IX. LA VIDA COTIDIANA

Biografía del Fundador del Opus Dei de Peter Berglar

En la lengua alemana existe un vocablo para designar lo que en castellano llamaríamos «un día cualquiera», uno de esos que constituyen «la vida cotidiana»; es la palabra «Alltag». Pero los buenos diccionarios nos dicen que esa palabra no es originaria, sino que se formó partiendo de conceptos referidos a la «ropa de diario». Por lo tanto, ya la etimología ha llevado a que, en el lenguaje usual, el «Alltag», el «día cualquiera», la «vida cotidiana», haya pasado a ser la contraposición al «día de fiesta» o «domingo», es decir, lo que en castellano denominaríamos «día laborable», «día de trabajo». Los mismos adjetivos que se asocian con la «vida cotidiana», con el «Alltag», con un día cualquiera, subrayan esta contraposición: es un día «gris», «uniforme», «agotador»; es el precio que se paga (un precio aceptado entre suspiros, un precio sobre el que, si se puede, se regatea) para lograr la tranquilidad del fin de la jornada laboral y de las vacaciones.

¿Por qué ha perdido la vida cotidiana su buena fama?... Si lo pensamos bien, no es por culpa del trabajo en sí, sino de su supuesta o real uniformidad, regularidad y repetición. Eso hace que, para la mayor parte de las personas, la mayoría de los días sean algo «monótono», con la monotonía de «la vida cotidiana»; y por eso, también, el que esa vida se defina como «un trabajo continuo» tiene gran importancia. La experiencia nos demuestra que quien ha desarrollado una especie de enemistad metafísica contra la vida cotidiana, también es incapaz de celebrar un día de fiesta. Pues o se está contento cada día y se encuentra cada día el sentido de la vida o no se está contento nunca con nada y se considera que todo carece de sentido.

Vistas así las cosas, la predicación de Monseñor Escrivá y el nacimiento del Opus Dei tienen también una gran importancia social, porque la consecratio de la vida cotidiana, haciendo de ella un sacrificio que Cristo mismo ofrece al Padre y que cada cristiano ofrece «por Cristo, con Él y en Él», podría (¿se nos permite decir podrá?) transformar el mundo en un sentido real, trayendo consecuencias concretas y haciendo que la vida política y social sea más humana.

Desde siempre, una de las falsedades más eficaces ha consistido en hacernos creer que el cristianismo es una teoría llena de buena voluntad y de idealismo, pero que no tiene posibilidad alguna de actuar en la sociedad, de realizarse en el mundo real que «es como es». Al «entorpecedor», como Martin Buber suele llamar al diablo, no hay cosa que más le agrade que los cristianos castrados, convencidos de que un mundo y una historia impregnados del espíritu del Evangelio son fines imposibles, «poco realistas» o «utópicos»; como consecuencia de esa capitulación, se retiran, se dejan arrinconar o aceptan la abstracta recomendación de que «cada uno se haga feliz a su manera», por decirlo con la famosa frase del rey Federico de Prusia. Frente a esta postura, Monseñor Escrivá vino a recordar que las crisis mundiales son crisis de santos... y nada más (1); de santos en la vida cotidiana.

  Un día cualquiera en Roma

 Visitando un Centro del Opus Dei, en una ciudad alemana, me llamó la atención la cuidada instalación y el digno (no lujoso) mobiliario de la amplia sala de estar. Y recordé que, poco antes (y no por primera vez), había escuchado ciertos comentarios críticos sobre las «señoriales» casas del Opus Dei, sobre el costoso mobiliario, sobre la falta de «pobreza evangélica»... Aunque casi siempre suelo considerar las críticas de este tipo (que a menudo provienen de personas que cada año van cinco veces de vacaciones y disponen de dos o tres casas, además de apartamentos de verano y varios automóviles) como una forma de fariseísmo social (casi siempre inconsciente), esta vez hice alusión al tema. Mis anfitriones no se sorprendieron de mis argumentos: ya los conocían. El Director me dijo que quería mostrarme todo el Centro, y así lo hizo: además del oratorio, puesto con cariño en la mejor habitación de la casa, y de la citada sala de estar, pude ver un pequeño comedor, sencillo pero acogedor, y una sala de estudio, sobria y práctica. Luego, el joven Director me acompañó a un oscuro pasillo, al que daban algunas minúsculas habitaciones con ventanas a un patio interior; en cada habitación había una cama, una mesa, una silla y un pequeño y estrecho armario ropero. Y nada más. «Éstas -dijo sonriendo- son nuestras habitaciones personales.».

El espíritu de pobreza -así lo dijo y lo vivió el Fundador del Opus Dei durante toda su vida- no consiste en ahorrar en lo que se dedica a los demás; por eso, lo mejor se reserva a la «morada» del Señor, presente en el Santísimo Sacramento, al oratorio; en segundo lugar viene lo que se destina a las personas de fuera, a los visitantes, huéspedes y amigos, que deben sentirse a gusto; lo restante -casi nada- queda para el uso propio. Y aquí también se dan prioridades. Un miembro del Opus Dei (o sea, una persona normal que se desenvuelve en medio de la sociedad, en su propio ambiente) no se presentará vestido como un vagabundo, sino con corrección; si es taxista vivirá con más sencillez que si es alcalde (por poner un ejemplo), quien, por su profesión y su situación social, tiene deberes de representación. Pero ambos tienen una cosa en común: que personalmente no se crean necesidades, que los dos practican la caridad cristiana con los ricos y con los pobres (2), con los de arriba y con los de abajo, y que procuran vivir con desprendimiento interior respecto a cualquier tipo de posesiones.

En Villa Tevere se ha materializado este espíritu de pobreza. Ese sólido edificio, tan diversificado y ramificado, es una imagen del Opus Dei. Monseñor Escrivá y sus colaboradores inmediatos fueron los últimos en disfrutar allí de una vivienda agradable y digna. Y si hoy en día un cataclismo destruyera la sede central o si se tuviera que trasladar, de seguro que se volvería a edificar una sede provisional, entre ruinas o en un barracón, y de seguro que el Padre y sus hijos volverían a dormir sobre el suelo, como hace años... Pero si, por principio, la sede central del Opus Dei se hubiera construido como un barracón, con una pobretonería llamativa..., eso no hubiera sido espíritu de pobreza, sino espíritu de mentira; pura ostentación de pobreza.

Siempre, y en todas partes, don Josemaría cuidó los principios de veracidad y de adecuación, tanto cuando era foco de atracción de las miradas de la opinión pública y del mundo, como cuando se encontraba a solas con Dios y con sus más íntimos colaboradores. Villa Tevere es un testimonio en piedra de que, como Presidente General, como Padre, como sacerdote y como amigo, fue siempre una misma persona, pero actuando en el marco que correspondía a su función. Por eso el oratorio del Presidente General, en el que cada día ofrecía, como Fundador y sacerdote, el Santo Sacrificio, es de una belleza extraordinaria; y su dormitorio, una habitacioncita modesta y oscura, carente de toda comodidad. Por eso las salas de visita y los comedores en los que recibía a sus huéspedes de todo el mundo (a cardenales y obispos y científicos, a «personas importantes» en la vida pública) son habitaciones decoradas sin exageraciones, pero confortables y acogedoras; y el cuarto de trabajo en el que pasó la mayor parte de sus años romanos, la habitación más calurosa y asfixiante de todo aquel laberinto de piedra, situada en uno de los pisos altos y con una ventana especialmente pequeña.

Esta habitación (el «corazón de la Obra», como la llamó el actual Prelado, Mons. Del Portillo) también tiene algo especial: en realidad no iba a ser el cuarto de trabajo del Presidente General (éste estaba situado junto a su dormitorio, pero el Fundador lo utilizó sólo en contadas ocasiones), sino el del Secretario General. Sin embargo, don Josemaría solía trabajar en él con don Alvaro del Portillo, sentados a uno y otro lado de una maciza mesa cuadrada de madera marrón oscura, casi negra. Nada ha cambiado desde entonces; sólo que ahora don Alvaro ha pasado al otro lado, dejando su sitio a Javier Echevarría, el nuevo Secretario General de la Obra. Lo único que no se usa es el sillón en que solía sentarse el Fundador: está junto al de su sucesor como recuerdo, como incentivo, como una llamada a la responsabilidad; y quizá también como consuelo.

A esta mesa llegaban montones de cartas. Cartas de más de seis docenas de países, en los que el Opus Dei trabajaba ya en 1975. Cartas personales, como el torpe saludo o el agradecimiento de una campesina mexicana, la cavilosa epístola de algún indeciso o el análisis de la situación intelectual de nuestros días hecho por un sabio... (y todo lo que entre estos extremos quiera uno imaginarse). Llegaban también gran cantidad de consultas, sugerencias, comunicaciones de distintos países, etc.; es decir, la correspondencia interna propia de una tarea de dirección.Tan numerosa como la entrada era la salida del correo, pues se contestaban todas las cartas. Naturalmente, no siempre lo hacía el Presidente General, pero, a pesar de todo, se cuentan por miles las contestaciones del mismo Fundador. Y nunca son cartas rutinarias, escritas según un modelo preestablecido, como suelen hacer las grandes empresas y oficinas estatales. «Detrás de los papeles -decía a sus colaboradores-, ved siempre almas» (3).

Un día cualquiera comenzaba para don Josemaría con el sonar del despertador, ni antes ni después. Y siempre a la misma hora, a las seis, independientemente de que hubiera dormido mucho, poco o nada. En muchas épocas de su vida pasó a menudo la noche en oración. Estaba habitualmente en presencia de Dios y se esforzaba por convertir todas las circunstancias de su vida en oración, en diálogo con Dios, un diálogo que -como confesaba- no lograba interrumpir ni el sueño, pues estaba convencido de que también el sueño podía hacerse oración. Más tarde, cuando empezó a notar el peso de los años, fue preciso persuadirle de que tenía que guardar el tiempo de descanso durante la noche, porque, en caso contrario, por las mañanas estaba agotado y se reducía su capacidad de trabajo. En los últimos años, en los que le asaltaba más el insomnio, uno de los detalles de obediencia, por indicación concreta de uno de sus hijos, consistía en no levantarse. antes de la hora prevista, aunque estuviera despierto.

Después de vestirse, pasaba media hora de meditación en el oratorio, la cual le servía también como preparación a la Santa Misa. No hay nadie que asistiera a una Misa celebrada por él y no quedara impresionado. Contamos con una ingente cantidad de testimonios sobre este punto. Para muchas personas, el haber participado en una Misa de Monseñor Escrivá de Balaguer supuso el comienzo de. una nueva época de su vida, de una conversión y renovación interiores e incluso de su vocación al Opus Dei.

Y después, el desayuno, muy sencillo: una taza de café con leche sin azúcar y un poco de pan. Y ya que hablamos de las comidas... Cuando estaba solo, no eran raras las ocasiones en las que ayunaba totalmente, prescindiendo incluso de la bebida. El Fundador del Opus Dei solía decir que las mortificaciones debían mortificar a uno mismo, no a los demás (4). Es ésta una palabra -«mortificación»- que casi ha desaparecido del vocabulario de nuestros días, aunque nada menos que San Pablo la tiene en gran estima (5); pero hay a quienes no les gusta y debo reconocer que realmente no es un vocablo especialmente atractivo. Tampoco lo es su contenido, pues hace referencia al vencimiento propio y al propio sacrificio.

Sintéticamente, la doctrina del Apóstol de las gentes sobre este punto capital de la vida cristiana podría formularse de este modo: los cristianos sabemos que Cristo es el Camino: no en vano nos llamamos cristianos, discípulos de Cristo. Es un camino de unidad con Cristo que anhela la identificación total con nuestro Salvador. No es un camino inaccesible: Cristo nos da los medios para recorrerlo y alcanzar la meta. Su andadura cuesta, porque recorrer esa vía de identificación con Dios supone morir a uno mismo para que Cristo viva en el alma del cristiano. No se recorre en un momento: toda la vida es camino, esfuerzo duro, trabajo de mortificación. Si se quiere llegar al final, a la muerte del Yo para que viva Cristo, si se quiere alcanzar ese anticipo de la felicidad eterna en Dios..., hay que dar, uno tras otro, los pasos de la mortificación. Por lo tanto, la mortificación no tiene nada que ver con el masoquismo ni con las disciplinas de autocastigo. Es una actitud amorosa que lleva al desprendimiento del alma y a la liberación de las mil y una exigencias del egoísmo. Tampoco tiene nada que ver con el autodominio, tan necesario en diversas esferas de nuestra vida. La mortificación vela, con fortaleza, guiada por el Amor, para que ni el tú de los demás ni el propio yo se anteponga al amor que se busca: el TÚ de Dios.

«Esa palabra acertada -dijo Mons. Escrivá de Balaguer-, el chiste que no salió de tu boca; la sonirsa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes... Esto, con perseverancia, sí que es sólida mortificación interior» (6).

La mortificación auténtica se caracteriza por su tacto y su discreción: es un modo de tratar a Dios que no tiene nada que ver con la rudeza militar de corte espartano o el rigidismo prusiano. Tampoco en este punto el Fundador del Opus Dei se inventó nada: fiel a las enseñanzas de Jesucristo, la ascética ha ido enseñando, a lo largo de los siglos, la necesidad de ordenar las exigencias desordenadas del propio yo y ha recordado a los cristianos de todas las épocas que el que quiera acercarse a Cristo tiene que esforzarse primero por quitar los obstáculos que impiden que El se adueñe, con su gracia, del alma. Lo novedoso es que el Fundador del Opus Dei hizo accesible ese ascetismo al «hombre de la calle», al «ciudadano corriente», proclamando que llegar a la plenitud de la vida cristiana no sólo era posible, sino necesario. Por algo llamó a la mortificación «la oración de los sentidos» y comentó que «ha de ser continua, como el latir del corazón: así tendremos el señorío sobre nosotros mismos, y sabremos vivir con los demás la caridad de Jesucristo» (7).

El Fundador del Opus Dei enseñó a vivir desde el comienzo este aspecto concreto del espíritu de familia del Opus Dei: repetía una y otra vez que no se trataba de hacer cosas extraordinarias; las mortificaciones propias de la vida de familia son las que llevan a hacer más agradable la convivencia cotidiana: pequeños detalles de servicio, hechos con naturalidad; contrariedades sin mayor importancia, aceptadas con alegría. El calor humano de la vida de familia es fruto del vencimiento personal de todos los que viven en esa casa, y se construye con esas mortificaciones que pasan inadvertidas, que llevan a vivir pendientes de los demás y a olvidarse generosamente de uno mismo.

Antes de ponerse a trabajar, Monseñor Escrivá de Balaguer rezaba el Breviario; a las doce del mediodía interrumpía unos minutos el trabajo para rezar, puesto en pie, el Ángelus o, en el Tiempo Pascual, el Regina Coeli. Las últimas horas de la mañana las solía dedicar a recibir a aquellas personas que querían mantener un encuentro con él, a menudo miembros de la Obra que estaban de paso en Roma. Estos encuentros tenían lugar casi siempre entre las 12,30 y las 13,15, en una habitación pequeña y familiar a la que el Fundador, según los casos, solía acudir acompañado por el Secretario General o por algún colaborador suyo o algunas mujeres de la Obra. Se solían sentar en un sofá y en sillones dispuestos alrededor de una mesita, y la cordialidad, llena de humor muy a menudo, del Padre impedía que surgiera la menor sombra de afectación en la conversación. Porque siempre se trataba de una conversación, nunca de un monólogo; preguntaba y hacía que le preguntaran, escuchaba y contestaba, y el visitante siempre se marchaba impresionado.

Después de comer iba al oratorio, para testimoniarle al Señor, presente en el Sagrario, su amor y su veneración; así ponía, en el centro de cada día, un acto visible de su fe en la presencia real del Señor en el Sagrario.

No conocía la siesta; nunca descansaba después de comer, excepto, quizá, en casos de enfermedad. En los días normales, después de la comida y de la breve Visita al Santísimo, solía reunirse unos treinta o cuarenta minutos con sus colaboradores más inmediatos o también con los hijos suyos que vivían en Villa Tevere -a menudo se trataba de los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz- para tener un rato de tertulia con ellos. Estos frecuentes encuentros familiares con el Padre fueron para muchos algo decisivo, lo que más se les grabó, en lo espiritual y en lo humano, durante sus años de estudio en Roma. En ellos pudieron experimentar su rica personalidad. Poseía el carisma de atraer a los hombres, de entusiasmarlos, logrando que los corazones -incluso los que estaban secos o adormecidos- se abrieran a Dios, a Cristo, al servicio a los demás. «Hijo mío», «hija mía»: estas dos palabras, dirigidas a alguien, podían fijarse para siempre en la memoria y más de una vez bastaron para cambiar el rumbo de una vida.

Las largas horas de la tarde, desde las tres hasta las ocho aproximadamente, estaban repletas: hacía visitas a enfermos, a organismos eclesiásticos, a personalidades, a sus hijas en Castelgandolfo; recibía a personas de todo el mundo y, además, asistía a las reuniones y sesiones de trabajo necesarias para el buen gobierno de la Obra.

El Fundador siempre redactaba personalmente los documentos que fijaban las normas de la espiritualidad y del apostolado del Opus Dei en todo el mundo. Preparaba las meditaciones que daba a sus hijas e hijos; y las corregía luego, dándoles la forma literaria definitiva, para que se pudieran publicar; escribía largas cartas dirigidas a todos los miembros de la Obra, que, no pocas veces, eran dos o tres al año. Después de la cena volvía a dedicar una media hora a la conversación con sus hijos, antes de retirarse a descansar hacia las diez de la noche. Terminaba el día en un silencio profundo; con las luces del examen de conciencia repasaba lo hecho durante el día. Antes de acostarse, cada noche, postrado en el suelo, rezaba el salmo penitencial: Miserere me¿ Deus, secundum magnam misericordiam tuam... «Ten, ¡oh Dios!, piedad de mí, según tu misericordia...» (Ps 50,1).

  De viaje, como San Pablo

 Los viajes forman parte de la vida ordinaria de Monseñor Escrivá. Si, por una parte, pasó semanas y meses casi «preso» de su trabajo, prácticamente encerrado en «Villa Tevere», por otra realizó con frecuencia una serie de viajes que, casi siempre, eran agotadores. Los veintinueve años romanos fueron a la vez veintinueve años de un apostolado viajero desde Roma; un apostolado realmente «paulino», pues lo que le movía a viajar era la universalidad de la Obra y el afán de promover su extensión por todo el mundo.

Sus viajes por Europa, a finales de los años cuarenta y en los cincuenta y sesenta, tuvieron una doble finalidad: en unos casos, estudiar en diversos países las posibilidades de que comenzara la labor del Opus Dei y preparar las primicias del apostolado; en otros, fortalecer y alentar a los miembros de la Obra establecidos en un nuevo país, puesto que casi siempre tenían que luchar con grandes dificultades materiales; a veces se abrían camino muy lentamente, las vocaciones tardaban en llegar y necesitaban la presencia vitalizante del Fundador.

Como el Consejo General permanecía en Madrid y la Región en la que había nacido el Opus Dei era cuantitativamente la mayor, fue preciso que Monseñor Escrivá viajase con frecuencia a España. Un significado especial tienen los viajes por Italia, que no faltan ni un solo año, porque allí el Fundador estaba «en su casa». Si se exceptúan las Penínsulas Ibérica y Apenina, Francia y Suiza son los países que más veces visitó el Fundador: en Francia estuvo unas veinte veces, en Suiza unas quince; en Austria, en cambio, sólo tres. Ocho veces visitó la República Federal de Alemania; pero siete de las visitas tuvieron lugar entre 1955 y 1960; tras esta fecha no volvió a estar en Alemania.

Una pormenorización más detallada, que no es del caso, nos daría los motivos apostólicos y el sentido de cada uno de estos viajes. Le urgían las almas: por eso no había nada en estos viajes dejado al azar o concedido al capricho. Dependían de las necesidades apostólicas y de dirección de cada momento y de los planes y metas para el futuro. Le gustaba unir los viajes con una romería, a Lourdes o Fátima o Einsiedeln, por ejemplo; a veces también estaban combinados con un período de descanso durante los meses de calor agotador del verano romano. Por ejemplo, en los años 1958 a 1962 (o sea, por cinco veces consecutivas) pasó las semanas comprendidas entre finales de julio y mediados de septiembre en Inglaterra. Buscaba aquellos países en los que podía evitar los naturales compromisos de Roma, para impulsar mejor, de este modo, la labor apostólica de sus hijos en todo el mundo, y donde podía encontrar algo del necesario descanso: aunque ese término no significaba más que un cambio de escenario de trabajo y un escritorio distinto.

Casi siempre viajaba por carretera; uno de sus hijos conducía. El que recibía este encargo debía entender algo de mecánica, porque, como es sabido, los coches de segunda mano (y durante mucho tiempo el dinero no dio para más) requieren un cuidado especial, si se quiere que duren el mayor tiempo posible. Además del conductor, solían acompañar al Padre dos de sus inmediatos colaboradores; uno de ellos casi siempre era Alvaro del Portillo. Por el camino hacían la oración -unas veces cada uno por su cuenta, otras todos juntos, de la mano de un texto-, rezaban el Rosario, leían el Evangelio o un libro espiritual. Se alternaba la conversación, las bromas, los silencios... con las canciones. «Hemos llenado -decía Monseñor Escrivá a menudo- de Avemarías y de canciones los caminos del centro de Europa» (8); canciones cuyas letras a veces improvisaba. Uno de los temas preferidos de su conversación consistía en exponer los aspectos particulares del apostolado en cada país. Tenía una sensibilidad muy especial no sólo para captar cada personalidad, sino también la idiosincrasia de cada país en el que trabajaba la Obra o llegaría a trabajar en el futuro. Sabía precisar con rara agudeza sus cualidades positivas y sus debilidades. Por ejemplo, admiraba el dominio de sí de los británicos o la laboriosidad de los alemanes y veía en estas cualidades una buena base para comprender la espiritualidad laical del Opus Dei; pero tampoco olvidaba la otra cara de la moneda, es decir, la posibilidad de que ese autodominio se convierta en coraza de egoísmo, en dureza de corazón para con Dios y con el prójimo; o de que la laboriosidad se transforme en manía carente de contenido o en idolatría de lo organizativo; entonces, lo que pudiera haber sido una buena predisposición natural para una renovación religiosa se convierte en un obstáculo.

Durante mi trabajo en la biografía de Tomás Moro (9) tuve sobre mi mesa de trabajo una fotografía muy sugerente. En ella se veía a Mons. Escrivá de Balaguer y a don Alvaro del Portillo en la iglesia de St. Dunstan, en Canterbury, ante la losa bajo la que está enterrada la cabeza del mártir inglés que había sido Canciller de Enrique VIII y que Pío XI canonizó en 1935. El Fundador del Opus Dei tenía un gran cariño por este santo, no sólo porque subió al patíbulo siguiendo la llamada de Dios en su conciencia y defendiendo así la unidad de la Iglesia Católica (esa unidad que Cristo había basado en el Papado), sino también porque lo hizo como laico, como ciudadano leal en medio del mundo, como marido y padre de familia, como funcionario que se santificó no sólo con su muerte, sino durante toda su vida. Por este motivo, don Josemaría le nombró intercesor (10) de la Obra para todos aquellos asuntos que hacen relación al trato con las autoridades civiles. De este santo inglés solía decir que «si hubiera vivido en nuestra época, habría sido socio Supernumerario del Opus Dei» (11).

Aquella visita a St. Dunstan tuvo lugar el 3 de septiembre de 1958. Doce años antes habían llegado los primeros miembros de la Obra a Inglaterra, un país en el que hasta 1829 los católicos no pudieron volver a confesar su fe y tan sólo constituyen actualmente el diez por ciento de la población. Hay un dicho según el cual los católicos ingleses son irlandeses; en parte es así, aunque algunos son descendientes de inmigrantes católicos procedentes de Polonia o de países mediterráneos; hay pocas personas de origen británico que, durante los siglos de persecución, permanecieran fieles a la Iglesia Católica; algunos retornaron a ella dentro del movimiento de conversiones del siglo XIx, del que John Henry Newman es el representante más señero. Los católicos ingleses suelen ser pobres; desde el punto de vista social, pertenecen en su mayoría a las capas inferiores o medias de la población. Pero, como suele ocurrir en los países de minoría católica, destacan por su fidelidad a la fe y a la Iglesia. Si se exceptúan Polonia y España, seguramente habría sido Gran Bretaña el país en el que fue mayor el número de católicos -en cifras relativas- que recibió al Papa Juan Pablo II. Esta visita, en 1982, fue la primera que realizaba un Pontífice a las Islas Británicas. Las imágenes y las escenas de Gales, de Inglaterra del Norte y de Escocia son sobrecogedoras., Además, se encontró con un movimiento casi milagroso de simpatía y de admiración por parte de la población no católica, perteneciente no sólo a las confesiones anglicanas de la «High Church» y de la «Low Church», sino también por parte de muchos no creyentes o miembros de sectas muy diversas. Todo ello hizo que este viaje triunfal del Primado de la Iglesia Católica por Gran Bretaña y el encuentro amistoso entre él y la Reina tuvieran una dimensión ecuménica importantísima; los días comprendidos entre el 28 de mayo y el 2 de junio de 1982 suponen el mayor paso hacia la reconciliación entre Roma e Inglaterra dado desde hace cuatrocientos cincuenta años.

Cuando, el 5 de agosto de 1958, Monseñor Escrivá de Balaguer celebró por primera vez la Santa Misa en suelo británico, le hubiera sido muy difícil imaginar una cosa así. Había ya en Londres dos Centros del Opus Dei, uno de varones y otro de mujeres, «Netherhall House» y «Rosecroft House», respectivamente (en «Netherhall House» una lápida recuerda su inauguración por la Reina Madre), pero el número de los ingleses miembros de la Obra era muy reducido y la labor apostólica parecía más bien un campo sembrado que aún no había dado fruto. Monseñor Escrivá de Balaguer visitó el «Eton-College» y las ciudades universitarias de Oxford y Cambridge, y refiriéndose a los magníficos Colleges de recia tradición dijo: «Hay que meter a Dios en estos sitios» (12), urgiendo a sus hijos para que impulsaran el apostolado entre universitarios (empezando en Oxford) e intensificaran la labor de San Rafael entre la juventud.

Sus hijos le hablaron de la. cerrazón de los ingleses en cuestiones personales y le contaron la resistencia interna de muchos ante cualquier conversación, por muy amistosa que fuera, que tocara el ámbito privado de cada uno, en especial el tema religioso. «Tenéis que meteros en la vida de los demás -replicó don Josemaría- como Jesucristo se metió en la mía, sin pedirme permiso» (13). En su opinión -les dijo-, el verdadero obstáculo para el apostolado no consistía en que el interlocutor se cerrara, sino en que quien hablaba se dejara llevar por los respetos humanos y tuviera miedo a tratar temas espirituales; esa actitud, en el fondo, no era otra cosa que comodidad disfrazada.

El 15 de agosto de 1958, como todos los años, el Fundador renovó la Consagración de la Obra al Corazón de María, esta vez en la iglesia de Nuestra Señora de Willesden, donde se venera una antigua imagen que, para la Misa papal del 29 de mayo de 1982, se trasladó al estadio de Wembley.

Visitó también la abadía de Westminster, centro de la conciencia nacional y anglicana, donde los turistas se extrañarían, sin duda, al ver a un sacerdote católico rezando el Rosario ante una imagen de la Virgen.

Volvió a Inglaterra en otras cuatro ocasiones, a pesar de que -mejor dicho, porque- había sentido allí no sólo alegría y contento, sino también tristeza y desánimo. Esto es lo que dijo más tarde a sus hijos, en una meditación, porque no quería que le considerasen como un superhombre libre de tentaciones, sino como un hombre normal de carne y hueso, que sabe del cansancio y que conoce también la tentación de darse por vencido. La indiferencia religiosa que percibía a su alrededor le dolía en la misma medida en la que amaba a Dios, es decir, de la manera más cruel. «Al considerar ese panorama me desconcerté y me sentí incapaz, impotente: Josemaría, aquí no puedes hacer nada. Estaba en lo justo: yo solo no lograría ningún resultado; sin Dios, no alcanzaría a levantar ni una paja del suelo. Toda la pobre ineficacia mía estaba tan patente, que casi me puse triste; y eso es malo. ¿Que se entristezca un hijo de Dios? Puede estar cansado, porque tira del carro como un borrico fiel; pero triste, no. ¡Es mala cosa la tristeza! De pronto, en medio de una calle por la que iban y venían gentes de todas las partes del mundo, dentro de mí, en el fondo de mi corazón, sentí la eficacia del brazo de Dios: tú no puedes nada, pero Yo lo puedo todo; tú eres la ineptitud, pero Yo soy la Omnipotencia. Yo estaré contigo, y ¡habrá eficacia!, ¡llevaremos las almas a la felicidad, a la unidad, al camino del Señor, a la salvación! ¡También aquí sembraremos paz y alegría abundantes !» (14).

En aquel año de 1958, la primera visita a Inglaterra concluyó con la sexta estancia en Alemania. Después de pasar tres días en Holanda, el 21 de septiembre llegó a Colonia, donde estaba la sede de la dirección del Opus Dei; ese mismo día se trasladó a Bonn, porque allí se había instalado la primera Residencia alemana de la Obra. El 22 de septiembre hizo una romería al Santuario de María Laach. Tanto esta visita como las de los dos años anteriores y las de los dos posteriores fueron breves; sólo pasó dos noches en Alemania (en 1960, una) (15), para dar ánimos a los escasos miembros de la Obra y para fortalecerlos a fin de que dieran pasos atrevidos de cara al futuro. Y, realmente, en los años sesenta la labor del Opus Dei en Alemania (y en Austria y Suiza) se extendió considerablemente. Cuando el sucesor del Fundador volvió, dieciocho años después, a Alemania -donde ya había estado ocho veces al lado del Fundador- había Centros de la Obra (ya consolidados o empezando) no sólo en Colonia y Bonn, sino también en Aquisgrán, Berlín, Essen, Munich y Münster, a los que luego se han añadido los de Düsseldorf, Jülich y Tréveris. Gracias a los viajes que se hacen con regularidad desde todos estos Centros, la labor apostólica de la Obra alcanza prácticamente todo el territorio de la República Federal y, partiendo de aquí, se ha extendido hasta los países escandinavos. Es aún muy poca cosa, sobre todo en relación con los sesenta millones de habitantes que tiene la República Federal, con veintiocho millones de católicos; también lo es si se compara con la extensión de la Obra en España, en Portugal o en la América latina, pero es esperanzador si se tiene en cuenta cuál fue el punto de partida, la «hora cero».

Cuando, en enero de 1981, tuve ocasión de estar con el Prelado del Opus Dei en Colonia, le pregunté cuál había sido la opinión del Fundador sobre los alemanes. Me contó que José Escrivá, el padre del Fundador, había sido un admirador entusiasta de Alemania. Por lo tanto, don Josemaría estaba ya «bien predispuesto»: admiraba las virtudes humanas de los alemanes y sentía que, a veces, no llegaran a cuajar o quedaran estériles, porque se separaban de la religiosidad y la orientación hacia Dios. Diligencia, orden, laboriosidad, firme resolución: actitudes todas ellas que existían en muchas personas; pero la dificultad está en la gracia..., mejor dicho, en la permeabilidad para con la gracia... Don Alvaro del Portillo comentó que el Fundador también conocía a grandes rasgos la filosofía y la vida cultural alemana, interesándose, sobre todo, por aquellos sistemas que habían influido en España, como sucedió en los años treinta con el «krausismo». Pero había una cosa que ocupaba un lugar primordialísimo de su interés: ponía grandes esperanzas en una rica cosecha apostólica en Alemania y también en la que, en su día, se podría hacer, desde la zona de habla alemana, en Europa central, en Escandinavia y en Europa oriental. Por supuesto que no podía nombrar una fecha concreta, pero nunca vaciló en su convicción de que la fidelidad a la vocación y la disposición de corresponder a ella contienen ya, por decirlo así, los frutos que un día se recogerán. Y él creía en la vocación cristiana -apostólica- de los alemanes, de los austriacos y de los suizos.

El primer viaje de Monseñor Escrivá a Europa central (16) duró trece días, desde el 22 de noviembre hasta el 4 de diciembre de 1949. De camino, durante una estancia en Milán, mandó una carta breve, pero muy característica, a sus hijos de Portugal, en la que decía: «Que Jesús me guarde a esos hijos. Queridísimos: Al entrar en Austria y Alemania por vez primera, recuerdo emocionado mi primer viaje por esas tierras benditas de Portugal. Encomendad de firme las cosas, para que el Señor no mire nuestras miserias, sino nuestra fe, y podamos pronto emprender definitivamente la labor en el centro de Europa. Un fuerte abrazo a todos. La bendición de vuestro Padre. Mariano» (17). El Fundador y sus dos acompañantes pasaron dos días en Innsbruck (29 y 30 de noviembre); y según informa uno de los que viajaban con él, le gustaron las bonitas casas campesinas tirolesas con su pintura típica, la «Lüftelmalerei» (frescos en la parte exterior); aún más le gustó la piedad popular que observó; comentó que pronto se debería comenzar la labor apostólica en Austria y Alemania y que allí habría muchas vocaciones. El 30 de noviembre, por la tarde, llegaron a Munich, pasando por Garmisch. Munich en 1949 realmente no era una ciudad que invitara a presagiar por aquel entonces para la República Federal un futuro alentador. Se veían por todas partes aún las huellas de los grandes destrozos de la guerra, que había terminado cuatro años antes. «La ciudad -recordaba el Padre muchos años después- estaba medio destruida. En el hotel donde nos alojamos, para subir las escaleras había que arrimarse a la pared, porque no tenía barandillas» (18).

«Pobre, pero noble», parecía ser el lema del hotel: como postre, pidieron fruta para Monseñor Escrivá y en una gran bandeja de plata le sirvieron... una manzana.El día 1 de diciembre, el Fundador celebró la Santa Misa en la Liebfrauenkirche (19). A continuación le recibió el Cardenal Faulhaber; mantuvieron la conversación en latín; el Cardenal se mostró muy interesado por el Opus Dei y habló también de los graves problemas pastorales que traía consigo la llegada de millares de refugiados católicos procedentes de las zonas orientales de Alemania (20). Así se enteró el Fundador, por boca de una persona bien informada, de una de las más relevantes consecuencias de la catástrofe alemana de 1945; un hecho que habría de conformar decisivamente el camino y el desarrollo de la República Federal, que entonces contaba solamente unos meses de edad.

Cuando el 4 de diciembre regresaron a Roma, habían recorrido tres mil quinientos kilómetros de carreteras invernales; Monseñor Escrivá de Balaguer había hablado con uno de los más importantes Obispos alemanes, dejando abierto un primer «surco» en lo que, el día de mañana, habría de ser un feraz campo apostólico.

Los primeros miembros del Opus Dei llegaron a Alemania en el verano de 1952 (21): cuatro jóvenes españoles (un sacerdote y tres universitarios), dos de los cuales son actualmente catedráticos en Universidades alemanas. Sabían poco alemán, no conocían a nadie, no tenían ni un céntimo y, al principio, ni siquiera un techo bajo el que cobijarse... ¿No es para maravillarse que de estos jóvenes sin medio alguno (a los que pocos años después seguirían algunas chicas que, con igual pobreza, comenzarían la labor apostólica de las mujeres del Opus Dei) partiera todo lo que, actualmente, forma parte de la Obra de la República Federal Alemana? Centros, residencias universitarias, clubs juveniles de las dos Secciones y, sobre todo, un apostolado personal intenso y extendido por todo el país... Sí, si se piensa con calma es para maravillarse... por muy modesto que siga siendo todo considerado en cifras absolutas..

Aunque aquellos años de los comienzos aparezcan ahora dorados por el recuerdo y se traigan a la memoria las anécdotas divertidas, la realidad es que fueron años sumamente duros. Aquellos jóvenes trataban de ganar algo de dinero como traductores, procuraban salir adelante pasando hambre y, a veces, no tenían de qué vivir ni dónde alojarse: «Durante los primeros meses no tuvimos éxito en nuestras pesquisas. Nos hallábamos abatidos. Nuestro Padre debió de intuir ese decaimiento, porque recibimos unas letras suyas, que nos reanimaron. Nos decía que continuáramos la búsqueda sin desaliento, que nuestras pisadas por las calles de Bonn resonarían en el Cielo como campanillas de plata» (22).

El 1 de mayo de 1953 consiguieron encontrar una vivienda en Bonn, en una villa a la antigua usanza, que ahora permanece casi como un vestigio de épocas pasadas en medio de la zona gubernamental, y que se convertiría en la futura Residencia «Althaus». Pero tuvieron que pasar dos años todavía hasta que los primeros alemanes recibieran la vocación al Opus Dei..

Diez veces estuvo Monseñor Escrivá de Balaguer en «Althaus» (23), la primera de ellas el 1 de mayo de 1955. Encontrándose en Suiza (donde había visitado Einsiedeln, Zürich, Basilea, Lucerna, el Santuario mariano de María Stein, Berna, Friburgo y San Gall) había proyectado encaminarse directamente hacia Austria y Viena, pero finalmente venció su corazón de padre y el deseo de volver a ver a sus hijos para darles ánimos, por lo que no escatimó dar un rodeo de mil kilómetros. Al comprobar la escasez de muebles y la pobreza de las habitaciones indicó que se hicieran todos los esfuerzos posibles para mejorar sobre todo la decoración del oratorio. Sugirió también algunos detalles que se podrían cambiar enseguida. Como en tantas otras partes, recordó que los comienzos del Opus Dei en España, veinte años atrás, habían sido aún más pobres y difíciles. Habló mucho del Colegio Romano de la Santa Cruz en «Villa Tevere» y les comunicó que pronto empezaría la labor apostólica en Suiza y Austria. También les dijo que rezaran mucho para que la Sección de mujeres pudiera empezar cuanto antes la labor en Alemania (24).

Como soy un escritor alemán y he escrito este libro, en primer lugar, para lectores de habla alemana, quiero reproducir exactamente lo que dijo el Fundador del Opus Dei el año 1955, en Bonn: «Estoy muy satisfecho de encontrarme en Alemania, y con una ilusión extraordinaria en el montón de vocaciones que el Señor promoverá rápidamente. Ha llegado la hora de la cosecha. ¡Ya lo veréis! Hijo mío, ¿no te hace ilusión ver la confianza que el Señor ha puesto en nosotros? Parece como si hubiera condicionado la fecundidad de la labor a que seamos fieles. ¡Qué responsabilidad tan grande tenemos! ¡Y qué sentido de filiación divina, ante esta confianza que Dios nos ha manifestado! ¡Qué ilusión al pensar en la cosecha que se aproxima en esta tierra alemana...! La Obra huele ya a campo cuajado, a cosa hecha, a pesar de que veintisiete años no son nada para un ente moral, y menos para una familia que el Señor ha querido promover y que ha de durar mientras haya hombres sobre la tierra, para servir a la Iglesia, para extender el reinado de Cristo, para bien de las almas, para hacer dichosa a la humanidad, llevándola a Dios» (25).

En aquella misma ocasión preguntaron al Secretario General, don Alvaro del Portillo, qué era lo que hasta el momento le había impresionado más de Alemania, y él, con buen humor, contestó: «Pues hasta ahora casi no me ha impresionado nada, porque hemos venido desde Suiza, nos metimos en esa gran autostrada, y es como si hubiéramos viajado en avión. No hemos visto casi nada hasta llegar a Bonn». Luego, resumiendo lo que llevaba en el alma, añadió: «Aquí me impresiona lo que ya ha dicho el Padre: vuestra alegría, que es la de todos nuestros Centros. Y, además, me ilusiona pensar en las virtudes del pueblo alemán y por tanto en la gran cantidad de vocaciones y en el servicio a la Iglesia y a Dios Nuestro Señor que se hará desde aquí» (26).

El 3 de mayo, al atardecer, tras una desafortunada excursión por el valle del Rhin (el viejo coche «se declaró en huelga» y en vez de gozar del viaje vieron sobre todo talleres de reparación), don Josemaría y sus acompañantes llegaron a Maguncia. Al día siguiente, por la mañana, celebró Misa en la Catedral y por la tarde regresó a «Althaus». En una breve tertulia, según recuerda uno de los testigos, «insistió en que debíamos querer mucho a Alemania, manteniendo nuestro amor a la patria de origen, pero dispuestos a hacernos de otro país, si fuera conveniente» (27).

Durante el mes de diciembre del mismo año 1955 (28) volvería a visitar Colonia y Bonn. En aquella ocasión prosiguió su viaje por Munich e Innsbruck para llegar el 7 de mayo a Viena (29). Faltaban pocos días para que se firmase el tratado sobre el Estado austriaco del 15 de mayo, que entró en vigor el 27 de julio. En aquellas fechas Austria estaba dividida en cuatro zonas repartidas entre americanos, ingleses, franceses y rusos; a estas cuatro zonas correspondían los cuatro sectores de Viena, ciudad administrada conjuntamente. Algo extraño y quizá un poco sobrecogedor debió de sentir don Josemaría cuando su coche se dirigió hacia el famoso puente que separaba el sector soviético del americano y que -como recordaría más tarde- tenía «un crucifijo muy grande. Al pie había un soldado ruso Más tarde comentó a este respecto: «A mí, que estuve año y medio bajo la dominación comunista durante la guerra civil española, y vi asesinar tanta gente y quemar tantas iglesias, me impresionó» (30). En Viena pasó también ante un -hotel, convertido en edificio oficial del ejército soviético; delante había un grupo de soldados; eran chicos simpáticos, como pudo comprobar, sobre todo los más jóvenes, que los saludaron con afecto a pesar de ir vestidos de clérigos... Hicieron noche en un modesto hotel en el sector americano, cerca de una de las estaciones, la Franz-Joseph-Bahnhof. Habían pasado casi todo el día caminando, «porque -así decía- para conocer una ciudad hay que patearla. Comprobamos que Viena es una capital de una riqueza maravillosa, con esplendores de imperio, a pesar del paso de los años y de que. ha sufrido tanto» (31). Más tarde contaría también que «Viena es la única capital donde he visto un monumento a la Trinidad Beatísima» (32). Y es que en la base de la famosa «columna de la peste», coronada por una imagen de la Virgen, habían descubierto la siguiente inscripción dedicada a la Santísima Trinidad: Deo Patri Creatori - Deo Filio Redemptori - Deo Spiritui Sanctificatori. Monseñor Escrivá de Balaguer quiso que esas mismas palabras se grabaran en el altar del oratorio en el que solía celebrar la Santa Misa.

Medio año después, y también procedente de la zona del Rhin, el Fundador volvió a estar en Viena, donde, como en toda Austria, habían desaparecido ya las tropas de ocupación. El 4 de diciembre celebró Misa en la Catedral de San Esteban, poniendo bajo la protección de la Virgen, ante la imagen de María Pótsch (33), la labor de la Obra en Austria: «Sancta Maria, Stella Orientis, filios tuos adiuva!»; «Santa María, Estrella del Oriente, ayuda a tus hijos»; ayúdales en Austria y, también, en su día, desde Austria... El lema de Carlos V, del «emperador universal», no envejece: Plus ultra! ¡Siempre más allá! Desde el punto de vista político (como deseo de poder) es un lema temerario, pero desde el punto de vista apostólico es un lema profundamente cristiano. Monseñor Escrivá de Balaguer había dicho que «Austria es la puerta del Oriente», y estas palabras (que durante cien años se habían referido a la política de cara a los países balcánicos) se convertían, en sus labios, en una promesa. Nunca hablaba por hablar. Con todo lo que su optimismo tenía de empuje sobrenatural, siempre se apoyaba sobre la base del realismo, evitando cualquier tipo de utopías. Cuando el 4 de mayo de 1960 estuvo por última vez en Colonia, donde visitó el nuevo Centro de la Sección de mujeres, una de las jóvenes se entusiasmó con la idea de comenzar la labor del Opus Dei en Rusia. La contestación de Mons. Escrivá, en apariencia, no hizo referencia a ese comentario, pero, para quien quiso entender, contenía una advertencia: hay que obrar con prudencia humana y sobrenatural: todo llegará a su tiempo. Se refirió a su primera visita a Viena, cuando estaba bajo la ocupación rusa, cinco años atrás, y añadió: «Hijas mías, yo pido por la unidad de este país vuestro: pido también por Berlín, es un deber de justicia. Tenéis que trabajar en todas las regiones alemanas. ¡Qué campo tan inmensoos espera!» (34).

Con los años se amplió no sólo el radio geográfico, sino también la intención de los viajes apostólicos de Monseñor Escrivá de Balaguer: cada vez se fue haciendo más patente su carácter de romería penitencial (35) y de catequesis. Desde siempre había aprovechado cualquier ocasión para ofrecer a la Madre de Dios reparación (en nombre propio y en el de todos sus hijos) por los pecados propios y por los de los demás cristianos. Esta forma de «sustitución de amor» es uno de los sillares que forman el fundamento de la religión cristiana y, por lo tanto, también del Opus Dei. Entre 1967 y 1969 hizo numerosas romerías a Santuarios marianos en Italia, Suiza, Francia y España. El 1.° de abril de 1970 inició una romería penitencial por la Iglesia (por su sufrimiento interno, que siempre consiste en la infidelidad y las desviaciones de sus_ miembros) que le llevaría a los santuarios del Pilar, en Zaragoza, de Torreciudad y de Fátima.

En mayo de ese mismo año llevó a cabo su primer viaje trasatlántico (36). Aunque estaba movido también por un carácter penitencial y mariano (iba, como romero, a rezar ante la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe (37), ese viaje tuvo una nueva dimensión: el Fundador del Opus Dei habló con miles de personas y ante un público formado por miles de personas. Ya en Roma se habían celebrado encuentros internacionales, y en Pamplona habían tenido lugar grandes reuniones en el campus o en el aula magna de la Universidad (reuniones que, por su forma nada convencional de catequesis, por el diálogo que sabía encontrar en medio de la muchedumbre, impregnaba de un espíritu único), pero ahora, en los últimos años de su vida, quiso llevar esta catequesis a todo el mundo, empezando, como es natural, por aquellos países en los que la Obra había alcanzado un mayor desarrollo y ofrecía mejores perspectivas apostólicas: España, Portugal y la América latina.

En octubre y noviembre de 1972 realizó un viaje de catequesis por toda la Península Ibérica (38). Su predicación alcanzó «directamente», o sea, sin intervención de los medios de comunicación, a más de ciento cincuenta mil personas... Es decir, ciento cincuenta mil encuentros realmente personales. Nunca se dirigía a una «masa», sino a personas concretas; personas que (digámoslo así) formaban una «unidad de espacio y tiempo». Es especialmente significativo el hecho de que, para destacar la necesidad de la vida contemplativa y la estima que sentía por ella, en las ciudades españolas y portuguesas en las que estuvo también visitó conventos de monjas contemplativas, animándoles a ser fieles a su vocación específica y a su carisma fundacional. Para él existía un solo «Pueblo de Dios», cuyos miembros han de rezar los unos por los otros; cualquier tipo de celotipia entre las diversas familias de este Pueblo de Dios le resultaba totalmente incomprensible.

Como si se diera cuenta de que se le iba terminando la vida, crecía su ímpetu para llegar cada vez a más almas; parecía ese corredor de fondo que, ante el sprint final, aunque esté ya agotado, redobla una vez más sus esfuerzos y pone en juego todas las energías de que dispone. El 22 de mayo de 1974 partió, ya con setenta y dos años, para el viaje más largo y más agotador de los que había realizado hasta la fecha (39), un viaje que duró más de tres meses, hasta el 31 de agosto, y que le llevó a Brasil, Argentina, Chile, Perú, Ecuador y Venezuela. Un viaje durante el que visitó numerosos Centros de la Obra en estos países y se reunió con decenas de miles de personas. Un viaje en el que no sólo se desgastó en alma y cuerpo como sacerdote, apóstol y Padre, sino en el que también las condiciones climáticas, las diferencias de altitud, los viajes en avión, supusieron una carga extrema. Durante semanas tuvo que luchar con graves indisposiciones, con una bronquitis, con infecciones febriles y con el mal de altura. La última etapa (Venezuela) la pudo superar tan sólo con un esfuerzo supremo. A Roma llegó, agotado, el 30 de septiembre, después de haber pasado varias semanas en España. Pero cuatro meses después su inquietud apostólica le volvía a llevar al otro lado del Atlántico: el 4 de febrero de 1975 llegó a Caracas, continuando su catequesis en Venezuela, allí donde la había tenido que interrumpir el verano anterior, y de Venezuela volvió a Guatemala. Aquí enfermó repentinamente, con tal gravedad que no fue posible prolongar más un viaje que, en principio, iba a tener una mayor duración. El 23 de febrero estaba ya de vuelta en Roma. ¿Presentía que con ello había terminado su último gran viaje o, mejor dicho, el penúltimo?...

A comienzos de los años setenta, como hemos dicho anteriormente, había aceptado que se filmaran sus «correrías apostólicas». Estas películas (más de cien) se han divulgado ampliamente. Son uno de los medios más eficaces para explicar y dar a conocer el espíritu del Opus Dei. Gracias a ellas, muchas personas descubren la profundidad de este espíritu de renovación cristiana que recuerda al de los primeros cristianos. Todo el que lo desee puede ver estas filmaciones, que recogen los diálogos singulares entre Mons. Escrivá de Balaguer y sus diversos interlocutores: personas de todas las edades, razas y países, de cualquier clase y condición social. Las preguntas corresponden a un espectro muy amplio; pero, en mi opinión, entre las contestaciones de Monseñor Escrivá de Balaguer en los últimos años, y especialmente durante sus viajes a América, destacan tres puntos capitales: 1) Un sí a la vida, don de Dios, y a las familias numerosas: un sí que excluye cualquier tipo de manipulación. 2) Una fidelidad a la tradicional doctrina de fe de la Iglesia, que tiene validez intemporal y que no admite transformaciones, «recortes», «enmiendas» o «reinterpretaciones». 3) Una recomendación insistente, casi suplicante: hay que acudir frecuentemente al Sacramento de la Confesión. Porque sin Confesión no hay reconciliación con Dios, y sin reconciliación con Dios no hay vida interior ni frutos...

Si no se cuidan estos tres puntos decisivos de la vida cristiana (esto lo sabía Monseñor Escrivá de Balaguer, como puede saberlo cualquier cristiano que sea sincero consigo mismo) no puede darse un encuentro personal con Cristo, ni la esperanza de que se produzca una renovación de la Iglesia y una mejora de la situación en el mundo.Durante una tertulia celebrada en Barcelona el 26 de noviembre de 1972, una madre de diez hijos se lamentó de la incomprensión (por no decir algo peor) que encontraba en el ambiente. Monseñor Escrivá de Balaguer le respondió que la doctrina «se la saben todos y todas (40); lo que pasa es que viene el egoísmo, la brutalidad, las malas pasiones, la propaganda salvaje que se hace..., y la gente débil acaba por no tener sentido del pecado, y comete crímenes horrendos, verdaderos infanticidios » (41).

«La Iglesia de Dios y los sacerdotes de Dios -decía en 1974 en Buenos Aires-, desde hace veinte siglos, predicamos lo mismo. Por eso, si os dicen cosas que os suenen a nuevas, ¡no son de Dios!... Porque -me gusta mucho decirlo- la religión no la hemos hecho los hombres por alzada de mano, por votación... ¡Coged los catecismos viejos! Hijas mías, hijos míos: ¡son tesoros de maravilla! ¡No los tiréis!, ¡leed! Y si no, comprad un catecismo de San Pío X... y leed con calma para conservar la fe de vuestroshijos» (42).

La fe reclama las obras. Si no, no es fe. Pero para que la fe pueda realizar las obras de la caridad (de una caridad que unas veces se expresa como fortaleza, fidelidad, justicia y otras veces como misericordia, sabiduría, temor de Dios) tiene que dar fruto en las almas, para que no se dejen llevar por las propias miserias, por las bajas pasiones o por el aburguesamiento. Tiene que iluminar los corazones, para que busquen el sentido radical de su vida, sin dejarse arrastrar por la frivolidad. Para que las montañas de basura que se van formando por nuestras debilidades y faltas de amor no crezcan excesivamente es necesario que, una y otra vez, las vayamos retirando. Y esto sucede en el Sacramento de la Penitencia, que, por la confesión de los pecados, la contrición, el propósito de la enmienda, la penitencia y el perdón, reestablece la reconciliación con Dios, no de forma «sensible» o «presumible», sino real y objetivamente, con la «garantía» de Cristo mismo. El 2 de julio de 1974, Monseñor Escrivá de Balaguer decía en Santiago de Chile: «Yo vengo desde hace años contando una anécdota que parece que no tiene importancia y para mí tiene mucha: unos hijos míos -estaba yo en Portugal, charlando con la gente, así- me trajeron una sopera... grandota, una sopera de esas de familia numerosa... Y la sopera había sido usada con mucha frecuencia por muchos años. Estaba rota, y arreglada con lañas, que son hierros que la vuelven a sujetar; y seguía sirviendo. Y yo miré a aquellos hijos y les dije: bien, buena lección me estáis dando -me daban lecciones como vosotros, y yo las aprovechaba-, porque yo soy como esta sopera: estoy todo roto y lleno de lañas, pero sigo sirviendo; sigo sirviendo gracias al Santo Sacramento de la Penitencia, donde voy cada semana a pedir perdón al Señor de mis pecados, a renovar el dolor por todo lo que le he ofendido en mi vida» (43).Y no como una amonestación, sino como una súplica, sonaban las palabras que el Fundador decía a sus oyentes en «Tabancura» -así se llamaba el colegio en el que estaban reunidos-: «¡A confesar!, ¡a confesar!, ¡a confesar!, ¡a confesar! Que Cristo ha derrochado misericordia con las criaturas. Las cosas no van porque no acudimos a Él a limpiarnos, a purificarnos, a encendernos. Mucho lavoteo y mucho deporte, ¡bien!, ¡maravilloso! ¿Y ese otro deporte del alma? ¿Y esas duchas que nos regeneran y nos limpian y nos purifican y nos encienden? ¿Por qué no vamos a recibir esa gracia de Dios? Al Sacramento de la Penitencia y a la Sagrada Comunión. ¡Id, id! Pero no os acerquéis a la Comunión si no estáis seguros de la limpieza de vuestra alma» (44).

El Opus Dei y el Concilio

Un Concilio Ecuménico es la reunión convocada por el Papa, Pastor supremo de la Iglesia católica (45), de quienes, según el «Codex iuris canonici», ejercen en todo el mundo el gobierno jerárquico de la Iglesia: los Cardenales, los Patriarcas con sede de gobierno y residencia, los Primados, Arzobispos y Obispos; los abades y prelados nullius, los Superiores generales de las órdenes clericales exentas; y, por invitación especial, también los Obispos titulares y los Superiores generales de otras órdenes y congregaciones. A todas estas personas corresponde la denominación de «padres conciliares». Los peritos, los expertos, los teólogos, los representantes y observadores de otras confesiones cristianas e incluso no cristianas, a los que se invita, acuden con un padre conciliar o han sido nombrados por el Papa o por la Curia para alguna tarea preparatoria: participan en el Concilio, pero no son Padres conciliares; pueden tener gran influencia, pero no deciden ni tienen responsabilidad por las decisiones tomadas, excepto, en todo caso, una responsabilidad moral ante Dios, que ve y enjuicia su influencia sobre aquellos que han tomado las decisiones. El Concilio se llama «ecuménico» no porque participen representantes de todas las comunidades cristianas, sino porque participan todos los que tienen derecho por su ministerio jerárquico en la Iglesia católica.

Me he detenido en esta explicación porque suele reinar cierta confusión en este punto. Por su naturaleza, un Concilio ecuménico ejerce el poder supremo de gobierno y de magisterio en la Iglesia, pero sólo en colaboración y en unión con el Papa, nunca en solitario: sin contar con el Papa o pretendiendo dominarle. El Papa, sin embargo, puede ejercer personalmente el magisterio y el gobierno supremo de la Iglesia.Es importante valorar estas realidades, que conciernen a una cuestión debatida durante siglos en la historia de la Iglesia, con prevalencia alternante entre las tendencias «papal» y «conciliar». Los Concilios de Basilea-Ferrara-Florencia (1431-1442) y, definitivamente, el de Trento (1545-1563) tomaron la decisión que hemos comentado. El Concilio Vaticano I la completó con el dogma de la infabilidad papal; el Concilio Vaticano II confirmó este dogma, destacando, además, el principio de colegialidad, o sea, el principio del amor fraterno como base para la relación entre el Obispo de Roma -el Papa- y todos los demás Obispos.

Los tres Concilios ecuménicos de la Edad Moderna -el Tridentino, el Vaticano I y el Vaticano II- señalan tres crisis profundas de la Iglesia, verdaderos «maremotos» en los que parecía que la barca de Pedro se apartaba de su curso y estaba a punto de irse a pique. Como la Iglesia existe en el mundo y los cristianos también son hijos de su época, y están sometidos a condicionamientos sociales y personales, las crisis siempre tienen un carácter espiritual y mundano a la vez. Los Concilios, convocados en diversos estadios de la crisis (por decirlo en términos generales), tratan de dar a la Iglesia una nueva consistencia interna, tomando las medidas que parecen necesarias ante la nueva situación, con objeto de poder cumplir en ella el encargo santificador de Cristo en el mundo. El Concilio de Trento, por ejemplo, ante una escisión en la fe que ya era una realidad (y una catástrofe, me atrevo a decir, cuyas terribles consecuencias ya casi no somos capaces de percibir), respondió con un inventario detallado de la fe católica, definiendo lo que es de fe y lo que no lo es. En cuanto al Vaticano 1, tendría una visión superficial del mismo quien (como sucede a menudo) sólo viera en él el Concilio del dogma de la infalibilidad pontificia. Fue, más bien, la primera parte de la respuesta -una respuesta muy tardía- de la Iglesia al modernismo; y como esta palabra ha sido desgastada por el uso y vaciada de contenido por la demagogia, prefiero decir que el Concilio fue el comienzo del intento de adaptarse a la nueva situación de la humanidad, una situación surgida de la Ilustración y de las revoluciones democráticas de los siglos XVIII y XIX. El dogma de la infalibilidad (que afirma que el Papa, cuando formula un dogma de fe y lo proclama solemnemente como sucesor de Pedro -es decir, ejerciendo su ministerio «ex cathedra», como Pastor Supremo-, no puede equivocarse) es sólo una parte de la respuesta global a ese «mundo moderno». En efecto: en su epístola apostólica «Aeterni Patris» (46), del 29 de junio de 1868, el Papa Pío IX hablaba claramente de los motivos y fines que le habían llevado a convocar el Concilio: salir al paso de los errores ya denunciados en el «Syllabus errorum» (47) del 8 de diciembre de 1864. Esos errores son consecuencia directa de la época de la Ilustración y de las Revoluciones. Son errores que se escuchan todavía y que constituyen un continuo desafío para la Iglesia. El «Syllabus», en ochenta puntos, enumeraba cada uno de esos errores, cuyo denominador común era el subjetivismo y el relativismo, dos actitudes que en los ciento veinte años que han transcurrido desde entonces han ido conquistando el pensamiento moderno y que, poco a poco, se ha ido infiltrando en las cabezas de muchos cristianos de todas las confesiones (también, finalmente, de los católicos); un éxito mental, en definitiva..

Ésta era la situación que tenía que afrontar el Concilio Vaticano II. Mejor dicho: en esta situación se reunían los pastores de la Iglesia, con el Papa, para deliberar y para decidir cómo se podía seguir proclamando la verdad íntegra de la fe (el encargo de Cristo) en un mundo de orientación relativista y subjetivista. Un mundo que niega la existencia, o por lo menos la cognoscibilidad, de la verdad, que proclama un panrelativismo historicista en todos los sectores y en cualquier actividad del hombre y que, finalmente, rechaza cualquier dependencia o sumisión del sujeto a una norma absoluta, que, para el cristiano, es el designio salvífico de Dios que se realiza en la Iglesia. El Concilio tenía que decidir las medidas que se habían de tomar para que la barca de Pedro estuviera en condiciones de navegar por los mares procelosos de estos tiempos. Ahora bien, los Padres conciliares no eran «criaturas de laboratorio»: no llevaban máscaras como los cirujanos; que respiraban con toda normalidad: y el que respira, aspira también los gérmenes patógenos. El aula conciliar no era una sala de operaciones esterilizada. Los Padres conciliares debían buscar y encontrar remedios a enfermedades contra las que ellos, como individuos, de ningún modo estaban inmunizados. Esto significa que la segunda parte de la respuesta a ese «mundo moderno» (que sigue acogiendo los mismos errores fundamentales de siempre, porque son defectos de nacimiento), la tenían que dar personas mucho más propensas a contagiarse con las enfermedades que debían combatir que sus predecesores en los años sesenta y setenta del siglo XIX.

También fue nuevo (y muy diferente al Concilio anterior) el estilo conciliar. Se celebró -por decirlo así- «de cara al público», y estuvo rodeado de una publicidad directa o indirecta, pero constante. Las multitudes de expertos y «peritos» invitados no sólo facilitaban informaciones a «sus» padres conciliares, sino que, con su peso de especialistas y su autoridad como científicos, a veces abrumaban a algunos Obispos de gran sencillez intelectual, pero de genuina piedad. No siempre tuvieron en cuenta todos estos peritos este punto: la autoridad y la capacidad de decisión de los Padres conciliares no se basaban en los conocimientos de los especialistas en ciencias humanas, sino que estaban ancladas exclusivamente en el ministerio apostólico, en la sucesión apostólica y en el orden episcopal. No se comprende el Concilio Vaticano II si no se tiene en cuenta ese magno «embalaje» y la influencia de diverso signo de esos especialistas (con diversos grados de piedad e inteligencia) y de la multitud de periodistas y «elaboradores» de noticias que rodearon las aulas conciliares.

Es innegable que la inspiración del Espíritu Santo no le faltó al Concilio. Pero esto no quiere decir que cada uno de los Padres conciliares fuera, en cada momento de las cuatro sesiones, receptáculo y portavoz del Espíritu Santo, ni tampoco que todos los documentos estén inspirados por igual y de tal manera por el Espíritu Santo que no necesiten una interpretación. Una de las novedades del Concilio es que fue eminentemente pastoral; lo cual quiere decir que la mayor parte de los documentos emanados de él no definían verdades de fe, no eran «dogmáticos». Esta novedad encerraba graves peligros y también grandes posibilidades. Los Padres conciliares, al asumir ese riesgo, hicieron gala de una confianza genuinamente cristiana en la providencia divina y en la inspiración posconciliar del Espíritu Santo en las almas de los fieles. Pero determinados enemigos de la fe aprovecharon el nuevo estilo de los textos conciliares para su propósito manipulador. Se habían sustituido las antiguas fórmulas dogmáticas rígidas y precisas, al estilo romano, redactadas como si fuesen artículos de fe, por extensas meditaciones sobre la fe, llenas de belleza, y por reflexiones sobre el catolicismo y la vida cristiana. Este «nuevo estilo» permitió a esos «destructores» de la fe una mayor manipulación del verdadero sentido de los textos y la llevaron a cabo, como es bien conocido, con indudable éxito.

Tres años después de finalizar el Concilio Vaticano II, en 1968, el entonces Arzobispo Karol Wojtyla publicó un artículo que en castellano lleva el título de «Introducción al Vaticano II: Un intento de clarificación» (48).

Antes de la conclusión se afirma: «El Concilio ve la Iglesia en el reflejo de la Revelación y, además, la pone en su lugar, la reafirma en la experiencia de la humanidad de nuestros días. Y gracias al Concilio también la Iglesia misma se reconoce bajo el punto de vista de la humanidad en nuestros días, de sus necesidades y sus problemas. De este modo, la Iglesia se abre plenamente, al reconocer su naturaleza sobrenatural y mística. Este abrirse o, mejor dicho, este "estar abierta", que realiza la Iglesia es a la vez su nueva forma de "estar cerrada", cerrada no en sí misma, sino en el contorno en el que -como escribe Pablo VI- nos ha puesto la mano de Dios» (49).

Hoy, quince años más tarde, no se pueden leer estas frases sin cierta congoja, y es posible que el Papa Juan Pablo II las relea incluso con dolor. Congoja y dolor no porque haya muerto el optimismo cristiano con respecto a los frutos del Concilio, sino porque la acción del «diabolos» (tercera fuerza motriz de la historia junto a la providencia divina y a la libertad humana), facilitada por el «carácter abierto» de un Concilio pastoral, ha sido mayór de lo que pudo imaginarse en aquel momento. Las frases del Obispo de Cracovia que hemos citado dejan claro cuál es el dilema: por una parte, la riqueza de contenido de los documentos conciliares hace que sean un buen alimento para los católicos que, llenos de buena voluntad, ya son piadosos y fieles a la Iglesia; pero, por otra, mal interpretados, pueden servir de punto de apoyo a quienes, fuera y dentro de la Iglesia, luchan por alcanzar una Iglesia católica «distinta»...

Mientras que los Concilios Tridentino y Vaticano 1, en épocas de profundas conmociones espirituales, tras hechos históricos que se pueden considerar como catastróficos, pretendieron (y consiguieron) llegar a una consolidación interna en lo dogmático y en lo jurídico, proporcionando una sólida muralla defensiva formada por los sillares de definiciones y normas, el Vaticano II se ha apoyado en la persuación, en el «querer convencer», es decir, en el «diálogo con el mundo» para «echar raíces e,i términos bajo los que cabe imaginarse cosas muy diversas. Aquellos concilios, para consolidar los muros de la fortaleza, subrayaron la importancia de las virtudes de la obediencia en la fe y de la disciplina eclesiástica; el Vaticano II -utilizando la misma metáfora- quiso abandonar el recinto amurallado, dejar las zonas fortificadas e ir a la plaza del mercado para ofrecer la propia mercancía en régimen de libre competencia, confiando en que esa «mercancía» tiene una calidad muy superior a las demás que allí se ofrecen. Actitud que requiere el ejercicio personal de la libertad, así como el de otras «virtudes cívicas»: amabilidad, sentido común, disposición al compromiso...

Ni que decir tiene que ir al «mercado» y trabajar todo lo que se pueda con los propios «talentos» es importantísimo. Pero antes de ponerse en camino conviene asegurarse de que no se destruirá la fortaleza ni se debilitarán sus defensas, sino que se cuidarán y mantendrán en buen estado. El mercader optimista tiene que recordar de vez en cuando que el Señor del mercado (y de la fortaleza) ha prohibido que se entierren los propios talentos y ha mandado que se ganen otros con ellos, pero por medio del trabajo y de su empleo prudente, no mediante la devaluación de la moneda.

El Fundador del Opus Dei poseía una gran inteligencia, unida a una gran capacidad de análisis y comprensión de la situación del mundo, libre de ese tipo de intelectualidad engreída que no sabe aceptar ninguna limitación natural o institucional y que, si pudiera, incluso corregiría (o por lo menos asesoraría) a Dios mismo. Reconocía la autoridad y rechazaba esa moda (que también se va extendiendo en la Iglesia) que consiste en llevar ante el «tribunal» de la opinión propia cualquier frase de los pastores de la Iglesia, cualquier documento papal, promulgando después el «juicio» emitido por dicho «tribunal». Cuando el Papa Juan XXIII convocó el Concilio, el Fundador vio en ello una expresión clara de la Voluntad de Dios. No se dedicó a «cuestionarla» o a hacer conjeturas sobre la «oportunidad» o la «inoportunidad» de la convocatoria. Luego, cuando un documento conciliar -en ocasiones tras largas y difíciles luchas, deliberaciones y controversias finalmente era aprobado por la mayoría cualificada de los Padres y promulgado por el Papa, lo aceptaba sin más discusiones como un instrumento con el que se podrían conseguir cosas buenas para la Iglesia y para los hombres, aun cuando tuviera, quizá, lagunas o imprecisiones o no concordara plenamente con alguna de sus opiniones personales. Ésta fue su actitud ante todas las enseñanzas del Concilio.No cabe duda de que Monseñor Escrivá era consciente del riesgo que la Iglesia corría al abrirse al mundo de nuestros días, sobre todo si se interpretaba mal esa «apertura» y se debilitaban las defensas. Sufrió mucho con las pruebas y aflicciones que muy pronto habría de pasar la Iglesia, porque, efectivamente, sucedió lo que temía. Ahora bien, todo esto no le hizo vacilar en su profunda convicción de que, al final de ese tiempo de prueba, surgiría una Iglesia rejuvenecida en un nuevo, ardiente y eficaz amor a Cristo.

Monseñor Escrivá de Balaguer no colaboró directamente enel Concilio. No ocupó cargo alguno en el inmenso aparato preparatorio, auxiliar o adjunto. En realidad, a Juan XXIII le hubiese gustado nombrar Consultores del Concilio tanto al Presidente General como al Secretario General del Opus Dei, pero esto hubiera supuesto una sobrecarga enorme de trabajo y una dedicación de tiempo por parte del Fundador, a quien ya se le exigía un esfuerzo que superaba casi lo humano. Por eso el Papa nombró tan sólo al Secretario General, Alvaro del Portillo, perito conciliar, puesto que, además, tres padres conciliares pertenecían a la Obra- (50).

Don Alvaro del Portillo participó desde el primer momento en la preparación del Concilio, especialmente en lo referente al tema «los laicos en la Iglesia»; más tarde fue nombrado Secretario de la Comisión conciliar De disciplina cleri et populi christiani y perito de algunas otras comisiones. De esta manera, el Opus Dei participó activa e intensamente en el Vaticano II. Por supuesto que Escrivá y Del Portillo hablaron, con la unión que les caracterizaba, de todos los problemas que se planteaban; no hubo un solo día, a lo largo de los cuatro años conciliares, en los que no se diera una «conversación a puerta cerrada» entre estos dos hombres, a los que casi podríamos llamar «alma» y «cuerpo» del Opus Dei. Pero el Fundador permanecía informado directamente sobre la marcha del Concilio no sólo a través de don Alvaro; durante las cuatro sesiones fueron «legión» los Obispos y peritos, teólogos y canonistas que visitaron a Monseñor Escrivá de Balaguer. No conocemos detalles sobre las conversaciones mantenidas por el Fundador con su Secretario General y con sus visitantes, sobre todo en lo referente a la marcha del Concilio, la elaboración de los documentos conciliares, las controversias y las crisis. Es natural que durante algún tiempo se guarde absoluta discreción sobre estos extremos. Algunas cosas, sin embargo, permiten hacerse una idea de la actitud fundamental de Monseñor Escrivá de Balaguer con respecto a los principales problemas conciliares. A un Obispo que abundaba en las ideas, en boga entonces, sobre la emancipación de los laicos, comentando que a los laicos corresponde reformar en sentido cristiano las estructuras temporales, le replicó: «¡Si tienen alma contemplativa, Excelencia! Porque si no, no transformarán nada; más bien serán ellos los transformados: y en vez de cristianizar el mundo, se mundanizarán los cristianos». Y en otra ocasión comentó: «Sí, pero primero han de estar ellos bien ordenados por dentro: siendo hombres y mujeres de profunda vida interior, almas de oración y de sacrificio. Si no, en vez de ordenar esas realidades familiares y sociales, llevarán ahí su propio desorden personal» (51). Hoy comprobamos, dolorosamente, cómo la crisis que sufre la Iglesia tiene su raíz en gran medida en que ese «proceso de maduración» no ha ido unido, o mejor, no se ha fundado, en una auténtica renovación de la piedad cristiana. Esa ausencia ha provocado un debilitamiento de la vida espiritual (por dentro y hacia fuera) y un rechazo de la Iglesia jerárquica, que es la única que custodia el misterium fidei. Y no faltan los casos en lo que se ha llegado a denominar «madurez», sorprendentemente, a esa crisis espiritual y a esa rebeldía eclesiástica.

La historia del Concilio a la que tenemos acceso, aunque sea todavía de modo incompleto, nos rebela la existencia de los que querían replantear la contraposición multisecular entre los Concilios y el Papa con respecto a su posición en la Iglesia y a sus derechos y competencias. El pontificado de Pablo VI estuvo caracterizado por una lucha para fortalecer la autoridad papal -constantemente atacada-, lucha que tuvo un éxito sólo relativo (52). Pues bien, Monseñor Escrivá nunca se cansó de defender esa autoridad. Desde Pío XII, los Papas saben que, en cualquier situación, pueden contar con el Opus Dei, incondicionalmente. En una carta del 14 de febrero de 1964, el Fundador amonestaba a aquellos hijos suyos teólogos o canonistas: «Que defiendan -de todo posible ataque- la autoridad del Romano Pontífice, que no puede estar condicionada más que por Dios». Y veinte meses más tarde escribía: «Estad muy cerca del Romano Pontífice...: seguid al día sus enseñanzas, meditadlas en vuestra oración, defendedlas con vuestra palabra y con vuestra pluma» (53). No eran recomendaciones abstractas. Estas palabras hay que verlas, más bien, ante un trasfondo que se iba ensombreciendo por momentos, a medida que se iba agudizando la grave crisis eclesial, una crisis de fidelidad a la fe por parte de muchos católicos (también de sacerdotes y teólogos), una crisis de las tradiciones y una crisis también de la disciplina y de la autoridad jerárquica en general.

En la «vida cotidiana» de la Obra, el Fundador se ocupó de que se pusieran en práctica -rigurosamente- las decisiones normativas del Concilio, lo que excluía también cualquier tipo de capricho y de arbitrariedad en cuestiones de doctrina o de liturgia. En este punto no está de más recordar que los excesos en la «configuración» de las «celebraciones eucarísticas», la dejadez en la práctica de la confesión, la aceptación de una moral sexual libertina y muchas cosas más son aspectos que de ningún modo están respaldados por el Concilio, sino que contradicen frontalmente sus intenciones.Tampoco encuentra confirmación en las declaraciones del Concilio una «nueva teología» que concibe todas- las decisiones dogmáticas del pasado como productos del «espíritu de la época», es decir, como declaraciones condicionadas históricamente que, por lo tanto, deben ser reinterpretadas una y otra vez, de acuerdo con la conciencia y los conocimientos «progresivos» de cada generación de cristianos. Ahora bien, afirmar, por ejemplo, que la concepción virginal de Jesucristo o su Resurrección no tienen carácter real (real también desde el punto de vista físico), sino que son «ideas míticas» o concepciones «mágicas» de una conciencia prerracional o precientífica, no es un tipo de «investigación» teológica iniciada por el Concilio, sino una herejía que ni siquiera es original.

Tampoco se puede defender la tesis de que la filosofía tomista esté «superada». Es cierto que sus conceptos centrales, como natura, essentia, materia, forma, persona, substantia, etc., precisan de un comentario también a la luz de los conocimientos de las ciencias naturales, pero esto no altera en nada la validez de su Metafísica. En una conversación que mantuvimos, y respondiendo a una pregunta que le hice, don Alvaro del Portillo comentó que Santo Tomás, en nuestros días, hubiera escrito de otra manera, pero con el mismo contenido; lo cual es tanto como decir que Santo Tomás descubrió y formuló verdades imperecederas. El Concilio Vaticano II es el único Concilio en la historia de la Iglesia que expresamente recomienda a los teólogos y sacerdotes la doctrina de Santo Tomás de Aquino. Se sitúa con ello en una tradición de continuidad de más de seis siglos, pues desde la canonización del Aquinate por el Papa Juan XXII en 1323, la Iglesia ha recomendado siempre al «Doctor Angélico» como guía insustituible en la interpretación auténtica de verdades de fe. Con especial intensidad lo hizo el Papa Pío X en el Motu proprio «Doctoris Angelici», al que Monseñor Escrivá de Balaguer se refería en su última gran carta del 14 de febrero de 1974: «Se deben conservar -dice en ella, citando palabras de ese documento- santa e inviolablemente los principios filosóficos establecidos por Santo Tomás, a partir de los cuales se aprende la ciencia de las cosas creadas de manera congruente con la Fe, se refutan los errores de cualquier época, se puede distinguir con certeza lo que sólo a Dios pertenece y no se puede atribuir a nadie más, se ilustra con toda claridad la diversidad y la analogía existente entre Dios y sus obras... ». Y en otro lugar de esa misma carta reproduce estos otros párrafos del Motu proprio de San Pío X: «Los puntos más importantes de la filosofía de Santo Tomás no deben ser considerados como algo opinable, que se pueda discutir, sino que son como los fundamentos en los que se asienta toda la ciencia de lo natural y lo divino. Si se rechazan estos fundamentos o se los pervierte, se seguirá necesariamente que quienes estudian las ciencias sagradas ni siquiera podrán captar el significado de las palabras, con las que el Magisterio de la Iglesia expone los dogmas revelados por Dios. Por eso quisimos advertir a quienes se dedican a enseñar la filosofía y la sagrada teología, que si se apartan de las huellas de Santo Tomás, principalmente en cuestiones de metafísica, será con gran detrimento».

Todas estas afirmaciones, recordadas insistentemente por el Fundador del Opus Dei, se sitúan en la línea del Concilio; lo mismo que el ruego que hacía a los miembros de la Obra al escribir: «Pido ahora a mis hijas y a mis hijos, precisamente en este año en el que se conmemora el VII centenario de la muerte del Doctor Angélico, que sigan delicadamente esas indicaciones de la Iglesia en el estudio y en la enseñanza de la doctrina filosófica y teológica».

Mons. Escrivá de Balaguer sufría -si se me permite utilizar esta expresión- por las oscuras sombras que se cernían sobre el rostro de la «esposa de Jesucristo», de la Iglesia; pero de ninguna manera veía la época posconciliar como una noche inextricable. Muy al contrario: precisamente para el Opus Dei el Concilio supuso un imponente refrendo. Lo que, por la gracia de Dios, había redescubierto el joven y desconocido sacerdote aragonés tres decenios antes -la llamada universal a la santidad-, el Concilio lo elevaba a norma para el futuro. Las palabras de Cristo a sus oyentes cobraban así nueva actualidad en la historia de la Iglesia: «Pues no hay nada encubierto que no se descubra, ni nada escondido que no se dé a conocer. Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz del día, y lo que escucháis al oído, pregonadlo desde las azoteas» (Mt 10,26-27). Desde la atalaya del Concilio se habían proclamado y confirmado lo que eran como piedras angulares en la predicación y en la práctica de Monseñor Escrivá y de sus hijos desde 1928:

- La unidad de vida, que consiste en que la vocación universal de todos los cristianos a la santidad debe estar en armonía con su vida cotidiana y se ha de realizar precisamente en ella.

- El trabajo profesional como medio de santificación en medio del mundo y base del apostolado de los laicos.

- La libertad, como consecuencia de que los cristianos que buscan la santidad en su trabajo son libres. Sin olvidar que el recto ejercicio de esa libertad debe llevarles a colaborar en la santificación de las cosas temporales según las leyes propias. Su libertad termina allí donde comienza el mandato de amor de Cristo, que la Iglesia custodia e interpreta auténticamente; en apariencia, esa libertad desaparece donde entra en conflicto con las leyes del mundo.

- La Santa Misa, como centro y raíz de toda la vida interior; toda la «vida cotidiana» se ordena hacia ella y de ella surge toda la fuerza para la vida ordinaria del cristiano.

El Fundador del Opus Dei, después de muchos años de incomprensiones, tuvo la satisfacción de que destacados Padres conciliares, como los Cardenales Frings (Colonia), Kónig (Viena), Lercaro (Bolonia) y otros, le reconocieran como un verdadero precursor del Vaticano II, sobre todo respecto a aquellos puntos capitales que, para el Concilio, marcaban el camino a seguir en el futuro (54).

En todas las encíclicas y alocuciones del Papa Juan Pablo II se entrevé, como hilo conductor, la exhortación, e incluso la urgente súplica, a poner en práctica el «espíritu del Concilio». La voluntad de renovar por medio de este espíritu el cuerpo de la Iglesia es el más importante móvil de su pontificado. Pero, a la vez, esto significa que ese espíritu todavía no ha «tomado cuerpo» o, por lo menos, no lo ha hecho en modo suficiente. La encíclica «Redemptor hominis» (55), primera de su pontificado -que también puede considerarse como la «Carta magna» del mismo-, vino a ser como la respuesta del pontífice polaco -quien como arzobispo de Cracovia colaboró decisivamente en las tareas del Concilio- a la pregunta de cuál sería realmente el espíritu del Vaticano II.

Dada la riqueza de su contenido, es difícil entresacar frases claves de esa encíclica. No obstante, quiero citar algunas que considero especialmente representativas: «El Concilio Vaticano II, en diversos pasajes de sus documentos -dice-, ha expresado esta solicitud fundamental de la Iglesia, a fin de que "la vida en el mundo (sea) más conforme a la eminente dignidad del hombre" (56), en todos sus aspectos, para hacerla "cada vez más humana" (57). Ésta es la solicitud del mismo Cristo, el buen Pastor de todos los hombres. En nombre de tal solicitud, como leemos en la Constitución pastoral del Concilio -sigue diciendo el Papa-, "la Iglesia, que por razón de su ministerio y de su competencia de ninguna manera se confunde con la comunidad política y no está vinculada a ningún sistema político, es al mismo tiempo el signo y la salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana"» (58).

Un poco más adelante sigue diciendo la «Redemptor hominis»: «Tal solicitud afecta al hombre entero y está centrada sobre él de manera del todo particular. El objeto de esta premura es el hombre en su única e irrepetible realidad humana, en la que permanece intacta la imagen y semejanza con Dios mismo (cfr. Gen 1,27). El Concilio indica esto precisamente cuando, hablando de tal semejanza, recuerda que "el hombre es en la tierra la única creatura que Dios ha querido por sí misma" (59). El hombre tal como ha sido "querido" por Dios, tal como Él lo ha "elegido" eternamente, llamado, destinado a la gracia y a la gloria, tal es precisamente "cada" hombre, el hombre "más concreto", el "más real"; éste es el hombre, en toda la plenitud del misterio, del que se ha hecho partícipe en Jesucristo, misterio del cual se hace partícipe cada uno de los cuatro mil millones de hombres vivientes sobre nuestro planeta, desde el momento en que es concebido en el seno de la madre» (60).

Pero para que esta participación en el misterio de la Redención alcance a cada uno de los cuatro mil (y, pronto, de los cinco o seis mil) millones de personas que pueblan la tierra, cada cristiano -y la totalidad de los cristianos, desperdigados por el mundo como las semillas por el campo- tiene que intentar realmente que Cristo se haga vida en su vida, de tal modo que el que lo conozca, advierta en él el buen olor de Cristo, fruto de su lucha por la santidad. El Vaticano II ha planteado esta exigencia con un énfasis extraordinario. Y la ha planteado a la totalidad del pueblo cristiano, a la «masa» de los cristianos: porque todos están llamados a la santidad. Esta llamada universal a la santidad es la llamada fundamental del Concilio, y constituye un requerimiento constante en la predicación del Papa en los cinco continentes.

Así pues, se ve claramente que no es casualidad que el Opus Dei haya nacido en el primer tercio del siglo xx. La Obra supone un nuevo despertar en la Iglesia y de los cristianos en el mundo; es un impulso de renovación cristiana, cuya validez universal de cara al futuro quedó claro gracias al Concilio Vaticano II. Algunos han pretendido ver una contraposición entre un supuesto espíritu «conservador» de la Obra y el espíritu «progresista» del Concilio. Aparte de que la Obra no asume ningún espíritu conservador, la única contraposición que existe -a veces un verdadero abismoes la que se da entre la interpretación y aplicación ortodoxa de los textos y decisiones del Concilio (una interpretación que corresponde al Magisterio de la Iglesia y especialmente al Papa) y la que, de manera arbitraria y a menudo herética, hacen algunas personas no autorizadas para ello. Todo el pontificado de Pablo VI estuvo marcado por esa contraposición, por ese abismo; en algunos momentos, la «contestación» llegó a tomar formas amenazadoras que socavaban la vida interior de la Iglesia y producían una desoladora confusión en las almas de muchos fieles. En este sentido puede decirse que el Papa Montini fue un verdadero mártir: hasta su último aliento explicó y defendió el Concilio como un hecho situado plenamente dentro de la tradición ininterrumpida de la Iglesia, desde Pedro hasta la fecha; por eso se le escarneció y ridiculizó e insultó; tuvo que soportar una ola de desobediencia desconocida desde hace siglos y, en los últimos años, tuvo que sufrir la soledad y el desmayo de Cristo en el Huerto de los Olivos. Sólo si uno tiene clara esta situación puede entender bien las palabras que Monseñor Escrivá pronunció en 1970, ante el Consejo General de la Obra: «Sufro muchísimo, hijos míos. Estamos viviendo un momento de locura. Las almas, a millones, se sienten confundidas. Hay peligro grande de que en la práctica se vacíen de contenido los Sacramentos -todos, hasta el Bautismo-, y los mismos Mandamientos de la Ley de Dios pierdan su sentido en las conciencias» (61).

Trabajo y santidad 

Joaquín Mestre Palacios, canónigo de la Catedral de Valencia (62), cuenta que un día pidió a su buen amigo Josemaría, a quien conocía ya desde noviembre de 1940, un retrato suyo. «Sí, hombre, sí -respondió-; con mucho gusto. Ahora mismo te lo doy.» Entró en una habitación contigua y volvió con un pequeño borrico forjado en tosco hierro: «Toma, ahí tienes un retrato mío». Como don Joaquín le mirara pasmado, añadió: «Sí, hombre, sí; eso soy yo: un borriquillo. Ojalá sea siempre borriquillo de Dios, instrumento suyo de carga y de paz».

Sabemos que al Fundador del Opus Dei le gustaban también los patos, porque se tiran audazmente al agua y empiezan a nadar en su elemento, con calma y tenacidad... Quería que así fueran las mujeres en la Obra, a las que, como recuerdo y estímulo, les solía regalar patos de madera, cristal o metal. Y le gustaban esos borricos grises, a menudo cubiertos de sarna, mal alimentados, que sufren con paciencia los malos tratos, porque consumen su vida trabajando, sin exigir nada a cambio, pacientes y humildes; porque, aunque no son imprescindibles, trabajan hasta que no pueden ya más y se mueren... Así le gustaba ver a los miembros de la Obra, así quería que fueran... ¿No es algo incomprensible?... Sí, parece absurdo: en pleno siglo xx, en el que el trabajo es considerado como una mercancía o como un castigo divino, en una época en que muchos hombres sufren tanto por falta de trabajo como por exceso, llega un sacerdote español, Josemaría Escrivá de Balaguer, y proclama una nueva «teología del trabajo», en la que «currelar» (63) es un medio imprescindible de santificación para el cristiano corriente. ¿No es esto una provocación? ¿O sólo se trata de una «locura»?.

La triple «fórmula»: «santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a los demás con el trabajo», es una de las autodefiniciones que más se citan cuando se trata de describir el Opus Dei, una fórmula que no falta nunca ni siquiera en la más escueta contestación a la pregunta sobre la esencia del Opus Dei, sobre qué es realmente y qué pretende la Obra; y, sin embargo, sabemos por experiencia que es uno de los puntos más difíciles de entender. La dificultad no es ficticia, ni tampoco consecuencia de la superficialidad o del no querer entender, sino que tiene aspectos objetivos, pues toca problemas fundamentales del hombre, sobre todo en nuestra época, con su civilización técnica global (64).

Como es imposible entender el Opus Dei sin comprender esa triple fórmula, que expresa la relación, o mejor dicho, el entroncamiento mutuo del trabajo y la santidad, pido al lector un poquito de paciencia por lo que sigue. Me he servido intencionadamente del vocablo «currelar» para designar el trabajo porque expresa una actitud negativa, despectiva y resignada con respecto al mismo. Sobre la definición de «santidad» hemos hablado ya largo y tendido en este libro; si ahora queremos ponerla en relación con el trabajo -puesto que esta relación constituye la esencia del Opus Dei- no tenemos más remedio que hablar de ese trabajo, del trabajo humano (65). Y esto incluye también el que dirijamos nuestras miradas a algunos factores que lo determinan esencialmente.

«Tomó Yahveh Dios al hombre -dice el libro del Génesis (2, 15)- y lo puso en el vergel del Edén, para que lo cultivara y guardase.» Así pues, para alimentarse, vestirse y alojarse (o sea, para poder vivir) el hombre tiene que trabajar; el trabajo es para él un mandato absoluto, irrenunciable, una exigencia de su condición de creatura. Y, sin embargo, el trabajo es también algo más: el Creador, que hizo la tierra, y al hombre dentro de ella, le dio el trabajo como fin, pero no sólo para que asegurara su existencia, sino también para que cultivara la tierra. Por tanto, Dios es su único patrono. Lo cual quiere decir que el trabajo no es ni consecuencia del pecado ni un castigo. Es la forma en que Dios quiso que el hombre participara de su Providencia amorosa para con el mundo. Ahora bien, con el pecado original el cómo de esta participación sufrió una alteración: «Maldita será la tierra por tu causa -dice el Génesis (3, 17-19)-; con fatigas te alimentarás de ella todos los días de tu vida; espinas y abrojos te germinará y comerás hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás pan, hasta que tornes a la tierra, pues de ella fuiste tomado; ya que eres polvo, tornarás al polvo». Han cambiado las circunstancias, y el modo de trabajar ahora se diferencia del modo apacible y placentero en que se hubiese trabajado antes de la caída, como se diferencia el hombre en su inocencia primera del hombre tras la expulsión del Paraíso. Con todo, permanece inalterado el hecho de que el trabajo está relacionado con Dios y tiene por fin el colaborar en sus planes de salvación.

Aunque el trabajo implique esfuerzo, cueste sudor, agote, sea duro e incluso «insoportable», no han sido éstos los factores por los que se ha llegado a considerar el trabajo como un castigo, una mercancía o un «instrumento de opresión»; ha sido el modo como el trabajo se ha integrado en la vida personal y social, un modo que casi ha prostituido totalmente su naturaleza. Durante largas épocas, y en muchas partes del mundo, el trabajo -sobre todo el que implicaba un esfuerzo físico- ha estado unido a la pérdida de libertad personal y social: esclavitud, servidumbre feudal, proletariado, etc. Además, trabajos especialmente duros, como el de las minas, el de las canteras o el de las galeras, eran un castigo. Si bien el avance político y social ha traído también un progreso en este punto (aunque nuestro siglo ha establecido nuevos récords en lo que a «trabajos forzados» se refiere), han aparecido nuevos condicionamientos, pues el mundo del trabajo técnico-industrial limita de manera extrema el campo de libertad personal dentro del trabajo e incluso lo elimina totalmente.

Un problema especialmente conflictivo -que se presenta tanto desde un punto de vista material y concreto como desde una perspectiva psicológica y social- es la relación entre trabajo y justicia. En lo material y concreto, quiere decir que el trabajo que se realiza y el jornal que se percibe a menudo no guardan la debida proporción. Salarios injustamente altos conviven con salarios injustamente bajos. El hambre y la miseria de los que trabajan e incluso el paro forzoso -con culpa propia o sin ella- coexisten con la abundancia y el lujo de los que no trabajan, porque poseen algo o porque viven del trabajo de los demás.

Esta situación de injusticia tiene unas raíces psíquicas y sociales muy profundas: durante mucho tiempo se despreció el trabajo material como medio de ganarse la vida, considerándolo como algo envilecedor o sin valor. Era algo para la misera plebs, que tenía que vivir de lo que ganaba con sus manos. Los caballeros, los héroes, los oficiales del ejército, los nobles, los clérigos, no «trabajaban». Algunas veces era realmente así, pero otras llevaban a cabo actividades que eran trabajo, a veces muy duro. Sin embargo, ni ellos mismos ni su entorno social consideraban su quehacer como un trabajo. Administrar grandes posesiones o dirigir una fábrica, un banco, una casa comercial; capitanear un ejército, combatir en batallas o salir a los mares; gobernar un estado, una diócesis o un convento no eran actividades consideradas como trabajo en sentido estricto. Y así, el contenido del concepto de trabajo se fue reduciendo peligrosamente, se fue estrechando más y más hasta tomar el significado de «mal necesario», de algo negativo, propio tan sólo de todos aquellos que no tenían «otras» posibilidades o no habían nacido o no estaban capacitados para «algo mejor». Porque -eso estaba claro- los señores, los príncipes, los sabios, los artistas, los escritores, los dramaturgos no «trabajaban»: «gobernaban», «investigaban», «creaban»... El «trabajo»: algo penoso, bajo, deprimente... Ante esta perspectiva, Adam Smith y Karl Marx pudieron desarrollar una mentalidad de libertadores (y así se les consideró) al elevar el trabajo al rango de «mercancía» (Smith) o de «poder» (Marx).

Sin embargo, el trabajo -cualquier clase de trabajo- tiene una finalidad y un sentido. Lo que pasa es que, a veces, resulta difícil descubrirlo. Cuando un labrador siembra, combate la cizaña y los animales dañinos, siega y vuelva a roturar la tierra, lo hace para lograr una buena cosecha. La cosecha tiene como fin alimentarle a él y a otros, y por eso trilla, muele, transporta, vende la mercancía; explota la tierra, por decirlo brevemente. El sentido de su vida como agricultor consiste en cosechar y, si además es ganadero, en criar ganado, pero no sólo para alimentarse a sí mismo o para colaborar al alimento de los demás, sino también para concretar el sentido de su vida como campesino; y, si es cristiano, para materializar su cristianismo, realizando así el encargo divino de servir al mundo y al prójimo por amor. Esto es válido para cualquier clase de profesión y oficio.Es fácil darse cuenta de ello y aceptarlo mientras la conexión entre los dos factores (trabajo y fin de la vida) es clara y patente. La cosa se pone más difícil cuando el fin del trabajo y el sentido de la vida parecen disociarse: el condenado a galeras bien sabe que rema con el fin de mover un barco, pero para reconocer que esto da sentido a su existencia, tendría que profundizar en el significado que el dolor y el castigo tienen para un cristiano; es decir, tendría que ver su situación como una posibilidad de identificarse con Cristo. Ahora bien, si por ignorancia o por desprecio no lo logra, llegará a odiar su «trabajo». Un efecto similar puede darse cuando el fruto o el resultado del trabajo (no su retribución económica, sino lo que se ha «trabajado», «elaborado» o «hecho») se pierde en una lejanía de la que casi no se tiene noticia. Me refiero al conocido problema del trabajo en una cadena de producción o del trabajo mecánico, «siempre igual», que se da en muchos sistemas industriales; y también a esos «sentimientos de destrucción de la persona», que se originan cuando se pasa a ser la ruedecilla mínima de una inmensa organización.

El artesano puede decir: «esta mesa la he hecho yo»; y eso le proporciona placer y satisfacción. Pero la empleada en las oficinas del departamento de administración de envases de una gran empresa o el trabajador que durante ocho horas al día tiene que controlar un cuadro de mandos por si se enciende una lamparilla roja que indica algún trastorno, no es fácil que sienta placer o satisfacción, ni la «impresión de tener éxito», en su quehacer o no-quehacer; por lo que más o menos conscientemente irán perdiendo la alegría y pensando en categorías de «horas libres», «bajas por enfermedad» y años que les quedan para la jubilación. En sus vidas, el acento se va desplazando en dirección a ese tiempo de no-trabajo, a ese tiempo de ocio, que empieza a ser ya uno de los problemas mayores y más difíciles de nuestra sociedad, un problema del que más adelante hablaremos.

En la predicación de Monseñor Escrivá de Balaguer «el tema del trabajo» tiene una importancia capital. A nadie le debería extrañar, pues el trabajo es para un cristiano un medio insustituible para tender a lo que es el fin de su existencia (y en el Opus Dei, además, hacia la realización de su vocación): la santidad. El trabajo le convierte en colaborador de Jesucristo, no en sentido «alegórico» o «figurado», sino en un sentido estrictamente literal. Esto supone que su cooperación también es «vía crucis» y apostolado. Es precisamente este carácter del trabajo ordinario como «corredención» lo que Dios le hizo ver como núcleo del Opus Dei. Con una luz poderosa que Dios le concedió el 7 de agosto de 1931, Mons. Escrivá de Balaguer vio confirmado, aún con mayor claridad, que el Señor había querido suscitar el Opus Dei para que hubiera, en todas las profesiones y oficios de este mundo, hombres y mujeres "identificados con Cristo en la Cruz", santificando la ocupación concreta de cada instante. Aquel mismo día el Fundador del Opus Dei escribió (66):

«Hoy celebra esta diócesis la fiesta de la Transfiguración de Nuestro Señor Jesucristo. -Al encomendar mis intenciones en la Santa Misa, me di cuenta del cambio interior que ha hecho Dios en mí, durante estos años de residencia en la ex-Corte (Madrid) (...) y eso, a pesar de mí mismo: sin mi cooperación, puedo decir. Creo que renové el propósito de dirigir mi vida entera al cumplimiento de la Voluntad divina: la Obra de Dios. (Propósito que, en este instante, renuevo también con toda mi alma.) Llegó la hora de la Consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme -acababa de hacer in mente la ofrenda al Amor misericordioso-, vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum.

Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas!, soy yo. Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana (...) Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas».

El trabajo, entendido en su doble sentido del «hacer» y de algo «hecho» (67), es un elemento constituyente y esencial de la existencia humana: la semejanza del hombre con respecto a Dios se expresa también en el hecho de que el hombre «crea y produce frutos visibles. «De este modo -escribía Monseñor Escrivá de Balaguer en 1932, explicando cómo el trabajo adquiere valor santificante- se hace sobrenatural el trabajo, porque su fin es Dios, y' el trabajo se hace pensando en Él, como un acto de obediencia» (68). En innumerables ocasiones, de palabra y por escrito, el Fundador destacó que un trabajo honrado es un servicio a Dios; por ello elaboró las bases, criterios y directrices que deben presidir un trabajo bien hecho, así como la manera de comportarse en él; por ejemplo, la laboriosidad, la buena formación profesional, el cuidado de los detalles y la calidad del trabajo realizado. Especialmente interesante, en este sentido, es una carta del año 1948, en la que escribe: «El trabajo no puede ser nunca para vosotros un juego, que no se toma en serio; ni tampoco cosa de "dilettanti" o de aficionados. Qué me importa a mí que me digan de uno de mis hijos que es, por ejemplo, un mal maestro y un buen hijo mío: si no es un buen maestro, ¿de qué me sirve? Porque, en realidad, no es un buen hijo mío, si no ha puesto los medios para mejorar en su profesión (...) Un hombre sin ilusión profesional no me sirve» (69). La ilusión y el ansia de trabajar son dos aspectos que se corresponden: «En la Obra no puede haber holgazanes. Si alguno viniera a la Obra y no trabajara, si no remediara esa inclinación a la holganza, a los pocos días comprenderá que no sirve (...) Nuestra vocación pide que se nos aplique aquella frase del Evangelio: omni habenti dabitur (Luc XIX, 26), al que ya tiene trabajo, se le dará más; el que puede hacer como diez, tiene que hacer como quince» (70).

A veces, las exigencias de Monseñor Escrivá de Balaguer suenan muy duras. Treinta y cinco años después de que recordara algunas de ellas por escrito resultan casi una provocación para una sociedad y una época que desprecian el esfuerzo y el rendimiento en el trabajo, que lo penalizan con impuestos e intentan reducirlo: «No entiendo que un hijo mío esté mano sobre mano, matando el tiempo, como suele decirse. ¡Qué pena matar el tiempo, que es un tesoro de Dios! Si un hijo mío, si una hija mía, dijera que le sobra tiempo, es que no cumple con su deber. A mí, siempre me quedan cosas para el día siguiente (...) Hemos de llegar a la noche cargados, como borriquillos de Dios» (71).

Nada tiene de extraño que todo esto despierte resistencias e incomprensiones, sobre todo si se separa de la alegría y del amor: de la alegría que se desprende del amor del trabajo cara a Dios, a Cristo, a los demás hombres y, también, al objeto de su trabajo. Por muy profundamente (sin duda por una «inspiración») que Josemaría Escrivá de Balaguer viera, predicara y viviera que la unidad de vida se fundamenta en la unidad entre trabajo y contemplación, que se alimentan y se compenetran mutuamente; por muy verdaderas que sean sus bellas palabras: «llega un momento en el que nos es imposible distinguir dónde acaba la oración y dónde comienza el trabajo, porque nuestro trabajo es también oración, contemplación, vida mística verdadera de unión con Dios -sin rarezas-: endiosamiento» (72); por mucho que todos estos aspectos sean capaces de entusiasmar y de animar, todo esto no basta; hay que explicar también que las enseñanzas y el ejemplo del Fundador del Opus Dei dan respuestas profundas y soluciones «vivibles» a los urgentes y a menudo complejos problemas que se desprenden del trabajo en la vida personal y social. «En la espiritualidad del Opus Dei -decía en cierta ocasión- el trabajo es fundamental, porque toda la Obra se apoya, como la puerta en el quicio, en el ejercicio de un oficio o trabajo en medio del mundo; de tal manera que a cualquiera que excluya un trabajo humano honesto -importante o humilde-, afirmando que no puede ser santificado y santificante, podemos decirle con seguridad que Dios no le ha llamado a su Obra» (73). Palabras inequívocas, casi implacables, esculpidas en la primera piedra del Opus Dei. Con ellas volvía a las reflexiones que ya había expresado idénticamente en 1932 (74). Y dieciséis años más tarde escribía: «No hay incompatibilidad entre la moral cristiana, entre la perfección cristiana, y cualquier profesión lícita, intelectual o manual, de esas que la gente califica como importantes o de esas que considera humildes» (75).

Precisamente por ser tan categóricas estas afirmaciones de Monseñor Escrivá, es necesario explicarlas, pues no se puede creer que sean tan sencillas como pueden parecer a primera vista; se refieren al núcleo más central del Opus Dei y desvelan una característica totalmente irrenunciable de la vocación a la Obra. Por eso tenemos que volver a referirnos al mismo concepto de «trabajo», a la expresión «trabajo honrado» y al concepto de «santificación»; y debemos hacerlo no en un tono abstracto y definitorio, sino teniendo en cuenta la situación del mundo a finales del siglo XX.

Cuando Josemaría Escrivá de Balaguer empezó, en 1928, a hablar del carácter santificador del trabajo, redescubriendo así que es camino y medio para que los laicos sigan a Cristo, se sirvió del concepto de «trabajo» entonces en uso; un concepto que veía el trabajo como una realidad «compacta», sin más definiciones ni análisis: el trabajo como actividad humana -corporal, intelectual o «mixta»-, pero no necesariamente visible por sus resultados concretos; un trabajo concebido como medio que utiliza cualquier persona corriente para tener con qué vivir uno mismo y los demás -directamente de los frutos del trabajo o, indirectamente, del dinero que producen esos frutos-. Ahora bien, si profundizamos un poco, nos damos cuenta de que este criterio no es aplicable siempre al trabajo, pues, sin duda, un pintor, por ejemplo, que no vende sus cuadros (porque nadie le comprende, como le sucedió a Rembrandt en su vejez) también trabaja. ¿Es que Mons. Escrivá no reparó en ello?...

Indudablemente, el Fundador del Opus Dei también fue hijo de su época, en el sentido de que, como cualquier otro, se expresaba de acuerdo con lo que veía a su alrededor. No conocía lógicamente todo lo que, con el correr de los tiempos, iba a suceder en el mundo del trabajo; ahora bien, como Fundador del Opus Dei sabía -porque el Señor le dio luces para comprenderlo- que, en cualquier circunstancia de lugar y de tiempo, sería posible y también necesario trabajar y santificar el trabajo.

Ni que decir tiene que ya en su época, y en España, se daba el no-trabajo como ociosidad y el no-trabajo como consecuencia del paro. Dos problemas relacionados con el trabajo, sí, pero completamente distintos, pues el paro es un problema económico y social que se. refiere al trabajo como trabajo retribuido, pero el ocio no, pues siempre sigue siendo posible «trabajar» fuera del proceso económico de la remuneración. La miseria material y moral que se deduce de la exclusión del gran torrente circulatorio del trabajo (una miseria que en ocasiones puede ser tremenda) lleva siempre, si no se palia, a una degradación social: éste es un problema; otro problema distinto es el del ocio, porque incluso quien (hablando en términos sociológicos y económicos) está «en paro» puede y debe hacer «algo», por su propio bien. Seguro que el Fundador del Opus Dei nunca hubiera aceptado la conclusión de que quien ha perdido su puesto de trabajo tenga, por eso, que entregarse a la pereza. La pérdida de un puesto de trabajo es algo que puede ocurrir, pero nunca desaparecerá el deber de «trabajar». Ante Dios, ante los hombres y ante uno mismo, ese deber subsiste.

Vistas así las cosas, la discusión sobre la semana laboral de cuarenta, de treinta y cinco o, un buen día, de veinte horas, o sobre una jubilación más temprana, pierde su importancia: se puede regular, qué duda cabe, cuántas horas, días o años debe trabajar el señor X de cara a su patrono (el estado, la empresa, otra persona, etc.), pero no se puede regular cuánto quiere trabajar una persona por Jesucristo, por el prójimo y por sí mismo. Monseñor Escrivá supo mostrar -con los hechos- que este campo es inmensamente grande y no conoce el desempleo, por lo que un cristiano nunca puede estar en «paro forzoso».

Él mismo (y éste es un rasgo dominante de su personalidad y de su vida) fue un trabajador incansable. Trabajaba con inmensa intensidad y concentración. Y no sólo vivió y predicó la virtud de la laboriosidad, sino que también le dio contenido. Supo despertar las virtudes humanas bien dispuestas, pero algo adormecidas a veces, de las personas con las que se encontraba, elevándolas al plano sobrenatural de la santificación. Esto lo conseguía de manera especialmente convincente en el campo del trabajo. No sólo movilizó la buena disposición hacia el trabajo de muchas personas ofreció metas y abrió caminos tan diversos como las tareas a realizar en la vida cotidiana en medio del mundo; lo único que tenían en común era el encargo santificador encomendado por Jesucristo.

Una de las características de la solidaridad cristiana y humana consiste en no amontonar riquezas, y en hacerlas productivas. En el trabajo, eso se traduce en no ser egoísta ni exclusivista, pues es un bien que también ha de ser comunicado y repartido. El Fundador del Opus Dei practicó generosamente esta obra de misericordia. Su capacidad de poner en marcha iniciativas en todo el mundo, con profundo conocimiento de la situación y con mentalidad profesional, alcanza límites insospechados. Esas iniciativas podían consistir en un taller de costura, una escuela de idiomas, una cooperativa agrícola, una universidad o cualquier otra cosa, y eso tanto en Italia como en España, en Japón como en México... No se conformaba con sugerir esas iniciativas en líneas vagas e imprecisas: las impulsaba, las ponía en marcha, prestando atención a todos los detalles, grandes y pequeños, sin limitar la responsabilidad personal y la libertad de los encargados de sacarlas adelante. Fue el impulsor de innumerables trabajos en los que participaron los miembros de la Obra y todos los que estaban dispuestos a colaborar. Con frecuencia, personas ya jubiladas o profesionales con un trabajo absorbente volcaban su experiencia o gastaban sus mejores energías en esas iniciativas.

Siempre recomendaba a sus hijos que' permanecieran «en su sitio». Con ello no quería cortar la sana ambición y la voluntad de ascender y conseguir un status mejor, sino que quería refrenar esa intranquilidad descontenta, llena de deseos de notoriedad y de complejos, que, como una enfermedad colectiva, mueve a tantas personas en nuestros días. Realmente no es fácil comprender los motivos por los que (dejando de lado las excepciones de una verdadera vocación), de repente, las enfermeras acuden a cursos de formación para maestras, los funcionarios de hacienda quieren ser dentistas y los sacristanes ingenieros. Se puede atribuir esta tendencia a un mayor desarrollo de la «libertad personal», pero también al desarrollo técnico y económico de los últimos decenios, que ha traído consigo una creciente necesidad subjetiva -e incluso objetiva- de aprender una nueva profesión, de «empezar de nuevo» en otro puesto; en nuestra civilización industrial son cada vez menos los que desempeñan una sola profesión durante toda la vida. Y a esta situación corresponde la advertencia de Monseñor Escrivá, poniendo en guardia contra una inestabilidad nerviosa y egoísta en la vida profesional y laboral; por eso solía hablar de «mística ojalatera» refiriéndose a la tendencia a querer ser, hacer o tener otra cosa a la que se es, se hace o se tiene actualmente: «Ojalá» hubiera hecho esto o lo otro... Lo cual no quiere decir que no estuviera a favor de toda la variada dinámica del cambio profesional sensato y por buenos motivos; era ésta una tendencia que, para él, pertenecía al terreno de la «materia» de un trabajo santificable.

«Al llegar a la Obra -escribía en 1948- se os dijo que no se os sacaba de vuestro sitio, de vuestra ocupación profesional. Sabéis bien que eso no quiere decir que no podáis cambiar de trabajo: quiere decir que, por el hecho de vuestra vocación divina, no abandonáis el mundo, sino que permanecéis en él con todo lo que eso trae consigo» (76).

La profesión es normalmente el lugar para la vocación, pero no su timón. También la profesión tiene que servir y es parte de la entrega total a Cristo. Y esto en ocasiones puede suponer abandonar la profesión, cambiar, recomenzar. Un miembro del Opus Dei, en este caso, tiene el derecho y el deber de orientar su trabajo tanto de acuerdo con lo que es conveniente para su familia espiritual como con lo que exige su posición social y sus posibilidades de actuación en el mundo, pues no vive como en dos vías paralelas, sino como un cristiano corriente y apostólico en medio de la vida cotidiana, con un solo cuerpo, una sola inteligencia, un solo corazón para amar a Dios y a los hombres y para trabajar por ellos. «Hijas e hijos míos -escribe el Fundador-, con vosotros sucede igual: sois uno más -iguales a vuestros colegas del mundo-, y vuestra vida está sometida a las mismas reglas que las de los otros. Y es esa vida, con todos los cambios que puedan traer consigo las diversas circunstancias en las que os encontréis, la que habéis de santificar» (77).

Del mismo modo que vivía y predicaba la necesidad de la constancia y, a la vez, de la flexibilidad al trabajar in statu et loco laboris professionalis, también vivía y predicaba la alegría y la Cruz, que, inseparables entre sí, pertenecen al trabajo mismo y acompañan durante toda la vida al que trabaja. Ahora bien, bajo el concepto de «alegría en el trabajo» no hay que ver sólo el gusto por el trabajo en general, sino también por la actividad concreta que uno desarrolla. A este respecto conviene recordar lo que ya hemos dicho: que una alegría de este tipo, un gusto por el «quehacer», por el qué y el cómo del trabajo se está viendo profundamente amenazado por la extremada división de un trabajo extraviado en los laberintos inmensos de la producción o de la administración, y también por la merma constante del volumen personal de trabajo. Me estoy refiriendo con ello a la revolución técnica que se avecina (su símbolo son los «microprocesadores»). Es una revolución cuyas consecuencias todavía no es posible calibrar plenamente. Hay un número creciente de fábricas en las que se puede caminar durante horas por grandes pabellones sin ver a una sola persona, si se exceptúa la media docena que controla las inmensas instalaciones de mando. En el mundo industrial, el «trabajo» va decreciendo en términos absolutos: eso quiere decir que en todos los sectores de nuestra sociedad (tanto en el hogar como en la mayor planta de producción o en el aparato estatal) cada vez hacen falta menos personas (¡muchas menos!) que realicen un «trabajo» concreto, entendiendo esta palabra en el sentido tradicional de los últimos milenios. Y como no es imaginable que, en el futuro, un ochenta por ciento de la humanidad se dedique a vagabundear o a permanecer cruzada de brazos (eso, además, se convertiría en un tormento), el hecho que hemos descrito significa, nada más y nada menos, que es necesario profundizar en el concepto de trabajo, repensándolo y replanteándolo.

Una persona que va a su trabajo haciéndose ilusiones falsas corre el peligro de malograr toda su vida, lo mismo que si tiene de él una visión negativa. Estas actitudes pueden adquirir matices diversos: unos quieren hacer sólo lo que en ese momento les «gusta» o les parece «adecuado» o «apto»; otros ven en el trabajo un mal necesario para poder sobrevivir y, en el trabajo suplementario, tan sólo una palanca instrumental para conseguir y financiar la prosperidad, el placer o el lujo; otros trabajaban con rigor, casi con fanatismo, para poder satisfacer su ambición de poder, su necesidad de prestigio, su sensualidad, sus ambiciones personales; y no faltan los que, pervirtiendo una ambición que en sí es sana e incluso necesaria, dedican toda su capacidad de trabajo a «erigirse un monumento a sí mismos». Todas estas motivaciones tienen un común denominador: el egocentrismo, un egocentrismo no compensado ni integrado. Una integración, e incluso, una sublimación, que se hacen imprescindibles si se quiere evitar que aquel que trabaja y toda la sociedad sean infelices; si se quiere, en suma, que la persona y la sociedad avancen por el camino de una laboriosidad verdaderamente humana, término medio entre la brutal competencia y la floja poltronería o el parasitismo.

Y ¿en qué consiste esa integración, esa sublimación? Precisamente en lo que Monseñor Escrivá denominaba la santificación del trabajo, que, a su vez, consiste en ver el trabajo -y en realizarlo- como un seguimiento de Cristo y, por eso, en realizarlo con alegría; es más, en amarlo. Como el seguimiento de Cristo siempre supone el cargar con la Cruz, el trabajo -ya lo dijimossiempre incluye la Cruz. El Fundador del Opus Dei repitió innumerables veces que la mayoría de las cosas que tenía que hacer, las hacía «a contrapelo». Quería decir que las hacía contrariando las naturales tendencias e inclinaciones, que casi nunca suelen sentirse atraídas por los pesados, agotadores y secos deberes del trabajo cotidiano.

Por muchos cambios y transformaciones que se den en el mundo del trabajo, el cristiano siempre será un rebelde frente a una visión del trabajo en la que falta la trascendencia, una visión de espaldas a la Cruz. De manera realmente conmovedora, Josemaría Escrivá de Balanguer proclamó incansablemente que un día sin Cruz es un día sin Cristo y, por tanto, un día sin alegría, pues la alegría cristiana «tiene sus raíces en forma de Cruz» (78); se trata, por eso, de acoger y de abrazar las fatigas y las penas de un trabajo cotidiano en medio del mundo, que nunca faltan, tal como Jesucristo acogió y abrazó la Cruz. Esta es una realidad fundamental en la vocación al Opus Dei. Ya en 1934 escribía el Fundador que en lo alto de todas las actividades humanas tenía que haber hombres y mujeres con la Cruz de Cristo en sus vidas y en sus obras, alzada, visible, reparadora, redentora; símbolo de la paz, de la alegría; símbolo de la Redención, de la unidad del género humano, del amor que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, la Trinidad Beatísima, ha tenido y sigue teniendo a los hombres.

«Carísimos: Jesús nos urge. Quiere que se le alce de nuevo, no en la Cruz, sino en la gloria de todas las actividades humanas, para atraer a Sí todas las cosas» (79). Y doce años después, poco antes de irse a vivir a Roma, subrayaba una vez más este encargo divino: «De nosotros especialmente espera este servicio, esta cooperación, para hacer que sean en la tierra más abundantes aún los frutos de la Redención, que es la única y verdadera libertad para el hombre» (80).

Si antes hablé de una «triple fórmula» («santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a los demás con el trabajo») y comenté que es como una «autodefinición» del Opus Dei, ahora me parece que esa denominación no es del todo exacta, pues esas tres cosas que Monseñor Escrivá vio por la gracia de Dios, para recordarlas al mundo, constituyen una unidad que yo llamaría de carácter «trinitario»: no hay en ellas «nada anterior o posterior, nada mayor o menor». Las tres son simultáneas e igualmente importantes. El Fundador ha enseñado, con palabras y con su vida misma, a vivir la unidad de los tres elementos: en eso consiste el Opus Dei. «Santificar el trabajo» quiere decir convertirlo en trabajo de Cristo y realizarlo como trabajo de Cristo, como Él lo hizo o lo hubiera hecho sobre la tierra y como lo sigue haciendo en cada momento a través de los miembros de Su Cuerpo: da igual que el trabajo consista en pintar una valla o proyectar un rascacielos. Esto supone -como condición, fenómeno concomitante y consecuencia- el identificarse con Cristo o, con otra palabras, el querer santificarse con la ayuda de Dios y por Amor. Y esto, a su vez, no es un hecho aislado referido sólo a un individuo, sino que es la plataforma y la práctica concreta del apostolado. El apostolado, en realidad, no es otra cosa que ese «contagiar» a los demás el amor,, la doctrina y la persona de Jesucristo, ese conducirles hacia Él. Y esta «transmisión» maravillosa se da a través de los millones y millones de hilillos de la red del trabajo santificado, una red que van tejiendo los hombres y las mujeres que se santifican en esa labor. Quien haya comprendido esta «fórmula trinitaria» de la santidad y del trabajo ha comprendido casi toda la esencia del Opus Dei.

«Unidos a Cristo por la oración y la mortificación en nuestro trabajo diario -escribía el Fundador en 1940-, en las mil circunstancias humanas de nuestra vida sencilla de cristianos corrientes, obraremos esa maravilla de poner todas las cosas a los pies del Señor, levantado sobre la Cruz, donde se ha dejado enclavar de tanto amor al mundo y a los hombres. Así simplemente, trabajando y amando a Dios en la tarea que es propia de nuestra profesión o de nuestro oficio, la misma que hacíamos cuando El nos ha venido a buscar, cumplimos ese quehacer apostólico de poner a Cristo en la cumbre y en la entraña de todas las actividades de los hombres: porque ninguna de esas limpias actividades está excluida del ámbito de nuestra labor, que se hace manifestación del amor redentor de Cristo» (81).

Si antes decíamos que, por el desarrollo de las nuevas tecnologías, probablemente (nadie lo sabe con seguridad) la cantidad de trabajo irá decreciendo en números absolutos, debemos añadir ahora que esto se refiere sólo al trabajo instrumental, no al trabajo creador o caritativo. Es posible, quizá probable, que en un futuro más o menos lejano no haya secretarias, adoquinadores o revisores en los trenes, porque su actividad haya sido sustituida por máquinas; pero probablemente surgirán, por ese mismo motivo, nuevas profesiones y se extenderán en cantidad y en intensidad todos los sectores que, por naturaleza, no son «maquinables», como el arte, la ciencia, la ayuda al vecino, el cuidado a los enfermos, el trabajo en la casa o el jardín, la educación de los niños y muchas cosas más. En el futuro los redactores seguirán escribiendo artículos, las madres cambiando los pañales a los bebés, los jardineros cortando las rosas... y ni los ordenadores ni los microprocesadores podrán hacer las camas, consolar a los que sufren, limpiar los moquitos o visitar a quien está solo... Es decir: nunca desaparecerá el trabajo y nunca cambiará su naturaleza -quizá cambie su «fenotipo»-, convertida en medio de santificación. Es por esto por lo que al Opus Dei nunca le afectarán los cambios estructurales del mundo del trabajo, cualesquiera que sean. Su misión y la posibilidadfundamental de realizarla permanecen inamovibles; son «un mar sin orillas», como gustaba decir al Fundador. El día mantendrá sus veinticuatro horas, la semana sus siete días y el año sus trescientos sesenta y cinco... Y aprovechar ese tiempo hasta el fondo -dejándose de discusiones sobre microprocesadores o sobre la duración de la jornada laboral---m- para que Cristo se haga presente en el mundo por medio de los hombres, será siempre la vocación invariable de los cristianos y, en especial, de cada miembro de la Obra; un «trabajo» que abarca las veinticuatro horas al día: también el sueño puede ser «trabajo» y «oración». Y eso hasta exhalar el último aliento...

La única condición (indispensable, por supuesto) para que el trabajo sea labor santificante y santificadora es que sea un trabajo honesta y honrado. Para tener en cuenta esta exigencia hay que saber qué trabajos no son honestos ni honrados; algo que en una sociedad caracterizada por una civilización cada vez más compleja puede llegar a convertirse en un problema; incluso cuando el trabajo sea en sí mismo honrado, puede llegar a ser difícil distinguir entre el bien y el mal dentro de una actuación y un comportamiento concretos que siempre están integrados en un contexto social. La dificultad mayor consiste en darse cuenta de la colaboración indirecta que uno puede prestar a lo que moralmente no está permitido. La Iglesia siempre ha tenido en cuenta este problema en su doctrina sobre la conciencia errónea, culpable o no culpable; guiada por el Espíritu Santo para interpretar la doctrina y los mandamientos de Cristo, ha dado normas concretas y suficientes para la actuación y el comportamiento de cada uno. En nuestros días, quien realmente quiere enterarse, aceptando la autoridad de la Iglesia que procede de Cristo, puede extraer de la moral constante de ésta -una moral que siempre permite aplicación a los problemas de cada día y de cada época- lo que puede y lo que no puede hacer. Hay que decir, claro está, que para eso necesita unos conocimientos fundamentales de la doctrina y de la moral católicas y una formación permanente de la conciencia.

Como en la sociedad «neopagana» de Europa y América los conocimientos de la fe cristiana se han atrofiado y en parte se han olvidado totalmente, hace falta que haya hombres que en su tarea cotidiana, y como condición y parte de la santificación radical de esa vida cotidiana, «reaviven» y transmitan esos conocimientos. «Tres son las pasiones dominantes -decía Monseñor Escriváde los hijos de Dios en el Opus Dei: dar doctrina, dirigir de un modo o de otro las almas que se acercan al calor de nuestros apostolados y amar la unidad de nuestra Obra» (82) ... «Una santidad sin alegría no es la santidad del Opus Dei; una santidad sin doctrina no es la santidad del Opus Dei» (83). Uno de los aliados más poderosos y más peligrosos del demonio (era éste un punto que siempre tenía presente) es la ignorancia, la ignorancia en general y especialmente la ignorancia religiosa, que hoy en día gusta presentarse en la «deshabillée» de una semierudición adornada con dejes seudocientíficos. Quería que la Obra (que es trabajo santificador y santificante) fuera siempre como una gran catequesis que abarcara todo el mundo.

Una y otra vez, el Fundador trató de inculcar a los miembros de la Obra, y a todos los cristianos, que sólo un trabajo bien hecho puede ser un servicio a Cristo. La calidad del trabajo es expresión y consecuencia natural del amor a Dios y al prójimo: a ninguno de los dos se les puede ofrecer una chapuza. En 1940 escribía: «Difícilmente podrá ser santificado el trabajo, si no se hace con perfección también humana; y, sin esa perfección humana, difícilmente -por no decir de ningún modo- se podrá alcanzar el prestigio profesional necesario, la cátedra desde la cual se enseñe a los demás a santificar ese trabajo y a acomodar la vida a las exigencias de la fe cristiana» (84).Es fácil comprobar si un zapatero hace un zapato «de calidad» o si un pastelero prepara un buen pastel. Mucho más complicada es la cuestión con respecto a un artista o un profesor; no es fácil definir en estos campos lo que es calidad; las opiniones sobre baja, media y alta calidad difieren ampliamente y puede suceder que sobre este punto el juicio de Dios sea muy diferente al juicio de los hombres, sean éstos expertos, colegas, espectadores o alumnos.Monseñor Escrivá fue consciente de esta problemática. En la labor profesional se trataba (y se trata) de conseguir la conexión entre la calidad de lo que se hace y la ética del que lo hace. Un ama de casa, por ejemplo, que cocinara excelentemente, que lo mantuviera todo en perfecto orden y que fuera un modelo de laboriosidad, sería, a pesar de todo, una mala ama de casa si estuviera continuamente descontenta con su sino (aunque sólo fuera en su interior) porque en realidad le gustaría haber sido secretaria o maestra. Los hombres la alabarían, pero su trabajo sería un trabajo no santificado. Para esa «conexión» de la que hablábamos más arriba, Monseñor Escrivá utilizaba el término de «cultura». En ese sentido, la «cultura» de un periodista consistiría en escribir rápido, claro y bien, en documentarse a conciencia, en poner todo de su parte para decir la verdad y no mentir. Es patente que una actitud así puede suponer grandes sacrificios en el camino profesional e incluso puede llevar a prescindir de una buena posición, y en ocasiones del puesto de trabajo. El Fundador comenta que cada tarea profesional tiene su «cultura» específica: «No ha de ser igual, por ejemplo, la cultura de un ama de casa que la de un profesor universitario; ni un oficinista ha de tener la misma cultura que un campesino (...) Yo doy tanta importancia a la cultura profesional de un peluquero como a la de un investigador; a la de un estudiante universitario como a la de una empleada del hogar. Se trata de tener la cultura del propio oficio, correspondiente a la vocación profesional de cada uno ...» (85). Siempre será una parte de la vida cotidiana del Opus Dei el ayudar a sus miembros y a todos los hombres a alcanzar esa cultura.

Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar el ambiente con el trabajo: esta característica específica del Opus Dei, que podríamos llamar «triangular» y que está grabada como un sello en cada vocación, quiere decir tomar ante el trabajo la misma postura que Cristo; una exigencia que nunca podremos cumplir a la perfección, porque a ella se opone la parte más «oscura» de nuestra conditio humana: la debilidad, las limitaciones, el pecado. Ante cualquier situación y, por supuesto, ante cualquier problema que pueda surgir en el trabajo, el cristiano ha de tener la audacia de preguntarse con sencillez e ingenuidad infantil: ¿Cómo actuaría Cristo, aquí y ahora, si estuviera en mi lugar? Es decir, ¿cómo quiere El que actúe yo? Ya en los párrafos anteriores hemos reunido algunos criterios para poder entender mejor Sus respuestas y Sus exigencias:

- El trabajo no es sólo el trabajo remunerado o pagado, una labor profesional; es también cualquier servicio a Dios y a los hombres. Por eso «trabaja» el poeta cuyas poesías quizá no se publiquen nunca; trabaja el obrero en paro que saca a pasear a un inválido en su silla de ruedas; y, en cierto sentido, trabaja también quien examina su conciencia, se supera en algún punto, hace un acto de contrición... No en vano decimos de alguien que «labora en su interior». Vistas así las cosas, no hay ni «paro laboral» ni«tiempo libre», sino tan sólo diversas modalidades del trabajo, algunas de las cuales pueden tener el carácter de descanso.

- Puede suceder que, en algún caso, no se vean las implicaciones morales y religiosas de un trabajo y que, a veces, con enorme empeño y gran idealismo, por causa de una conciencia errónea, se vaya por un camino equivocado. Para cumplir el mandato de santificarse es decisivo que se hagan todos los esfuerzos necesarios para aclarar las dudas y para, en cualquier caso, trabajar con rectitud de intención. No nos engañemos a nosotros mismos. Aun en nuestros días, y en las situaciones laborales y profesionales más variadas, es posible distinguir entre lo que «éticamente está permitido» y lo que «éticamente no está permitido»; y siempre es posible encontrar una respuesta a la pregunta: «¿Cómo actuaría Jesucristo?»..

- El «cómo» del trabajo no siempre produce, de «modo natural», alegría. Siempre habrá situaciones en las que faltarán las ganas de trabajar o se notará la resistencia al trabajo: esto no es otra cosa que una expresión de nuestras debilidades y una reacción ante las fatigas del trabajo. ¿Hay alguien que trabaje «a gusto» en una cantera? Una persona que durante ocho horas diarias ha de supervisar cientos de lamparitas, ¿se sentirá muy contenta?... En estos, como en otros muchos casos, la «alegría» sólo puede surgir de una estrecha unión interior con Cristo; trabajar quiere decir siempre ocupar el lugar del Cirineo, ayudar a llevar la Cruz...

Éste es un punto que Mons. Escrivá de Balaguer tiene en cuenta (y quizá especialmente) cuando escribe: «Por el gran valor humano y social que tiene el trabajo, pero principalmente por su acción instrumental en la economía de la Redención (86), obligación nuestra es adquirir -y en grado eminente- la debida preparación profesional» (87)... «Realizad, pues, vuestro trabajo sabiendo que Dios lo contempla (...) Ha de ser la nuestra, por tanto, tarea santa y digna de Él: no sólo acabada hasta el detalle, sino llevada a cabo con rectitud moral, con hombría de bien, con nobleza, con lealtad,con justicia» (88).

Esto es posible siempre y bajo cualquier condición. «No es tarde, ni todo está perdido... -leemos en su meditación sobre la quinta estación del Vía Crucis, "Simón ayuda a llevar la Cruz de Jesús"- Aunque te lo parezca. Aunque lo repitan mil voces agoreras. Aunque te asedien miradas burlonas e incrédulás... Has llegado en un buen momento para cargar con la Cruz: la Redención se está haciendo -¡ahora!-, y Jesús necesita muchos cirineos.»Al escribir esto, no se atrevía a considerarse ni siquiera un cirineo. Se veía sólo como un borriquito, un pobre «burrito sarnoso». Ya en sus apuntes espirituales de los años 1931-32 encontramos esta expresión. A veces, incluso firmaba con las letras «b.s.», «burrito sarnoso» (89); y el adjetivo «sarnoso» no era una frase hermosa, pero vacía, sino humildad sincera y alegre. Vida cotidiana. Vida cotidiana de trabajo. Durante cincuenta años. Cuando, en .mayo de 1975, consagró el altar de la nueva iglesia del Santuario mariano de Torreciudad, le llamó la atención el relieve de un burro; le dio un beso diciendo en voz baja: «¡Hola, hermano!» (90).