5. "Padre, maestro y guía de santos"

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

El verano de 1935 fue para don Josemaría una larga y continua jornada de trabajo. Con la ayuda de quienes se quedaron en Madrid, preparó y envió las hojas de "Noticias" a quienes se hallaban de veraneo. Comenzó dos grupos de clases de formación espiritual y no interrumpió los retiros mensuales que venía dando a los estudiantes.

En el mes de julio le vinieron, como inesperado regalo de lo alto, dos vocaciones que, andando el tiempo, serían de los primeros sacerdotes de la Obra. Uno era Álvaro del Portillo, el estudiante que había recibido en Vallecas un corte terrible en la cabeza, consiguiendo escapar por el metro. Había conocido al sacerdote de Ferraz en el mes de marzo y pensó que sería descortés irse de vacaciones sin saludarle. El sábado, 6 de julio, se presentó en la residencia. Le invitó don Josemaría al retiro que tendrían al día siguiente. Ese domingo le explicaron por vez primera en qué consistía la Obra, y ese mismo día pidió ser admitido en ella |# 157|. El otro era "Chiqui", el que había pasado directamente de la presentación a clavar clavos desde lo alto de una escalera.

Se encontraba el Fundador deshecho por el desgaste físico y moral a que estuvo sometido todo el curso anterior, pero se reanimó ante la perspectiva de conseguir nuevas vocaciones. Tenía las esperanzas puestas en el próximo curso y quería evitar que las circunstancias le cogiesen desprevenido, como en 1934. La Obra va bien. Aquí se ve a Dios |# 158|, informaba a finales de agosto al Sr. Vicario. Pero largos meses de tensión y de agobio acumulados terminaron quebrantando la salud de quienes andaban comprometidos en el gobierno de la Residencia. El primero en sucumbir al cansancio fue Ricardo, el director. Tuvo que guardar cama en el mes de agosto |# 159|. Don Josemaría, más curtido y resistente —también más agotado—, arrastró como pudo su cansancio hasta septiembre, en que se fue a hacer un retiro espiritual en los Redentoristas de la calle Manuel Silvela. Meses antes, don Francisco Morán, notando su agotamiento, le ofreció unos días de descanso en una finca de su propiedad, en Salamanca |# 160|. No pudo aceptar don Josemaría.

El domingo, 15 de septiembre, por la tarde fue al convento de los Redentoristas. Tan molido estaba que no le respondía el cuerpo. Probablemente, por lo que escribió luego, hacía más de un año que no había dormido siete horas seguidas:

Lunes: son las nueve y cuarto de la mañana, y todavía no puedo decir que comencé a hacer los stos. ejercicios. Anoche me encontraba rendido: dormí desde las once ¡hasta las seis y media!

[...] He vomitado parte de la comida. Estoy flojísimo.

[...] No he hecho nada (hoy no tomé disciplina todavía: la tomaré antes de acostarme), y estoy rendido, lo mismo que si me hubieran apaleado. Quizá hago mal en apuntar detalles fisiológicos. Pero es el caso que me echaría ahora en cualquier sitio, aunque fuera en medio de la calle, igual que un golfo, para no levantarme en quince días |# 161|.

Hizo sus primeros propósitos, que consistían en dormir en el suelo y no más de seis horas:

Martes. He dormido en el suelo estupendamente [...]. Como he de decirlo todo, me acuso de pereza. ¡Adiós los propósitos de ayer! Dieron las cinco de la mañana, y sonó una campanita catedralicia, capaz de despertar a un sordomudo [...]. A las seis, fuerte como un sansón melenudo, —y débil como un niño, para servir a mi Dios—, me alcé del mullido lecho. Me encuentro estupendamente. Ergo..., al borrico, no contemplaciones: ¡palos! |# 162|.

Aun alejado de Ferraz, su corazón velaba por quienes se habían quedado en la Residencia, apoyándoles con su oración y mortificaciones: ¡Cómo me acuerdo de esos hijos míos!, escribe desde su retiro. Hoy, a las ocho, tendrán la "emendatio" (Círculo Breve) según costumbre. A las ocho en punto, tomaré mi disciplina por ellos |# 163|.

El jueves fue Ricardo al convento, a entregarle una carta. En aquella hora se dio cuenta el sacerdote de que le estallaba el corazón de alegría y de que quería a sus chicos con toda su alma. ¿Es que no lo había notado hasta entonces?

* * *

La gente de la Obra, en su mayoría estudiantes, había conocido a don Josemaría siempre de sotana. La única excepción era Isidoro. Tenían la misma edad y habían sido compañeros de estudio en Logroño. En 1930 nace entre ellos una nueva intimidad, al ser Isidoro admitido en la Obra. Mas ese pie de igualdad en el trato, al tiempo que lleva a una más honda afectuosidad humana, fue abriendo entre ellos una impalpable distancia espiritual, que acabó tornándose en un tipo de relación imprevista. El cambio está reflejado en la correspondencia que mantuvieron entre sí Isidoro y don Josemaría durante esa época; y, más claramente, en las fórmulas de encabezamiento y despedida de sus cartas.

En los años 1930 a 1932 las fórmulas usuales de Isidoro son: — «Mi querido amigo José María»; y en las despedidas: — «Recibe un abrazo de tu buen amigo» |# 164|.

En una segunda etapa, en 1933, las expresiones que emplea corrientemente no son solamente amistosas sino "fraternales": — «Mi querido hermano José María», o: — «Mi querido amigo y hermano»; despidiéndose con la fórmula: — «Recibe un abrazo de tu viejo amigo y hermano», o: — «Te abraza fraternalmente» |# 165|. A partir de mayo de 1934 aparece un nuevo encabezamiento: — «Mi querido Padre José María» |# 166|.

En cambio, las entradas y despedidas de las cartas de don Josemaría no se sujetan a una fórmula determinada, aunque siempre tienen un tono de cálido afecto:

—Madrid 1-III-931. Queridísimo Isidoro: [...] Te encomienda al Amo y te abraza fraternalmente —José María.

Y dos días más tarde:

—Madrid 3-III-931. Queridísimo Isidoro [...] Mi bendición de sacerdote y de Padre, con un fuerte abrazo, en nombre de todo el manicomio, —José María |# 167|.

Tres años más tarde, la "fraternidad" ha sido definitivamente desplazada y sustituida, en toda su correspondencia, por una creciente "paternidad": — Para todos, la bendición de vuestro Padre, que no os olvida y os pide oraciones. José María (carta a los suyos de 1-VI-34) |# 168|. Esa paternidad espiritual y de familia, que florece en la primavera de 1934, responde a una anotación hecha en sus Apuntes:

— Domingo, 11 de marzo de 1934. [...] En la O. de D. no hay tratamientos. Al Padre Presidente de la O. se le llamará sencillamente así: Padre. Sin reverendo, ni ilustrísimo, ni nada |# 169|.

Desde muy a los comienzos sintió el Fundador esa vocación de paternidad: Jesús no me quiere sabio de ciencia humana. Me quiere santo. Santo y con corazón de padre |# 170|. Se leen estas consideraciones en una catalina de 1931. Y, en 1933, al solicitar permiso para arreciar en sus penitencias, exhortará a su confesor con estas palabras: — Mire que Dios me lo pide y, además, es menester que sea santo y padre, maestro y guía de santos |# 171|.

No le era fácil llamar hijos a los miembros de la Obra. Con ese lema suyo de ocultarse y desaparecer le daba sonrojo, y se refugiaba en el sencillo recurso de la fraternidad, como él mismo confiesa:

— Hasta el año 1933 me daba una especie de vergüenza de llamarme "Padre" de toda esta gente mía. Por eso, yo les llamaba casi siempre hermanos, en vez de hijos |# 172|.

Por otra parte, su juventud se lo estorbaba. Rayaba en los treinta y ¿pretendía ser cabeza de familia, de gente —sacerdotes o laicos— que tenían su misma edad o más años aún? Cuántas veces no rezó aquella jaculatoria suya: ¡dame, Señor, ochenta años de gravedad! |# 173|. Al cabo de un tiempo notó que su carácter adquiría, poco a poco, un toque de seriedad. Los chistes, las risas, la sana jovialidad eran, todavía, cosas de su agrado. Sin embargo, ese lícito placer, con regusto de frivolidad o de jolgorio, se le tornaba ocasionalmente en amargura, causándole un mal sabor de boca. Es Jesús —pensaba— que va poniendo los ochenta años de gravedad sobre mi pobre corazón, demasiado joven |# 174|. Vigiló el sacerdote sus dichos y palabras en la conversación. Procuró controlar sus gustos y modales en público. Se esforzó en evitar cualquier falta de mesura. En fin, hasta en la manera de andar se hizo moderado. No estaba dispuesto, sin embargo, a renunciar a la vida de infancia espiritual en favor de la gravedad de los ancianos. De modo que trató de hallar una fórmula que aunase estos términos dispares. Jesús —pedía—: quiero ser un nene de dos años, con ochenta inviernos de gravedad y siete cerrojos en mi corazón |# 175|.

Pero en 1934 comenzó a estar un poco de vuelta en cuanto a la gravedad: — La gravedad: Jesús tenía, al morir en la Cruz, treintaitrés años. La juventud no me puede servir de excusa. Además, ya voy dejando de ser joven |# 176|.

En cuanto a lo de los siete cerrojos, era algo que venía considerando de lejos, desde su estancia en el convento de San Juan de la Cruz, cuando ponía por escrito sus meditaciones:

La santa pureza: humildad de la carne. Señor: ¡siete cerrojos, para mi corazón! Siete cerrojos y ochenta años de gravedad. No es la primera vez que oyes esta solicitud mía [...]. Mi pobre corazón está ansioso de ternura |# 177|.

Su vida afectiva, rebosante de alegría, caudalosa, se avenía malamente con los "ochenta inviernos de gravedad". Pretendía enjaular los sentimientos, al igual que se esforzaba en poner mesura en su porte. Todo en vano. El corazón se le escapaba. Imposible contenerlo. La intensidad de sus latidos le daba sobresalto. Hasta que el Señor le hizo ver que esa rebosante ternura estaba destinada a El y, por El, a sus hijos, y que en su pecho había una vena inagotable de cariño, limpio y paterno. Lo descubrió el 19 de septiembre, cuando Ricardo vino a entregarle una carta en los Redentoristas:

Vino Ricardo —como dije— y me dio una gran alegría verle. Quiero a mis chicos con toda mi alma. Y mi voluntad siempre es tenerles este afecto, por Cristo. Sin embargo, varias veces esta tarde, me entró el escrúpulo de si ese cariño (que, naturalmente, adquiere más intensidad para aquellos hijos míos, a quienes veo más entregados a la Obra) podría desagradar a Jesús. Hace un instante, me ha hecho Jesús ver y sentir que no le desagrada: porque a ellos les quiero por El; y porque, queriendo a mis chicos tanto, a El le quiero millones de veces más |# 178|.

Junto a la función de Padre —que había asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla |# 179|- el Fundador se sentía llamado a ser maestro y guía de santos. ¿Tiraría por el camino del magisterio y de la sabiduría, tratando de descollar en los estudios y sentar cátedra? O bien, ¿sacrificaría ese noble deseo? Y, después de meditarlo, presentó la respuesta a su director espiritual: Mi camino es el segundo: Dios me quiere santo, y me quiere para su O. |# 180|.

* * *

El curso 1935-1936 se inauguró recobrando lo que por "retirada estratégica" se había cedido, al trasladar la Academia DYA al piso de abajo. A principios de septiembre escribieron a los colegios más conocidos de provincias e insertaron anuncios de la Residencia en la prensa nacional. Vinieron muchas solicitudes de plaza y, no siendo suficientes las camas de Ferraz 50, y no pudiendo realquilar el piso del año anterior, habilitaron un anexo en Ferraz 48, la casa colindante. Para el acondicionamiento del nuevo piso don Josemaría hubo de recurrir de nuevo a doña Dolores, que puso a su disposición 45.000 pesetas |# 181|.

Al cumplirse siete años de la fundación escribía don Josemaría esta catalina:

Desde aquel 2 de octubre de 1928, ¡cuántas misericordias del Señor! Hoy lloré mucho. Ahora que todo va muy bien, es cuando me encuentro flojo y como sin fortaleza. ¡Qué claramente se conoce que todo lo has hecho y lo haces tú, Dios mío! |# 182|.

El funcionamiento de la Residencia el año anterior había sido, verdaderamente, un milagro cotidiano. En 1934 habían comenzado con una buena plantilla de criados: dos mozos de servicio y un cocinero profesional, al que hubo que despedir enseguida, debidamente remunerado, por supuesto, porque no tenían residentes. Ahora, más precavidos, redujeron el personal doméstico a una cocinera y a un joven criado, que había estado antes de botones en la Residencia, para hacer todo tipo de recados, atender la puerta y servir la mesa. La cocinera era mujer de sobrada experiencia profesional |# 183|.

Por lo que hace al resto del servicio, el joven criado no se excedía, precisamente, en el cumplimiento de sus deberes. Sacerdote y director realizaban las faenas domésticas cuando los residentes salían de casa. Hacían las camas. Barrían los cuartos. Fregaban platos y preparaban la mesa. Venían entrenados desde el curso anterior. Eran veintitantos los residentes y las faenas de limpieza se hacían a mano y con buen ánimo:

El día de S. Carlos, 4 de nov. —se lee en una catalina—, hizo dos años de la vocación de Ricardo. La celebramos, fregando él toda la vajilla de la Casa aquella noche. Yo la secaba y llevaba a su sitio. Terminamos cerca de las doce, con santa alegría |# 184|.

En el mes de noviembre pidieron la admisión en la Obra dos estudiantes de Arquitectura, amigos y procedentes ambos de la región levantina. Uno de ellos, Pedro Casciaro, había conocido a don Josemaría en enero de 1935, asistiendo desde entonces a las charlas de formación humana y espiritual organizadas en la Residencia. El otro no supo de la Obra hasta octubre. Se llamaba Francisco Botella. En las Navidades se fueron ambos a vivir a Ferraz 48 |# 185|.

Allí se respiraba una atmósfera cordial «de piedad, de estudio y de apostolado», como la describe Aurelio Torres-Dulce, un estudiante de Medicina que frecuentaba la Residencia; no sin aclarar que «el objetivo fundamental de todo aquello era lo sobrenatural: mejoramiento de la conducta cristiana» |# 186|. Los estudiantes acudían al piso precisamente porque no era "un sitio de recreo". Se les exigía en el estudio, porque estudiar es obligación grave. Tenían que tratar la residencia como "cosa suya", esto es, participar en cargas y gastos. No les era permisible adocenarse, "quedarse en el montón". Se les animaba a alzar el vuelo de las nobles ambiciones |# 187|.

En medio de la opresora crispación política del país, aquel ambiente era un remanso de alegría y de paz, tan de agradecer como el maravilloso hallazgo de un oasis en el desierto. Conocedor de los exaltados ímpetus juveniles, desencadenados en esa triste circunstancia de la historia española, don Josemaría anotó en una catalina lo que era necesario corregir y lo que era preciso inculcarles:

Para el espíritu de la o. de San Rafael: no se permita a los chicos que discutan sobre asuntos políticos en nuestra casa: hacerles ver que Dios es el de siempre, que no se ha cortado las manos: decirles que el apostolado, que con ellos se hace, es de índole sobrenatural: traer muchas veces a cuento la presencia de Dios, en conversaciones particulares, en las charlas comunes, y siempre: hacerles católico el corazón y el entendimiento |# 188|.

A comienzos de 1935 José Luis Múzquiz, un estudiante de Ingeniería, tuvo una entrevista con don Josemaría: «Me expuso brevemente —dice José Luis— lo que hacía la academia DYA. Cómo, sin fundar ninguna asociación nueva, trataba de formar buenos cristianos instruyéndolos e induciéndolos a ser consecuentes con su nombre e ir formando, poco a poco, a otros jóvenes que quisiesen prestarse a esta formación. Me dijo que había en las charlas o círculos, jóvenes de todas las regiones de España, estudiantes en Madrid; y de todas las tendencias y partidos políticos, pero que en los círculos no se preguntaba a nadie a qué partido pertenecía» |# 189|.

Y cuando Ricardo, el director de la Residencia, la define por su tono espiritual —«ambiente de alegría, de paz, de amor de Dios y de serenidad ante las circunstancias adversas del ambiente político y social»—, está dándonos, sin pretenderlo, el estado de ánimo del Padre |# 190|. Aquel sacerdote había descubierto, tiempo atrás, el porqué de su serenidad cuando todo trepidaba a su alrededor:

Creo que el Señor ha puesto en mi alma otra característica: la paz: tener la paz y dar la paz, según veo en personas que trato o dirijo |# 191|.