Camino al centenario (1): Vocación, misión y carisma

En este tiempo de preparación al centenario, que hemos iniciado con las asambleas regionales, el Prelado nos invita a realizar una reflexión sobre la identidad, la historia y la misión del Opus Dei. La serie tiene como fin profundizar en el carisma a través de uno de sus aspectos esenciales: la santificación del trabajo. Este primer artículo explora la especificidad de la Obra dentro de la Iglesia y desarrolla el concepto de vocación y misión en el contexto de la vida ordinaria.

Resumen del artículo

Se introducen los conceptos de vocación y misión, para que se pueda reflexionar sobre los planes de Dios para cada uno. Se introduce la vocación de san Josemaría y la misión de la Obra subrayando su marco teológico-eclesial. Se conduce el lector a reconocer que la predicación de san Josemaría habla de vocación y de misión en el contexto del trabajo y de la vida ordinaria, para sacarle luego consecuencias. 

Se busca luego, paulatinamente, precisar el objeto de la misión de esta nueva fundación que es la Obra, preguntándose para qué el Señor la ha querido e inspirado, alegando sobre todo textos de san Josemaría. 

Se intenta enfocar la especificidad de la Obra dentro de la misión universal de la Iglesia de Jesucristo. Se reconoce que dentro del núcleo central de la misión de la nueva fundación se encuentra una precisa visión del trabajo como realidad santificable y santificadora. 

Se van abriendo hilos, que luego se desarrollarán en los capítulos siguientes, para mostrar que muchos rasgos del espíritu de la Obra que conocemos y vivimos brotan de esta centralidad, humana y divina, del trabajo. 

Se deja que el lector pueda deducir que la vocación a la Obra necesita una clara llamada a trabajar, y a querer trabajar en Cristo. 

Para terminar, se menciona que la misión precede a la institución y que, en principio, la misión del Opus Dei podría ser compatible con distintas formas institucionales, siempre que le permitan cumplir la misión específica recibida de Dios.


I. Vocación, misión y carisma

En el principio era el Verbo. Todo fue hecho en el Verbo y por medio del Verbo. Dios llama a ser todo lo que existe.

La vida fecunda de Dios es vida de relación interpersonal. Las procesiones divinas –generación y espiración– tienen como fin el ser personal: el Padre engendra al Hijo, el Padre y el Hijo espiran el Espíritu Santo. Cuando Dios crea, obra según la misma lógica: él quiere seres personales delante de sí, según la ejemplaridad del Hijo y por amor. Si Dios llama a la existencia a todo el universo, es porque quiere seres personales que participen de su vida: seres libres que puedan conocerle y amarle.

Así, en cierto sentido, el mundo entero es el efecto de una vocación. Cada uno de nosotros ha sido llamado personalmente a la existencia: con su propio rostro, con su propia voz, con el color de sus ojos. Cada uno con su propio yo ante el tú divino. Por eso Dios quiso el mundo y lo creó: porque pensaba en cada uno de nosotros.

Vocación: del temor a la alegría

La palabra vocación es una palabra familiar, paterna. Palabra no lejana sino cercana, palabra dirigida a todos. Palabra que revela, llama, invita. De hecho, toda la historia de la salvación se presenta como una continua historia de vocaciones, de incesantes llamadas que Dios dirige en el espacio y en el tiempo a hombres y mujeres de distintos lugares y en diferentes épocas históricas: a gobernantes y a personas comunes, a ciudades enteras, a pueblos y descendencias.

La predicación de san Josemaría nos acerca a la palabra vocación, mostrándonos su grandeza y universalidad. El fundador del Opus Dei contribuyó a que se hablara de vocación en unos años, antes del Concilio Vaticano II, en los cuales se entendía quizá de modo restrictivo. De este modo, lo que hacía era recuperar las enseñanzas de muchos santos, volviendo a hablar con claridad de vocación como algo común a todos los seres humanos.

Encontrarse con el término vocación en los puntos de Camino y en las homilías de san Josemaría podía causar al principio una cierta sorpresa, mezclada quizá con temor. Sin embargo, inmediatamente después suscitaba alegría comprobar que el contexto en el que hablaba de ella era la vida ordinaria: el estudio y el trabajo, la amistad y la familia, las pasiones culturales y todas las profesiones… Así entendida, la vocación confería luz e importancia a lo que a simple vista no parecía poseerla. Gracias a este mensaje de san Josemaría, la palabra vocación se convirtió para muchos hombres y mujeres en una palabra familiar, paternal, accesible.

«La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía» (Es Cristo que pasa, n. 45).

Nadie está excluido

A muchas personas que escuchaban la predicación de san Josemaría les sorprendía y apasionaba su insistencia en que no siempre es necesario cambiar la propia posición en el mundo, ni el trabajo, ni las circunstancias ordinarias y familiares, para responder a la llamada de Dios. Esta llamada resuena justo ahí, en los contextos ordinarios de un hombre o una mujer contemporáneos. Llega, tal vez inesperadamente, quizá mientras tienes tus herramientas de trabajo en las manos.

El modo en que san Josemaría hablaba de la vocación se basaba en un profundo marco bíblico y especificaba el valor concreto-particular de un concepto teológico general: Dios llama a todo ser humano a conocerle y amarle. Todos recibimos una vocación a identificarnos con su Hijo y a participar de su mismo Espíritu. Existimos por y para eso; todos, nadie excluido: sanos y enfermos, ricos o pobres, trabajadores e intelectuales, dotados de muchos talentos o de pocos para determinadas actividades.

La vocación a conocer y amar a nuestro Creador, a parecernos a su Hijo hecho hombre, porque hemos sido creados en Cristo, tiene un nombre: es la vocación a la santidad, es decir, a participar en la vida de Dios, aquel que es el único santo. Todo ser humano la recibe, tanto si ya forma parte del pueblo de Dios, de la Iglesia, como si está solo ordenado a ser parte de ella, aunque todavía no la conozca. Dios llama a todos, sin excluir a nadie, a participar en su vida. Cristo Jesús derramó su sangre, murió en la cruz y resucitó para que nuestra filiación divina, oscurecida y casi perdida por el pecado, pudiera ser recuperada y restablecida en él.

Si Dios llama, sin embargo, es siempre en orden a una misión, para encomendar una tarea. Así lo vemos claramente ilustrado en la historia de la salvación. Dios dirige su palabra a cada ser humano: vete, haz esto; obra según te enseñaré; sal de esta tierra; habla en mi nombre; ve al lugar que yo te mostraré... Casi parece decir: «¡Yo te he creado para esto!». En realidad, se podría decir que todas esas misiones específicas son concreciones de la misión original que el Creador confía a la humanidad en el Génesis: «Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo guardara» (Gn 2,15).

A la vocación universal a la santidad corresponde una misión igualmente universal: la de conformarse a la imagen del Hijo, para amar con amor fraterno y filial, y rechazar las obras del pecado. Conformarse al Hijo es participar de su misión, es decir, reordenar el mundo desordenado por los pecados de los hombres y reconducirlo al Padre en el Espíritu Santo. Asimismo, tal misión implica una historia. Si la vocación interpela y exige una respuesta puntual, el cumplimiento de una misión se realiza más bien de forma histórica: llegando a ser lo que estamos llamados a ser, y transformando el mundo para que este llegue a ser lo que Dios ha querido que sea, desde siempre.

Una misión específica en la Iglesia

Dios mismo, al crear el mundo, abre la historia a la posibilidad de acoger misiones. Es la misión del Verbo, enviado por el Padre al mundo para asumir la naturaleza humana, llevar a término la creación y redimir al hombre del pecado, devolviéndole la plena dignidad de hijo en el Hijo. Es la misión del Espíritu Santo, enviado al mundo y a la historia por el Padre y el Hijo, para que configure a los creyentes con el Hijo y los reúna en el Cuerpo de Cristo. La Iglesia de Jesucristo nace de estas dos misiones y es como su prolongación en la historia (cfr. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, nn. 2-4). Toda la Iglesia es convocada y enviada: es convocada por la predicación del Reino de Dios por parte de Jesús y, tras la resurrección, es enviada a todas las naciones para enseñar el Evangelio a todas las gentes y bautizarlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

La Iglesia existe y vive para esta misión y a esta misma tarea se dirigen las diversas misiones que el Espíritu Santo suscita a lo largo de la historia. Tan diversas y bellas son las flores de la tierra, como diversas y bellas son las misiones que Dios ha confiado a tantos santos y santas, a innumerables comunidades cristianas, a laicos y sacerdotes, a religiosos y religiosas: misiones que han contribuido y siguen contribuyendo a la única missio Ecclesiae.

«El jardín del Señor posee no solo las rosas de los mártires, sino también los lirios de las vírgenes y las hiedras de los esposos y las violetas de las viudas. En una palabra, amados, que en ningún estado de la vida duden los hombres de su vocación: Cristo murió por todos. Con toda verdad se ha escrito de él: “Quiere que todos los hombres se salven y que todos lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4)» (San Agustín, Discurso304, 3, 2).

Conociendo la vida de san Josemaría, y escuchando su predicación, comprendemos que también él recibió de Dios –en la Iglesia y con la Iglesia– una misión específica. Al declarar su santidad y señalarla como ejemplo, el Magisterio ha reconocido la misión recibida por san Josemaría como parte de la misión misma de la Iglesia.

Poco después de comenzar su labor sacerdotal, san Josemaría quiso dar un nombre a la misión que había recibido de Dios, para que sus hijos e hijas espirituales la continuaran en la historia: Opus Dei, obra de Dios, operatio Dei. Subrayando la iniciativa divina, comenzó a hablar de ella como de una nueva fundación, señalando el 2 de octubre de 1928 como «el día en el que el Señor fundó su Obra» (Apuntes íntimos, n. 306, 2-X-1931).

Por amplia y general que sea una misión inspirada por el Espíritu Santo en la historia de los hombres –y la misión del Opus Dei lo es ciertamente, hasta el punto de que san Josemaría la describió como un mar sin orillas–, cada nueva fundación siempre tendrá una nota distintiva que justifique su para qué.

Buscar esa nota distintiva, la especificidad de una misión o de una nueva fundación, no quiere decir separarla de otras iniciativas inspiradas por el Espíritu Santo, sino conocerla mejor. Por tanto, la especificidad del Opus Dei no puede definirse, por contraste, separándola de lo que otros hacen o no hacen, exaltando diferencias o dividiendo los campos de acción. La especificidad de los que trabajan en la viña del Señor ha de ponerse de relieve no perdiendo nunca de vista la única misión de toda la Iglesia, en una actitud de unidad que busca la comunión.

En toda nueva fundación existe una delicada relación entre especificidad y tradición, entre lo que es o parece nuevo y lo que, en el mensaje cristiano, debe necesariamente seguir siendo lo mismo. Hay tareas que la Iglesia reconoce en su vida y en su tradición como esenciales para la misión que ella ha recibido de Cristo. Por ejemplo: exhortar al pueblo de Dios a la santidad y a la configuración con Jesucristo, enseñar a todos a tener una relación personal y filial con Dios, situar la Eucaristía en el centro de la vida de los fieles, promover la disponibilidad de los sacerdotes para perdonar los pecados, administrar los sacramentos de modo que sean recibidos con fruto, recordar a todos los bautizados que son apóstoles en un mundo por re-evangelizar, difundir las enseñanzas de los pastores, de los concilios y del Romano Pontífice en particular...

¿Cómo entender la fe que san Josemaría experimentó hace un siglo al dar inicio al Opus Dei, y cómo comprendió él la novedad que el Opus Dei implicaba?

Con este fin queremos releer y profundizar, en estos años previos al Centenario de la fundación del Opus Dei (1928-2028), algunos elementos de especificidad que caracterizan su misión, y examinar una vez más los carismas que Dios ha concedido y concede continuamente a sus miembros para que esta misión se cumpla.

“Ordenar el mundo a Dios mediante el trabajo”

Muchos textos de san Josemaría hablan de los fines de la nueva fundación. Son fines aparentemente generales, porque contribuyen, como debe ser, al bien general de la Iglesia, a la santificación de las almas, a la transformación cristiana del mundo. Y, sin embargo, son fines que apuntan hacia una misión específica, peculiar, que ilumina toda la existencia de quienes reciben esta llamada divina. Una misión que podríamos expresar, por ejemplo, con estas palabras: «Ordenar el mundo a Dios mediante el trabajo»; o bien: «Transformar las realidades terrenas poniendo en su cumbre la cruz de Jesús para que, purificadas del pecado, todas las actividades humanas sean santificadas desde dentro y tomen la forma de Cristo». En esta misión, precisa san Josemaría, los miembros de la Obra «se santificarán a sí mismos, santificarán a los demás y santificarán al mundo mismo». Sacerdotes y laicos contribuyen a esta misión, pero con una articulación precisa: los primeros deben servir sobre todo a los segundos, porque esta misión toca de manera directa e inmediata a los fieles laicos (cfr. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, nn. 31, 36).

«Este es el secreto de la santidad que vengo predicando desde hace tantos años: Dios nos ha llamado a todos para que le imitemos; y a vosotros y a mí para que, viviendo en medio del mundo –¡siendo personas de la calle!–, sepamos colocar a Cristo Señor Nuestro en la cumbre de todas las actividades humanas honestas. Ahora comprenderéis todavía mejor que si alguno de vosotros no amara el trabajo, ¡el que le corresponde!, si no se sintiera auténticamente comprometido en una de las nobles ocupaciones terrenas para santificarla, si careciera de una vocación profesional, no llegaría jamás a calar en la entraña sobrenatural de la doctrina que expone este sacerdote, precisamente porque le faltaría una condición indispensable: la de ser un trabajador» (Amigos de Dios, n. 58).

La invocación que las Preces del Opus Dei reservan a la oración de intercesión Ad sanctum Josephmariam, conditorem nostrum, debiendo resumir en pocas líneas la esencia de su mensaje, otorga un papel central a la santificación del trabajo, precisando su dimensión apostólica y misionera: Intercede pro filiis tuis, ut fideles spirítui Operis Dei, laborem sanctificemus et animas Christo lucrifacere quaeramus.

En torno al eje del trabajo en Cristo parecen girar realmente todos los demás aspectos de la perspectiva cristiana que san Josemaría vio iluminados en la nueva fundación que Dios le pidió: la posibilidad de encontrar a Dios y de buscar la santidad en la vida ordinaria; la extensión universal de la llamada a la santidad; la imitación de la vida oculta de Jesús y de la sagrada familia de Nazaret; la devoción muy especial a la figura de san José –el artesano, el trabajador–,hasta el punto de establecer que los miembros de la Obra renovaran en su fiesta su dedicación al Opus Dei; la filiación divina como participación en la misión del Hijo de reconciliar todas las cosas con el Padre por medio del Espíritu; el apostolado de amistad y confianza que los miembros de esta institución están llamados a ejercer con colegas de trabajo y en sus relaciones sociales; la perdurabilidad del Opus Dei, mientras haya hombres que trabajen sobre la tierra... Todos estos aspectos son reverberaciones de una luz fundacional cuyo punto focal es una nueva comprensión de la dimensión divina del trabajo humano.

¿Es la especificidad de su misión, tal como se ha esbozado más arriba, el carisma del Opus Dei? ¿Cuál es la relación entre vocación, misión y carisma? En la Sagrada Escritura y en la historia de la Iglesia, el término carisma tiene un significado muy amplio. Sin embargo, principalmente se refiere al «don concedido por Dios en orden a una misión». En este sentido, el dinamismo vocación-misiónprecede a la noción de carisma. La Palabra de Dios llama para confiar una misión; luego, Dios otorga los carismas y dones necesarios para llevarla a cabo. A veces, en el lenguaje común, utilizamos la palabra carisma para referirnos también a la gratuidad de una misión o de una determinada espiritualidad, para indicar que se trata de un don del Espíritu, de una iniciativa divina: es Dios quien suscita, llama, otorga su gracia, asiste, guía, buscando paternalmente la correspondencia de la persona humana.

«Cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra a favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos... y les comunica las gracias convenientes. Esa convicción sobrenatural de la divinidad de la empresa acabará por darnos un entusiasmo y amor tan intenso por la Obra, que os sentiréis dichosísimos sacrificándoos para que se realice» (Instrucción, 19-III-1934, nn. 48-49).

Dios concede a los hombres la gracia y los carismas del Espíritu para cumplir la misión a la que todos hemos sido llamados: ser santos e identificarnos con Cristo. A quienes llama a una misión particular, a una finalidad pastoral concreta en la Iglesia, Dios concede dones y carismas apropiados para llevarla a cabo. Para reconocer el carisma específico de una nueva fundación, y por tanto también del Opus Dei, es necesario reflexionar sobre su misión, tal como la fue delineando su fundador.

No hay que olvidar, asimismo, que la misión del Opus Dei precede a su institución. En principio, esta misión es compatible con distintas formas institucionales canónicas, presentes o futuras, siempre que permitan poner en práctica lo que Dios pidió a su fundador: buscar la santidad y la plenitud de la filiación divina en medio del mundo, mediante el ejercicio del trabajo ordinario, ordenando a Dios todas las actividades humanas, transformándolas para darles laforma Christi.

Por último, comprender y profundizar en la misión del Opus Dei es una tarea en cierto modo inagotable, simplemente por tratarse de un hecho auténticamente teológico que tiene a Dios como autor. Es una misión abierta sobre la historia y alentada por el Espíritu Santo creador, y por lo tanto capaz de informar épocas y situaciones diversas: se trata de un carisma que, a lo largo de la historia, será encarnado por multitud de personas en situaciones muy variadas. La dimensión pneumatológica de una misión hace que el modo de ser y de vivir de quienes la encarnan pueda definirse como un espíritumás que como letra. Por eso el Opus Dei tiene un espíritu, el espíritu de la Obra.

Profundizar en el sentido de esta misión y de este espíritu, así como san Josemaría lo vio en su meditación personal y lo transmitió en su predicación, será el objeto del próximo artículo.


Esta serie está coordinada por el prof. Giuseppe Tanzella-Nitti. Cuenta con otros colaboradores, algunos de los cuales son profesores y profesoras de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma).