Poco a poco, al ritmo de las fiestas litúrgicas y de los eventos del Jubileo, estamos procurando «tener la mirada fija en la misericordia»[1] durante este Año santo. Desde la Bula de convocación del Jubileo, el Papa subrayó que el misterio de la misericordia de Dios se dirige no solo a los que viven lejos de la casa del Padre, sino también a los que, con nuestras limitaciones, procuramos vivir cerca de Dios: para que seamos «también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre (…), para que haga más fuerte y eficaz el testimonio de los creyentes»[2].
La misericordia es «la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia»[3], y por eso abraza todos los aspectos de la existencia de los cristianos. En un primer momento, podría parecer que se trata de un eslogan, un modo distinto de hablar de las cosas de siempre; y, sin embargo, es más que eso: la misericordia es luz y fuerza de Dios para redescubrir «con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad»[4] de su Amor.
Revisar el amor
La reflexión sosegada sobre la misericordia, como algo que nos toca de cerca, ayudará a puntualizar, en el diálogo con el Señor, dónde nuestro amor se podría haber empañado: si hay algo en nosotros del hijo mayor de la parábola del Padre misericordioso, que no era capaz de alegrarse con los demás[5]; o del fariseo que subía al templo satisfecho de las cosas con las que cumplía, pero con el corazón frío[6]; o del siervo que, habiéndose hecho perdonar por el amo, no estaba dispuesto a pasar por alto las pequeñas deudas de otro[7].
«Conozco tus obras, tu fatiga y tu constancia (…); que tienes paciencia y has sufrido por mi nombre, sin desfallecer. Pero tengo contra ti que has perdido la caridad que tenías al principio»[8]. Con estas palabras del Apocalipsis, Dios llama a la puerta de los cristianos que se esfuerzan por vivir con profundidad su fe: les confirma en el bien que hacen, pero les empuja a la vez a una nueva conversión. En la misma longitud de onda se mueven estas palabras de san Josemaría, que pueden ayudarnos a iluminar el fondo del alma:
«Cumples un plan de vida exigente: madrugas, haces oración, frecuentas los Sacramentos, trabajas o estudias mucho, eres sobrio, te mortificas..., ¡pero notas que te falta algo!
La misericordia de Dios, si dejamos que nos entre en el alma, nos lleva a revisar el amor, para despertar los pliegues en los que el corazón se podría haber quedado encogido, adormilado, casi sin darnos cuenta.
»Lleva a tu diálogo con Dios esta consideración: como la santidad -la lucha para alcanzarla- es la plenitud de la caridad, has de revisar tu amor a Dios y, por Él, a los demás. Quizá descubrirás entonces, escondidos en tu alma, grandes defectos, contra los que ni siquiera luchabas: no eres buen hijo, buen hermano, buen compañero, buen amigo, buen colega (…).
»Te “sacrificas” en muchos detalles “personales”: por eso estás apegado a tu yo, a tu persona y, en el fondo, no vives para Dios ni para los demás: sólo para ti»[9].
La misericordia de Dios, si dejamos que nos entre en el alma, nos lleva a revisar el amor, para despertar los pliegues en los que el corazón se podría haber quedado encogido, adormilado, casi sin darnos cuenta; nos hace descubrir que vivimos para los demás; nos saca de un excesivo «afán de seguridad personal»[10] en el que podría haber poco sitio para Dios y para quienes nos acompañan o nos salen al encuentro Mi alegría, pregunta el Papa, ¿está en «salir de mí mismo para ir al encuentro de los demás» o en «tener todo resuelto, encerrado en mí mismo»?[11]
Alegrarse con los demás
«Dios es alegría -decía san Juan Pablo II a los jóvenes-, y en la alegría de vivir hay un reflejo de la alegría originaria que Dios experimentó al crear al hombre»[12], y que vuelve a experimentar al perdonarnos: hay «en el cielo mayor alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión»[13]. En el fondo del misterio de la misericordia divina late «la alegría de Dios que quiere entrar en el mundo»[14]. De ahí el ruego de san Pablo: «el que ejercita la misericordia, que lo haga con alegría»[15].
Por eso la misericordia no es solo un resorte que se activaría únicamente ante la debilidad o las imperfecciones de quienes nos rodean: es un amor sin reservas, que no calcula; una luz que lo invade todo, y que hace de las virtudes cristianas rasgos amables y atractivos de la personalidad y, sobre todo, irradiación de un Amor que no es de este mundo[16]. «La verdadera virtud, escribió san Josemaría en Camino, no es triste y antipática, sino amablemente alegre»[17]. Años más tarde volvería sobre esa misma idea, ponderando un comentario oído de pasada:
«“Sois todos tan alegres que uno no se lo espera”, oí comentar
»De lejos viene el empeño diabólico de los enemigos de Cristo, que no se cansan de murmurar que la gente entregada a Dios es de la “encapotada”. Y, desgraciadamente, algunos de los que quieren ser “buenos” les hacen eco, con sus “virtudes tristes”.
»-Te damos gracias, Señor, porque has querido contar con nuestras vidas, dichosamente alegres, para borrar esa falsa caricatura.
»-Te pido también que no lo olvidemos»[18].
Vivir la caridad es mucho más que observar ciertas formas externas de educación o guardar un respeto frío, que en realidad mantiene al otro a distancia: es abrir el corazón
La misericordia, pues, para “funcionar”, para ser genuina, tiene que invadirlo alegremente todo en nuestra vida. La alegría se predica de la juventud porque un espíritu joven no calcula, no se pone límites. Para que nuestra vida cristiana no sea una «falsa caricatura», debe estar toda ella impregnada de alegre misericordia No es esta una visión utópica, porque la misericordia es compatible con la debilidad, y de hecho la debilidad misma nos permite crecer en misericordia, porque nos hace más humildes y capaces de comprender que quienes están a nuestro lado también tienen defectos Por eso, aunque en ocasiones -porque fuimos duros, porque no supimos darnos a los demás, etc.- no lograremos reflejar la misericordia de Dios, podemos al menos decirle al Señor que quisiéramos ser misericordiosos en todo. Él nos ayudará a no calcular, a no hacer acepción de personas o de circunstancias, de modo que se cumpla en nosotros aquello de que «darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría»[19]. Y daremos también entonces ese aire limpio a los demás, que no es la «alegría fisiológica, de animal sano»[20], porque la verdadera alegría «procede de abandonar todo y abandonarte en los brazos amorosos de nuestro Padre-Dios»[21]. Quien se abandona así en Dios, transmite, muchas veces sin darse cuenta, la alegría que Dios le da; una alegría que «nace de la gratuidad de un encuentro», de «escuchar: “Tú eres importante para mí”, no necesariamente con palabras (…) Y es precisamente esto lo que Dios nos hace comprender»[22], y lo que podemos hacer comprender, también sin palabras, a los demás.
Cariño
Al ver a los demás con misericordia, no edulcoramos la mirada: les vemos como les ve Dios; les vemos como verdaderamente son
Cuando San Josemaría hablaba de la caridad, muchas veces la llamaba también cariño[23] -término difícil de traducir a algunas lenguas, pero central en sus enseñanzas-, para aclarar que la verdadera caridad no es «oficial, seca y sin alma» sino que está llena de «calor humano»[24], de comprensión, de apertura. “Vivir la caridad” es mucho más que observar ciertas formas externas de educación o guardar un respeto frío, que en realidad mantiene al otro a distancia: es abrir el corazón[25], quitar las barreras con las que a veces nos blindamos ante lo que nos resulta menos amable en el modo de ser de los demás. Respeto viene de respectus, mirada atenta, consideración: el verdadero respeto no es una educada resignación ante los defectos de los demás, con la que nos quedamos protegidos detrás de nuestro muro de defensa, sino un porte cercano, comprensivo, magnánimo, que nos permite mirar de verdad a los ojos a cada uno A esta misma actitud se refiere el Papa cuando habla de la ternura, que es «caridad respetuosa y delicada»[26]: «tratad siempre -decía en una ocasión- de ser mirada que acoge, mano que alivia y acompaña, palabra de consuelo, abrazo de ternura»[27].
«Siguiendo el ejemplo del Señor, comprended a vuestros hermanos con un corazón muy grande, que de nada se asuste, y queredlos de verdad (...). Al ser muy humanos, sabréis pasar por encima de pequeños defectos y ver siempre, con comprensión maternal, el lado bueno de las cosas»[28]. Incluso si nos resulta ya conocida, es bueno que redescubramos la vibración de misericordia que late en aquella comparación de san Josemaría: «De una manera gráfica y bromeando, os he hecho notar la distinta impresión que se tiene de un mismo fenómeno, según se observe con cariño o sin él. Y os decía -y perdonadme, porque es muy gráfico- que, del niño que anda con el dedo en la nariz, comentan las visitas: ¡qué sucio!; mientras su madre dice: ¡va a ser investigador! Hijas e hijos míos, ya me comprendéis: hemos de disculpar. No manifestéis repugnancia por pequeñeces espirituales o materiales, que no tienen demasiada categoría. Mirad a vuestros hermanos con amor y llegaréis a la conclusión –llena de caridad– de que ¡todos somos investigadores!»[29].
"¿Por dónde comenzar para disculpar las pequeñas o grandes ofensas que sufrimos cada día? Ante todo por la oración" (Papa Francisco)
Las personas se nos presentan de modo muy distinto según las observemos «con cariño o sin él». La misericordia no es, pues, solamente una disposición encomiable del corazón; san Josemaría nos la muestra como una condición necesaria para conocer a los demás, sin las distorsiones generadas por nuestro amor propio. Al ver a los demás con misericordia, no edulcoramos la mirada: les vemos como les ve Dios; les vemos como verdaderamente son: hombres y mujeres con virtudes que admiramos, pero también con defectos que probablemente les hacen sufrir, aunque exteriormente no lo manifiesten, y que reclaman una ayuda llena de comprensión Sin misericordia, en cambio, perdemos ángulo de visión y profundidad de campo: empequeñecemos a los demás. Mirar con cariño -querer con la mirada- permite conocer mejor, y así también querer mejor. «El corazón humano tiene un coeficiente de dilatación enorme. Cuando ama, se ensancha en un crescendo de cariño que supera todas las barreras. Si amas al Señor, no habrá criatura que no encuentre sitio en tu corazón»[30].
Formas cotidianas del perdón
La unidad de una familia no se identifica con la mera cohabitación de sus miembros, como la paz no es la simple ausencia de guerra. En un hogar, una empresa, podría no haber grandes conflictos, y a la vez existir muros sutiles con los que unos se protegen de otros. Son muros que se levantan a veces casi sin darnos cuenta, porque la convivencia cotidiana trae consigo, casi inevitablemente, tensiones o enfados: «Hay roces, diferencias... Pero esto son cosas corrientes, que hasta cierto punto contribuyen incluso a dar su sal a nuestros días. Son insignificancias, que el tiempo supera siempre»[31]. El tiempo acaba mostrando -siempre que no dejemos que la soberbia las hinche- que algunas cosas a las que en su momento dábamos mucha importancia en realidad no la tenían. Por eso, especialmente en la vida familiar, es importante estar atentos para evitar que se alcen, ni siquiera un poco, esos muros a veces casi imperceptibles que nos distancian a unos de otros. Si, en lugar de pasar por alto las cosas que nos resultan molestas, alimentáramos resentimientos, lo que en sí es “normal” e inofensivo nos podría entumecer poco a poco el corazón, de modo que nuestro trato con los demás, y así el ambiente de la casa, se fuera enrareciendo.
La misericordia nos hace salir del círculo vicioso del resentimiento, que lleva a atesorar una lista de agravios, en la que el yo siempre sale enaltecido a costa de las deficiencias de los demás, reales o imaginarias El Amor de Dios nos empuja, en cambio, a buscarle en nuestro corazón, para encontrar allí nuestro desahogo. «¿Por dónde comenzar para disculpar las pequeñas o grandes ofensas que sufrimos cada día? Ante todo por la oración (…). Se comienza por el propio corazón: podemos afrontar con la oración el resentimiento que experimentamos, encomendando a quien nos ha hecho el mal a la misericordia de Dios: “Señor, te pido por él, te pido por ella”. Después se descubre que esta lucha interior para perdonar purifica del mal y que la oración y el amor nos liberan de las cadenas interiores del rencor. ¡Es tan feo vivir en el rencor! Cada día tenemos la ocasión de entrenarnos para perdonar, para vivir este gesto tan alto que acerca el hombre a Dios»[32]. San Josemaría, por ejemplo, solía rezar en los mementos de la Misa también por aquellos que le habían procurado algún mal[33].
Un corazón misericordioso es un corazón ágil, que logra encajar «con deportividad», sin dramatismos, los episodios menos agradables del día[34]. A veces nos puede costar perdonar, porque se acumula en nosotros el cansancio, la desazón, la tensión. Pero es bueno que -con la ayuda de Dios, que no falta- aspiremos a perdonar sobre la marcha, e incluso a perdonar por anticipado, con magnanimidad: sin llevar la cuenta. Si, por así decirlo, damos margen a los demás -margen para equivocarse, para ser inoportunos, para estar nerviosos-, no les tendremos que perdonar como quien hace una concesión: les perdonaremos sin darnos importancia, con una caridad que «todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta»[35]. Sin duda, podrá costarnos digerir el desencuentro; y en su momento quizá convendrá hacer un comentario delicado a esa persona, que la ayude a mejorar; pero, en cualquier caso, podemos perdonar enseguida, aunque duela. Muchas veces ni siquiera habrá que explicitarlo con palabras, para no detenernos más en el episodio, y bastará nuestra cercanía y una punta de humor para quitar dramatismo a las cosas Cuando superamos la tentación de devolver mal por mal, o frialdad por frialdad, el Señor nos llena el alma; podemos decir entonces con el salmista: «misericordia tua super vitas, tu misericordia vale más que la vida»[36]; y con san Josemaría, que sabía que era el Señor quien le ensanchaba el corazón: «no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer»[37].
Carlos Ayxelá
Fotos: Santi González-Barros
[1] Francisco, Bula Misericordiae vultus, 11-IV-2015, n. 3.
[2] Ibidem
[3] Ibidem, n. 10.
[4] Ef 3, 18.
[5] Cfr. Lc 15, 28-32.
[6] Cfr. Lc 18, 10-14.
[7] Cfr. Mt 18, 23-35.
[8] Ap 2, 2-4.
[9] San Josemaría, Surco, n. 739.
[10] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 18.
[11] Francisco, Homilía en Santa Marta, 25-II-2016.
[12] San Juan Pablo II, Discurso, 6-IV-1995.
[13] Lc 15, 7.
[14] Benedicto XVI, Homilía, 18-IV-2010. Cfr. Santo Tomás de Aquino, Super Psalmos, 24 n. 6: «En Dios se reconoce la bondad, es decir, la comunicación de bienes a las criaturas, pues el bien es difusivo de sí mismo. La misericordia, a su vez, se refiere a una especial efusión de bondad para remover la miseria».
[15] Rm 12, 8.
[16] Cfr. Jn 17, 21.
[17] San Josemaría, Camino, n. 657.
[18] Surco, n. 58.
[19] San Josemaría, Forja, n. 591.
[20] Surco, n. 659.
[21] Ibidem.
[22] Francisco, Discurso, 6-VII-2013.
[23] Cfr., por ejemplo, Surco, n. 821; Forja, n. 148; Amigos de Dios, nn. 125, 229; Es Cristo que pasa, n. 36.
[24] Es Cristo que pasa, n. 167.
[25] Cfr. Amigos de Dios, n. 225.
[26] Francisco, Mensaje, 6-XII-2013.
[27] Francisco, Discurso, 9-XI-2013.
[28] San Josemaría, Carta 29-IX-1957, n. 35 (citado en E. Burkhart – J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, Rialp, Madrid 2011, vol. II, pp. 331-332).
[29] Ibidem.
[30] Via Crucis, VIII, n. 5.
[31] San Josemaría, Conversaciones, n. 101.
[32] Francisco, Angelus, 26-XII-2015.
[33] Cfr. Javier Echevarría, Vivir la Santa Misa, Rialp, Madrid 2010, pp. 106, 151.
[34] Cfr. Conversaciones, n. 91.
[35] 1 Cor 13, 7.
[36] Sal 63, 4.
[37] Surco, n. 804.