I.
Han transcurrido más de cuarenta años desde la clausura, el 8 de diciembre del 1965, del Concilio Vaticano II, que marcó un giro decisivo al compromiso ecuménico, al definir el Decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio como uno de sus propósitos principales el restablecimiento de la unidad de todos los cristianos. El documento empieza con estas palabras: “Promover el restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos es uno de los propósitos principales del sagrado Concilio ecuménico Vaticano II.” (UR 1). Esta opción del Concilio Vaticano II tiene su fundamento en el mandato de nuestro Señor, que el anochecer de su muerte rogó: “que todos sean uno”. El Decreto aclara que no se trata de un ecumenismo cualquiera, sino de un ecumenismo de la verdad y del amor, dirigido a recomponer la unidad visible de la Iglesia (cfr. UR 2 s.).
Desde entonces, la opción ecuménica del Concilio ha sido declarada irreversible por el Papa Juan Pablo II en la Encíclica Ut unum sint (1995) (UUS 3), donde agrega que no se trata de un mero “apéndice” de la actividad tradicional de la Iglesia (UR 20), sino de “una de las prioridades pastorales” de su pontificado (UR 99). El Papa Benedicto XVI, el mismo día siguiente a su elección como sumo pontífice, en un discurso programático pronunciado ante los cardenales reunidos en el cónclave, se declaró dispuesto a hacer todo lo que esté a su alcance para promover la causa fundamental del ecumenismo; y reforzó estas palabras durante la ceremonia de inauguración de su ministerio, el 24 de abril del 2005, en la Plaza San Pedro. Desde entonces, el Papa Benedicto ha repetido esta afirmación en numerosas ocasiones.
Desde que la Iglesia católica, con el Concilio Vaticano II, se ha abierto oficialmente al movimiento ecuménico, el diálogo ecuménico ha dado grandes pasos adelante. Esto ha ocurrido tanto a nivel de cada una de las iglesias locales como a nivel de la Iglesia universal. El Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos (PCPUC) ha establecido diálogos oficiales o conversaciones y encuentros con casi todas las Iglesias y Comunidades eclesiales, con las Federaciones o Alianzas confesionales mundiales y con el Consejo Ecuménico de las Iglesias. Han surgido un gran número de documentos. Gracias a estos diálogos ha sido posible llegar a acercamientos substanciales en varias materias y, en algún caso, llegar a un consenso. Un hito muy importante de este proceso ha sido la firma de la “Declaración Conjunta sobre la Doctrina de la Justificación” con la Federación Luterana Mundial (1999), y la adhesión a esta Declaración por parte del Consejo Metodista Mundial el pasado julio.
Junto a estos diálogos, es importante recordar las visitas del Papa Juan Pablo II a casi todos los Patriarcas orientales y sobre todo la reciente visita del Papa Benedicto XVI al Patriarca ecuménico y la visita a Roma del Arzobispo de Atenas y de toda Grecia. Las dos visitas a las que acabo de aludir pueden ser consideradas históricas. Además de éstas, la reanudación del trabajo de la Comisión teológica internacional para el diálogo con las Iglesias ortodoxas en su conjunto también ha significado una fase nueva en las relaciones con las Iglesias ortodoxas. Aun así, esto no quiere decir que hayamos olvidado los contactos con las comunidades nacidas con la Reforma del siglo XVI. Nos podríamos referir a muchos encuentros alentadores de alto nivel con estas Comunidades durante el último año, la última de las cuales ha sido la visita de una delegación finlandesa a comienzos de la reciente Semana de Oración para la unidad de los cristianos.
Aún más importante que los resultados concretos de los diálogos y de los encuentros oficiales en el vértice de las iglesias es todo aquello a lo que el Papa Juan Pablo II se refiere en su Encíclica sobre el ecumenismo Ut unum sint (1995) o, en otras palabras, el redescubrimiento de la fraternidad entre los cristianos. Hoy ya no hablamos tanto –como el Santo Padre hace notar- de “cristianos separados” o de “hermanos y hermanas separados”, sino de “otros cristianos” y de “otros bautizados”. Este cambio del vocabulario es bastante representativo. Los cristianos de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales ya no se ven hoy en día como adversarios; ya no se ponen los unos enfrente de los otros con actitudes de antagonismo, de competencia o de indiferencia, sino que se consideran mutuamente como hermanos y hermanas que han emprendido juntos el camino hacia la unidad plena.
En nuestros días, trabajan unidos a favor de la paz y de la justicia en el mundo. Desde el inicio del movimiento ecuménico moderno, la promoción de la unidad y la misión en el mundo han caminado al mismo paso. Porque en la promoción de la unidad y en la misión en el mundo actúa la auto-trascendencia de la Iglesia y empieza la reunión escatológica de todos los pueblos que los profetas ya anunciaron.
En el fundamento de este desarrollo tan positivo y alentador cuando el movimiento ecuménico es entendido en la manera justa, no hay ni un filantropismo liberal, ni un relativismo o un pluralismo post-moderno que no tiene en cuenta las diferencias confesionales o abandona la identidad católica; sino que más bien en la base de los diálogos hay la común confesión de la fe en la Santísima Trinidad y en Jesucristo, único y universal salvador y redentor, y el reconocimiento mutuo del único bautismo, a través del cual todos los bautizados entran a formar parte del único Cuerpo de Cristo y se encuentran, por lo tanto, desde ahora, en una comunión real y profunda, aunque no completa. La nueva fraternidad ecuménica no significa, por lo tanto, una realidad sentimental o una sensación familiar de cordialidad, sino que contemplamos una realidad espiritual fundamentada ontológicamente.
Pese a estos progresos tan alentadores, no se puede negar que, más allá de las dificultades singulares, normales y que forman parte de la vida, el diálogo de alguna manera se haya encallado, aunque no se hayan parado los coloquios y los encuentros, las visitas y la correspondencia. La situación ha cambiado, la atmósfera ya no es la misma, aparecen en el horizonte nuevos retos, como por ejemplo el crecimiento enorme de los movimientos evangélicos, pentecostales y carismáticos, que se han desarrollado sobre todo en el hemisferio sur. Por otro lado, en algunas comunidades protestantes se muestran tendencias liberales, sobre todo en cuestiones de ética, que crean nuevas diferencias y dificultades. Mientras que en los momentos inmediatamente posteriores al Concilio se constataba quizás una atmósfera optimista e incluso utópica, hoy se puede prever que el camino ecuménico, al menos según las medidas de los hombres, será todavía largo. Como fruto de esta reflexión, el tema de la última Sesión plenaria del PCPUC, en noviembre del 2006, tuvo como título “El ecumenismo en vía de transformación”.
Como siempre, hay varios motivos para el cambio de una situación. Uno de los motivos ha sido el hecho de que, tras haber superado muchos malentendidos y haber conseguido un consenso fundamental sobre el fulcro de nuestra fe, ahora hemos llegado al núcleo duro de nuestras diferencias eclesiológicas o, mejor, de nuestras diferencias institucionales y eclesiológicas. En el diálogo con las Antiguas Iglesias Orientales y con las Iglesias ortodoxas, esta divergencia afecta la cuestión del ministerio petrino; mientras que, en las relaciones con las Iglesias reformadas, concierne la cuestión de la sucesión apostólica del ministerio episcopal. Este último punto es tan sólo la punta del iceberg de una diferencia muy profunda en la manera de entender la eclesiología. Para poder resolver estos puntos, la Iglesia católica sostiene que es imprescindible afrontar dos cuestiones fundamentales.
Primero: nos hace falta un ecumenismo fundamental; es decir, debemos reforzar los fundamentos de nuestro compromiso ecuménico, la fe en Dios y en Jesucristo. No solamente en las otras Iglesias, sino también a menudo entre nosotros estas verdades fundamentales y centrales están desapareciendo de muchos fieles. Pero ¿Cómo se puede hablar de la justificación de los pecadores por parte de Dios, si ya no hay una viva relación con Dios y si ya no existe la conciencia de ser pecador y de tener necesidad de la redención?
Segundo: la cuestión de las Iglesias, entendidas como Comunión. Entretanto, hemos de estar agradecidos que la Comisión Fe y Constitución del Consejo mundial de las Iglesias haya publicado un documento todavía provisional sobre “La naturaleza y la misión de la Iglesia”, en cuya elaboración ha colaborado nuestro Consejo y a la redacción final del cual queremos continuar cooperando muy activamente. Esperamos que esto pueda ser un paso y una contribución importante para lograr la plena comunión, es decir, la comunión eucarística con nuestros hermanos y hermanas, que es el objetivo del compromiso ecuménico.
II.
Tras haber afirmado todo esto y tomando en consideración también los diversos pasos de aproximación, permanece aun así un cierto sentimiento de desilusión y de frustración. Para poner en movimiento la situación actual, es necesario un impulso más fuerte y vigoroso que aquel que, por su naturaleza, los diálogos académicos puedan dar. En este momento crítico, hemos de acudir a la fuerza motriz originaria del movimiento ecuménico y a la dimensión pneumatológica de la existencia cristiana y de la Iglesia. Por esto, junto a los fundamentos teológicos y eclesiológicos antes mencionados, es necesario reflexionar sobre las bases pneumatológicas y espirituales. Porque la unidad de los discípulos de Cristo no se puede “hacer” mediante diálogos teológicos, aunque son muy importantes e irrenunciables, ni mediante una cierta denominada diplomacia eclesiástica o mediante acciones pragmáticas, aunque tengan su utilidad. En última instancia, la unidad de la Iglesia es, si bien visible, una realidad pneumatológica y por lo tanto un don del Espíritu de Dios. Según el apóstol Pablo hay una diversidad de carismas dentro la Iglesia, pero uno solo es el Espíritu (1 Cor 12,4), que es como el alma de la Iglesia. Es significativo que las palabras de Jesús “que todos sean una sola cosa” no son un mandato, sino una plegaria; y el ecumenismo en último término no es otra cosa que unirse a esta plegaria de nuestro Señor y hacerla nuestra.
Estas no son para mí reflexiones puramente abstractas, sino pensamientos que vienen de mi experiencia personal, madurada a lo largo de muchos años, día tras día. En este periodo de tiempo he participado en muchos diálogos y en muchos encuentros ecuménicos. Y siempre era lo mismo. Si estos diálogos quedaban sólo a nivel académico, resultaban quizás interesantes, pero no traían fruto alguno. A menudo, si no había oración y una atmósfera espiritual, se podían olvidar. Mientras que, si había un clima de oración, los corazones se abrían, era posible superar malentendidos y prejuicios, promover la comprensión también sobre las diferencias, encontrar convergencias y tal vez consensos y sobre todo acrecentaba el amor mutuo y el empuje para continuar.
Esta experiencia personal concuerda con la experiencia histórica de la Iglesia. Las divisiones en el seno de la cristiandad no son debidas primariamente a disputas a nivel de discusiones o a controversias sobre fórmulas doctrinales divergentes, sino a una experiencia de vida que ha llevado a un alejamiento recíproco. Algunas formas de vida de fe cristiana han resultado extrañas las unas a las otras, hasta no poderse entender. Así, las divisiones del pasado son el resultado –como el Concilio ha dicho- de un enfriamiento del amor. Problemas que como tales eran solucionables se han convertido en obstáculos insalvables; de las diferencias, de por si legítimas, han salido controversias, que se han exagerado y absolutizado. Al final se han alejado y ya no se comprenden. Y esto ha conducido a fracturas inevitables. Varias condiciones y circunstancias culturales, sociales y políticas han desarrollado un papel importante en todo esto. Con esto no queremos olvidar que se ha tratado también de una búsqueda de la verdad y de diferencias de fe. Volveremos enseguida sobre este importante aspecto. La búsqueda de la verdad, sin embargo, ha estado siempre inscrita en la experiencia concreta y atada a ésta de manera inseparable.
Por otro lado, ya desde los inicios, el movimiento ecuménico se ha nutrido en gran parte por un movimiento espiritual, que ha encontrado su expresión sobre todo en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, puesta en marcha el año 1933 por el Abbé Paul Couturier, y que para nosotros es siempre el centro ecuménico del año litúrgico.
El Concilio Vaticano II, en su Decreto sobre el Ecumenismo Unitatis Redintegratio, contempla el movimiento ecuménico como impulso y obra del Espíritu Santo (UR 1; 4). Y no por casualidad el Concilio y el Papa de entonces describieron el ecumenismo espiritual como el corazón del movimiento ecuménico (UR 8). El ecumenismo espiritual según el Concilio significa: oración, sobre todo oración ecuménica común, conversión personal y reforma institucional, penitencia y esfuerzo por la santificación personal (UR 5-8). El Papa Juan Pablo II en su Encíclica Ut unum sint y en otros muchos documentos ha repetido y subrayado muchas veces esta idea y el Papa Benedicto XVI continúa en la misma estela.
Recientemente el PCPUC ha publicado un pequeño libro sobre el ecumenismo espiritual, que se basa en muchas experiencias concretas. La publicación había sido recomendada por la Plenaria del 2003. Un primer proyecto había sido presentado y discutido en la Conferencia internacional tenida en Rocca di Papa en noviembre del 2004 con ocasión de la celebración del 40 aniversario del Decreto sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio del Concilio Vaticano II. Desde entonces hemos recibido muchas sugerencias de organismos ecuménicos internacionales y locales. Así, el libro es el resultado de muchas experiencias personales mías y de otros muchos en varias situaciones y partes del mundo. La intención de la publicación es aportar sugerencias concretas y prácticas a todos aquellos que –como se suele decir están en la base, es decir en las diócesis, en las parroquias y en las diversas comunidades- se esfuerzan en el trabajo ecuménico.
El acento particular puesto en el ecumenismo espiritual es importante también a la luz de la situación espiritual actual que, por una parte, está marcada por el relativismo y por el esteticismo post-modernos y, por otra, presenta un deseo nostálgico de esperanza espiritual, a menudo vago e impreciso. Es evidente un descontento que brota del vacío dejado por una civilización técnica, funcional y economicista. Se percibe también el descontento con una Iglesia prevalentemente institucional, que no da el suficiente alimento espiritual, que no satisface los deseos más profundos del corazón. Este es uno de los motivos por los cuales tantos fieles dejan la Iglesia y se integran en comunidades carismáticas y pentecostales o se entregan a prácticas esotéricas. Esta situación nos obliga a aclarar desde el principio el concepto de espiritualidad.
III.
Actualmente, la palabra “espiritualidad” se utiliza demasiado y tiene muchos significados. Nos interesa ahora, primeramente, aclarar un poco este término y su significado. Y después podremos dar sugerencias concretas.
Espiritualidad es un “préstamo” léxico que proviene del catolicismo francés. Traducido literalmente significa “piedad”. No obstante, con esto no se cubre toda la gama de significados de este concepto. El Dictionary of Christian Spirituality describe la espiritualidad como aquel comportamiento, aquella fe y aquel conjunto de prácticas que conforman la vida de los hombres, ayudándolos a lograr realidades que van más allá de la percepción de los sentidos. Para mejorar esta descripción, podemos decir que espiritualidad es un estilo de vida guiado por el espíritu. El Léxico ecuménico, por lo tanto, dice: “La espiritualidad consiste en el desarrollo de la existencia cristiana bajo la guía del Espíritu Santo”.
Está claro, pues, que el concepto de espiritualidad tiene dos componentes: una dimensión que proviene “de arriba” y que no está influenciada por el hombre porque es obra del Espíritu de Dios, y una dimensión “de abajo”, que incluye la condición humana y la situación contingente en que se encuentra cada existencia cristiana y dentro de la que ella intenta forjarse y definirse espiritualmente. La espiritualidad vive, pues, la tensión entre el único Espíritu Santo, que obra en todas partes y en todo, y la variedad de las realidades y de las formas de vida humanas, culturales y sociales. Y es por lo tanto en esta tensión entre unicidad y pluralidad donde reside fundamentalmente el significado de la espiritualidad.
Esta tensión comporta a la espiritualidad el peligro de una fractura o de la preponderancia de uno de los elementos. Como expresiones culturales y terrenales de la fe encarnada, las espiritualidades traen en ellas mismas el riesgo del sincretismo, cuando la fe cristiana se mezcla con elementos religiosos y culturales no adecuados, que falsean la fe misma. Las diversas espiritualidades pueden también unirse a finalidades y cuestiones políticas, confiriendo a la fe cristiana no sólo un tono nacional, sino incluso una impronta ideológica pseudo-espiritual o nacional-chovinista. En algunas formas de fundamentalismo religioso este peligro es extremadamente evidente. Junto a éstas, existen otras formas de espiritualidad, de la denominada espiritualidad ecuménica, que son sólo emotivas o sentimentales y pueden ser descritas como banalizaciones burguesas de la fe cristiana.
Toda espiritualidad, pues, debe preguntarse por qué espíritu se deja guiar, por el Espíritu Santo o por el espíritu del mundo o del tiempo. La espiritualidad implica un discernimiento de los espíritus. La espiritualidad no está exonerada de la búsqueda de la verdad. Por esto, no se puede sustraer cómodamente a la teología apelando a la espiritualidad. La espiritualidad, por permanecer sana, tiene necesidad de una reflexión teológica.
IV.
Los grandes maestros de la vida espiritual nos han dejado un rico tesoro de experiencias para el discernimiento de los espíritus. Las más conocidas son las reglas para el discernimiento de los espíritus del libro de los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola. Vale la pena releerlo atentamente, desde el punto de vista ecuménico; es posible, en este sentido, sacar un gran provecho de él. Sin embargo, yo prefiero coger aquí otro camino e interrogarme, en tres puntos, sobre cuál es la naturaleza y la obra del Espíritu a nivel ya bíblico, ya sistemático, para llegar a una espiritualidad ecuménica objetiva en base a una teología reflexionada a partir del Espíritu Santo.
1. El significado fundamental en hebreo y en griego de “espíritu” (ruah, pnêuma) es viento, respiración, soplo y –porque la respiración es signo de la vida- vida, alma y, en fin, en una translación de sentido, el espíritu como principio vital del hombre, como sede de las sensaciones espirituales y de su voluntad. No se trata, con todo, de un principio inmanente al hombre; se refiere más bien a la vida dada y hecha posible por Dios. Dios da el espíritu y puede también volverlo a tomar. El espíritu de Dios tiene, pues, la fuerza vital creadora de todas las cosas. Él da al hombre sensibilidad artística y perspicacia, discernimiento y sabiduría.
Es el Spiritus creator, que obra en toda la realidad de la creación. “El espíritu del Señor llena el universo, abarcando cada cosa, conoce cada voz” (Sab 1,7; cfr. 7,22-8,1). Según el apóstol Pablo en la Carta a los Romanos, el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, da respuesta a las esperanzas y sufrimientos del mundo, intercede con insistencia por nosotros, con gemidos inefables (Rom 8,26 s). Según Agustín, el Espíritu es “la fuerza de gravedad de la caridad, el empuje hacia arriba, aquello que se opone a la fuerza de la gravedad hacia abajo y conduce todo a la realización en Dios” (Conf. XIII, 7,8). Toda verdad –como enseña Tomás de Aquino- de donde sea que se derive, proviene del Espíritu Santo (cfr. S. Th E II/109,1).
Una doctrina sobre el Espíritu Santo, por lo tanto, no debe recluirse dentro los muros de una iglesia o replegarse sobre ella misma. Se debe situar en el interior de una prospectiva universal. La pneumatología es posible tan sólo en la escucha, en la atención puesta en las huellas, en las esperanzas, en los gozos y en las vanidades de la vida, en la observación de los signos de los tiempos que se encuentran por todas partes, allí donde la vida nace, está en fermento, se expande, pero también donde las esperanzas de vida son malogradas, estranguladas, amordazadas y suprimidas. En cualquier lugar donde sea mostrada la vida verdadera y nueva, allí obra el Espíritu de Dios.
El Concilio Vaticano II vio este obrar universal del Espíritu no solamente en las religiones de la humanidad, sino también en la cultura y en el progreso de los hombres (cfr. Gaudium et spes, 26; 28; 38; 41; 44). El Papa Juan Pablo II ha desarrollado posteriormente este pensamiento en su Encíclica sobre la misión Redemptoris missio, donde leemos: “El Espíritu, pues, está en el origen mismo de la demanda existencial y religiosa del hombre, la cual nace no sólo de situaciones contingentes, sino de la estructura misma de su ser”. Más adelante el Santo Padre continúa: “La presencia y la actividad del Espíritu no afecta sólo a los individuos, sino a la sociedad y a la historia, a los pueblos, las culturas, las religiones. El Espíritu, en suma, está en el origen de los nobles ideales y de las iniciativas de bien de la humanidad que camina” (n.28).
Por lo tanto, una espiritualidad ecuménica inspirada en la Biblia no puede replegarse en ella misma o ser exclusivamente eclesiocéntrica. Debe estar atenta a la vida y servir a la vida. Debe ocuparse de los asuntos cotidianos, de las pequeñas experiencias de cada día, así como de las grandes cuestiones de la vida y supervivencia del hombre moderno, y también de las religiones y de las obras de la cultura humana. Según un principio de la mística tardo-medieval y de Ignacio de Loyola, es posible encontrar a Dios en todas las cosas.
Espiritualidad ecuménica significa cooperación en favor de la vida, de la justicia, de los derechos del hombre y de la paz. En este contexto no estoy pensando en primer lugar en acciones espectaculares, sino en cooperar en las obras de caridad de cada día, para los niños, los jóvenes, los enfermos, los discapacitados y la gente mayor. Estoy pensando también en la cooperación con la pastoral para los turistas, en los medios de comunicación, etc. Debemos superar en todos estos ámbitos el espíritu de competitividad, porque es necesario que impere la solidaridad. Podemos hacer tantas cosas juntos, y mediante esta cooperación nos conocemos mejor y crecemos juntos.
2. En la Biblia, el espíritu no es sólo fuerza creadora de Dios: es también la fuerza divina que se explicita en la historia. El Espíritu habla a través de los profetas y es prometido como el espíritu mesiánico (Is 11,2; 42,1). Es la fuerza de la nueva creación, que transforma el desierto en paraíso y lo convierte en lugar de ley y justicia (Is 42,15 ss). “No con el poder, no con la fuerza, sino con mi espíritu” (Zac 4,6). El espíritu acerca la criatura que gime y sufre al Reino de la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rom 8,19 ss).
El Nuevo Testamento anuncia la venida del Reino de la libertad de Jesucristo. Un reino que nace del Espíritu (Lc 1,35; Mt 1,18.20); en el momento del bautismo, el Espíritu desciende sobre él (Mc 1,9-11); toda su obra sobre la tierra tiene el sello del Espíritu (Lc 4,14.18; 10,21; 11,20). El Espíritu descansa en él; así él puede anunciar el mensaje de júbilo a los pobres, la libertad a los prisioneros, la vista a los ciegos y la justicia a los afligidos (Lc 4,18). Su resurrección acontece en la fuerza del Espíritu (Rom 1,3) y en la fuerza del Espíritu él continúa estando presente en la Iglesia y en el mundo. “El Señor es espíritu” (2 Cor 3, 17).
Puesto que en Jesucristo, en su vida sobre la tierra y en su obra como Redentor, la acción del Espíritu inscrita en la historia de la salvación llega a su plenitud escatológica, el Espíritu es para Pablo el Espíritu del Cristo (Rom 8,9; Fil 1,19), el Espíritu del Señor (2 Cor 3,17) y el Espíritu del Hijo (Gal 4,6). La confesión de Jesucristo es por lo tanto el criterio fundamental para el discernimiento de los espíritus: “...nadie que hable bajo la acción del Espíritu de Dios dice: “Jesús es anatema”; y nadie puede decir: “Jesús es Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor 12,3).
Con esto queda bien afianzado el criterio cristológico, que es el decisivo en una espiritualidad ecuménica. Este criterio quiere luchar contra el peligro de un relativismo y de un sincretismo espiritual, que amenaza las experiencias espirituales de las diversas religiones, confundiéndolas entre ellas y seleccionándolas de manera ecléctica. La espiritualidad ecuménica preserva la unicidad y la universalidad del significado salvífico de Jesucristo. Ella es también contraria a la tentación soñadora y exaltada de eliminar la intermediación cristológica y acceder directamente a Dios. Y recuerda: “Dios, nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito que está en el seno del Padre es quien lo ha revelado” (Jn 1,18).
Una espiritualidad ecuménica legítima será por lo tanto en primer lugar una espiritualidad bíblica y recibirá un influjo en la lectura común de las escrituras y en el estudio común de la Biblia. Se impregnará de la Lectio divina, tan recomendada por el Concilio (DV 25), es decir, la lectura de la Biblia ligada a la oración que se convierte en un coloquio entre Dios y el hombre. Reflexionará continuamente sobre las narraciones bíblicas de la venida de Jesús, sobre su mensaje de libertad, sobre su obra liberadora y salvífica, sobre su servicio a los otros, sobre su kenosi hasta la muerte, sobre su entera persona y sobre su obra entera, haciendo de esto el criterio fundante. Ella se empapará del seguimiento de Jesús y continuará buscando el rostro del Cristo, como ha mencionado de manera pragmática Juan Pablo II en su Carta Apostólica Novo millenio ineunte de 2001. Tal espiritualidad se revela en aquello que Pablo define como los frutos del Espíritu: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, dulzura, templanza (Gal 5, 22).
Espiritualidad cristocéntrica significa espiritualidad de la escucha de la palabra y significa también espiritualidad sacramental. Cristo está presente en la palabra y en los sacramentos; el Concilio renovó la imagen de la mesa de la palabra y del cuerpo del Cristo (DV 21). Ecuménicamente tenemos en común sobre todo el Bautismo, mediante el cual somos miembros del único cuerpo de Cristo y estamos ya ahora en una comunión profunda si bien todavía no plena. Por lo tanto, las celebraciones de conmemoraciones del Bautismo común son centrales para una espiritualidad ecuménica. Se puede pensar en la fiesta del Bautismo de Cristo o en ceremonias del período de Cuaresma. No obstante, no es posible una plena participación común en la eucaristía. Conozco bien los problemas pastorales que pueden surgir de ello. Durante los últimos años, se ha desarrollado la costumbre de que aquellos que no pueden participar plenamente y no pueden comulgar piden la bendición del sacerdote; con lo cual no se sienten excluidos y participan tanto como es posible.
La espiritualidad cristológica valora también los testigos de Cristo. Tenemos en común muchos santos de los primeros siglos y tenemos muchísimos testigos que podemos decir mártires, sobre todo en el siglo pasado. Ellos son modelos y ejemplos en el seguimiento de Jesús. No podemos olvidar María, la Madre de Jesús. Incluso muchos evangélicos hoy la redescubren como una figura bíblica y como hermana en la fe.
En fin, en el Espíritu, podemos y debemos decir “¡Abbá, Padre!” como Jesús dijo a Dios (Rom 8,15.26 ss; Gal 4,6). Por lo tanto, una espiritualidad ecuménica es una espiritualidad de la oración. Como María y los Apóstoles –y junto con ellos- tal espiritualidad debe recogerse siempre en la plegaria por la venida de una Pentecostés regeneradora (cfr. Hech 1,13 ss.). Una espiritualidad ecuménica vive, como el mismo Jesús, de la plegaria; concuerda con la plegaria de Jesús y se une a él, en el deseo que todos sean uno (cfr. Jn 17,21). En la plegaria soporta, como Jesús en la cruz, también la experiencia del abandono del espíritu y del abandono de Dios (cfr. Mc 15,34); sólo en la fuerza de la plegaria puede soportar dificultades y desilusiones ecuménicas, como también la experiencia ecuménica del desierto.
3. Junto al criterio cristológico, para Pablo hay también el criterio eclesiológico. Pablo enlaza el Espíritu con la construcción de la comunidad y con el servicio en la Iglesia. El espíritu ha sido dado para el bien de todo el mundo. Los diversos dones del Espíritu deben servir unos y otros (1 Cor 12,4-30). El Espíritu no es un Espíritu de confusión, sino un Dios de paz (1 Cor 14,33). Pero la obra del Espíritu no está limitada a las instituciones de la Iglesia y monopolizada por ella; el Espíritu es dado a todo el mundo como afirma la Biblia, cada cual tiene su carisma. Pero el Espíritu no obra cuando los hombres están unos contra otros, sino cuando están unos con otros, y gracias a la contribución personal por parte de cada uno. El Espíritu es adverso a toda división en facciones y partidos. El don más grande del espíritu es la caridad, sin la cual el conocimiento no tiene ningún valor. La caridad no tiene envidia, no se vanagloria, no se enorgullece; todo lo soporta y no caducará nunca (cfr. 1 Cor 13,1-4.7).
Precisamente, la tradición teológica ha desarrollado con propiedad este aspecto. Según Ireneo de Lyon, la Iglesia es “el recipiente, donde el Espíritu ha vertido la fe y la mantiene fresca”; allí donde está la Iglesia, está también el Espíritu de Dios; allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda la gracia” (Adv. haer. III, 24,1). E Hipólito dice: “Festinet autem te ad ecclesiam ubi floret spiritus” (Trad apost. 31; 35). En toda la tradición occidental, inspirada sobre todo en Agustín, el Espíritu es el amor entre el Padre y el Hijo, y aquello que hay de más interno a Dios y al mismo tiempo es más externo a Dios, dado que, en él y a través de él, el amor de Dios se derrama a nuestros corazones. En el Espíritu, Dios da su intimidad al exterior de modo que así nosotros podamos compartir su vida. El Espíritu es, pues, el principio vital de la vida cristiana y como el alma de la Iglesia (cfr. LG 7).
La espiritualidad ecuménica es, pues, una espiritualidad eclesial y, por esto mismo, una espiritualidad de comunión. La espiritualidad ecuménica se afanará por lograr el “Sentire ecclesiam”, se esforzará por entrar más profundamente en la esencia, la tradición, y en particular en la liturgia de la Iglesia, haciendo la liturgia de manera actual y consciente. La espiritualidad ecuménica vive de la fiesta de la liturgia. Tal espiritualidad ecuménica generalmente es vivida en grupos y círculos ecuménicos. Estos grupos, sin embargo, no pueden separarse de la más amplia comunidad de la Iglesia y elevarse por encima de esta. No pueden hacer ecumenismo a su propio gusto y manera. Deben sentirse como miembros que contribuyen a la vida de todo el cuerpo de la Iglesia y por otra parte la reciben también de la comunidad más grande. La espiritualidad ecuménica se esfuerza en conservar la unidad del Espíritu (cfr. Ef 4,3).
Vivir en la Iglesia, con la Iglesia y vivir la Iglesia significa sufrir en la Iglesia y con la Iglesia. Ella sufre y sangra por las heridas causadas por las divisiones. Este sufrimiento es esencial en la espiritualidad ecuménica. Así, la espiritualidad ecuménica moviliza la conciencia de la Iglesia, privándola de replegarse sobre ella misma y sobre su autosuficiencia confesional; estimulándola, por contra, a recorrer y a tocar en la riqueza de las otras tradiciones para buscar una unidad ecuménica más amplia y, de este modo, llegar a la plenitud concreta de su catolicidad. Ella, por lo tanto, entreabre proféticamente una visión del futuro ante la realidad eclesial concreta, sin huir ante esta realidad, pero esforzándose en cambio con paciencia y constancia para conseguir el consenso.
El Espíritu es quien la hace entrar en una verdad cada vez más grande y cada vez más profunda; él debe guiarnos a la verdad completa (Jn 16,13). Esto sucede de varias maneras, una de las cuales, según el texto conciliar ya citado, es la experiencia espiritual. De ésta, forma parte también la experiencia espiritual ecuménica. En efecto, el diálogo ecuménico no es simplemente un intercambio de ideas, sino un intercambio de dones y de experiencias espirituales (UUS 28). Esto es posible para cada cristiano, en el lugar y en la forma que son propios de cada uno, porque cada uno a su manera es un experto, es una persona que vive una experiencia y quiere comunicarla a los otros. Para el diálogo ecuménico vale, pues, todo lo que Pablo ha dicho para toda reunión de la comunidad: cuando os reunáis, que cada uno aporte el propio don (cfr. 1 Cor 14,26).
En los últimos decenios, nosotros los católicos hemos aprendido mucho de la experiencia de nuestros hermanos y de nuestras hermanas protestantes en todo el que se refiere al significado de la Palabra de Dios y a la interpretación de la Sagrada Escritura; ellos, por su parte, aprenden de la realidad de nuestros signos sacramentales y de nuestra manera de celebrar la liturgia. En el encuentro ecuménico con las Iglesias orientales, podemos aprender de su riqueza espiritual y de su respeto por el misterio, mientras que ellos pueden compartir nuestras experiencias pastorales y nuestra experiencia en contacto con el mundo actual. Como sugiere una expresión feliz del Papa Juan Pablo II, la Iglesia puede, pues, aprender a respirar de nuevo con los dos pulmones.
Por lo tanto, el diálogo ecuménico no tiene como objetivo primario el de inducir los otros a convertirse a nuestra Iglesia, sino la conversión de todos a Cristo. Naturalmente, no podemos ni debemos excluir las conversiones singulares en el sentido tradicional; debemos tener un gran respeto por las decisiones tomadas a nivel de conciencia personal que motivan estas opciones. Incluso así, aun en el caso de una conversión individual, de hecho no se trata de una conversión a otra Iglesia, sino de una conversión a la plena verdad de Jesucristo. En este sentido, todos deben convertirse, ya que la conversión no es un acto hecho de una vez para siempre, sino un proceso continuado.
El encuentro ecuménico sostiene esta conversión, puesto que nos lleva al examen de conciencia y es inseparable de la conversión personal y del deseo de una reforma de la Iglesia (cfr. UUS 16; 34 ss; 83 ss). Cuando, intercambiando nuestras recíprocas experiencias confesionales y partiendo de nuestros presupuestos diversos, nos acercamos a Jesús y logramos la medida del completo desarrollo de Cristo (Ef 4,13), entonces nos convertimos en una sola cosa con él. Él es nuestra unidad. En él, tras haber superado nuestras divisiones, podemos realizar históricamente, en concreto, también toda la plenitud de la catolicidad.
Pidámonos ahora: ¿cuál es la unidad de la plenitud hacia la cual andamos? La respuesta es la siguiente: no se trata de una fusión como las de las grandes empresas internacionales de nuestro mundo globalizado; no es tampoco un sistema complejo, desde el punto de vista especulativo o institucional, en el cual los opuestos se anulan, siguiendo una dialéctica de tipo hegeliano. En esto reside la diferencia de fondo entre diálogo y dialéctica. Ciertamente, el diálogo intenta disipar los malentendidos y superar las divisiones entre los partner, tendiendo a la reconciliación. Pero la reconciliación propiamente no elimina la alteridad del otro, no la absorbe ni la aspira, haciéndola desaparecer. Por el contrario, la reconciliación reconoce el otro en su alteridad. La unidad en la caridad no se logra cuando la identidad del otro es anulada y absorbida, sino al contrario, cuando ésta llega a ser confirmada y plena.
Esta experiencia de la unidad en la caridad es el modelo de la unidad cristiana y eclesial. Encuentra, en último término, el fundamento en el amor trinitario entre Padre, Hijo y Espíritu Santo y es el modelo para la unidad eclesial: la unidad de la Iglesia es como un icono de la Trinidad (cfr. LG 4; UR 3).
En último término, el ecumenismo y la unidad son un acontecimiento espiritual. Allí donde se logra un consenso ecuménico, este consenso será experimentado como un don espiritual y como una nueva Pentecostés. De esta nueva Pentecostés habló el Papa Juan XXIII, abriendo el Concilio Vaticano II con una clara perspectiva ecuménica. Estoy convencido de que, si nosotros rogamos como María y los Apóstoles en el Cenáculo (Hech 1,12-14) y si nos empeñamos en hacer todo cuanto nos sea posible, recibiremos un día este don.