio sacerdocio, sino además de consumación del misterio de la entrega fecunda de la cual participan. El misterio eucarístico potencia toda su entrega de esposos, y de ellos mismos a los hijos, con el dinamismo de totalidad de la entrega de Cristo al Padre. La Eucaristía, para quienes, gracias a su unión, son signo y representación de la entrega de Cristo a la Iglesia, mueve a una especial urgencia de realizar en el mundo —hoy y ahora— el amor de Dios a los hombres revelado en la muerte de Cristo. «En efecto, todas sus obras —afirma a propósito de los laicos la Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II—, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo de cada día, el descanso espiritual y corporal, si se cumplen en el Espíritu, e incluso las molestias de la vida si son soportadas con paciencia, se convierten en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cfr. 1 Pet 2, 5), los cuales son piadosamente ofrecidos al Padre en la celebración de la Eucaristía juntamente con la oblación del Cuerpo del Señor»[38].
Revelar, con la peculiaridad de los esposos y padres cristianos, el misterio del amor es contribuir a su glorificación. Dar gloria a Dios, como fin propio del hombre en esta tierra, está estrechamente ligado a la santidad y perfección así como a la misma felicidad humana de las familias. «Pero que no olviden —recordaba a los esposos el Fundador del Opus Dei— que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad»[39].
En el caso de los esposos, la santidad, y por tanto la gloria de Dios, se construye secundando en la vida cotidiana, de modo consciente y voluntario, los deberes centrales que especifican la vocación como entrega conyugal al servicio de la vida.
Cualquier otra orientación dirigida a dar gloria a Dios que prescindiera de estas coordenadas básicas de la santidad conyugal, sería una desviación para los esposos. El modo propio y específico de la santidad de los esposos consiste en reproducir en la propia vida el misterio del cual participan en virtud del sacramento: un misterio de entrega fecunda. Este es el camino de su perfección cristiana y de la gloria de Dios reflejada en sus vidas. Testigos del amor de Cristo en la Cruz: entrega fecunda.
Con palabras de San Pablo, el Papa suplica por la santidad de los esposos y de las familias : «Doblo mis rodillas ante el Padre del cual toma nombre toda paternidad y maternidad "para que os conceda ... que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior" (Ef 3, 16)»[40].
Francisco Gil Hellín
Secretario del Consejo Pontificio para la Familia
[1] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 56.
[2] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 22.
[3] «El auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda carne— se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo» (IDEM, Conversaciones, n. 115).
[4] Cfr. Camino n. 27; Conversaciones nn. 45, 91, 93.
[5] Conversaciones, n. 91.
[6] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1987, n. 17.
[7] CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 12.
[8] Cfr. P. ADNÈS, El matrimonio, Herder, Barcelona, 1972, 2ª ed., p.28.
[9] JUAN PABLO II, Carta a las familias Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 11.
[10] Ibid. n. 12.
[11] Ibid.
[12] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 24
[13] Ibid., n. 25.
[14] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 51.
[15] Es Cristo que pasa, n. 25.
[16] JUAN PABLO II, Carta a las familias Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 12.
[17] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 51.
[18] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones, n. 91.
[19] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 48.
[20] Es Cristo que pasa, n. 23.
[21] Cfr. Cant 8, 6.
[22] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 23.
[23] Ibid. [24] JUAN PABLO II, Carta a las familias Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 19.
[25] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 23
[26] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 51.
[27] Ibid.
[28] CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 24.
[29] JUAN PABLO II, Carta a las familias Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 11.
[30] Es Cristo que pasa, n. 30.
[31] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 21-XI-1981, n. 50
[32] Ibid.
[33] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 12.
[34] Cfr. Const. dogm. Lumen gentium, n. 11.
[35] JUAN PABLO II, Carta a las familias Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 19.
[36] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 96.
[37] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 21-XI-1981, n. 56
[38] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 34.
[39] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones, n. 91.
[40] JUAN PABLO II, Carta a las familias Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 23.