Al otro lado de los Pirineos: Francia

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

En la vitrina de una habitación de la Sede Central del Opus Dei en Roma, entre regalos y viejos recuerdos de familia, aparece una vulgar taza desportillada con un roto grande, triangular, en su borde. Tampoco tiene asa. Fue el Padre quien decidió colocarla en este lugar preferente. La vio, por primera vez, una mañana del verano de 1956 en París. Un grupo de miembros de la Obra llevaba adelante los comienzos del Opus Dei en Francia, y el Fundador recaló unos días entre sus hijos. Acababa de celebrarles la Santa Misa. No tuvieron problemas para preparar el desayuno porque las necesidades de Monseñor Escrivá de Balaguer se cubrían con un poco de café con leche, sin azúcar, y pan. El problema surgió con la vajilla: era muy pobre y una de las tazas estaba deteriorada. Fue necesario utilizarla cubriendo hábilmente los desperfectos con la servilleta. Pero coincidió que el Padre fue a sentarse precisamente ante ella. Y le regocijó beber su café con leche en aquel cacharro; le hizo feliz participar de la pobreza de aquellos hijos suyos. Después del refrigerio les ayudó a lavar los utensilios como en los tiempos de Residencia en la calle Ferraz de Madrid, y quiso llevarse a Roma aquella taza rota, como recuerdo y testimonio.

Un día llegó a Villa Tevere un Cardenal italiano. Al entrar en el salón en que había sido instalada la vitrina se fijó, sorprendido, en aquella pieza de vajilla. Y suponiendo que estaría allí a causa de un valor material poco evidente, preguntó:

-«Pero ¿cómo?... ¡Es de ónix! ¡Qué pieza tan hermosa!»

El Fundador le respondió:

-«Usted cree que es de ónix, y es de cielo, porque es una manifestación maravillosa de la pobreza que vivimos en el Opus Dei con mucha alegría, con mucho amor(34)»

El primero de la Obra que pasa los Pirineos para establecerse en Francia es Fernando Maycas (35). El 18 de octubre de 1947 toma el tren con dirección a Irún. Allí se hace cargo de los documentos necesarios y cruza a pie el puente internacional, ya que la frontera está cerrada. Cae una lluvia persistente mientras atraviesa los limites entre ambos países.

Al llegar a Hendaya toma el tren de París. Durante un mes vivirá en el Colegio de España, casi enteramente ocupado por refugiados. Pero un día llega el telegrama: Alvaro Calleja(36) y Julián Urbistondo(37) vienen de camino. La estación de Austerliz presencia el abrazo de los tres.

Durante dos años estudiarán Historia y Filosofia en la Sorbona, establecerán contacto con amigos y conocerán, intensamente, el modo de ser de la «ciudad luz».

El Padre les ha recordado la gran influencia que Francia ejerce en el mundo a través de su cultura. Y el lugar preeminente que ocupa en la historia de los pueblos y de la Iglesia. Desde el punto de vista religioso, una mayoría de la población tiene una educación familiar católica, pero la enseñanza oficial es laica.

Las cualidades de los galos son un buen terreno de promisión para el Opus Dei. Difícil siembra, pero gran cosecha de vocaciones en el correr de unos cuantos años. El amor a la libertad que proclama apasionadamente todo francés, es puerta abierta a un espíritu que se declara ajeno a cualquier humana coacción, aceptación implícita de un talante evangélico universal que respeta a creyentes y no creyentes: a gentes de toda condición.

Los cien mil estudiantes de París cruzarán, como una promesa, ante los ojos de estos primeros miembros de la Obra que residen en París. El final de la Segunda Guerra Mundial ha removido los cimientos de ideologías y convicciones; ha tratado de sepultar normas y consagrar nuevos conceptos de la existencia humana. París hierve en torno a las corrientes de pensamiento. La rotura moral de la última contienda pone su impronta sobre los intelectuales.

Es un buen momento para llegar con una levadura de esperanza. Tiempo difícil y adecuado para compartir inquietudes, conversaciones, intereses, en las tardes del Boulevard Saint Michel, en la margen izquierda del Sena, en las aulas de La Sorbona; de repetir, junto al empaque de medallones y estatuas, palabras eternas que no pueden erosionarse en la desesperanza.

«¡Esperanzados! Ese es el prodigio del alma contemplativa. Vivimos de Fe, y de Esperanza, y de Amor; y la Esperanza nos vuelve poderosos. ¿Recordáis a San Juan?: a vosotros escribo, jóvenes, porque sois valientes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y vencisteis al maligno (I Juan II, 14). Dios nos urge, para la juventud eterna de la Iglesia y de la humanidad entera. ¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!»(38).

Es tiempo, además, de admirar esta maravillosa ciudad en el regusto de los Campos Elíseos, en cualquier amanecer sobre el Arco de Triunfo. Aquí donde Francia ha colocado el monumento al «soldado desconocido», saben que nunca el anonimato arropa sus actividades, ilusiones y trabajos. Porque a unos pocos kilómetros de distancia, el Fundador y la Obra entera inundan con su desvelo los nombres de aquellos que han partido por la ancha geografía del mundo.

El Padre les escribe con frecuencia. El 22 de enero de 1948 llega la primera carta, que lleva fecha del día 19. Les anima con su buen humor:

«Muy queridos parisinos: vuestras cartas no llegan-si es que las enviáis- o llegan con un retraso inexplicable, a pesar de enviarlas por avión. A mí sólo se me ocurre decir: oh, la liberté.

Aquí toda esta familia trabaja de veras y desea que arraiguéis vosotros, como ellos están de firme arraigando.

Supongo que tendréis optimismo y buen humor -¡gracia de Dios y buen humor!-, para resolver con garbo y con alegría las peguitas que se presenten (...).

¿Estudiáis? ¿Mucho? ¿Cómo marcha ese acento parisién, en vuestro francés? ¿Vais teniendo buenos amigos?

Cuando lo necesitéis, escribid a casa, a Diego de León, para que os vayan a ver vuestros hermanos».

Y en otra del 16 de febrero de 1949:

«Que Jesús me guarde a esos hijos. Con muchas ganas de veros, y de veros ahí. Que estéis contentos: roturar es cosa muy recia (...). Tengo planes estupendos: un poco de paciencia. Os quiere, os abraza, os bendice vuestro Padre». Y el 30 de mayo de 1949, desde Roma:

«Queridísimos: mucho esperamos de Francia, concretamente de París. Es buena cosa esperar, si además vosotros metéis la reja del arado».

El Padre se refiere a la necesidad de integrarse plenamente en la vida -el idioma- y el trabajo de cada país. Y empezar a roturar ese terreno con el espíritu de la Obra. Arar esa parcela del mundo que Dios ha destinado a cada uno.

Hasta el 2 de febrero de 1953 no se abrirá el primer Centro de la Obra en Francia, en la Rue du Doctor Blanche, próxima al Bois de Boulogne. Seis meses más tarde habrán de trasladarse a otro de menor alquiler, en el número 11 de la Rue de Bourgogne, cedido por un periodista de «Le Monde». Precisamente el 2 de octubre tendrá lugar el traslado, con la ayuda del coche de un amigo francés.

El nuevo piso está próximo al Barrio Latino, donde se concentran la mayoría de los estudiantes. Desde aquí le envían al Padre noticias frecuentes estos chicos que estudian con todas sus fuerzas y rezan por las calles y plazas de París, mezclados con ocho millones de personas. Uno de ellos escribe a Roma:

«Cada vez que pienso, Padre, en el camino por el que voy andando, me vuelvo loco de alegría y de agradecimiento. No hay nada comparable a esto que nosotros estamos viviendo y que tantos y tantos ni advierten. Por eso me da pena esta gente que no se da cuenta de cuánto vale lo que les venimos a traer. ¡Si lo supieran! Padre, empújeme con su oración para que vaya más aprisa. No tenemos más remedio que ir a la misma velocidad que los acontecimientos»(39).

El primer viaje del Fundador a Francia tiene lugar el 24 de octubre de 1953. Es una visita rapidísima a sus hijos de la Rue de Bourgogne. Llega a las once de la mañana y pasa el día entero con ellos, pero hacia las siete, al caer el sol, tiene que proseguir su ruta. Sin embargo, este abrazo y esta bendición sobre cada uno, en tierras francesas, ha sido un espoletazo de esperanza.

A partir de esta fecha, sus repetidos viajes a Europa hacen de París casi un punto obligado de trasbordo. Así, en noviembre de 1955, cuando ya se han trasladado a un piso en el Boulevard Saint Germain. En junio de 1956, cuando comparte tres días las actividades, preocupaciones y proyectos de sus hijos en la capital de Francia. En mayo y en noviembre de 1957, cuando ya hay diecisiete personas viviendo en el Centro del Boulevard. Entre ellos, don José María Hernández de Garnica, que ha ido a ayudarles y a colaborar en el desarrollo de la labor apostólica en Francia; y Fernando Delapuente, que empieza a perfilar lo que ha de ser su definitivo estilo de pintura en las luces casi mágicas de París. Aquí tendrá ocasión de montar dos exposiciones.

Hay como un milagro que Dios se apresura a llevar a cabo en el país galo: con nueve años de anticipación, ha traído a la Obra la primera vocación francesa de la Sección de mujeres. El acontecimiento tiene la naturalidad y sencillez del apostolado del Opus Dei. La familia Bardinet, que vive en la ciudad de Burdeos, tiene una antigua amistad con los Bandeira, españoles, oriundos de Vigo. Los intereses comerciales mediaron en el comienzo de esta relación, ya que ambos son industriales y exportadores de los vinos de su respectivo país. Pero, en la actualidad, su confianza ha rebasado los límites de cualquier interés material. En el verano de 1949, Lourdes Bandeira Vázquez se desplaza a Burdeos para convivir unos meses con sus amigos franceses. Se trata de aprender el idioma y conocer Francia. Lourdes ha pedido la admisión en el Opus Dei hace apenas un mes. En Burdeos, comparte su tiempo con Catherine y Michelle Bardinet. Esta familia ha educado a sus hijos en la religión católica, pero su vida no transcurre por los cauces de una piedad intensa. Son muy jóvenes, y las posibilidades que les brinda el ambiente imponen un ritmo trepidante a su existencia cotidiana. Allí, a orillas del Garona y frente al gran estuario que se abre al Atlántico, Lourdes hablará a Catherine de una tercera dimensión en la alegría cotidiana, de la presencia de Dios en los minutos de la jornada para llenar su juventud. Se entienden en un francés muy elemental, pero suficiente para que Lourdes pueda leer unos puntos de «Camino». Catherine se queda con el libro y una noche, con ayuda de un diccionario, trata de desentrañar el sentido y la proyección de aquellas frases.

«Que tu vida no sea una vida estéril. -Sé útil. -Deja poso. -Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.

Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. -Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón» (40).

«Vivid una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo»(41).

Y Catherine empieza a vivir, muy pronto, la alegría y la exigencia de esta llamada. Lourdes le habla de la expansión de la Obra, que ha comenzado ya; de las vocaciones que han de llegar de Francia, de Inglaterra, del mundo entero.

El 15 de agosto de 1949, Catherine Bardinet escribe al Padre solicitando su admisión en el Opus Dei.

La familia Bardinet regalará al Fundador una imagen de la Virgen para que presida las tareas de la Obra en tierras francesas. Los padres de Catherine, tras recorrer muchas tiendas de antigüedades, han decidido encargarla directamente a un escultor. La talla quedará preciosa. De rasgos delicados, sostiene en una mano el cetro rematado por una flor de lis. Su atención de madre se centra en Jesús, y apoya levemente, con intimidad, la cabeza en Dios hecho Niño. La madera adquiere pátina en una de las grandes bodegas de Burdeos, junto a los vinos que encuentran en el tiempo su mejor color y sabor. El Padre ve esta imagen por primera vez en Los Rosales , la casa de Villaviciosa de Odón, y le gusta mucho.

En 1957, un grupo de la Sección de mujeres prepara su viaje a París. El Fundador les descubre el horizonte que espera a la Obra en el país galo:

«Francia puede y debe hacer un gran papel en el mundo, para defender la doctrina de Jesucristo. La labor en Francia interesa en muchos sentidos, para bien de todas las almas»(42).

Poco antes de salir de Roma por la estación Termini, el Fundador escribirá, en latín, en la primera página de un cuaderno, a las que se marchan a Francia:

«Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amen. Amen».

Una aceptación directa, total, de los acontecimientos que el Cielo tiene reservados ya, sin duda, para sus hijas en el país vecino.

En junio de 1958, precedida por la oración a Sancta María Regina Galliae y por la bendición del Padre, este grupo pondrá en marcha la Residencia Rouvray.

El Fundador conocerá a los primeros que han llegado a la Obra en Francia, en mayo de 1959. Alguno describirá así esta visita:

«No me imaginaba que el Padre fuera tan rebosante de humanidad, tan alegre y sonriente (...). Casi instantáneamente todos participábamos de esa honda y radiante alegría que desbordaba de su corazón. Y, observé, que al acercarse a cada uno de los allí presentes, a todos les llegaban unas palabras cariñosas, paternales, como si los conociera desde siempre»(43).

El Fundador bromea con ellos y les dice que quiere mucho a los franceses a pesar de la invasión de Napoleón... Y que entre sus ascendientes hay una rama francesa.

Y como un ejemplo de la universalidad del espíritu que Dios le ha dado, les habla de los que ha nombrado Intercesores del Opus Dei, a los que los miembros de la Obra encomiendan algunas necesidades apostólicas concretas: Tomás Moro, un inglés; el Cura de Ars, un francés; San Pío X, un italiano...

El ambiente es de confianza y cariño. En un momento de la conversación, les dice:

«Os quiero piadosos, alegres, optimistas, trabajadores y pillos (...). ¿Cómo se dice pillo en francés?»(44).

La Residencia femenina de Rouvray, en el barrio de Neuilly, también será punto de referencia del Padre en éste y sucesivos viajes.

El Centro de encuentros de Couvrelles, cerca de Soissons, a unos 100 kilómetros de París, se pondrá en marcha como Casa de Retiros y Convivencias en 1966. Tres años antes, se lo han enseñado al Fundador, desde el coche. Tienen la duda de la gran envergadura del edificio que les desborda, entonces, todas las previsiones. El Padre mira la casa y les tranquiliza. Porque aún le parece pequeña para las tareas que se avecinan.

Su visión del futuro es certera. En un breve plazo de tiempo, Couvrelles , preparado para alojar a cincuenta personas, tiene que multiplicar sus posibilidades y dar cabida a más de cien.

La última vez que el Padre abrace a sus hijos franceses será en 1972. Es octubre, y el otoño amarillea los alrededores del Santuario de Lourdes. El Fundador atraviesa la explanada para visitar a la Señora en la Gruta. Cuando alcanza a ver la imagen, se arrodilla. Aquí, en este lugar bendecido por tanto dolor y tanta Gracia, el Padre -lo dice él- no pide nada. Sencillamente, pone en manos de la Regina Galliae esta batalla de amor y de paz que deben sembrar sus hijos en el suelo de Francia.