4. Los Andes: "no soy hombre de altura"

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Una vez cumplida su visita a Brasil y Argentina, el Padre había adquirido experiencia más que suficiente de cómo realizar una fecunda catequesis en el resto de los países. Para puntualizar los pormenores de su correría apostólica fue convocando en La Chacra a los Consiliarios de las demás Regiones sudamericanas. El 12 de junio llegaba a Buenos Aires don Adolfo Rodríguez Vidal, Consiliario de Chile, que soñaba con lo que le parecía un proyecto ambicioso: una estancia del Padre de siete días. Don Álvaro hizo algunas modificaciones al plan, alargando la estancia a nueve días para celebrar, en total, once tertulias generales. La llegada a Chile estaba prevista para el viernes, 28 de junio |# 128|.

Y así con Perú, Ecuador, Colombia, América Central y Venezuela. Se fijaron las fechas de estancia del Padre, su residencia, el plan de las reuniones y los posibles desplazamientos fuera de la capital. En trazos generales, la primera parte de su estancia la dedicaría a sus hijas y a sus hijos; luego tendrían lugar las reuniones de grupos más numerosos en centros de labores corporativas; y hacia el final de su visita podría celebrarse alguna tertulia masiva, si era preciso. Pero los imprevistos impusieron cambios radicales, por diversas razones, a estos proyectos.

La llegada del Padre a Santiago de Chile fue puntual: a mediodía del viernes, 28 de junio de 1974. Para quienes le esperaban en el aeropuerto, aquello era un sueño. Por vez primera veían al Padre, que bromeaba con ellos. No me lo creo... No es verdad que esté en Chile... Y seguía mostrándose incrédulo: ¿Dónde están los Andes?; me estáis engañando. Yo tengo que tener fe, una fe tremenda para tragarme que hay Andes, toda una montaña inmensa, ahí. ¡Si no la he visto! |# 129|. Éste sería su estribillo durante los primeros días, mientras el cielo permanecía cubierto y la niebla y las nubes impedían ver la cordillera.

A poco de instalarse en la sede de la Comisión Regional, el Padre les hizo saber que prefería reunirse con sus hijos solamente en sitios donde se desarrollase una labor apostólica. Una tertulia multitudinaria en un lugar público, en un teatro, por ejemplo, quitaría intimidad a ese acto en familia; y, dadas las circunstancias políticas del país, podía ser mal interpretado por algunos. Así, pues, las tertulias generales se tendrían en los comedores del colegio Tabancura; y para las otras, más reducidas, se utilizarían diversos Centros, preferentemente el auditorio de Alameda.

Sin perder tiempo, el sábado 29, al día siguiente de su presencia en Santiago, estuvo en dos tertulias, una con sus hijas y otra con sus hijos, en Alameda. Y el domingo, de acuerdo con el programa elaborado, asistiría a una tertulia general convocada para las once de la mañana en Tabancura. Se esperaba que acudieran a ella gentes de varias provincias, de Rancagua, Viña del Mar y Aconcagua. Pero, debido a las fuertes lluvias, y con las calles todavía por pavimentar, aquello estaba hecho un barrizal. Los accesos eran impracticables, a pie o en coche. A última hora la situación empeoró, sin remedio, porque continuaba lloviendo torrencialmente y la gente no pudo viajar a Santiago. Hubo que suspender la tertulia anunciada. Sin embargo, desafiando el temporal, se presentaron muchos coches con familias venidas de lugares lejanos. Para no decepcionarles el Padre les invitó a reunirse en Alameda, donde por falta de espacio la mayoría permaneció de pie, todos muy apretados. Y les dio la bienvenida con estas palabras:

Yo, en primer término, os digo que sois muy valientes, y las señoras, además de guapas, son más valientes que los hombres: ¡venirse con este tiempo! No sé cómo no os ha llevado el agua por ahí. ¡Qué barbaridad! Es el diablo, que no quiere que trabajemos, por lo visto |# 130|.

Era patente que el Padre no estaba dispuesto a mantenerse en actitud pasiva. Y aprovechó la ocasión que se le ofrecía para advertirles, desde un comienzo, que él nunca hablaba de cosas que no fueran sobrenaturales: hablo sólo de Dios y del alma. De manera que no me refiero a cosas políticas. Aclarado este punto, les pidió comprensión en la convivencia social, sin que por ello renunciasen a sus ideas cristianas: Que os comprendáis los chilenos, que os disculpéis, que conviváis, que os queráis |# 131|.

El Padre hacía esfuerzos por no decaer en su predicación, pero se le notaba afectado físicamente por el mal tiempo. Sin darse cuenta, en la primera tertulia con sus hijas, celebrada el día anterior, hablándoles de sinceridad se valía del ejemplo de los enfermos. Un enfermo —les comentaba— ha de comportarse de modo transparente, sin ocultar los síntomas de su enfermedad, si es que quiere que el médico le cure. Y les explicaba cómo él, después de hablar horas y horas en sitios grandes, donde por fuerza había de levantar la voz, había cogido una ligera faringitis. Llamaron a un médico. Le preguntó por las molestias, y tuvo que contarle todo. Luego le miró y le examinó boca y garganta. Después le recetó unas pastillas, que debía tomar cada tres horas. Así también nosotros —les decía— hemos de ser dóciles en las enfermedades del alma.

Pero el origen de la mencionada faringitis, que el Padre venía arrastrando desde Argentina, era cosa bastante más complicada. A causa de una avería en la instalación de aire acondicionado durante el vuelo a Santiago de Chile, sufrió un fuerte enfriamiento, que le causó afonía y fiebre. El 2 de julio le hicieron análisis en el Laboratorio Clínico Central de la Universidad Católica. El Jefe del Laboratorio, el profesor Croxatto, advirtió la gravedad que significaba ese aumento de urea en sangre y aconsejó al paciente permanecer en cama y someterse a un programa de diálisis |# 132|.

En tales circunstancias, el Padre agradeció por carta a la Junta de Gobierno de Chile la amable bienvenida que le habían dado a su llegada, excusándose por no poder aceptar un encuentro. Luego, en breves líneas, les hacía entender que su viaje sacerdotal por tierra americana no tenía otro propósito que aumentar en las almas los deseos de tratar a Dios, de ser mejores cristianos y, por tanto, mejores ciudadanos de sus países; y añadía:

Al recibir la invitación de Vuestras Excelencias, me encuentro afectado por un ataque gripal, que me impide cualquier actividad. Deseo, de todos modos, dejar constancia de cuánto rezo, he rezado y he hecho rezar por esta gran nación, especialmente cuando se ha visto amenazada por el flagelo de la herejía marxista —hablo sacerdotalmente, la única norma de conducta de mi vida entera—; y puedo asegurar a Vuestras Excelencias que continuaré rogando a Dios Nuestro Señor, por intercesión de su Madre Santísima, para que proteja y conduzca siempre a las autoridades y al pueblo chileno hacia un mayor bienestar espiritual y social |# 133|.

Un par de días de relativo descanso pusieron al Padre en condiciones de reanudar el plan de tertulias con renovado brío y voz más firme. Mejoró el tiempo y, por fin, se divisaron los Andes, recortados en el horizonte. Apenas acababa de reponerse el Padre, cuando el viernes, 5 de julio, el Consiliario recibió carta de la Priora del convento de Carmelitas Descalzas de la calle Pedro Valdivia, que fue la primera casa que dichas religiosas fundaron por allí, en el siglo XVII. La Madre Priora le decía haberse enterado de la llegada de Mons. Escrivá. Con este motivo, le recordaba que «a su paso por España visitó varios conventos de Carmelitas por el entrañable amor que tiene a nuestra Madre Teresa. Por lo mismo esperamos que, entre sus muchos compromisos, pueda hacerse un ratito para llegar hasta aquí. Pues tanto alcanzas cuanto esperas, esperamos conseguir esta gran bondad del Padre; pero si no le fuese posible, siempre lo tendríamos presente en nuestras oraciones como si hubiésemos recibido su visita» |# 134|.

La misiva tocó el corazón del Padre. Esa misma mañana hizo, inmediatamente, un hueco en el programa de tertulias, presentándose en el locutorio del convento acompañado de don Álvaro, don Javier y don Adolfo; y empezó declarándoles:

Yo tengo un amor muy grande a la vocación de almas contemplativas, porque en el Opus Dei somos contemplativos en medio de la calle. Os entendemos muy bien, y las Madres Carmelitas del mundo entero nos entienden muy bien y nos ayudan con su oración. Vengo a pedir una limosna de oración: rezad. Ya veis que la Iglesia está muy mal. La Iglesia, no; la Iglesia es Santa, es la Esposa de Jesucristo: siempre bella, siempre joven, siempre sin mancha, siempre dulce y buena... Somos los eclesiásticos; rezad |# 135|.

Al otro lado de la reja, en la semipenumbra del locutorio, las monjas escuchaban en impresionante silencio, con sus cinco sentidos. Les avisaba que estuviesen precavidas contra quienes, a todo trance, intentan imponer cambios:

No aflojéis en nada, no seáis tontas, que el diablo está buscando a quien devorar y sois un bocado muy apetecible [...]. Si estropean un palomar de éstos, se ha destruido una gran fuerza de la Iglesia. Sed santas. Si lo sois, nos ayudaréis a ser santos. Pedid para que los sacerdotes lo seamos. Y por el Opus Dei, por estos hombres y estas mujeres que están en todos los caminos del mundo haciéndolos divinos |# 136|.

Les habló de vocación y de vida de piedad, con mucha persuasión y energía. Más de veinte minutos estuvo conversando en el locutorio, sin poder prolongar su visita, porque se le echaba encima una tertulia. Antes de salir les dio la bendición y encargó a don Adolfo que dejara en el torno la caja de dulces que había hecho comprar para ellas. Despidiéndose con un: Me habéis endulzado el alma, y yo os endulzo el paladar |# 137|.

Durante esos días consagró altares, visitó Centros, estuvo con el Cardenal-Arzobispo de Santiago, celebró veinticinco reuniones públicas, y otras tantas privadas, todo sin dar señales de agotamiento. En su predicación era tema constante el Sacramento de la Penitencia, premisa para aquellas almas que habían abandonado la práctica de la fe y querían acercarse de nuevo a Dios. Y predicaba a gritos:

¡A confesar, a confesar, a confesar! Que Cristo ha derrochado misericordia con las criaturas. Las cosas no marchan, porque no acudimos a Él, a limpiarnos, a purificarnos, a encendernos. [...].

¡El Señor está esperando a muchos para que se den un buen baño en el Sacramento de la Penitencia! Y les tiene preparado un gran banquete, el de las bodas, el de la Eucaristía; el anillo de la alianza y de la fidelidad y de la amistad para siempre. ¡Que vayan a confesar! Vosotros, hijas e hijos, acercad las almas a la Confesión. ¡No hagáis que sea inútil mi venida a Chile! ¡Que sea mucha la gente que se acerque al perdón de Dios! |# 138|.

El lunes, 8 de julio, víspera de la partida del Padre para Lima, hubo una tertulia en Tabancura. Algunos no pudieron asistir esa mañana, a causa del trabajo. Pero fueron muchos los que a la hora de comer se lanzaron a la carretera, para llegar a primera hora de la tarde al santuario mariano de Nuestra Señora de Lo Vásquez, adonde acudiría el Padre. Dista el santuario unos noventa kilómetros de la capital. Tan pronto llegó a la explanada delante del templo, se emocionó al ver la multitud de personas que habían sacrificado el almuerzo para acompañarle en el rezo del rosario. Las monjas que cuidaban del santuario habían vestido a la Virgen con sus mejores galas; y no faltaba gran cantidad de flores. Antes de salir a la explanada se puso el Padre unas gafas oscuras. No sólo para defenderse del sol. Es que no vería ya más a aquellas gentes, y le embargaba la emoción.

Al día siguiente estaba en Lima. Se cumplían, exactamente, veintiún años desde que, el 9 de junio de 1953, se comenzó la labor del Opus Dei en el Perú. El Padre, al igual que en los países visitados anteriormente, se alojó en la sede de la Comisión Regional, en "Los Andes". No se concedió reposo. Nada más llegar tuvo la primera tertulia; y desde ese momento se aplicó a seguir puntualmente el programa señalado. Especialmente emotiva fue la reunión en el Centro Cultural Tradiciones, el viernes 12 de julio. Todos los que allí se encontraban eran hijos suyos y, entre ellos, un buen grupo de sacerdotes de la Prelatura de Yauyos. Al entrar en la sala y verlos, exclamó: Yo no digo una palabra, si antes no me dan la bendición estos hijos míos sacerdotes. ¡Tengo hambre de vuestras bendiciones! |# 139|. Más de cincuenta sacerdotes le rodearon para impartirle su bendición, repitiendo las invocaciones a una sola voz. Y luego, de rodillas, fue besando, uno a uno, las manos de aquellos sacerdotes. Cuando don Javier le indicó que el acto iba a resultar un poco largo, el Padre, dispuesto a seguir hasta el fin, le contestó: Pues tardo lo que sea, pero les beso las manos a todos, como he hecho siempre! |# 140|... El Padre seguía besando manos y diciendo palabras de cariño a cada sacerdote. Al cabo de un rato, que se había hecho una eternidad, comentó antes de empezar la tertulia:

No es una comedia. Estoy orgulloso de vosotros y me da mucha alegría besaros las manos. No lo hago sólo aquí; lo he hecho toda la vida... De modo que es una costumbre de familia. Sois muy buenos conmigo... |# 141|.

El sábado 13 de julio fue jornada de gran actividad para el Padre. A las nueve y media de la mañana fue a visitar al Cardenal-Arzobispo de Lima; y de allí a San Vicente de Cañete, que estaba de fiesta, porque a mediodía tendría lugar una tertulia con el Padre en "Valle Grande", que es una obra corporativa del Opus Dei. Acudieron gentes de Lima y de las aldeas del contorno. Algunos se pusieron en camino antes del amanecer. En la sala, donde se apretaba más de medio millar de personas, se veían caras indias, mulatas, chinas; comerciantes, campesinos, empleados, profesores, camioneros...; y las mujeres que recibían enseñanza en "Condoray", labor educativa que llevaban mujeres de la Obra.

Les habló el Padre del trabajo, que debe hacerse a la perfección, para que agrade a Dios, y no "a la criolla" (así dicen los indígenas cuando no se repara bien en las faenas). Les predicó sobre las prácticas de piedad y, antes que nada, les invitó a limpiarse por dentro con una buena confesión, abriendo el alma y salir después decididos a dejar el alcohol. La palabra del Padre, que, cuando era necesario, les pedía a gritos que mudasen de vida, distendía en veladas emociones los rostros impasibles de los indios.

El Padre visitó Condoray y después la Academia San José, donde viven y cursan sus estudios los seminaristas de la Prelatura de Yauyos. A las seis de la tarde estaba de regreso en Lima, pero venía con un resfriado, muy probablemente a causa del brusco cambio de temperatura al salir del salón de actos de "Valle Grande".

Al día siguiente se celebró la primera tertulia general en el jardín de Miralba, un Centro del Opus Dei. Era una mañana de domingo fría y gris, pero acudieron unas mil quinientas personas. Había familias enteras, con los abuelos y los nietos. El Padre empezó excusándose, porque su voz no estaba a la altura de las circunstancias:

No sé si me podréis escuchar bien, porque tengo un catarro regular. Esta voz está medio afónica. Pero San Pablo, que no está afónico, ha escrito a los de Éfeso: in novitate vitae ambulemus. Y no sólo a los de Éfeso, sino a todos nosotros, nos dice que hemos de caminar con una nueva vida. Para que no haya duda, escribe a los Romanos: induimini Dominum nostrum Iesum Christum; revestíos de Nuestro Señor Jesucristo.

La vida del cristiano es esto: vestirse y volverse a vestir un traje y otro, cada vez más limpio, cada vez más bello, cada vez más lleno de virtudes que agraden al Señor, lleno de vencimientos, de pequeños sacrificios, de amor. La vida del cristiano está hecha de renuncias y de afirmaciones. La vida del cristiano es comenzar y recomenzar |# 142|.

Por la tarde, para que se distrajera, le sugirieron dar un paseo por Lima. Visitó la iglesia de San Francisco y la catedral. Pero volvió a casa muy cansado. Esa noche durmió mal. Por la mañana celebró misa y desayunó. A eso de las diez vino a verle el doctor Zavala, especialista en aparato respiratorio, que diagnosticó un proceso broncopulmonar en gestación |# 143|. De manera que se suspendieron las tertulias señaladas para ese día.

Por indicación del médico hubo de guardar cama el resto de la semana. Le llegaban regalos: flores, dulces, cartas, con el afecto y las oraciones de todos sus hijos, para que se restableciera. En el diario de su estancia en Lima, en la entrada correspondiente al sábado, 20 de julio, se lee: «Hoy ha vuelto a levantarse un tiempo corto, pero por prescripción médica no ha celebrado la Santa Misa, todavía. Es un ejemplo para todos ver el dolor del Padre por no poder celebrar, pero como pone tanto esfuerzo, el cansancio de la Santa Misa no le iría bien y podría retrasar su recuperación» |# 144|.

El domingo celebró misa en su despacho y, después de comer, estuvo de tertulia con algunos directores de la Comisión Regional y con Mons. Ignacio Orbegozo, que les entretuvo contando un montón de anécdotas de los comienzos en Yauyos y de sus andanzas por la sierra. Tres días más necesitó el Padre para reponerse, por lo que hubo que reajustar el programa para que todos pudieran escucharle. Porque no sólo el Padre había caído enfermo. La epidemia de gripe que azotó entonces a Lima había obligado a la mitad de la población a meterse en la cama. El día 24 tuvo una tertulia con hijas suyas, continuando hasta final de julio con un programa un tanto reducido. En realidad no se había repuesto del todo y el hablar en público le suponía un esfuerzo grande.

El 29, en el jardín de Larboleda, la casa de retiros en Chosica, cerca de Lima, había más de tres mil personas en el jardín, reunidas con el Padre. Se acercaba su partida y, por algún comentario hecho durante la tertulia, se adivinaba que aún no había superado la enfermedad. Sin hacer aspavientos ni dárselas de mártir, explicaba a toda aquella muchedumbre que el mundo sin el dolor sería una pena, sería como un cuadro sin sombras, que no es un cuadro; y que el dolor, llevado por Amor, es algo muy sabroso, estupendo:

De modo que querer librarse del dolor, de la pobreza, de la miseria, es estupendo; pero eso no es liberación. Liberación es lo otro. Liberación es... ¡llevar con alegría la pobreza!, ¡llevar con alegría el dolor!, ¡llevar con alegría la enfermedad!, ¡llevar con una sonrisa el ahogo de la tos! |# 145|.

* * *

El 1 de agosto dejó el Perú. En Ecuador le esperaban impacientes, con el deseo de que se restableciera cuanto antes de su enfermedad. Mas nunca terminó de reponerse. Peor aún, le dio el mal de altura, el "soroche", que suelen padecer los viajeros no habituados a la altitud de las tierras andinas. La casa donde residía el Padre era vecina a la capital; y Quito anda cerca de los tres mil metros de altura.

A la triste condición en que venía el Padre se juntaron otras molestias. Por la noche no descansaba bien. Se levantaba fatigado y falto de oxígeno. Le venían vértigos. Era incapaz de caminar solo, y acusaba los efectos secundarios de la medicación a que estaba sometido. El doctor Guillermo Azanza, que le atendió a poco de llegar, comprobó que la bronconeumonía padecida en Lima se había reactivado |# 146|. Pasaron varios días y el enfermo no mejoraba, al menos de una manera visible. Mantenía la respiración con una máscara de oxígeno, permanecía sentado y hablaba con voz apagada. Pero cabía la esperanza de uno de esos cambios sorprendentes que con frecuencia se daban en su estado físico. En los meses anteriores, en plena catequesis, había ocurrido repetidas veces que el Padre se sobreponía de súbito al cansancio y a la fiebre. Todos comentaban con asombro su energía y capacidad de trabajo. Pero, como explicaba don Álvaro a quienes convivían con él en La Chacra, la vitalidad y lucidez del Padre «formaban parte de la gracia fundacional» |# 147|.

Sin embargo, la marcha del proceso de aclimatación era lentísima. Tanto que el médico dejó caer que lo aconsejable para los turistas de paso por Quito, afectados por el soroche, era abandonar la capital. No bien lo oyó el Padre, replicó inmediatamente: Sí, hijo mío, pero yo no soy un turista. Estoy dispuesto a permanecer aquí el tiempo necesario, hasta que me adapte, para poder hablar de Dios, pues a eso he venido |# 148|. El cambio brusco del nivel del mar a una altura de tres mil metros —esto es, de Lima a Quito— no lo había hecho para desafiar a los Andes. Además, enseguida advirtió el derrotero que tomaba la convalecencia y que no iban a repetirse aquellas improvisadas recuperaciones de fiebres y fatigas. De modo que, siguiendo el consejo de quienes podían dárselo, decidió descender de las alturas de Quito a la de Caracas (Venezuela). Y, en lugar de pretender llevar a cabo su catequesis, aceptó con buen humor la actitud de abandono que Dios le pedía. Lo cierto es que Dios torció el rumbo de sus planes. Acostumbrado a predicar a las multitudes con voz sonora y viril, ahora apenas podía hacerse oír de un pequeño grupo de hijos suyos. Días atrás, en las tertulias, se le veía en continuo movimiento, yendo incansablemente de una punta a la otra, de la habitación o del estrado. ¿Quién le reconocería al presente, hundido en un sillón porque no se tenía en pie? A él, hombre de conversación ágil y fogosa, había momentos en que, por falta de aliento, no le quedaba más respuesta que una breve sonrisa o una mirada de cariño.

Antes de partir para Venezuela recibió a un corto número de personas en el jardín de la casa donde vivía. Después de estar predicando durante medio siglo el camino de infancia espiritual —decía a un grupo de hijos suyos—, el Señor le había dejado reducido a un infante. Esto de la altura de Quito no era ninguna broma.

— Para un jovencito de siete años, es demasiada altura de golpe, reconocía el Padre. Y al oírle decir esto, algunos se excusaban:

— La altura, Padre, la altura. Pero el Padre aceptaba la culpabilidad de su persona, con una chispa de humor:

— Es que no soy hombre de altura. De manera que Quito no me ha gastado ninguna broma. Ha sido Nuestro Señor, que sabe cuando las hace, y juega con nosotros. Mira, lo dice el Espíritu Santo: ludens coram eo omni tempore, ludens in orbe terrarum, en toda la tierra está jugando con nosotros, los hombres, como un padre con su niño pequeño. Ha dicho: éste, que está tan enamorado de la vida de infancia, de una vida de infancia especial, ahora se la voy a hacer sentir yo. Y me ha convertido en un infante. ¡No deja de tener gracia! |# 149|.

Después de una brillante catequesis en Brasil, en Argentina, en Chile y en Perú, era una contradicción nada pequeña el encontrarse, en brevísimo espacio de tiempo, convertido en un niño. No ejercía ahora su catequesis con palabras sino con silencios. Su predicación fue una lección elocuente, hecha de docilidad y de sacrificio. (En Ecuador —repetiría luego—, toda mi catequesis ha consistido en no hablar, porque el Señor no me lo ha permitido |# 150|).

Cuántas veces había dicho el Padre —imitando a Jesucristo— lo de que "no había venido a ser servido sino a servir". Pero ahora don Álvaro y don Javier tenían que llevarle del brazo. ¡Qué vergüenza! Pero me conformo. Estoy muy contento, confesaba a sus hijos. Y compuso una oración personal:

Jesús, acepto vivir condicionado estos días y toda la vida, y siempre que quieras. Tú me darás la gracia, la alegría y el buen humor para divertirme mucho, para servirte, y para que la aceptación de estas pequeñeces sea oración llena de amor |# 151|.

Afirmaba que "no era hombre de altura". Ni tenía grandes dotes ni estaba adornado de grandes virtudes. ¿Qué podía hacer? Aceptaría los menudos sucesos; en primer lugar su enfermedad y el cambio de planes querido por Dios; porque

Dios Nuestro Señor se sirve siempre de cosas pequeñas. Yo pensaba haber danzado de una parte a otra de vuestra hermosa ciudad y de esta tierra encantadora; pensaba haber visitado tantas, tantas personas... El Señor no ha querido |# 152|.

Ofrecería las rabietas del niño contrariado, porque siento —decía— la protesta del niño que tiene que ir cogido de la mano de papá y de mamá. Y a mí me gusta andar corriendo... ¡Qué humillación, ¿eh?! |# 153|.

Así, siguiendo la vida de infancia espiritual, hubo de hacerse al juego divino de nuestro Padre Dios con un niño pequeño. Lo refería en la tertulia del 14 de agosto, víspera de su salida del Ecuador:

Os tengo que decir que, como a ratos me mareo, no he podido celebrar la Santa Misa y me han dado la Comunión todos los días; entonces me emociono mucho más y amo más a este Quito y a este Ecuador.

La pequeña forma consagrada, que recibo en mi lengua, me recuerda que Jesús se hizo niño, y que yo he de aceptar con alegría también estos juegos de niños que Él me ha hecho |# 154|.

No había permanecido inactivo durante su estancia en Quito. Dejaba el recuerdo de una ejemplar lección de conformidad con la voluntad de Dios, convirtiendo lo que a primera vista parecía una imperfección en algo muy valioso:

No tengo más remedio que marcharme; no puedo abusar de Dios Nuestro Señor.

No es que no se haya hecho nada, porque la impaciencia y esta especie de inquietud de no poder trabajar, delante de Dios, son oración. De modo que algo se hace, pero no el plan que yo pensaba haber desarrollado aquí. ¡Paciencia! Quiere decir que aunque ya sabía que el Ecuador es una gran nación, la nación del Corazón de Jesús, no conocía que era una nación de almas tan selectas, que me iba a costar una medio enfermedad |# 155|.

Al salir del Ecuador no guardaba rencor alguno a los Andes, y cesó de hablar con oxígeno prestado. Sus sentimientos, teñidos de una que otra pena imborrable, eran apacibles. Pasando por alto lo entonces sufrido, escribía semanas después a un viejo amigo del Ecuador. — A pesar de que no soy hombre de altura, ¡qué bien lo pasé en Quito, y cuánto aprendí de vosotros y de la gente de ese queridísimo país! |# 156|. Su actividad externa fue, ciertamente, muy escasa. Se redujo a recorrer Quito el 11 de agosto, pasando por delante de los Centros de la Obra para bendecirlos, sin salir del coche. Su alma, en cambio —como luego se dirá— se había ensanchado, intensificando su antigua devoción a San José, maestro de la vida interior. Por las palabras a sus hijas, en la tertulia del 12 de agosto, podía adivinarse el cauce por donde discurría su trato íntimo con Dios. El Padre seguía buscando con avidez el rostro del Señor; y así lo recomendaba a sus hijas:

que le digas que son inmensas tus ansias de ver su rostro, como tenemos deseos —cuando estamos lejos de personas queridas— de mirar fotografías suyas. Pero de Dios no estamos lejos; no sólo no estamos lejos, sino que podemos identificarnos con Él, y vosotras y yo sentimos la obligación de buscar esa identificación |# 157|.

* * *

La estancia del Padre en Venezuela queda recogida, en buena parte, en el diario de Altoclaro, la casa de retiros donde se alojó, que se halla a muy pocos kilómetros de Caracas, hacia el interior. En las primeras páginas se lee: «El Padre ha llegado un poco cansado. Nos esforzamos para que aquí pueda tener unos ratos de descanso y tome un poco de aliento, después de más de dos meses de ajetreo en su correría apostólica» |# 158|. (Al entrar en Altoclaro no cumplió con la costumbre de ver a sus hijas en la zona de la Administración, después de saludar al Señor en el oratorio. Pero encargó a don Álvaro que les visitara de su parte, porque el Padre no se tenía en pie |# 159|).

De guiarnos por las cortas líneas en que, de cuando en cuando, se da noticia de la salud y condiciones físicas del Padre, no es fácil deducir si hay mejoría o estancamiento en su convalecencia.

— Viernes, 16 de agosto: «El Padre ha podido descansar»; y al final del día: «Al Padre se le ve mejorando mucho. Él ha llevado el peso de la tertulia».

— Sábado, 17 de agosto: «Hoy el Padre se encuentra mejor, aunque sigue muy cansado».

— Lunes, 19 de agosto: «Amanece nublado. El Padre aún no está repuesto del cansancio [...]. La noche pasada el Padre ha dormido poco».

— Martes, 20 de agosto: «El Padre ha amanecido hoy mucho mejor, pero al mediodía no se ha sentido bien y no ha bajado al comedor».

El tiempo era lluvioso y no invitaba a salir fuera de casa. A ratos se veía al Padre releyendo las cartas que, días pasados, Fernando Valenciano le trajo a Venezuela. Me pasa lo que a las madres —les decía—, que leen varias veces las cartas de sus hijos |# 160|. Y en las tertulias, después de comer o cenar, contaba a los que con él vivían muchas cosas de la historia de la Obra y les hablaba mucho de apostolado y de la devoción a San José, del que había algunos cuadros en la casa.

Al cabo de una semana el Padre no terminaba de restablecerse. De ello había dos claros indicios. Uno de ellos era el no haber celebrado misa desde que llegó. Cosa que le dolía mucho; pero tenía miedo a devolver. Como símbolo de las oraciones con que todos pedían que recobrase su vigor, la casa estaba llena de flores. Y los altares tenían siempre orquídeas frescas.

La otra señal era que no había pasado aún a saludar a sus hijas, en la zona de la Administración de la casa. El domingo anterior habían enviado al Padre unas orquídeas y unos burritos de cerámica, con una tarjeta que decía: «Estamos muy contentas de tenerlo en Altoclaro. Le queremos mucho. 18 de agosto 1974». Inmediatamente respondió el Padre en la misma tarjeta, con bolígrafo rojo: Yo también. Mariano; y pintó una pata con el pico abierto |# 161|. (La letra desmerecía penosamente de la enérgica caligrafía del Padre. Los trazos eran débiles, indecisos, caídos y temblones. Imagen viva de su abatimiento físico. Nadie hubiera reconocido esa escritura como del Padre).

En el diario de Altoclaro se narra que el Padre lleva en un relicario, en forma de cruz, un lignum crucis, con una cadena debajo de la sotana; y que a veces saca un momento la reliquia para darle un beso |# 162|.

No cabe duda de que al Padre le acuciaba la impaciencia por celebrar el Santo Sacrificio. Una tarde, acompañado de varios hijos suyos, paseaba por el patio de la fuente en Altoclaro. Se sentó en un rincón, resguardado del viento, y le oyeron que decía algo en voz baja:

— ¿Qué dice, Padre?, le preguntaron.

— Vultum tuum, Domine, requiram! Y lo repetía con más fuerza:

— Vultum tuum, Domine, requiram! Vultum tuum, Domine, requiram! Ayer, que no pude celebrar Misa, le repetí esto al Señor muchas veces: ¡Señor, busco tu rostro! ¡Señor, tengo ganas de verte! Sí, ¡tengo ganas de ver cómo es el Señor —comentaba a sus hijos—, pero no ya por la fe, sino cara a cara...! |# 163|.

Después de una larga espera, experimentó una ligera mejoría, que aprovechó rápidamente. El 26 de agosto por la mañana pudo, por fin, pasar a la Administración de Altoclaro a ver a sus hijas.

Enseguida se organizó el programa de tertulias, que se tendrían en Altoclaro, en la sala de estar. Por falta de espacio no podrían ser masivas. La primera, el 28 de agosto, para mujeres de la Obra; y, al día siguiente, para los hombres. La tercera, más general, se celebró el día 30. A ella asistieron unos pocos supernumerarios, algunos padres de miembros del Opus Dei y algunos sacerdotes. Se notaba que el Padre estaba mejor de salud, aunque en la última tertulia tenía un poco de fiebre. Con muy buen humor y soltura de palabra explicaba a sus hijos una anécdota ocurrida el día anterior |# 164|. Tomando pie en la doctrina de san Pablo, comenzó hablando de la "parábola" de los dos vasos (Rom 9, 21): uno de ignominia, y otro de elección:

Pues éste era un vaso de ignominia tan limpio que resultaba un vaso de elección.

El tesoro del Opus Dei es la alegría de saberse tesoro, siendo cada uno lo que es: una pobre cosa... limpia, que sirve para su fin, que está a disposición de todos. ¡Hala! Lo hemos dicho todo muy fino |# 165|.

Con la conversación renacían sus energías y le sobraban "explicaderas" para hablarles del apostolado, del valor del trabajo o del papel de la mujer en la familia y en la sociedad. Animaba a sus hijos, y arremetía contra la "flojera del trópico" |# 166|.

Varias veces, en público y en privado, prometió que pronto volvería a Venezuela, en cuanto fuera posible. Y quedaron pendientes de su palabra. El 31 de agosto por la tarde salió del aeropuerto de Caracas. Estaba muy contento de su estancia; pero, como decía bromeando sobre su condición física: Me voy como don Quijote de la Mancha: desmantelado el caballo |# 167|.

* * *

Desde el primer día en que pisó tierra americana, y a lo largo del periplo por Sudamérica, el Padre no cesó de repetir: he venido a aprender. Y tres días antes de regresar a Europa, el 28 de agosto de 1974, escribía al Cardenal Mario Casariego:

¡Cuánto he aprendido en América! Mi fe y mi piedad se han hecho más recias, más profundas, más josefinas, porque he descubierto con más claridad y con más hondura la figura de mi Padre y Señor, San José |# 168|.

Fue de hallazgo en hallazgo. No es que partiese de poco en la devoción al santo sino que el descubrimiento de la figura y talla espiritual de quien hizo las veces de padre del Señor en la tierra fue, al término de su vida, una generosa concesión del Cielo. Como decía a sus hijos en La Chacra, el Señor no me lo ha querido enseñar, hacer ver, hasta hace poco |# 169|. Sin embargo, el largo proceso de esta devoción se remonta, nada menos, que a su niñez. Cuando iba a casa de la abuela Florencia sabía que encima de una cómoda había una hornacina de madera estofada con una pequeña imagen de San José. Josemaría, niño, no alcanzaba a ver al santo y se aupaba de puntillas, agarrándose con los dedos al borde del mueble para atisbar la imagen y pedirle al santo alguna cosa. Desde entonces había regado su vida interior, y la historia del Opus Dei naciente, con recuerdos vivos y constantes del santo Patriarca |# 170|.

Al correr de los años, ese afecto y devoción fue creciendo "impetuosamente", pero tenía algunas "lagunas". San José —pensaba el Padre— no estuvo presente en el Calvario al tiempo de morir Jesús en la Cruz. ¿Cómo hacer para no echarlo de menos? En el Brasil, en un viaje en coche, encontró la solución. Haría sus veces, le supliría al pie de la Cruz, imaginando cómo se hubiera comportado de estar allí. ¡Qué dolor, qué amor el suyo a la Virgen y a Cristo! |# 171|. En la catequesis en América fue alfombrando de elogios y recomendaciones la devoción a San José:

Tiene, San José, un poder ¡grandísimo! con Dios Nuestro Señor —comentaba a sus hijos en Argentina— Hizo de padre. Escogido por Él desde la eternidad, ...con tanta perfección. Después de la Madre de Dios, no hay ninguna criatura humana más perfecta y más santa que José |# 172|.

Se lo imaginaba joven y bien plantado (¿Cómo iban a casar a una chica de quince o dieciséis años con un viejo?) Y veía, siempre juntos, a los dos Esposos haciendo compañía a Jesús Sacramentado:

Unidos a la Eucaristía, a la Madre de Dios, y a San José.. ¡No los separéis! Yo no lo entiendo..., no lo sé decir: pero, de alguna manera, hacen compañía en el Sagrario. De alguna manera... ¡inefable! Yo no lo sé decir |# 173|.

Durante su estancia en Chile, al entrar en el oratorio de la casa de retiros de Antullanca, vio un cuadro que le conmovió. Horas antes contemplaba, yendo en coche, los misterios gozosos del rosario y se imaginaba a San José, joven y guapo, acompañando a su Esposa a casa de Santa Isabel. Por primera vez veía un cuadro así: José acompañando a la Santísima Virgen |# 174|. Con sumo gusto recomendaba a sus hijos la devoción al santo Patriarca:

Ama mucho a San José, que es verdaderamente poderoso, si deseas adquirir vida interior. La vida interior consiste en tratar a Dios; y a Dios Nuestro Señor y a la Madre de Dios nadie los ha tratado con más intimidad que San José. Cuando me obligáis a repetirlo todos los días, en estas tertulias, yo gozo |# 175|.

La Sagrada Escritura —les decía en el Perú— cuenta muy poco de José; hay que quererle mucho y agradecerle que cuidara tan bien del Niño Jesús. Tendría un carácter lleno de fortaleza, de reciedumbre y de suavidad a la vez. En la liturgia se lee una cosa muy tierna: que San José cuidaba al Niño y lo abrazaba y lo besaba... ¡Qué bonito!... Como han hecho nuestros papás con nosotros |# 176|.

En el Ecuador vio varias representaciones devotas de San José con el Niño Jesús. Le llamó particularmente la atención un lienzo, decorado en oro, colgado en la pared del pasillo, enfrente de la entrada a su cuarto. Era un cuadro en el que se veía al Niño coronando a San José. Se puso muy contento. Lo halló muy bonito y muy teológico. Cada vez que pasaba por allí saludaba con un acto de amor. He tardado años en descubrir esa teología josefina y aquí no he tenido más que abrir los ojos y la he visto confirmada. Tanto apreciaba este descubrimiento que, estando ya en Venezuela, y volviendo atrás su memoria, les decía que aunque sólo hubiera sido por encontrarme con tantas imágenes de San José coronado por su Hijo, bien valía la pena mi viaje a Quito |# 177|.

Con mucha frecuencia repasaba el Padre estos recuerdos recientes del "cariño teológico" y del estirón que había dado su devoción al Patriarca, considerándose en deuda con quien es Maestro de vida interior. Por eso, cuando don Roberto, el Consiliario, sacó un día a conversación el construir una iglesia en Caracas, el Padre sugirió que podría llevar la advocación de San José o de la Sagrada Familia |# 178|.