Homilia: Caridad sin fronteras

Homilia pronunciada en una ordenación diaconal (Parroquia del beato Josemaría, Roma).

Queridísimos candidatos al diaconado, queridos hermanos y hermanas.

La liturgia de hoy comienza con estas palabras de los Hechos de los Apóstoles: hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? (1). Dos ángeles en figura humana, envueltos en vestiduras blancas, se las dirigen a los discípulos, que observaban absortos la ascensión de Jesucristo al Cielo. Estas palabras son de utilidad también para nosotros: pueden enseñarnos a evitar el riesgo de quedarnos absortos contemplado las maravillas de la gracia, sin sacar las lecciones convenientes para nuestra vida. También en este acontecimiento de gracia del que hoy somos testigos —la ordenación diaconal de dos fieles de la Prelatura del Opus Dei—, el Señor espera la respuesta personal de cada uno de nosotros.

Tratemos, pues, de entender este acontecimiento, con la ayuda del Espíritu Santo. Que Él ilumine los ojos de vuestro corazón, para que sepáis cuál es la esperanza de su llamada, cuáles las riquezas de gloria dejadas en su herencia a los santos, y cuál es la suprema grandeza de su poder en favor de nosotros (2).

El envío del Espíritu Santo, fruto de la Ascensión

En pocas palabras, San Lucas nos narra la Ascensión corporal de Jesucristo: mientras ellos miraban, se elevó, y una nube lo ocultó a sus ojos (3). Se va el Maestro; están a punto de acabar treinta y tres años únicos e irrepetibles de la historia humana, marcados por la vida terrena del Hijo de Dios. De modo especial, se concluyen tres años extraordinarios para los Apóstoles: el Verbo encarnado ha vivido a su lado, como uno de ellos, igual a ellos en todo excepto en el pecado (4). Los momentos terribles de la Pasión y Muerte de Cristo, que habían sucedido pocas semanas antes, les parecen ahora muy lejanos, pues han sido plenamente superados por la Resurrección y los cuarenta días de apariciones frecuentes, que han confirmado su fe, animado su esperanza y robustecido su caridad.

Pero ¿por qué se va el Maestro al Cielo? ¿Por qué ha de acabarse un tiempo tan feliz, lleno de inolvidables lecciones y de milagros? El mismo Jesús había anunciado: os conviene que me vaya (5). ¡Qué grande debe de ser el fruto de la Ascensión del Señor, si vale la pena perder su presencia física en la tierra! Quizá es esto lo que aquellas dos figuras vestidas de blanco quieren recordar a los Apóstoles: hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? ¿Por qué os limitáis a mirar a Aquél que se está marchando? Pensad, en cambio, en Quién está a punto de llegar: mirad, sí, al cielo, pero mirad también dentro de vosotros mismos, recordad la promesa de Jesús y descubriréis al Espíritu Santo: si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si Yo me voy os lo enviaré (6).

Éste es el fruto maravilloso de la Ascensión de Jesucristo: el envío del Espíritu Santo, que ahora se halla presente en nuestras almas por la gracia. No debemos conservar esa presencia suya como si fuera un tesoro muy apreciado, pero inactivo. Se trata más bien de una presencia infinitamente eficaz, que produce en nuestro interior el don más grande que se puede imaginar: la filiación divina, el fruto fundamental de la acción del Paráclito: los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios (7). El Maestro había predicho a los Apóstoles: no os dejaré huérfanos (8). Que era lo mismo que anunciar: tendréis un Padre cuyo amor y cuya misericordia son infinitos, como lo es su poder; ¡mi Padre será vuestro Padre! No hay dignidad que se pueda comparar a ésta: ser verdaderamente hijos de Dios. Por eso el Romano Pontífice nos invita a dedicar los últimos meses de preparación al Jubileo del año 2000 a profundizar en el significado y contenido de este don inmenso.

Entrañas paternales

Querría que considerásemos esta ordenación diaconal en el contexto de la paternidad de Dios y de nuestra filiación. Esta ordenación constituye un paso hacia el presbiterado, pero un paso que no carece de importancia específica. La condición diaconal, hijos míos, quedará impresa para siempre en vuestras almas gracias al "carácter", al sello que este sacramento imprimirá en vosotros. Ser diáconos significa hacerse servidores de todos, a ejemplo de Cristo, «que se hizo "diácono" es decir, el servidor de todos» (9). Servidores gozosos del Padre celestial y de cada uno de sus hijos.

Servidores de todos y servidores en todo, porque vuestra entera existencia quedará marcada por el carácter del diaconado. La Iglesia y cada cristiano esperan de vosotros una caridad sin fronteras, una ilimitada capacidad de ayudar a los demás y de disculpar sus errores, ya que —como afirmaba el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer— «más que en "dar", la caridad está en "comprender"» (10). La Iglesia necesita que tengáis un corazón capaz de perdonar siempre, porque así es el Corazón de Cristo. El Fundador del Opus Dei, con la humildad de quien sabe que todos los bienes son dones de Dios, nos confiaba con sencillez que no había tenido necesidad de aprender a perdonar, porque el Señor le había enseñado a amar.

Me dirijo ahora a todos los que estáis aquí presentes, y pienso en las veces en que resulta difícil asumir esta actitud de caridad verdadera en la vida familiar —entre los esposos, entre padres e hijos, entre hermanos, entre parientes—, y en las relaciones sociales: entre amigos, colegas de trabajo, vecinos... La conciencia de ser hijos de un Dios siempre dispuesto a la comprensión y al perdón, nos empujará a tratar de reproducir en nosotros esas mismas disposiciones interiores, aprendiendo a perdonar siempre y a todos. Ésta es la primera condición para aprender a amar de verdad al prójimo, comenzando por aquellas personas que tenemos más cerca.

Administrar el alimento eucarístico

Queridos candidatos al diaconado: vuestra llamada a servir en esta familia espiritual que es la Iglesia se concreta, entre otras cosas, en el encargo de distribuir el alimento eucarístico. Cuando recibáis la ordenación presbiteral tendréis el poder de hacer presente el Cuerpo y la Sangre de Cristo mediante la celebración del Santo Sacrificio de la Misa; pero ya desde ahora podréis administrarlo a los fieles: el diácono es, en efecto, ministro ordinario de la Comunión. Tendréis en vuestras manos al mismo Jesús que ahora vive glorioso en el Cielo, y podréis llevarlo a vuestros hermanos y a vuestras hermanas como alimento para sus almas. ¡Agradeced al Señor este don tan grande!

Dentro de poco rezaremos el Padrenuestro. Precisamente en esta oración Jesús nos enseña a decir: danos hoy nuestro pan de cada día (11); nos enseña a suplicar al Padre que nos conceda el sustento indispensable para la vida: el alimento material y, sobre todo, el alimento espiritual. San Agustín, en sintonía con la Tradición de la Iglesia, afirma que «la Eucaristía es nuestro pan cotidiano» (12). El Catecismo de la Iglesia Católica, empleando imágenes de los Santos Padres, añade que este alimento divino es «el Pan de Vida, el Cuerpo de Cristo, remedio de inmortalidad» (13), absolutamente necesario para participar en la vida de Cristo. En estos días de Pascua, muchos cristianos se acercan al Santísimo Sacramento, tras confesar humildemente sus pecados, para cumplir el precepto de la Iglesia. ¡Animad a vuestros amigos y parientes a no abandonar esta fuente de gracia! Nosotros, por nuestra parte, hagamos todo lo posible para acercarnos con frecuencia al banquete eucarístico.

Esta ordenación diaconal es una buena ocasión para examinar si amamos a Cristo realmente presente en la Eucaristía, y cómo le amamos. ¿Nos preparamos bien cada vez que vamos a comulgar? ¿Nos proponemos acompañar a Jesús en el Sagrario, donde tantas veces se encuentra olvidado de los cristianos? ¿Ponemos empeño para orientar toda nuestra jornada hacia el Santo Sacrificio del Altar? ¿Ayudamos a nuestros amigos y parientes a acercarse dignamente a este alimento celestial? Os aconsejo que habléis mucho del amor de Cristo en la Eucaristía, que expliquéis a las personas queridas que en este sacramento encontrarán la fuerza para vencer todas las dificultades; que recordéis a todos la necesidad de recibir dignamente a Jesús y, por tanto, la obligación de acudir al sacramento de la Penitencia para purificar la conciencia de todos los pecados graves, antes de comulgar.

Saludo con especial cariño a los parientes de los nuevos diáconos, sobre todo a sus padres y hermanos, y les invito a dar gracias al Señor, porque la vocación sacerdotal de sus allegados es un regalo de Dios a toda la familia.

Antes de terminar, me dirijo de nuevo a todos los presentes. Os sugiero que intensifiquéis vuestras oraciones para que nunca falten en la Iglesia vocaciones sacerdotales abundantes. Rezad por todos los sacerdotes del mundo: desde el Papa y sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia —de modo especial por el Cardenal Vicario de Roma—, hasta aquéllos recién ordenados. El mundo necesita muchos sacerdotes santos, bien preparados, que pueden ejercitar las funciones de Cristo Cabeza de la Iglesia; hombres capaces de administrar los grandes tesoros que el amor paternal de Dios ha preparado para sus hijos, comenzando por el tesoro más grande: el Cuerpo y la Sangre de Cristo presente en la Eucaristía.

Que la Virgen y San José nos ayuden a imprimir en nuestra vida diaria esta certeza: por una gracia inmerecida, formamos parte de una familia —la Iglesia— en la que Dios es verdaderamente nuestro Padre y nosotros, hombres y mujeres, somos verdaderamente sus hijos. Así sea.

Antífona de entrada (Hch 1, 11).

2 Segunda lectura (Ef 1, 18-19).

3 Primera lectura (Hch 1, 9).

4 Cfr. Hb 4, 15.

5 Jn 16, 7.

6 Ibid.

7 Rm 8, 14.

8 Jn 14, 18.

9 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1570.

10 Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 463.

11 Mt 6, 11.

12 San Agustín, Sermón 57, 7, 7 (cit. en Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2837).

13 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2837.

Mons. Javier Echevarría