Soy una apasionada de la montaña, lo mismo que toda mi familia, de hondas raíces milanesas. Llevamos ese amor inscrito en nuestro DNA, desde los abuelos hasta los nietos. Conservo una fotografía de 1930 en blanco y negro de mis abuelos, de cuando eran novios. Se la hicieron en el Bernina, una de las cimas más impresionantes de los Alpes centrales, y van con el equipo de montaña propio de la época. Entonces no era frecuente que una mujer hiciese alpinismo, ni que fuese licenciada en lengua y literatura inglesa, como mi abuela.
En otra fotografía, de 1928, se ve a un grupo de esquiadores de la Universidad Boconni y del Politécnico. Entre ellos descubro el rostro sonriente de mi otro abuelo. Y como éstas, hay muchas más fotografías –ya en colores- en el álbum familiar, en las que van apareciendo todos los miembros de la familia, de las sucesivas generaciones, hasta llegar a mis sobrinos pequeños, sonrientes y felices en la ladera o en la cima de una montaña.
Con el paso de los años he ido descubriendo el profundo paralelismo que tiene esa afición familiar con mi vida en el Opus Dei: ese afán por subir a lo más alto, en un clima de solidaridad y compañerismo, respirando el aire puro de la montaña…
Soy numeraria desde hace 25 años y este paralelismo me resulta cada vez más claro: tanto en la montaña como en la entrega a Dios se presentan ascensiones difíciles, caminatas por valles plácidos, y caminos que necesitan –para recorrerlos con fortuna- del consejo y la ayuda de los demás. Y como sucede en la montaña, a veces hay que volver sobre los propios pasos para reencontrar la vereda... siempre la alegría íntima de saberse profundamente amado por el Amor de Dios. No es una travesía fácil, pero tampoco reviste una dificultad extrema, porque Jesús no nos abandona y camina siempre a nuestro lado, como les sucedió a los discípulos de Emaús.
Unas veces encontramos el horizonte cubierto por la niebla, y otras veces, claro y despejado, y se abre ante nuestros ojos un espectáculo maravilloso, como me sucedió este verano durante una excursión al Parque nacional de Stelvio, junto al Paso de Petra Rosa. Íbamos caminando, cuando las nubes que nos habían acompañado durante la subida se esfumaron de improviso y nos ofrecieron un espectáculo indescriptible, concadenas de montañas, cimas y glaciares que se extendían hasta el infinito: Ortles, el Brenta, el Pizzo Scalino…
El encuentro de mi familia con el Opus Dei estuvo ligado también a la pasión por la montaña. Una amiga de mi madre, María Grazia, con la que había hecho muchas travesías inolvidables por diversas zonas de Italia, conoció el Opus Dei en 1960 y poco después pidió la admisión como numeraria. A mi madre le impresionó la alegría con la María Grazia que le hablaba de ese nuevo camino interior que había descubierto. Años después me enamoré yo también de este camino. Ahora, cada vez que me encuentro con María Grazia me enseña, para hacerme feliz, una vieja fotografía en la que aparecen mi madre y ella, con atuendo scout, sobre un glaciar.
En la actualidad me dedico profesionalmente al desarrollo de algunas iniciativas que han surgido en el ámbito de la educación tanto en el centro como en el Sur de Italia, promovidas por miembros y amigos del Opus Dei: Colegios Universitarios, centros de formación profesional para mujeres jóvenes de la Italia meridional, cursos para la formación de empleadas del hogar, etc. El cuidado de la formación humana y espiritual de tantas personas es una aventura apasionante y hay que caminar como en la montaña: sin perder de vista la cima ni la grandeza del horizonte y pendiente de mil cosas concretas, porque las grandes travesías son siempre la suma de muchos pasos pequeños: un paso, y otro, y otro…
Cuando estudiaba en la Universidad formé parte de la dirección del Tandem Club, un centro cultural milanés para jóvenes en Città Studi. Luego -desde 1989 al 2000- estuve en Verona, donde hice un master universitario en Periodismo Económico, al tiempo que dirigía el Colegio Universitario Clivia. Más tarde me ocupé del Collegio Viscontea de Milán.
Guardo un recuerdo entrañable de esas iniciativas, en las que conté siempre con el estímulo de mi familia y de tantas familias que veían con alegría como sus hijas llevaban a cabo numerosas actividades en los ambientes más variados, siempre el mismo estilo formativo: en la montaña, con aquellas excursiones inolvidables por los Alpes y los Dolomitas; en el ámbito del voluntariado, con actividades para personasdiscapacitadas, ancianos o niños de Italia o de la Hungría recién salida del comunismo; en el campo de la formación académica, con cursos de economía o seminarios sobre la identidad femenina en el trabajo, etc.
Recuerdo especialmente las Jornadas de la Juventud en Loreto, París y Roma; y unas Navidades, con un grupo de estudiantes de Verona que fueron a ayudar, en un acto de audacia, a los prófugos de la guerra de Croacia. El contacto con el sufrimiento de aquellas gentes tan agradecidas hizo nacer entre todas nosotras unos lazos profundos de amistad. Y he tenido la alegría de contemplar, en mi oración, el crecimiento humano y espiritual de tantas jóvenes, que le agradezco a Dios. Conservo la amistad con muchas de ellas, y nos seguimos llamando y escribiendo. Cada vez que pasan por Roma, donde vivo, hablamos de tantos afanes íntimos compartidos, y me hablan de cómo va su vida sentimental, sus preocupaciones, su trabajo…
Las enseñanzas y el ejemplo de san Josemaría me alientan a darme a las personas que voy encontrando por esta travesía de la vida: y procuro ayudar a las jóvenes, para que sepan descubrir sus propias capacidades talentos, con confianza en Dios y confianza en sí mismas y en los demás; para que sepan tratar al Señor con sencillez y naturalidad.
Como en las travesías de montaña, vamos considerando juntas, dentro de un clima de amistad sincera, cual es el camino mejor para llegar a la cima: porque no basta querer llegar hasta arriba; no basta sólo con desear hacer el bien: hay que aprender a hacerlo. Y cada persona tiene un camino propio, irrepetible, personalísimo, para llegar a lo alto. Todos necesitamos pedir ayuda de vez en cuando, o cantar una canción, mientras caminamos, cuando el corazón nos rebosa de alegría. A veces sufrimos “el mal de montaña”: es el momento para hacer un alto en el camino y pedir luces a Dios para que nos ayude a tomar la dirección por la que, en su providencia paternal, desea que vayamos.
Cuando hablo con las estudiantes universitarias -que han generado tantas expectativas en su entorno familiar- intento abrirles nuevos panoramas en el ámbito de la universidad o del trabajo, planteándoselo no como una competición en la que lo único importante es llegar la primera a la cima, sino como la andadura propia de una hija de Dios que se afana por transmitir a Dios en sus relaciones humanas, intentando transformar y mejorar la sociedad desde dentro.
Recuerdo una subida a la Cima de Lagoscuro, por un sendero estrecho que sube desde los tres mil a los tres mil doscientos metros, entre grandes precipicios, sobre el Paso Paraíso. Durante la I Guerra Mundial, el Adamello fue escenario de gestas alpinas legendarias. Caminábamos lentamente, avanzando con cautela y mirando bien donde pisábamos.
Al mismo tiempo íbamos con prisa, porque queríamos hacer el complicado descenso del glaciar del Presena antes de que cambiase el tiempo. Miré a mí alrededor, y vi un paisaje maravilloso de cimas y lagos alpinos, que se extendían, valle tras valle hasta las moles imponentes de las montañas. Pensé entonces en el punto 928 de Camino: Tienes razón. -Desde la cumbre -me escribes- en todo lo que se divisa -y es un radio de muchos kilómetros-, no se percibe ni una llanura: tras de cada montaña, otra. Si en algún sitio parece suavizarse el paisaje, al levantarse la niebla, aparece una sierra que estaba oculta. Así es, así tiene que ser el horizonte de tu apostolado: es preciso atravesar el mundo. Pero no hay caminos hechos para vosotros... Los haréis, a través de las montañas, al golpe de vuestras pisadas.
Pensé que aquel panorama era una imagen de nuestra vida, en la que intentamos hacer a nuestro alrededor todo el bien que podemos. Sin embargo, a medida que avanzamos, debemos superar las numerosas dificultades internas y externas que se alzan ante nosotros, con la mirada puesta en lo alto, proyectados hacia el futuro, abandonándonos en las manos amorosas de nuestro Padre Dios, que guarda para nosotros unos horizontes insospechados, unos caminos nuevos que debemos recorrer por los senderos de la comprensión, la fraternidad, la solidaridad y la paz. ¡Qué gozoso resulta recorrer esos senderos, unas veces amplios y otras veces estrechos, sabiendo que nos conducen hasta el Señor!
He leído lo que le decía san Josemaría al que sería su primer sucesor, Álvaro del Portillo, cuando era un hombre joven y lleno de futuro:“¡qué blanco veo el camino —largo— que te queda por recorrer! Blanco y lleno, como campo cuajado. ¡Bendita fecundidad de apóstol, más hermosa que todas las hermosuras de la tierra!”
Se refería al camino de la vida, a la esplendida aventura humana y divina que le aguardaba a don Álvaro. Muchas veces pienso que san Josemaría nos susurra desde el Cielo a todos –a todas las personas de buena voluntad- estas palabras en el corazón, animándonos a recorrer con alegría las jornadas de nuestra existencia, compartiéndola con las personas que vamos encontrando en nuestro camino.