Uno de los párrafos del Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos sobre las virtudes heroicas de Josemaría Escrivá de Balaguer, comienza con estas palabras: "Amó ardientemente a la Santísima Eucaristía, y consideró siempre el Sacrificio de la Misa centro y raíz de la vida cristiana". En infinidad de lugares, afirmó que de cada cristiano debe poder decirse que no es alter Christus, otro Cristo, sino ipse Christus, el mismo Cristo. Con mayor motivo es ipse Christus el sacerdote, cuando oficia esa acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona de Cristo, y en nombre de Cristo (Es Cristo que pasa, 86). Vd. ha visto de cerca, desde 1953, cómo se preparaba el Fundador del Opus Dei para celebrar la Misa, cómo la decía, cómo daba gracias y cómo se prolongaba durante el día.
Exponer cómo celebraba la Misa, rezaba la Liturgia de las Horas, o administraba los Sacramentos, requeriría mucho tiempo, porque era la expresión más clara de su trato inmediato, intenso y amorosísimo con el Señor.
Sufría mucho cuando una enfermedad le impedía celebrar; y sólo el ofrecimiento de esa pena paliaba un poco la tristeza de no poder renovar el Sacrificio del Calvario. Se dibujaba en su rostro la gran alegría interior que experimentaba cuando el médico le autorizaba a levantarse: aunque se encontrase muy débil, salía al altar con gran recogimiento, con todos sus sentidos y potencias. Muchas veces, exclamaba: tengo ansias de celebrar, tengo ansias de estar con Jesús en el altar, tengo ansias de que el Señor baje a través de mis manos otra vez al altar.
Nunca celebraba sin haber considerado, en la presencia del Señor, la sublimidad y la grandeza del Santo Sacrificio. Hacía antes la meditación, para prepararse con la mayor dignidad posible. Cuando dio la Primera Comunión a algunos de sus sobrinos, organizaron las ceremonias hacia la mitad de la mañana, para que pudiesen asistir los invitados. Como es lógico, saludaba a sus parientes al llegar, pero, después de cambiar unas palabras con ellos, se despedía: me tengo que retirar, porque voy a prepararme para celebrar la Santa Misa. Se marchaba al oratorio, y allí se quedaba recogido en oración, hasta el momento de comenzar.
Muchas veces, me confió lo que repetía mientras daba gracias o se preparaba para la celebración del día siguiente: gracias, Señor, porque me has dejado decir la Misa esta mañana; gracias, Señor, porque mañana podré tenerte nuevamente entre las manos, si me concedes la vida.
Recuerdo que el 9 de febrero de 1973, nos manifestó a Mons. Álvaro del Portillo y a mí: quiero decir la Santa Misa muy bien. Don Álvaro comentó: "¡es muy difícil!". Y el Fundador del Opus Dei agregó: ya lo sé, pero quiero decirla bien porque al Señor le agradan esos deseos.
En otra ocasión, instantes antes de empezar, me rogó: únete a la intención de mi Misa, y pide al Señor que yo celebre la Santa Misa como Él quiere. Pondré en el altar, como hago todos los días, a los enfermos y a los atribulados, aunque muchas veces nos inventemos las tribulaciones. De modo que "buen sastre es el que conoce el paño" y os lo digo yo, porque me veo con las mismas debilidades que podéis tener vosotros.
Antes de considerar otros aspectos, añadiría alguna referencia a la actitud de fondo con que Mons. Escrivá de Balaguer acudía a la Misa. Me ha impresionado siempre lo que escribió en Es Cristo que pasa, 87, para prevenir respuestas empobrecedoras: nuestros corazones, mezquinos, son capaces de vivir rutinariamente la mayor donación de Dios a los hombres.
El 24 de octubre de 1971, cuando nos leía en el Círculo semanal las normas del plan de vida, repitió despacio: ¡Santa Misa! Y, tras una pausa, añadió: ¡nunca es una labor de administrativo, de rutina!
Se tocaba con las manos que cada día era algo muy distinto, independientemente del número de asistentes. Al celebrar el Santo Sacrificio, llevaba al altar a la humanidad, a los Ángeles y Arcángeles, la creación entera, sintiendo la compañía de todas las criaturas, con sus alabanzas y con sus necesidades, que ofrecía a la Trinidad. Ponía de su parte un gran esfuerzo mental y físico, que en ocasiones, por el cansancio del trabajo y las circunstancias de su enfermedad, hacía que terminase verdaderamente agotado. Al mismo tiempo, se reflejaba en su rostro una felicidad inmensa por ese encuentro que había tenido con la Trinidad Beatísima, ya que siempre estuvo radicada en su alma y en su mente la inmediatísima cercanía de las Tres Personas en la renovación del Sacrificio del Calvario.
No había un gesto al que no diera un hondo contenido espiritual, como tampoco pronunciaba una palabra sin fijar su atención, poniendo el amor de que era capaz. Respondía perfectamente a lo que le escuché en 1956:hay que insistir en la piedad de la Misa, para nosotros y para los demás: no podemos, no me podéis, desaprovechar esa fuerza centrípeta, infinita, que recoge los dones de Dios, en este máximo Sacrificio.
De esos detalles en el modo de celebrar la Santa Misa, valdría la pena recoger algunos especialmente significativos.
Sus palabras y sus gestos no eran en ningún momento afectados y, sin embargo, denotaban una piedad que transparentaba su unión con el Señor y su esfuerzo para aprovechar la gracia.
Comenzaba al pie de la grada del altar, santiguándose con pausa, con un trato ya inmediato con las Tres Personas de la Santísima Trinidad. Rezaba el Salmo XLII, el Confiteor y el Misereatur con una contrición profunda. Aprovechaba ese instante para agradecer al Señor que actualizase ese Sacrificio a través de su persona, dándole una energía y una juventud eternas, para luego acometer empresas que superaban las fuerzas humanas. Se notaba además que, en el Confiteor, ponía más énfasis en las palabras ideo precor, para acudir especialmente a la intercesión de Nuestra Señora.
Subía al altar mientras rezaba los dos Oremus en secreto, y besaba el sepulcro de las reliquias. Me confiaba en una ocasión: yo beso apasionadamente el altar. Pienso que allí se renueva el Sacrificio del Calvario; y allí, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se vuelcan con la humanidad... Llenaos de deseos de amor, de reparación y de sacrificio. Él nos ha dado su Amor, y amor con amor se paga. Que no me digan que Dios está lejos: está bien metido dentro de cada uno de nosotros, si no le echamos por el pecado.
Impresionaba mucho el tono con que leía los textos litúrgicos, con la nitidez propia de quien los pronuncia a la vez con la boca y con el corazón. Se metía tanto en estos textos, y concretamente en las lecturas, que -si asistían otras personas- no podía contenerse y, al término del Evangelio, exteriorizaba su sentimiento en una homilía.
Rezaba el Credo, con una fe profunda y sincera. Paladeaba cada palabra. Proclamaba con fuerza las verdades del Símbolo, y concretamente las notas de la Iglesia. Se entusiasmaba con estas afirmaciones, y las convertía en oración de petición que quería extender por la tierra: Una, Santa, Católica y Apostólica.
Preparaba luego, con gestos y miradas de verdadero amor, la hostia y el vino que habrían de transformarse después en el Cuerpo y en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. El gesto de sus manos al tratar las Sagradas Especies, denotaba el afecto que abrigaba su alma y su anhelo de acariciar a ese Dios que se nos entrega. Acariciarle, no solamente con las manos, sino con la vida entera. Y cuando, llegado el Ofertorio, tomaba la Hostia o el Cáliz en las manos, resultaba evidente que colocaba allí a toda la humanidad y muy especialmente a la Iglesia Santa, al Papa, a los Obispos, y a sus hijas y sus hijos. Se advertía entonces la autenticidad de su respuesta a los que le manifestaban sus preocupaciones: mañana, cuando suba al altar, pondré todo lo que me dices en la patena, para que el Señor se lo encuentre cuando baje.
Rezaba el Orate fratres con una entonación que invitaba muy de veras a los asistentes a participar con intensidad. Se giraba hacia el pueblo, en los momentos prescritos por la liturgia, con los ojos entornados para evitar las distracciones.
Se notaba que pedía por la santidad de toda la Iglesia. Muy piadosamente, pronunciaba en el Canon romano el nombre del Papa y del Obispo de la diócesis, mostrando su adhesión a la autoridad de la Jerarquía. Repetidamente nos comentaba que su oración se extendía a todos los Pastores de la Iglesia y a los fieles, empezando por sus hermanos sacerdotes, para que fuesen auténticos mediadores entre Dios y los hombres.
Se detenía en el memento, recogiéndose con una plenitud contagiosa. Ponía ante el Señor lo que llevaba en el alma, con el convencimiento seguro de que le escuchaba, y de que le iba a conceder lo que pedía, de la manera más conveniente. En 1962, nos encarecía: encomendad a la gente en la Santa Misa, y decídselo así porque lo agradecen y porque eso es vida cristiana. No podemos hablar de Dios de una manera hueca y pedante, sin contenido, sino llevando la esencia de Dios a las almas con el enriquecimiento de la Santa Misa, con esa renovación del Amor y del Sacrificio de Cristo, que ha de ser el centro y la raíz de nuestras vidas.
Con la oración del Communicantes, se apoyaba gozosa y confiadamente en la intercesión de la Santísima Virgen María. Recuerdo bien su inclinación de cabeza mientras pronunciaba su nombre. Disfrutaba con la enumeración de los Santos y Mártires que se citan en el Canon romano: manifiestan la continuidad y la unidad de la Iglesia, fortalecida por quienes han sabido dar con su vida testimonio de la entrega salvadora del Señor.
En el Hanc igitur se llenaba de alegría y al mismo tiempo de vergüenza, porque el Señor nos había colocado entre sus elegidos para que le rindiésemos culto aquí en la tierra, y para que eternamente se lo demos en el Cielo: por lo tanto, somos elegidos de Dios.
Muchas personas que asistieron a alguna Misa celebrada por Mons. Escrivá de Balaguer, han relatado la fuerte impresión que sintieron al llegar a la Consagración.
Su fe resplandecía mientras pronunciaba las palabras que actúan la Transubstanciación, sabiendo que en ese momento no es Josemaría quien las dice, sino Cristo. De acuerdo con las rúbricas de entonces, se inclinaba sobre el altar, cogía la Santa Hostia con cariño y respeto, con suavidad y delicadeza, sin afectación ninguna, poniendo todo su amor. En 1956, le escuché este comentario: hoc est enim Corpus meum... Hic est enim Calix Sanguinis mei... ["Porque esto es mi Cuerpo... Porque éste es el Cáliz de mi Sangre..."] No lo digo yo, lo dice Él; yo le presto mi voz, mi persona; pero es Cristo quien consagra, porque no hay más sacerdote que Cristo, Sacerdote Eterno. Como no hay más que una Víctima: por eso me gusta a mí tanto tocar la Forma con mis manos: en ningún sitio está mejor la Víctima que en las manos del sacerdote. Y solía agregar, cuando se refería a este privilegio: yo, que soy un miserable, le presto mi voz, mi voluntad, todo mi ser. Y Él, que es el Amor infinito, que no necesita de nadie, se somete a mi pobre persona.
Pronunciaba las palabras de la Consagración con solemnidad, con encendido amor, con claridad y delicadeza, con una fe que se tocaba. Luego, con el Cuerpo de Nuestro Señor o el Cáliz en sus manos, invocaba interiormente: Dominus meus et Deus meus! ["¡Señor mío y Dios mío!"] Después añadía sin ruido de palabras: Adauge nobis fidem, spem et charitatem! ["¡Auméntanos la fe, la esperanza y la caridad!"] Inmediatamente recitaba en silencio una oración al Amor misericordioso: Padre Santo, por el Corazón Inmaculado de María, os ofrezco a Jesús, Vuestro Hijo muy amado, y me ofrezco a mí mismo, en Él, por Él, y con Él, a todas sus intenciones, y en nombre de todas las criaturas. Pedía después: Señor, danos la pureza y el gaudium cum pace ["la alegría y la paz"] a mí y a todos. Y finalmente, mientras volvía a arrodillarse, repetía: Adoro te devote, latens Deitas ["te adoro devotamente, Dios escondido"]. Eran estas oraciones modos fijos de adorar al Señor, que completaba con otras invocaciones y jaculatorias. Por ejemplo, había épocas en las que le manifestaba: ¡Bienvenido! ¡Gracias por haber venido! No supe hasta 1970, en la Villa de Guadalupe, que dirigía estos requiebros y peticiones al Señor, mientras le adoraba en la Consagración.
Recuerdo con qué pasión nos hablaba de nuestras genuflexiones ante el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor. Refiriéndose a las que se hacían entonces antes y después de la elevación, explicaba con detenimiento la rúbrica sacerdos genuflexus adorat ["el sacerdote adora con una genuflexión"]: ¡que le adoréis, y que no tengáis vergüenza de que el pueblo vea que le adoráis, y que le adoráis con todo vuestro amor!
Algunos señalan también que, a partir de ese momento, se le notaba como más concentrado aún en la celebración de los misterios.
En las palabras del Unde et memores, ponía una entonación muy personal y llena de fervor. Actualizaba su convicción de que todo depende de la gracia, y a nosotros nos toca corresponder. Por eso, me impresionaba el acento de amor y de agradecimiento con que rezaba el de tuis donis ac datis, para ofrecer a la Trinidad la hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam.
En el memento de difuntos, volvía a recogerse con profunda piedad. Como en el de vivos, curvaba un poco la espalda, metiendo la cabeza sobre el pecho, y apoyándola en las manos juntas delante. Solía repetir que rezaba por todas las almas del Purgatorio -¡sus buenas amigas, las ánimas del Purgatorio!-, deteniéndose a pedir en concreto por sus padres y sus parientes, por sus hijas e hijos, por los padres de sus hijas y de sus hijos, por los hijos de sus hijas y de sus hijos. Con la misma devoción y con la misma caridad encomendaba a las almas de personas que habían intentado hacer daño a la Obra: no les guardaba el más mínimo rencor, ni se sintió jamás enemigo de nadie.
Rezó hasta el final de su vida las siguientes jaculatorias al concluir el tiempo en que estaba recogido, durante el memento de difuntos: os ruego, que digáis conmigo: Señor, Madre mía, que se acabe el tiempo de la prueba para la Iglesia. Y, a continuación: ut inimicos Sanctae Ecclesiae humiliare digneris, te rogamus audi nos ["dígnate humillar a los enemigos de tu Santa Iglesia: te rogamos, óyenos"]. Hacía esta petición con todo el sentido litúrgico: porque no deseaba otra humillación que el reconocimiento de su error, que les permitiera acercarse con una participación total a la vida de la Iglesia.
Venía después aquel golpe de pecho -profundo- con el que acompañaba la oración del Nobis quoque peccatoribus, sintiéndose muy pecador. Tomaba luego con muchísima devoción la Hostia y el Cáliz, para repetir piadosamente: Per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri omnipotenti, in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria ["Por Cristo, y con Él, y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria"]. En el Pater noster y en las oraciones preparatorias para la Comunión, invocaba a Nuestro Padre Dios, bien seguro de que le escucharía porque tenía a su Hijo sobre el Altar.
Ponía luego un especial cuidado en la fracción de la Hostia, con auténticas caricias de veneración. Por eso, no me extrañó en absoluto un suceso de sus últimos años: vino a su memoria la primera vez que tuvo al Señor entre sus manos y cómo había temblado entonces físicamente, por su devoción y respeto; al recordarlo, volvió a experimentar un temblor idéntico, y de nuevo imploró que nunca se acostumbrase a tratarle ni a tocarle.
Siempre me ha conmovido la intensidad con que recibía la Comunión. Su compostura traslucía un reconocimiento de su indignidad y de su nada. Dirigía al Señor con frecuencia las palabras que rezaba mientras se preparaba para sumir el Sanguis: Quid retribuam Domino pro omnibus quae retribuit mihi? ["¿qué podré devolver al Señor por todos los dones que me ha concedido?"].
Terminada la Comunión, purificaba atentamente la patena, el corporal y el cáliz, pero sin caer en el escrúpulo de estar mirando y remirando más tiempo del debido. Exhortaba a los sacerdotes a poner los medios para que no se perdiese ninguna partícula; pero, al mismo tiempo, sin dejarse llevar por los escrúpulos, pues si alguna no se encontraba, ¡la recogerán los Ángeles!
Daba la bendición pausadamente, para trasladarse luego a leer el último Evangelio, el inicio del primer capítulo de San Juan. Pedía con fuerza que los hombres recibiesen al Señor y no lo rechazasen. Hacía la genuflexión con pausa y con profundidad, dando ejemplo de adoración a ese Verbo que se encarna y se nos entrega. Imploraba con fe que todos nos comportáramos como hijos de Dios.
Terminaba rezando -como estaba dispuesto, aunque se dejaba a veces a la discreción de los sacerdotes- las tres Avemarías, la Salve, y las oraciones a la Virgen y a San José, y al Arcángel San Miguel. Concluía repitiendo con mucha entonación las tres invocaciones al Corazón Sacratísimo de Jesús, bien convencido de que necesitamos de esa Misericordia del Señor, que da -así lo predicaba- hasta la última gota de su Sangre y hasta el último aliento de su Vida por la salvación de cada uno de nosotros.
Se comprende que la Misa celebrada por Mons. Escrivá de Balaguer durase mucho más tiempo de lo normal.
En los comienzos de la Obra, necesitaba una hora y más. De acuerdo con su director espiritual, se propuso no alargar la celebración, pensando en los asistentes. También con la conformidad del confesor, aunque no fuese muy litúrgico, ponía el reloj sobre el altar, junto a los corporales, para no superar el tiempo previsto. Fue una lucha titánica, que peleó con generosidad, pensando que no podía regatear nada al Señor, pero tampoco dejarse llevar de modos extraordinarios que quizá llamasen la atención a otras personas. Cuando comencé a asistir a su Misa, dedicaba el tiempo prescrito: de veinticinco a treinta minutos.
Al aconsejarnos a los sacerdotes no alargarla, recordaba su lucha personal para cumplir esa norma: su amor a Dios le arrastraba a quedarse más tiempo; en cambio, los monaguillos, durante el memento de difuntos, al ver que se detenía mucho tiempo, le tiraban de la casulla mientras le repetían en voz alta Agnus Dei!, Agnus Dei!, para sacarle del ensimismamiento.
Algunos lectores habrán advertido que buena parte de los comentarios precedentes evocan las rúbricas litúrgicas según el rito de San Pío V, vigente hasta las reformas derivadas del Concilio Vaticano II. ¿Qué sucedió cuando entraron en vigor esos cambios?
Mons. Escrivá de Balaguer aceptó con serenidad y obediencia la reforma, aunque los cambios le exigieron mucho trabajo: no por oposición o crítica a las innovaciones; sino porque la liturgia estaba muy integrada en su piedad, y había obtenido luces para su vida espiritual y su ministerio sacerdotal hasta de gestos que pueden parecer insignificantes en las rúbricas.
Notaba yo el esfuerzo que le suponía el cambio, teniendo en cuenta que llevaba cuarenta años siguiendo el rito anterior. Pero no aceptó excepción alguna, y me rogaba diariamente que no dejase de advertirle lo que hiciera menos bien en las nuevas rúbricas, dispuesto a manifestar su amor a la liturgia, a través del rito renovado.
Sin que hubiese por su parte el menor síntoma de rebeldía, nos comentaba a un grupo de sacerdotes en 1968: obedezco rendidamente en todo lo que han dispuesto para la celebración de la Santa Misa, pero echo de menos tantas rúbricas de piedad y de amor que han quitado: por ejemplo, ya no doy el beso a la patena, en el que ponía tanto amor -toda mi alma- para que Él se lo encontrara. Pero hemos de saber obedecer, viendo la mano de Dios, y tratando al Señor con delicadeza, sin robarle nada de tiempo.
Fue una temporada larga de esfuerzo. Si volvíamos a plantearle la posibilidad de pedir el privilegio, previsto para sacerdotes de cierta edad, se oponía: por espíritu de obediencia a las normas eclesiásticas, prohibió que se diera un solo paso en ese sentido. Sucedió una vez que, estando don Álvaro del Portillo con Mons. Bugnini, hablaron de la nueva liturgia. Comentó don Álvaro el trabajo que suponía el cambio para el Fundador del Opus Dei. Mons. Bugnini preguntó: "¿por qué no usa del privilegio?" Le aclaró don Álvaro que el Fundador de la Obra nos había enseñado siempre con su propia vida, también ahora, a obedecer rendidamente; "además -añadió-, me ha prohibido estrictamente que te pida nada". Mons. Bugnini suplicó que le dijera que tenía concedido el privilegio de celebrar la Santa Misa con el rito anterior. Insistió don Álvaro en que no le pedía nada, y Mons. Bugnini reiteró : "di a Mons. Escrivá que tú no me has pedido nada, porque ésa es la verdad; y añádele que te he comunicado que celebre como antes, porque tiene esa facultad". Don Álvaro le comunicó ese diálogo, y Mons. Escrivá de Balaguer agradeció la posibilidad que se le concedía. Pero, desde entonces, cuando la utilizaba, no quiso que asistiese a su Misa más que la persona que le ayudaba.
Volvamos quizá a los momentos que seguían inmediatamente a la terminación de la Santa Misa.
Mientras se quitaba los ornamentos, iba rezando oraciones de agradecimiento al Señor; al final, después del lavabo, solía hacerme una cruz en la frente y me daba las gracias de corazón, añadiendo: ¡que Dios te bendiga!, o ¡Dios te lo pague!
Al terminar, aparte de la fatiga física que muchas veces experimentaba por la intensidad de su esfuerzo, respiraba una paz extraordinaria. En 1965, nos confió a Mons. Álvaro del Portillo y a mí: termino cansado después de decir la Santa Misa: ¡es trabajo de Dios! Y en 1970: la Santa Misa es Opus Dei, trabajo de Dios. Yo, cada día, mientras celebro, sufro, me canso, me gozo y me lleno de fe, en estos momentos en los que tantos niegan la presencia real del Señor.
¿Cómo era la acción de gracias de la Misa?
No se sujetaba a normas rígidas, para dar más espontaneidad a su acción de gracias. La comenzaba al dejar el altar con el rezo pausado del Te Deum. Luego, también cuando se encontraba indispuesto o cansado, se arrodillaba los primeros minutos, en el suelo o en el reclinatorio: mirando el crucifijo de bolsillo cogido entre sus manos, recitaba la oración En ego. Mientras repetía las palabras que se referían a las Llagas del Señor, besaba devotamente cada una. A continuación, empleaba otras oraciones recogidas por la piedad cristiana. Tenía también costumbre de rezar un responso por las almas del Purgatorio, aprovechándose de la intimidad y cercanía física con Nuestro Señor Jesucristo.
La acción de gracias, que comenzaba en el oratorio, se prolongaba a lo largo del día. Desde joven, dividió la jornada en dos partes: la mitad para agradecer la Comunión; y la otra mitad, para prepararse para el día siguiente, si el Señor le daba vida. Enseñaba a vivir todas las horas cerca del altar, pensando en que cada una de nuestras acciones se puede ofrecer unida al Sacrificio Eucarístico.
Meditaba los textos de la liturgia y los llevaba a su predicación y a su vida de piedad. Por eso, muchas de esas frases se convertían en jaculatorias que le servían también para prolongar la Santa Misa, que no se acaba con la celebración: ha de continuarse durante el día, con la acción de gracias y con el ofrecimiento de lo que hagamos. Por este motivo, frecuentemente, después de celebrar, tomaba nota de pasajes de la Epístola, del Evangelio o de las oraciones. Otras veces me encargaba que, en cuanto tuviera un rato libre, le hiciera una copia de determinadas palabras de la Escritura, para darles más vueltas en su meditación y aprovecharlas en documentos que estaba redactando.
Con gran fuerza, como por una necesidad de su alma, nos abría el corazón el 7 de junio de 1973: acostúmbrate a dar gracias al Señor durante el día por la Santa Misa. Cuando llego al examen, si veo que no he puesto todo el esfuerzo, ¡me llevo un berrinche!; me duele mucho no amar al Señor. En estos días repito, como acción de gracias: Iesu, Fili Dei, miserere mei! ["¡Jesús, hijo de Dios, ten misericordia de mí!"]Pienso que, a lo largo de mi vida, el Señor me ha dejado como abandonado tantas veces, para que me diera cuenta de que todo salía porque Él quería. Y en 1956 nos había comentado: nuestro día es una Misa: un sacrificio de amor; por eso, hemos de estar alegres y hemos de saber encajar bien todos los golpes.