¿Sabes quién era José Escrivá, el padre de san Josemaría?

José Escrivá Corzán nació el 15 de octubre de 1867 en Fonz (Huesca), y falleció hace 100 años, el 27 de noviembre de 1924 en Logroño. El 19 de septiembre de 1898, se casó con Dolores Albás Blanc. Tuvieron seis hijos. Fue en este hogar donde el fundador del Opus Dei aprendió que el noventa por ciento de la vocación se la debemos a nuestros padres.

Fotografía de Dolores Albás y José Escrivá
Dolores Albás y José Escrivá, padres de san Josemaría

José Escrivá nació en Fonz, un pueblo cercano a la ciudad de Barbastro. Fue el último hijo de seis hermanos, de los que vivieron cuatro: Josefa, Teodoro, Jorge y José.

Los primeros pasos de don José en Barbastro

Cuando José llegó a la edad de labrarse un futuro, su padre, que ya estaba costeando estudios de Teología al mayor de sus hijos varones, Teodoro, y tenía previsto cubrir estudios de Medicina al siguiente, Jorge, le propuso ir a Barbastro para abrirse camino como comerciante, propuesta que aceptó de buen grado.

En Barbastro entró a trabajar en uno de los comercios de tejidos más grandes de la ciudad, conocido popularmente como “Casa Servando”. Su propietario, Cirilo Latorre, un señor próximo a la jubilación, le enseñó todo lo referente al negocio y, cuando se jubiló, le vendió el comercio, que José adquirió con otros dos socios. José no tardó en integrarse en la vida social de la ciudad.

José Escrivá y Dolores Albás se casaron el 19 de septiembre de 1898 en la Catedral de Barbastro. Residían desde entonces en una casa de la calle Mayor, esquina con la Plaza del Mercado. Allí nació su primera hija, María del Carmen, y el segundo hijo, José María (quien años después, por devoción a San José y a la Virgen, unió sus dos nombres en uno). A estos dos hijos siguieron tres niñas —María Asunción, María de los Dolores y María del Rosario— y, cuando ya la familia residía en Logroño, un nuevo hijo varón, Santiago.

Los padres de san Josemaría, Dolores Albás (1877-1941) y José Escrivá (1867-1924)

Los Escrivá eran queridos en Barbastro, donde tenían amigos y una extensa familia por parte de Dolores. José era un joven comerciante de tejidos de treinta y cuatro años. Su posición económica era desahogada y su futuro parecía prometedor.

Era “un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe”, recordaría años más tarde san Josemaría.

Tras trabajar en el negocio de tejidos “Cirilo Latorre”, con dos profesionales del comercio constituyó la sociedad “Sucesores de Cirilo Latorre”, que tiempo después se convertiría en “Juncosa y Escrivá”.

La familia de Dolores era oriunda de Aínsa, capital del Sobrarbe y antesala del Pirineo. El abuelo paterno de Dolores, Manuel Albás, se había trasladado a Barbastro, donde se casó. Tuvo cuatro hijos, el mayor de los cuales, Pascual Albás, contraería matrimonio con Florencia Blanc. Tuvieron quince hijos. La penúltima fue una niña, M.ª Dolores, que sería con el tiempo madre del fundador del Opus Dei.

“Pepe, de esta noche no pasa”

La infancia de Josemaría no estuvo exenta de dificultades y sufrimientos. Sus tres hermanas menores fallecieron siendo muy pequeñas.

Con apenas dos años, el pequeño Josemaría cayó gravemente enfermo. Los doctores Ignacio Camps y Santiago Gómez Lafarga lucharon inútilmente por salvar su vida; pero llegó un momento en el que no pudieron hacer más por él:

—Pepe —le dijeron a su padre—: de esta noche no pasa.

José Escrivá escuchó aquellas palabras con serenidad, mientras un escalofrío helado le recorría el cuerpo. Aquella noche marcó uno de los hitos más duros de su vida, y cuando contemplaba en su pequeña cama a aquel hijo que se le moría, anegado en sudor y trémulo por la fiebre, se le agolpaban, entre lágrimas, todos los recuerdos de su corta existencia.

Había venido al mundo dos años antes, el 9 de enero de 1902, pocos días después de la fiesta de Reyes. Lo habían bautizado cuatro días más tarde, el día 13 de enero, en la catedral de Barbastro. Le habían puesto cuatro nombres: José, como él, como su padre y su abuelo; María en honor a la Virgen; Julián, porque era el santo del día; y Mariano, porque así se llamaba el padrino. Pocos meses después, en la fiesta de san Jorge, lo habían confirmado junto a su hermana Carmen. Y ahora, ¡tan pronto!, Dios se lo llevaba…

Fotografía de san Josemaría de pequeño

Su mujer, Dolores Albás, no perdía la esperanza. Seguía pidiéndole a Dios, con el ímpetu y el fervor de su juventud, que lo sanase. Le había prometido a la Virgen que, si se curaba, lo llevaría junto a su esposo hasta la ermita de la Virgen de Torreciudad, a la que se tenía gran devoción en la comarca.

Empezó a anochecer. José y Dolores se sentaron junto a la cama de su hijo, mirándolo, rezando, esperando el milagro.

Al día siguiente, a primera hora, llegó el doctor Camps a casa de los Escrivá.

—¿A qué hora ha muerto el niño?, preguntó nada más llegar.

—No solo no ha muerto —le dijeron, exultantes— sino que está perfectamente.

Fue la primera caricia de la Virgen con aquel niño. Con razón le comentaría su madre varios años más tarde: —Hijo: para algo grande te ha dejado en este mundo la Virgen, porque estabas más muerto que vivo.

Dolores cumplió su promesa: poco tiempo después, sentada sobre la caballería que conducía su marido, subió a darle gracias a la Virgen de Torreciudad por entre las quebradas y los riscos del Cinca.

La fe de José y Dolores

La familia Escrivá vivía la fe cristiana como muchas otras. Josemaría recuerda que “mi madre, papá, mis hermanos y yo íbamos siempre juntos a oír Misa. Mi padre nos entregaba la limosna, que llevábamos gozosos, al hombre cojo, que estaba arrimado al palacio episcopal. Después me adelantaba a tomar agua bendita, para darla a los míos”. De ellos aprendieron las primeras oraciones, como el Ángel de la Guarda o ¡Oh Señora mía, oh Madre mía!.

Dolores preparó personalmente a su hijo para la primera confesión, y el día señalado le acompañó hasta el confesonario.

La fábrica de chocolates

En Barbastro, tal como hacían otros comerciantes de la ciudad, había instalado una pequeña fábrica de chocolate en el sótano de su tienda. Para ello, contaba con algunos dependientes, jóvenes venidos de las zonas más pobres del campo en calidad de aprendices y en busca de techo y comida a cambio de su trabajo.

José se ganó su afecto porque los trataba como un padre y se entretenía con ellos el tiempo que necesitase para enseñarles lo que conllevaba aquel oficio. Además, les formaba para que fueran hombres de bien y buenos cristianos. Todos los años les costeaba unos ejercicios espirituales, a los que él no asistía para dejarlos en libertad.

Por esos años, hubo quienes, haciéndose eco del llamamiento del papa León XIII en la encíclica Rerum novarum, habían abierto comedores de caridad, roperos y círculos benéficos. Por su parte, José Escrivá colaboraba con el Círculo Católico de Barbastro, promovido por Mauricio Albás, un hermano de Dolores, destinado a socorrer a los obreros en caso de necesidad.

Padre y amigo

Para Josemaría, José fue padre y amigo: unas veces lo visitaba en su negocio, donde se entretenía contando las monedas de la caja, otras le esperaba con impaciencia a la vuelta del trabajo, y le abría la puerta; o salía a su encuentro, y metía la mano en el bolsillo de su abrigo buscando alguna chuchería o castaña. José le llevaba a las ferias de Barbastro o paseaba con él por la ciudad; eran paseos de intimidad paterno-filial, de pequeñas confidencias y preguntas de niño.

Los testigos de aquel tiempo recuerdan al chico de los Escrivá como un joven compenetrado con su padre, al que se parecía mucho, tanto desde el punto de vista físico como en el modo de ser. Resulta lógico que le influyera profundamente, porque fue su único hijo varón durante diecisiete años. “Tengo un recuerdo encantador de mi padre -diría tiempo después- que se hizo amigo mío”, “tenía una sonrisa en los labios y una simpatía particular”.

Santiago Escrivá y san Josemaría en el paseo del Espolón de Logroño (Mayo de 1921)

Un accidente en bicicleta

En una clase de matemáticas, el profesor eligió a Josemaría para resolver un problema en la pizarra. Comenzó a resolver el problema hasta que no pudo seguir y se quedó pensativo. El profesor le insistió que él podía resolverlo, pero tras la negativa de Josemaría tomó el borrador y lo tiró al suelo mientras le decía al profesor ¡eso usted no lo ha explicado! El religioso acabó la clase y se fue.

Días más tarde, estaba José charlando y caminando con Josemaría en Barbastro, cuando vieron cruzar uno de los dos o tres automóviles que ya circulaban por Barbastro. Aquel vehículo podía ir a unos veinte kilómetros por hora y hacía un ruido tremendo. Emocionado ante la deslumbrante visión, preguntó a su padre si le gustaría tener un automóvil como aquel.

—¡Claro! –exclamó José–. ¿Te he contado alguna vez que de pequeño tuve una bicicleta con la que me recorría Fonz a toda velocidad? Pues sí –siguió hablando mientras caminaba tranquilo al son de su bastón–. Estaba feliz con aquel trasto. Pero un día me caí con tan mala fortuna que me rompí el brazo y mi padre me prohibió volver a montar en la bicicleta, a la que calificó de «máquina infernal».

Josemaría se echó a reír cuando, de pronto, vio con estupor a su profesor de matemáticas que caminaba hacia ellos. Pensó: ¡adiós!, ahora se lo cuenta. Pero el religioso, que se detuvo a saludarlos, en vez de delatarlo ante su padre por el mal comportamiento de aquel día, le comentó una cosa amable de él. Josemaría le quedó tan agradecido por su discreción.

La muerte de sus hijas

En 1910, José y Dolores sufrieron la muerte de la más pequeña de sus hijas, Rosario, a los nueve meses de edad; dos años más tarde falleció Lolita, a los cinco años; y al año siguiente Asunción, a la que todos llamaban Chon, con ocho años.

Josemaría, al ver cómo sus hermanas iban falleciendo de menor a mayor, comentaba con ingenuidad infantil: El próximo año me toca a mí. Dejó de decirlo al darse cuenta de que su madre se entristecía. «No te preocupes —le repetía Dolores—, que tú estás ofrecido a la Virgen».

De Barbastro a Logroño: dificultades económicas de José

A esta pena interna de la familia se unió la ruina del negocio de José, que le obligó a buscar, dentro de su profesión, algún trabajo lejos de Barbastro.

Entre el otoño de 1913 y el de 1914, la situación económica de la familia cambió radicalmente. Poco tiempo después de la muerte de Chon despidieron a la niñera; después, a la cocinera y más tarde también a la chica de servicio. Terminaron por vender la casa, pues José, con un fuerte sentido cristiano de justicia, liquidó todo lo que tenía “incluyendo su patrimonio personal” para pagar a los acreedores (es decir, aquellas personas que le habían prestado o invertido dinero para el negocio). Junto con la ruina económica, llegaron muchas humillaciones; muchas personas amigas dieron la espalda a la familia ante su cambio de posición social.

Después de una breve temporada, José consiguió trabajo en un negocio de tejidos en Logroño —“La gran ciudad de Londres”—propiedad de un amigo suyo. Así, en el verano de 1915, la familia Escrivá abandonó Barbastro para trasladarse a esta ciudad ubicada a 300 kilómetros hacia el oeste. Josemaría tenía 13 años.

Ahí trabajaba como “dependiente”, esto es, como encargado de despachar y atender al público En atención a sus conocimientos, por edad y experiencia, se le asignó un puesto por encima de los demás empleados. El sueldo, sin embargo, era modesto. Y de mil modos se traslucía en la vida de los Escrivá el que no andaban holgados.

Tienda de textiles donde trabajó José Escrivá en Logroño

Según los recuerdos de Josemaría aquellos fueron tiempos muy duros, especialmente para el padre, que se pasó la vida capeando fatigas y obstáculos, aunque era muy alegre y llevaba con una gran dignidad el cambio de posición.

Contrario a lo que se podría pensar, en esos años en casa de los Escrivá se respiraba una humilde alegría, hecha de maneras corteses y discretos silencios. José marcaba la pauta. Algunos de quienes conocieron su pasado en Barbastro y su presente en Logroño decían de que «era verdaderamente un santo», porque el caballero «tenía una gran paciencia y conformidad en todo, siempre se le veía alegre, y era llano y sencillo en el trato».

Lágrimas en Logroño

Dolores, con Carmen y Josemaría, llegaron a principios de septiembre de 1915 a Logroño, donde José ya se encontraba trabajando desde hacía unos meses. Se instalaron en un piso alquilado, en la cuarta planta de un edificio ubicado en la calle Sagasta.

Logroño era una ciudad de 25.000 habitantes (Madrid en esos años tenía unos 775.000). Su economía se fortalecía gracias a sus extensos viñedos y campos de olivares, tierras de cereal, frutas y hortalizas. Allí, la familia Escrivá inició desde cero una nueva parte de su historia. Fue difícil, pues no contaban con ningún pariente cercano o amigos a quienes acudir. Sin embargo, poco a poco se fueron adaptando a su situación.

Mapa de Logroño hacia 1910. Fuente: “Que solo Jesús se luzca”, biografía ilustrada del fundador del Opus Dei. Descarga en PDF.

Carmen y Josemaría, si bien experimentaron la pobreza de su familia, tardarían quizá muchos años en valorar la heroicidad de sus padres para afrontar la situación con serenidad y alegría. “De otra parte mis padres, mis padres calladamente heroicos, son mi gran orgullo”, diría Josemaría, años después. Dolores se volvió una experta en la “multiplicación” del dinero para las necesidades del hogar; José, discretamente, se saltaba comidas, tomando un caramelo para entretener al estómago.

Llegó el año 1917 y Josemaría ya se planteaba qué carrera universitaria hacer. Consideró Arquitectura, Literatura o Derecho, esta última especialmente impulsada por su padre. Tenía grandes ilusiones profesionales, tan propias de la juventud, y muchas dudas sobre cómo hacer esa elección. La resolución llegó de una forma totalmente imprevista durante el invierno de ese mismo año, cuando estaba por cumplir los 16 años.

Un día frío en el que había nevado Josemaría vio a unos carmelitas descalzos que dejaban sus huellas en la nieve. Aquello fue como un fogonazo de luz en su alma. “Si otros hacen tantos sacrificios por amor de Dios —pensó—, ¿yo no voy a ser capaz de ofrecerle nada?” Mostró su corazón generoso y abierto por entero al querer divino y le entregó, desde aquel mismo momento, toda su vida a Dios, precisamente para eso: para ver más claro. Y decidió hacerse sacerdote.

Se lo dijo a su padre. Para José aquello fue una nueva prueba de confianza en Dios: en los años anteriores había visto morir, una tras otra, a sus tres hijas pequeñas; había sabido aceptar, con serenidad, la quiebra del negocio familiar que le había obligado a trasladarse a Logroño, hacía ya dos años, con los dos hijos que le quedaban, Carmen y Josemaría. A los cuarenta y ocho años había tenido que partir de cero y no había escatimado ninguna humillación, ningún sacrificio, grande o pequeño, con tal de sacar a su familia adelante. Y ahora, cuando se estaba estabilizando económicamente, cuando pensaba que su hijo le podría ayudar el día de mañana... Aquella noticia inesperada le conmovió.

“Fue la única vez que le vi llorar” —recordaba san Josemaría—. “Él tenía otros planes posibles, pero no se rebeló. Me dijo: —Hijo mío, piénsalo bien. Los sacerdotes tienen que ser santos... Es muy duro no tener casa, no tener hogar, no tener un amor en la tierra... Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré. Y me llevó a hablar con un sacerdote amigo suyo, el abad de la colegiata de Logroño”.

Pocos meses más tarde, en 1918, Josemaría comenzó sus estudios eclesiásticos como alumno externo del seminario de aquella diócesis. Al año siguiente, el 28 de febrero de 1919, nació Santiago Escrivá, una señal de que Dios seguía de cerca los pasos de la familia Escrivá.

Dibujo de Josemaría, Santiago y Carmen Escrivá

En 1920, aconsejado por José, Josemaría se trasladó al Seminario de Zaragoza, pues había allí una Universidad Pontificia y una Universidad Civil. El 28 de marzo de 1925, recibió la ordenación sacerdotal en la iglesia del Seminario de San Carlos de Zaragoza.

La muerte de José Escrivá

En 1924, en la mañana del 27 de noviembre José Escrivá se levantó, desayunó, se detuvo a rezar arrodillado ante la imagen de la Virgen de la Milagrosa que tenía aquellos días en casa, y se dispuso a salir para el trabajo. Se entretuvo un momento jugando con Santiago, su hijo pequeño, y se dirigió hacia la puerta. Segundos después cayó desplomado en el suelo, víctima de un síncope repentino. Durante las horas siguientes los médicos hicieron todo lo posible para reanimarlo, en vano.

Murió agotado —recordaba su hijo Josemaría—: con solo 57 años, pero estuvo siempre sonriente. A él le debo la vocación”.

Josemaría, su familia y sus amigos velaron el cadáver durante toda la noche. Al día siguiente tuvo lugar el entierro. Antes de salir hacia el cementerio, el joven seminarista tomó el crucifijo que su padre tenía entre las manos, una imagen gastadísima que José llevaba siempre consigo y que había pertenecido a su madre; y después presidió el duelo hasta el cementerio.

Una vez allí, don Daniel Alfaro –un sacerdote castrense amigo de José– rezó varios responsos ante su tumba y Josemaría echó el primer puñado de tierra sobre la fosa.

Tras el entierro, Dolores se trasladó con sus hijos a Zaragoza, a un piso alquilado, porque quería mantener a la familia unida. A partir de entonces Josemaría, con 22 años, se hizo cargo de su madre y sus dos hermanos, Carmen y Santiago.

Árbol genealógico de la familia Escrivá Albás

De Logroño a Madrid

Los restos de José recibieron sepultura en la capital de La Rioja. Años más tarde, el 27 de abril de 1942 san Josemaría viajó a Logroño a recoger los restos de su padre, y trasladarlos a Madrid. Al regreso, el día 29, velaron sus restos en el oratorio de Diego de León, sede de la prelatura del Opus Dei en España.

Al día siguiente, san Josemaría celebró la misa en sufragio por su padre, a la que asistió su hermana Carmen. Por la tarde, se llevaron los restos mortales de José al cementerio, donde se inhumaron junto a los de Dolores. Años más tarde, el 31 de marzo de 1969, los restos de José y Dolores fueron trasladados desde el cementerio de La Almudena a la cripta que se construyó en un centro del Opus Dei en la Calle Diego de León.


Bibliografía