Días de alegría y de dolor

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Rosario, la hermana pequeña, muere con sólo nueve meses de edad, de un modo casi repentino. Dos años más tarde se decide la Primera Comunión de Josemaría. Será el 23 de abril de 1912, día de San Jorge. Es tradicional en Aragón llevar los niños a la Eucaristía, por primera vez, en esa fecha.

Durante esta época -son muy recientes las disposiciones de Pío X sobre la conveniencia de acercar pronto a los niños al Sacramento de la Comunión-, resulta poco corriente en España que la reciban a tan corta edad. Un Congreso Eucarístico, celebrado en 1911, acaba de difundir las recomendaciones del Santo Padre Pío X. Gracias a esto, Josemaría puede recibir al Señor a los diez años. Para siempre guardará en su corazón el agradecimiento al Papa santo. Ha frecuentado la Confesión, preparado y alentado por sus padres. Ahora, el Padre Laborda le enseña el camino de llegada a esta unión íntima con Dios. Es él quien le ayuda a aprender una oración de deseo que llevará siempre en sus labios y en su corazón, la comunión espiritual: «Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los Santos» (13).

Este será un día solemne, de fiesta; un hito en la historia de su alma y en la germinación de su vida espiritual. Todos, y especialmente él, se preparan con gran cuidado para acercarse al Sacramento. Primero, con una buena confesión que le deja contento y feliz. Después, con un traje nuevo. El ambiente que le rodea facilita su penetración en la importancia del acontecimiento, en la trascendencia de su primer encuentro con el Amor dentro de su corazón.

Sólo unos meses más tarde van a caer muy duras pruebas sobre la familia Escrivá. El 10 de julio de 1912 muere María Dolores, Lolita, como se la llama y se la quiere en el ámbito familiar. Josemaría tiene ya más de diez años, pero sus padres quieren evitarle el dolor, precoz, de ver marchar a la pequeña que ha compartido los juegos colectivos(14)

Doña Dolores y don José llevan la desaparición de sus hijas con la misma entereza y valor, la misma cristiana entrega a la Voluntad de Dios con que aceptaron la alegría de su nacimiento. Y aún les queda un nuevo sacrificio. Asunción, que cuenta ya ocho años, compañera y adicta incansable a su hermano, muere el 6 de octubre de 1913(15). Josemaría tiene casi doce años y siente hondo, aunque sus padres procuran mantenerle a distancia, la enfermedad y la pérdida imprevista.

Está jugando junto a los soportales de la Plaza y tiene una intuición repentina. Se queda parado de pronto, y manifiesta a sus amigos la intención de ir a ver cómo sigue su hermana.

Sube corriendo la escalera y encuentra a doña Dolores, que esconde su dolor tras la actitud serena que pueda tranquilizar al muchacho. Le dice que Chon ya está en el Cielo. Josemaría se rebela contra ese hueco enorme que va dejando en la casa tanta desaparición. Llora despacio, y su madre ha de repetirle al oído los secretos planes del Cielo y de la Voluntad de Dios sobre los hombres.

Pasa unas semanas pensativo. Es un chico optimista, pero de gran sensibilidad para captar el dolor de sus padres. Con una lógica contundente e infantil piensa que, en esta escalada de la muerte sobre su familia, y por orden cronológico, ahora le toca a él. Incluso llega a decírselo a su madre como una predicción irremediable. Doña Dolores, cuando le oye, nota que el corazón le da un vuelco, pero se contiene. Y sonríe mientras le dice con enorme convicción: «No te preocupes, que tú estás pasado por la Virgen de Torreciudad»(16).

Pronto reanuda su vida habitual, con un abierto campo de intereses y afectos que restañan las últimas heridas. En el verano corretea por los campos del Somontano. Tiene aquello atractivos que recordará, con símbolos diversos, cuando los años le hayan hecho adulto. En Fonz, asiste embebido al modo de cocer el pan, al prodigio esponjoso de la levadura, al olor crujiente y apetitoso de las masas en el horno.

Mientras tanto, don José Escrivá se gasta diariamente con ejemplar laboriosidad. Aquella industria que le ha permitido una holgada generosidad y una vida sin preocupaciones económicas, empieza a dar síntomas de quiebra. Mantiene su alegría, ahorrando a su mujer y a sus hijos hasta el menor gesto de preocupación o de amargura. A causa de una competencia desleal, que se aprovecha de su rectitud, va perdiendo terreno en el negocio, que ya no se remonta. La ruina familiar es un hecho que llegará rápido, si no se reconocen algunas primacías y derechos.

Josemaría hablará siempre, en el inmenso cariño por su padre, de este tiempo en que la demolición de su amplia economía le fue cercando inexorable; de la falta de ayuda y confianza por parte de quienes habían recibido favores constantes; de la fortaleza con que don José y doña Dolores se van a enfrentar a la sucesión de soledad y pérdidas materiales.

Un día están jugando a las cartas Carmen y sus amigas. Han logrado un castillo de naipes con difícil equilibrio. Josemaría entra de pronto en la habitación y con un pequeño golpe se lo tira. Las chicas no pueden ni creerlo; no va con su carácter.

-«¿Por qué haces eso?», le preguntan enfadadas.

Y todavía hoy recuerdan la respuesta, profunda, de un niño al que duelen los acontecimientos:

-«Eso mismo hace Dios con las personas: construyes un castillo y, cuando casi está terminado, Dios te lo tira»(17).

La doncella y la niñera tienen que abandonar a la familia. Doña Dolores se hace cargo de las tareas de la casa. No pierde la calma. Cuida bien a todos y no escatima esfuerzo que pueda aliviar la situación: «sin alargar el brazo más que la manga», dirá por lo castizo, seria pero sonriente.

Acogiéndose a disposiciones legales, don José puede quedarse con su patrimonio familiar, pagando a los acreedores sólo con el capital de la empresa. Un religioso llega a aconsejarle en este sentido, asegurándole que el problema moral no existe en su caso. Pero don José no accede. Su patrimonio va a enjugar deudas y créditos sin que nadie quede sin recibir lo estipulado. De la entereza de este hombre no brota un reproche, ni una sola queja para los que han fraguado su derrota. Le duelen el silencio y la crítica que rodean sus decisiones. Pero está decidido a cumplir con lo que le dicta su conciencia.

Josemaría siente rebeldía ante la situación. Se ve humillado al comprobar cómo han de estrechar sus posibilidades, y le hieren los comentarios tontos o malignos de sus compañeros de juegos y de estudios. Años más tarde, aprenderá el designio del Cielo en todo ello y alabará la entereza, la estricta honradez cristiana de su padre. También intuirá que Dios hizo sufrir a los que más quería para que fuese escuela y yunque donde pudiera descubrir la raíz auténtica de la valentía.

Antes del verano, en marzo de 1915, don José se traslada a Logroño en busca de trabajo y de un lugar adecuado para llevar a su mujer y a sus dos hijos. Trabajará como empleado en una tienda de tejidos, cuyo material conoce. Organiza el nuevo curso de su vida sin perder la simpatía, la confianza, y una sonrisa especial que no abandona nunca.

Josemaría cursa el tercer año de Bachillerato en el Colegio de los Escolapios y se examina en Lérida. Es el recorrido anual de los alumnos de Barbastro. Doña Dolores desmonta la casa donde ha puesto tanto amor y alegría. Se llevan cuanto pueden: cuadros, muebles, vajillas, libros, recuerdos de familia y baúles con buena lencería. Carmen presagia una despedida definitiva cuando dice adiós a sus amigas de colegio, para irse a Fonz, en julio de este mismo año. Y en septiembre, montan en una repleta diligencia, camino de Logroño. Barbastro se queda atrás perdido en su perfil de Somontano. Doña Dolores no quiere despedirse por si el cariño al lugar le traiciona en el arranque del último momento. Sólo las pequeñas, que ya no lo son tanto, Adriana y Esperanza, Conchita Camps, Sabina Cortés y Lola Bosch, acuden a dar su abrazo a Carmen(18).

En casa de los Escrivá, la actividad habitual ha quedado en silencio y apagada. En la calle Argensola se han oído, por última vez, los pasos conocidos. Una nueva etapa de amor, de entrega y de trabajo, les espera.