En la encíclica Ut unum sint, Juan Pablo II señalaba la centralidad de la tarea ecuménica: «el movimiento a favor de la unidad de los cristianos, no es un mero “apéndice” que se añade a la actividad tradicional de la Iglesia. Al contrario, pertenece orgánicamente a su vida y a su acción»[1]. Como su antecesor, Benedicto XVI también ha querido poner el máximo empeño en el restablecimiento de la unidad de todos los discípulos del Señor. «Por lo que me concierne, renuevo (...) mi firme voluntad, manifestada al principio de mi pontificado, de asumir como compromiso prioritario el trabajar, sin ahorrar energías, en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo»[2]. Esta honda preocupación por la unidad afecta a todos los católicos. Una aspiración esencial de los cristianos es la comunión plena de todos los hombres con Dios –según la oración del Señor: que todos sean uno[3]– como miembros de la única Iglesia fundada por Cristo, que «continúa existiendo» (subsistit in) en la Iglesia Católica, como enseña la constitución dogmática Lumen gentium[4].
Para alcanzar la plena comunión entre los cristianos, lo primero es la oración, bien unida a la de Cristo: no ruego sólo por éstos, sino por los que van a creer en mí por su palabra[5], para que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y Tú en mí, para que sean consumados en la unidad[6]. «No podemos “hacer” la unidad sólo con nuestras fuerzas. Podemos obtenerla solamente –dice Benedicto XVI– como don del Espíritu Santo. Por tanto, el ecumenismo espiritual, es decir, la oración, la conversión y la santidad de vida, son el corazón del encuentro y del movimiento ecuménico»[7]. En su oración, todos los fieles de la Obra piden cada día con las mismas palabras del Señor: Ut omnes unum sint, sicut tu Pater in me et ego in te: ut sint unum, sicut et nos unum sumus. Movido por el deseo de promover la unidad, san Josemaría exhorta a cada cristiano: ofrece la oración, la expiación y la acción por esta finalidad: «ut sint unum!» –para que todos los cristianos tengamos una misma voluntad, un mismo corazón, un mismo espíritu: para que «omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!» –que todos, bien unidos al Papa, vayamos a Jesús, por María[8].
El drama de las divisiones
La misión de la Iglesia –presencia de Jesucristo en el tiempo, que llamamos justamente “tiempo de la Iglesia”– es edificar la unidad de fe y de comunión entre los hombres. «No se debe olvidar –advertía Juan Pablo II– que el Señor pidió al Padre la unidad de sus discípulos, para que ésta fuera testimonio de su misión»[9]. En efecto, Jesús mismo señaló la finalidad misionera de esa estrecha unidad: ut mundus credat, para que el mundo crea que Tú me has enviado[10]. La división contradice la voluntad de Cristo y constituye una seria dificultad para la evangelización. En concreto, «la falta de unidad entre los cristianos es ciertamente una herida para la Iglesia, no en el sentido de quedar privada de su unidad, sino en cuanto obstáculo para la realización plena de su universalidad en la historia»[11]. Los avatares históricos han llevado, sin embargo, a discrepancias y separaciones entre los cristianos a veces no sin culpa de las partes implicadas[12]. Por eso Juan Pablo II invitaba a todos los cristianos –católicos y no católicos- a una «necesaria purificación de la memoria histórica» y a «reconsiderar juntos su doloroso pasado» para «reconocer juntos, con sincera y total objetividad, los errores cometidos y los factores contingentes que intervinieron en el origen de sus lamentables separaciones»[13]. Por otra parte, los cristianos que ahora nacen en las Iglesias y comunidades no católicas –como subrayó el Decreto Unitatis redintegratio[14]– no tienen culpa de la separación pasada y son amados por la Iglesia y reconocidos como hermanos.
Un patrimonio común
Es mucho lo que ya tenemos en común todos los cristianos. Nos une la Sagrada Escritura, la vida de la gracia y de las virtudes, la comunión de oraciones y otros dones espirituales[15]. Se da incluso, entre todos nosotros, creyentes en Cristo, un modo de «verdadera unión en el Espíritu Santo»[16], ya que Él actúa, también, en los cristianos no católicos y «los santifica con sus dones y gracias y, a algunos de ellos, les dio fuerzas incluso para derramar su sangre»[17]. De manera principal, la incorporación a Cristo por el bautismo, patrimonio común de todos los cristianos, establece entre nosotros –católicos y no católicos– un vínculo sobrenatural. Todos los cristianos nacen en las aguas del bautismo. Como enseña el Concilio Vaticano II en el Decreto Unitatis redintegratio, «aquellos que creen en Cristo y recibieron debidamente el bautismo están en una cierta comunión, aunque no sea perfecta, con la Iglesia católica»[18]. «La fraternidad entre los cristianos –dice Benedicto XVI– no es simplemente un vago sentimiento y tampoco nace de una forma de indiferencia con respecto a la verdad (...). Se basa en la realidad sobrenatural de un único bautismo, que nos inserta a todos en el único Cuerpo de Cristo (cfr. 1 Co 12, 13; Ga 3, 28; Col 2, 12). Juntos confesamos a Jesucristo como Dios y Señor; juntos lo reconocemos como único mediador entre Dios y los hombres (cfr.1 Tm 2, 5), subrayando nuestra común pertenencia a Él (cfr. Unitatis redintegratio, n. 22; Ut unum sint, n. 42). A partir de este fundamento esencial del bautismo, que es una realidad procedente de Cristo, una realidad en el ser y luego en el profesar, en el creer y en el actuar, el diálogo ha dado sus frutos y seguirá haciéndolo»[19].La conciencia de compartir esa riqueza común es el fundamento común del ecumenismo. Esta conciencia es, en efecto, la que nos lleva a una consideración especialmente positiva de las otras confesiones cristianas, y debe suscitar un trato mutuo marcado por la conciencia gozosa de ser unos y otros –todos– cristianos. Por este motivo, «es preciso que los católicos reconozcan con alegría y aprecien los bienes verdaderamente cristianos, procedentes del patrimonio común», que se encuentran en nuestros hermanos separados»[20]. Esta valoración es, pues, de gran importancia: redunda en la estima y en el modo peculiar de vivir la caridad con esos hermanos nuestros que no son católicos. Por estar enraizada en la fe común en Jesucristo, el modo de vivir con ellos el amor cristiano tiene, en efecto, rasgos especiales.
Otra es, en cambio, la situación de los no creyentes y de los que no profesan la religión cristiana. Con los no cristianos la Iglesia desea y busca otro tipo de diálogo, el llamado diálogo interreligioso, que es diverso del ecumenismo, porque el punto de partida es radicalmente diverso. En este contexto ocupa un lugar propio, como es bien sabido, la relación de los cristianos con los hebreos, nuestros hermanos mayores, según la expresión utilizada por Juan Pablo II[21], con quienes el Pueblo de Dios del Nuevo Testamento está espiritualmente unido.
Ecumenismo y "conversiones": relación y diversidad
Como enseña el Concilio Vaticano II, «por “movimiento ecuménico” se entienden las actividades y las iniciativas que, según las diversas necesidades de la Iglesia y las circunstancias actuales, se promueven y se ordenan a favorecer la unidad de los cristianos»[22]. El movimiento ecuménico se dirige más a las comunidades que a las personas individuales y responde específicamente a una dimensión de índole “corporativa”: trabajar para que las diversas Iglesias y comunidades cristianas lleguen, en cuanto tales, a la plena comunión en orden a la unidad visible. El punto de partida es esa común identidad cristiana de que hablábamos. A la vez, cada confesión debe ser consciente de sus rasgos propios, pues sólo desde el reconocimiento de la propia identidad se puede dialogar.
Aunque el empeño ecuménico se expresa en múltiples actividades institucionales entre las confesiones cristianas, no se reduce a ellas, pues constituye una responsabilidad personal de todos los cristianos. No se trata de una tarea sólo para especialistas, o de un ámbito lejano de la existencia cotidiana. Se trata de «un imperativo de la conciencia cristiana iluminada por la fe y guiada por la caridad»[23]. El ecumenismo es, sencillamente, una dimensión de la existencia cristiana. Por ejemplo, como ya señaló el Concilio Vaticano II, a todos nos afecta la preocupación por «eliminar palabras, juicios y acciones que no respondan, según la justicia y la verdad, a la condición de los hermanos separados, y que, por lo mismo, hacen más difíciles las relaciones mutuas con ellos»[24].
Pero, sobre todo, entre los que han recibido el Bautismo, la primera palabra del diálogo se encamina a fomentar precisamente lo que supone para todos el Sacramento de la regeneración, y llevarlo a sus últimas consecuencias: ser buenos cristianos. En otras palabras, el encuentro de un católico –que sea consciente de su fe– con un ortodoxo, un anglicano o un protestante, tenderá a suscitar en primer lugar que cada uno viva de modo más pleno el cristianismo, o que comience a practicar su fe, si no lo hacía. Es necesario considerar ante todo esta riqueza común de la llamada bautismal a vivir una vida nueva en Cristo. Todos los fieles cristianos están llamados a la santidad[25]. «Recuerden todos los fieles que promoverán e incluso practicarán tanto mejor la unión de los cristianos cuanto más se esfuercen por vivir una vida más pura según el Evangelio. Pues cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente podrán aumentar la fraternidad mutua»[26].A la luz de esta consideración, salta a la vista lo atractivo que es el mensaje que Dios confió a San Josemaría para su difusión, y las posibilidades tan amplias de acción ecuménica que tenemos. Al mismo tiempo, «los bienes presentes en los otros cristianos pueden contribuir a la edificación de los católicos»[27], que se sentirán llamados a su propia conversión personal, porque todo testimonio auténtico de fe y de amor cristianos incita a una mayor entrega en todos.
En el marco de la relación con los demás cristianos, cabe considerar otra tarea, que es –con palabras de Unitatis redintegratio – «el trabajo de preparación y de reconciliación de las personas singulares que desean la plena comunión católica»[28], es decir, la atención a aquellos cristianos de otras confesiones que desean ser católicos. Es necesario distinguir, como hace el Decreto, la actividad ecuménica y la atención a estas situaciones particulares. La primera –el ecumenismo– se orienta a la unión plena y visible de las Iglesias y comunidades eclesiales como tales. Ahora, en cambio, en esa atención de que hablamos, se trata de algo que afecta a la persona concreta, a la conciencia de las personas que se plantean libremente la decisión de ser católicas. Las dos tareas se fundamentan en el deseo de colaborar con el designio de Dios y, lejos de oponerse, están íntimamente compenetradas[29]. El presupuesto común es siempre el respeto y la estima de las personas, de sus ideas y de la riqueza que poseen por su dimensión religiosa[30]. Por ejemplo, el testimonio de vida de un colega o amigo católico puede suscitar en otro cristiano, con la gracia de Dios, el deseo de una vida realmente cristiana en el seno de la Comunidad eclesial a la que pertenece; pero puede despertar también, en el proceso de la gracia, el deseo de incorporarse a la Iglesia católica. El amigo católico acompañará esa decisión con su oración y su palabra, con pleno respeto de su libertad. De ese modo, manifiesta una amistad sincera, que comporta la confidencia, y brota de la caridad que Dios ha derramado en nuestros corazones: sólo Él, en efecto, puede cambiar nuestro corazón.
De modo genérico, cabría decir que un cristiano que da ese paso en realidad no cambia o retorna de una Iglesia a otra, sino que se incorpora plenamente a la Iglesia, a la única Iglesia, a la que ya estaba unido de manera no plena: a la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica, que preside desde la Cátedra de Roma el Sucesor de Pedro. Ese amigo llega a ser del todo lo que ya era de modo imperfecto. Por este motivo, quienes se adhieren al catolicismo prefieren en ocasiones no hablar de conversión: para ellos, no sin razón, su conversión es en realidad un proceso de conversiones –caben muchas a lo largo de la vida– que se inicia con el Bautismo, hasta llegar, con un nuevo impulso de la gracia, a dar el paso hacia la plena comunión, hacia el hogar: ¡Roma! Con gran delicadeza hacia estos sentimientos el Concilio Vaticano II sustituyó la expresión “conversión” –más propia, en rigor, de quien acepta por vez primera el cristianismo– por la de “plena incorporación”.Ciertamente estas decisiones son motivo de profunda alegría para los hijos de la Iglesia católica, que desean vivamente y trabajan para que todos los hombres alcancen la plena comunión con Dios y con los demás en la Iglesia universal.
Para entablar un diálogo verdadero
Como seres sociales, los hombres necesitan comunicarse con los demás, apoyarse unos en los otros, para superar las dificultades, para gozar del producto de sus afanes y contribuir al conocimiento de la verdad. Dios ha hecho al hombre de tal manera que no puede dejar de compartir con otros su vida, y aspira a que los demás le comprendan y respeten. Por ello, el diálogo es un reconocimiento de la humanidad del interlocutor; en un clima que estará necesariamente empapado de cordialidad, de amistad y de caridad.
La actitud abierta y respetuosa del católico en el diálogo ecuménico requiere un conocimiento y una exposición clara de la fe[31]: «la paridad, que es presupuesto del diálogo, se refiere a la igualdad de la dignidad personal de las partes, no a los contenidos doctrinales»[32]. Por eso es muy importante que los católicos conozcan, cada uno según sus propias posibilidades, los documentos del Concilio Vaticano II, el Catecismo de la Iglesia Católica, y otros textos importantes, como por ejemplo la carta Communionis notio, la declaración Dominus Iesus, y las recientes Responsa ad quaestiones emanadas por la Congregación para la Doctrina de la Fe.Entablar un diálogo con otros cristianos requiere, además, que puedan apreciar que se está en condiciones de descubrir los valores positivos que tiene la fe que han recibido por medio de su comunidad cristiana, aun en medio de deficiencias. Pero esto nos exige a los católicos formación, estudio, conocimiento profundo de nuestra fe.
Desde el estudio, pues, al diálogo. Los cristianos pueden siempre aprender unos de otros, y llegar a valorar aún más realidades que conocían. También encuentran un acicate al ver con qué profundidad otros ahondan en su fe. Es significativo, por ejemplo, el estudio de la Escritura tan enraizado en la vida de muchos protestantes; la belleza de tantas celebraciones litúrgicas ortodoxas; el amor a la Sagrada Eucaristía y su centralidad en la vida de los católicos, tan atrayente para muchos protestantes. Las enseñanzas de San Josemaría sobre la santificación del trabajo suscitan un gran interés y simpatía en tantos cristianos. Es crucial redescubrir la convergencia que existe en aspectos como éstos, sin perder de vista que sólo la caridad permite superar las divisiones. Tarea del cristiano: ahogar el mal en abundancia de bien. No se trata de campañas negativas, ni de ser antinada. Al contrario: vivir de afirmación, llenos de optimismo, con juventud, alegría y paz; ver con comprensión a todos: a los que siguen a Cristo y a los que le abandonan o no le conocen. –Pero comprensión no significa abstencionismo, ni indiferencia, sino actividad[33].
«Hace falta, aun antes de hablar, oír la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo», decía el Papa Pablo VI[34]. Si no se descubre en el interlocutor un deseo sincero de conocer y comprender, nadie puede sentirse respetado e inclinado a dialogar: nada debe ser más ajeno a la actitud del apóstol cristiano que la arrogancia infatuada o, como ahora suele decirse, el triunfalismo. No es nuestra doctrina el fruto de nuestro esfuerzo, de nuestra perspicacia o de nuestro ingenio, sino palabra de Dios que ha venido a nosotros: no porque fuéramos mejores que los demás o porque estuviéramos más preparados, sino porque el Señor ha querido usarnos como instrumentos suyos (...). Más aún: estamos persuadidos de que esa verdad divina, que llevamos, nos trasciende: que nuestras palabras resultan insuficientes para expresar toda su riqueza, que es incluso posible que no la entendamos con plenitud y que hagamos el papel de quien transmite un mensaje que él mismo no comprende del todo[35]. No somos propietarios de la verdad, no nos pertenece; queremos ser cooperadores de la verdad: cooperatores simus veritatis[36]; tratamos de actuar en la verdad y por ella.
Con la caridad de Cristo
Para que cumpláis como es debido la parte que os corresponde en la misión de la Iglesia, hace falta que no olvidéis el ejemplo de Cristo. No hay verdadero diálogo cristiano, si no es reproduciendo el modo de ser y de obrar del Señor. El ejemplo de Jesucristo nos lleva a dialogar; ese mismo ejemplo nos enseña cómo hemos de hablar con los hombres[37]. Con palabras de San Josemaría, son dos los rasgos fundamentales: fidelidad a la verdad, amistad con los hombres. No puede haber un diálogo fecundo sin que se dé o se cree entre los que dialogan un clima de auténtica amistad, de honradez y de certidumbre[38].
Sin amor a los demás no puede haber un ecumenismo verdadero, sino meras estrategias, que por sí solas resultan infecundas: el Señor nos ha llamado en momentos, en los que se habla mucho de paz y no hay paz: ni en las almas, ni en las instituciones, ni en la vida social, ni entre los pueblos. Se habla continuamente de igualdad y de democracia y abundan las castas: cerradas, impenetrables. Nos ha llamado en un tiempo, en el que se clama por la comprensión, y la comprensión brilla por su ausencia, incluso entre personas que obran de buena fe y quieren practicar la caridad, porque -no lo olvidéis- la caridad, más que en dar, está en comprender[39]. Verdadero diálogo es sólo el que nace de un deseo de amistad sincera, de un afán de ayudar y servir a los demás. «El clima del diálogo es la amistad. Más todavía: el servicio»[40].
Los católicos, en la acción ecuménica, deben preocuparse de los hermanos, orando por ellos, tratando con ellos y adelantándose a su encuentro. El amor ha de estar en la raíz de todas las acciones humanas. Con palabras de San Pablo, omnia vestra in caritate fiant[41]: obrad siempre con caridad. Por eso, además de conocimiento mutuo, es necesaria también la estima y el afecto verdadero, que surgen espontáneamente, como percibieron el 7 de octubre de 2002 quienes acompañaban al Patriarca de la Iglesia ortodoxa rumana, al término de la audiencia concedida por Juan Pablo II a los participantes en la canonización de san Josemaría. Este evento ecuménico ha tenido una fuerte repercusión, en personas de Rumanía y en muchas otras; algunas conocían poco el Opus Dei, otras participan en sus apostolados, como manifestaban con inmensa alegría familias de ortodoxos libaneses que asistieron a la ceremonia.
La vida de los santos permite descubrir lo que Dios realiza en quienes pertenecen a otras Iglesias y comunidades eclesiales. «Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las obras de virtud en la vida de otros que dan testimonio de Cristo, a veces hasta el derramamiento de sangre: Dios es siempre admirable y digno de admiración en sus obras»[42]. Quienes han dado su vida por Cristo constituyen así un punto de encuentro: «Este común testimonio de santidad, como fidelidad al único Señor, es un potencial ecuménico extraordinariamente rico de gracia»[43]. «El ecumenismo de los santos, de los mártires, es tal vez el más convincente. La communio sanctorum habla con una voz más fuerte que los elementos de división. El martyrologium de los primeros siglos constituyó la base del culto de los santos. Proclamando y venerando la santidad de sus hijos e hijas, la Iglesia rendía máximo honor a Dios mismo; en los mártires veneraba a Cristo, que estaba en el origen de su martirio y de su santidad. Se ha desarrollado posteriormente la praxis de la canonización, que todavía perdura en la Iglesia católica y en las ortodoxas»[44].
Suscitar la colaboración en servicio a los hombres
Crear las condiciones para que surjan actividades conjuntas de cristianos de distintas confesiones, o para que otros cristianos cooperen en actividades de la Iglesia Católica, facilita el conocimiento mutuo y, en la medida en que esa cooperación se realiza, esas actividades nos acercan a la plena comunión de los cristianos.
La colaboración en el campo social es una vía concreta propuesta por el Concilio Vaticano II para el ejercicio del ecumenismo, que los fieles de la Prelatura, como todos los miembros de la Iglesia, debemos secundar. «La cooperación de todos los cristianos pone de manifiesto de un modo vivo aquella unión con la que ya están vinculados y expone con una luz más clara el rostro de Cristo Siervo. Es necesario que esta cooperación, establecida ya en no pocas naciones, se vaya perfeccionando más y más, principalmente en las regiones donde se lleva a cabo un desarrollo social o técnico, tanto en la justa estimación de la dignidad de la persona humana como en la promoción del bien de la paz, en el impulso de la aplicación social del Evangelio, en la penetración de las ciencias y las artes, por el espíritu cristiano, en procurar toda clase de remedios contra las miserias de nuestro tiempo, como son el hambre y las calamidades, el analfabetismo y la miseria, la escasez de vivienda y la injusta distribución de los bienes. Por medio de esta cooperación, todos los que creen en Cristo pueden fácilmente aprender cómo conocerse mejor unos a otros, apreciar a los demás y allanar el camino hacia la unidad de los cristianos»[45].
De modo especial en muchos lugares de Occidente, pero también en el resto del mundo, «la presencia de los cristianos –afirmaba recientemente Benedicto XVI– sólo será eficaz e iluminadora si tenemos la valentía de recorrer con decisión el camino de la reconciliación y de la unidad (...). Todos tenemos una responsabilidad específica (...); es más fácil el encuentro entre los pueblos; hay más oportunidades de aumentar el conocimiento y la estima recíproca, con un enriquecedor intercambio mutuo de dones; se siente la necesidad de afrontar unidos los grandes desafíos del momento, comenzando por el de la modernidad y la secularización. La experiencia demuestra ampliamente que el diálogo sincero y fraterno engendra confianza, elimina temores y prejuicios, supera dificultades y abre a la confrontación serena y constructiva»[46].
* * *
Os lo he escrito tantas veces, con las palabras de Pablo: veritatem facientes in caritate(Ef4, 15), haciendola verdad con caridad: éste es el modo de dialogar, de dar doctrina[47]. El “encuentro” ecuménico, vivido en la vida secular, es para que todos tratemos de caminar en la verdad y en la caridad y seamos mejores discípulos de Jesucristo, porque todos estamos llamados por el Señor –¡desde el Bautismo!– a la santidad personal. Es el gran mensaje de san Josemaría, reafirmado en el Concilio Vaticano II.
Hoy la Iglesia necesita ese “ecumenismo práctico” que brota también del espíritu de la Obra: el ecumenismo en medio de todas las actividades humanas. Es como ir extendiendo por todas partes redes y redes de cristianos amigos, de discípulos de Cristo, de “amigos de Dios”, para la conversión del mundo. Son las redes del Duc in altum!, las redes del apostolado ad fidem, de las que hablaba San Josemaría; son las redes que recogerán piscium multitudinem copiosam: hombres y mujeres que viven en el paganismo o en el neopaganismo. Y mientras los pescadores cumplen, unidos en amistad humana y cristiana, el mandato de Cristo, el amor de Dios Padre les concederá la plena comunión por la que oró –y ora en el Cielo– su Hijo: ut unum sint, y esto –repitámoslo con Jesús–, ut mundus credat: para que las redes se llenen hasta rebosar.
Todo es posible con esta condición: que no perdáis nunca el diálogo con nuestro Dios, vivo y amante, con el Espíritu Santo, con Cristo, Señor Nuestro, y con María, Reina del Cielo y Madre de la Iglesia. De ahí sacaréis cada día luces de doctrina, deseos de apostolado, afán de almas, caridad universal y delicada[48].
Pedro Rodríguez
[1] Juan Pablo II, Litt. enc. Ut unum sint, 25-5-1995, n. 20.
[2] Benedicto XVI, Discurso a la Comisión preparatoria de la III Asamblea Ecuménica Europea, 26-1-2006.
[3] Jn 17,21.
[4] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 8; Congregación para la Doctrina de la Fe, Responsa ad quaestiones, 29-6-2007, quaest. 2.
[5] Jn 17, 20.
[6] Jn 17, 22-23.
[7] Benedicto XVI, Discurso en el encuentro ecuménico con motivo de la XX Jornada Mundial de la Juventud, 19-8-2005.
[8] San Josemaría, Forja, n. 647.
[9] Juan Pablo II, Litt. enc. Ut unum sint, 25-5-1995, n. 23.
[10] Jn 17, 21.
[11] Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus, 6-8-2000, n. 17.
[12] Cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 3.
[13] Juan Pablo II, Litt. enc. Ut unum sint, 25-5-1995, n. 2.
[14] Cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 3.
[15] Ibid. [16] Juan Pablo II, Litt. enc. Ut unum sint, 25-5-1995, n. 12.
[17] Ibid. [18] Conc. Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 3.
[19] Benedicto XVI, Discurso en el encuentro ecuménico con motivo de la XX Jornada Mundial de la Juventud, 19-8-2005.
[20] Conc. Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 4.
[21] Cfr. Juan Pablo II, Discurso en la sinagoga de Roma, 13-4-1986.
[22] Conc. Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 4.
[23] Juan Pablo II, Litt. enc. Ut unum sint, 25-5-1995, n. 8.
[24] Conc. Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 4.
[25] Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 40.
[26] Conc. Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 7.
[27] Ibid. n. 4, y Juan Pablo II, Litt. enc. Ut unum sint, 25-5-1995, n. 48.
[28] Conc. Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 4.
[29] Cfr. ibid; Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunos aspectos de la Evangelización, 3-12-2007, n. 12 (IV. Algunas implicaciones ecuménicas).
[30] Cfr. Juan Pablo II, Litt. enc. Redemptoris missio, 7-12-1990, n. 55.
[31] Cfr. Conc. Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, nn. 9-11.
[32] Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus, 6-8-2000, n. 22.
[33] San Josemaría, Surco, n. 864.
[34] Pablo VI, Litt. enc. Ecclesiam suam, 6-8-1964, n. 33.
[35] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 25 , en “ABC”, Madrid, 17-5-1992, p. 63.
[36] 3 Jn 1, 8.
[37] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 15, en “ABC”, Madrid, 17-5-1992, p. 62.
[38] Ibid. n. 20, en “ABC”, Madrid, 17-5-1992, p. 63.
[39] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 123.
[40] Pablo VI, Litt. enc. Ecclesiam suam, 6-8-1964, n. 33.
[41] 1 Cor 16, 14
[42] Conc. Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 4.
[43] Juan Pablo II, Litt. enc. Ut unum sint, 25-5-1995, n. 48.
[44] Juan Pablo II, Litt. apost. Tertio millennio adveniente, 10-11-1994, n. 37.
[45] Conc. Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, n. 12.
[46] Benedicto XVI, Discurso a la Comisión preparatoria de la III Asamblea Ecuménica Europea, 26-1-2006.
[47] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 75, en “Studi Cattolici”, Milano, VII/VIII-1985, p. 410.
[48] Ibid. n. 76, en “Studi Cattolici”, Milano, VII/VIII-1985, p. 410.