4. Ejercicios de vida y de muerte

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Durante sus retiros anuales don Josemaría solía tomar nota de las inspiraciones recibidas de Dios y hacía relación de sus propósitos, con objeto de facilitar luego el dar cuenta de conciencia a su confesor. Algunos años, sin embargo, no hizo anotaciones; y las de otros, son breves. Dichas relaciones, que comienzan con el retiro de 1932 en el convento de San Juan de la Cruz, en Segovia, se recogen como Apéndices de sus Apuntes íntimos. Las últimas notas de estos Apuntes corresponden al retiro espiritual de febrero de 1944, en la casa de los PP. Paúles de la calle Fernández de la Hoz, en Madrid. A partir de ese momento don Josemaría no tuvo necesidad de preparar dichos informes, pues su confesor era don Álvaro del Portillo, que le acompañaba en todo momento.

La dolorosa "contradicción de los buenos" parecía, engañosamente, haber remitido en intensidad, ya que entre los escritos de 1943 y 1944 apenas se mencionan incidentes de ese género. Muy otros, sin embargo, eran los hechos. En una atenta consulta de la relación correspondiente a los ejercicios espirituales de don Josemaría, en febrero de 1944, encontramos el siguiente propósito:

¡Calma! Calma, para ver las cosas, las personas y los sucesos con ojos de eternidad. El muro que nos cierra el paso —humanamente hablando, es imponente—, en cuanto alzamos los ojos de veras al cielo, ¡qué poca cosa es! |# 96|.

El Fundador, por lo que a continuación refiere, sentía el urgente apremio de recobrar la serenidad y darse ánimos. Desde muy temprano, por la mañana, le perturbaban memorias violentas, que asaltaban tumultuosamente su imaginación, para desvanecerse luego en la neblina del pasado, distrayéndole en el rezo del breviario:

Consideraba, por distracción, mientras rezaba nona esta mañana —nos dice—, las luchas habituales de las sectas contra la Iglesia.

Agradecía a Dios nuestro Señor el consuelo de una bendición del Santo Padre, llena de cariño para la Obra, que el Papa encargó al P. Canal, O.P., que nos transmitiera. Y se agolpaban en mi alma sentimientos amargos, que no me quitan la paz, por el recuerdo de un mamotreto calumnioso, compuesto evidentemente por cierto aprendiz de Judas, algunos masonizantes y quizá algún clérigo, que muestran un odio tremendo contra la Obra y contra este pecador |# 97|.

La memoria se le disparaba y las evocaciones dolorosas le venían en cadena; un recuerdo tiraba de otro, según cuenta:

A esto se unía —también con actualidad—, en el subconsciente, la mala labor que está haciendo en Barcelona cierto religioso |# 98|. (Era éste un viejo sacerdote que, sin motivo alguno —dice el Fundador—, se despacha a su gusto contra la Obra, contra mí especialmente) |# 99|.

Tan revueltos andaban sus pensamientos, que le arrastraron al borde mismo de la congoja. Pero, al posar de nuevo don Josemaría la vista en el breviario, halló la paz y, detrás de ella, halló al Señor:

Todo lo dicho y el conocimiento de la situación del mundo y, concretamente de la situación de España y de los manejos de españoles que odian a la Iglesia de Cristo, me acongojó. Volví al rezo del oficio, y el primer versículo que hube de leer es aquel del salmo 58: "Et tu, Domine, deridebis eos: ad nihilum deduces omnes gentes". Me entró una alegría y una paz, que no son humanas. Seguí con el oficio. Más tarde, de repente recibí una ilustración interior, clara, evidente, llena de certeza: sin palabras, esto: "pero, criatura, ¿no sabes que soy Yo?" Y, al momento, el recuerdo claro de aquel versículo y la convicción de que el Señor, con esas palabras del salmo, ratificaba el "non praevalebunt": que nada han de poder contra la Iglesia: y que nada han de poder contra la Obra, que es instrumento de Dios, para servir a la Iglesia |# 100|.

En medio de aquella turbulenta atmósfera de renovada contradicción no tardaron mucho en salir a la calle las críticas contra don Josemaría, como predicador de ejercicios espirituales en las diócesis españolas. Su fama se había extendido por todo el país. Sus dotes oratorias eran, realmente, excepcionales; y su prestigio parecía invulnerable a cualquier clase de censuras. Era un orador sagrado extraordinario, que transmitía al auditorio su honda vibración interior. La fuerza, la sencillez y la expresión justa mantenían maravillados a quienes le escuchaban, ya fueran eclesiásticos o civiles. De Carlos Bousoño, un joven poeta que tuvo ocasión de conocerle en la Residencia de la Moncloa, contaban los amigos que, cuando asistía a sus meditaciones, rebullía en el oratorio, sin poderse estar quieto, y exclamaba: «¡Es un genio!, ¡un verdadero genio!» |# 101|. (En el fondo, la eficacia de su predicación, como bien sabía don Josemaría, no dependía de su lengua sino que residía en la gracia divina, y en las oraciones y mortificaciones que ofrecía por quienes iban a escucharle).

¿Por dónde pues podrían atacarle? Por donde menos cabía sospechar. Comenzaron a acusarle de predicar "ejercicios de vida" en lugar de los tradicionales "ejercicios de muerte" |# 102|.

Era entonces tradicional que algunos acentuaran la consideración de los novísimos en las meditaciones capitales de los ejercicios. Los temas centrales de la predicación llevaban derechamente a las postrimerías: muerte, juicio, infierno y gloria. De modo que el ejercitante aplicaba a ellas su meditación.

Pero aun siendo archisabido que la muerte acecha al doblar una esquina cualquiera, no por eso gusta la gente de que se lo recuerden con demasiada frecuencia, o que algún desaprensivo les eche de sopetón esa verdad a la cara. Y, ¿cuál será la reacción de los poderosos en semejante coyuntura?

Entre las muchas noticias recogidas en la famosa carta de marzo de 1946 —escrita a trocitos y de composición accidentada— hay unas palabras que acaso se deslicen inadvertidas entre el curso tumultuoso de los sucesos. Y son éstas: Me han encargado —escribe don Josemaría con fecha 26 de marzo— que dé ejercicios al jefe de Jesús |# 103|, durante la Semana de Pasión. Veremos qué sale |# 104|.

El me han encargado es una discreta alusión a la autoridad de don Leopoldo, que preparó los ejercicios espirituales que don Josemaría dio en el palacio de El Pardo a Franco y a su esposa, del 7 al 12 de abril de 1946 |# 105|. Salen a relucir aquellos ejercicios, con ocasión de una anécdota desconectada ya de los sucesos y circunstancias del pasado. En 1946, España vivía una paz muy frágil, amenazada por presiones del exterior. Ante el riesgo de nuevos conflictos, la nación cerró filas, a la defensiva, colocándose al lado de los poderes constituidos, y buena parte de todos los ambientes significativos prodigaba alabanzas y elogios a la figura del Jefe del Estado.

Y sucedió uno de aquellos días que el sacerdote preguntó a Franco:

— ¿Es que no ha pensado nunca, Excelencia, en que puede morirse en cualquier momento?

Pasaron unos días y, charlando don Josemaría con don Leopoldo, salió a relucir la conversación con Franco y don Leopoldo le interrumpió:

— «Usted no hará jamás carrera» |# 106|.

Pero volviendo ahora al hilo del discurso, la reacción más corriente al reflexionar sobre las postrimerías es la de una sacudida inevitable y, tras ella, el desasosiego al comprobar la fugacidad de la vida y lo corto que se hace el placer. Meditación de la que se servían no pocos predicadores con objeto de provocar un sobresalto en el alma, para encaminarla luego dócilmente a la conversión, convencidos de que cuanto más se reavivara el terror a la muerte y al infierno, tanto más fácil sería conseguir la enmienda.

Quienes acusaban a don Josemaría de desviacionismo, en cuanto al recurso de las postrimerías, esto es, de eliminar truculencias y evitar impresiones efectistas, no andaban muy desacertados. Por las notas que tomaron y conservaron toda su vida algunos que asistieron a los cursos de retiro predicados por don Josemaría, se ve que el sacerdote tocaba el tema de los novísimos de manera diáfana y con mucha sobriedad; pero, sobre todo, con notable libertad de espíritu y siempre de modo muy positivo, respetando los moldes tradicionales.

Don Ángel Suquía, que llegaría a ser cardenal arzobispo de Madrid, asistió a los ejercicios dados por don Josemaría en 1939 en el Seminario Diocesano de Vitoria, y describe en cuatro rasgos su "impresión" de aquella tanda. El predicador —dice— es «un hombre sobrenatural en todo». Su característica es ser «hombre de fe». Señala después algunos de los temas desarrollados, entre los que destaca la obediencia a los Superiores, «punto céntrico de sus ejercicios», impregnados del «amor a Cristo que respiraban todas sus frases» |# 107|.

En el clima sobrenatural creado por su palabra y sentimientos, metía don Josemaría aires de novedad, como observaba otro de los ejercitantes, un joven profesor universitario:

«Para mí fue como un nuevo descubrimiento; aunque ya llevaba bastante tiempo dirigiéndome con el Padre, me produjo una gran impresión ver que junto a los temas clásicos y fundamentales de toda meditación cristiana, se incorporaban a la vida sobrenatural las virtudes humanas, la alegría, la amistad, la generosidad, y sobre todo el trabajo como una parte de la vocación cristiana» |# 108|.

Don Josemaría trataba el tema de los novísimos con seriedad; sin pavores ni temor, con mesurada prudencia, de modo que el recuerdo que dejaba en la imaginación de los asistentes era de un sereno equilibrio. Sus palabras, al discurrir sobre la muerte o el juicio de Dios, iban siempre empapadas de esperanza en la vida eterna |# 109|.

Los "ejercicios de muerte", con su obligada secuela de crudas realidades, se basaban en buena parte sobre el hecho ineluctable de que la existencia del hombre se desprende, seca y muerta, del árbol de la vida. Jamás dejó don Josemaría de insistir en esta verdad. En Camino escribe:

¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día, la hoja caída serás tú |# 110|.

En los ejercicios, don Josemaría enfrentaba imaginativamente al participante con el juicio de Dios, despojándole antes de falaces recursos, para mostrar después el infierno que aguarda a los pecadores no arrepentidos. No escamoteaba estas verdades. No estaba en sus manos rebajar las tintas ni mitigar las consecuencias:

Hay mucha propensión en las almas mundanas a recordar la Misericordia del Señor. —Y así se animan a seguir adelante en sus desvaríos.

Es verdad que Dios Nuestro Señor es infinitamente misericordioso, pero también es infinitamente justo: y hay un juicio, y Él es el Juez |# 111|.

Hay infierno. —Una afirmación que, para ti, tiene visos de perogrullada. —Te la voy a repetir: ¡hay infierno! |# 112|.

Lo que realmente separaba los "ejercicios de vida" de lo que algunos llamaban "ejercicios de muerte" no era tanto la presentación de la descarnada realidad de las postrimerías como el modo de fundamentarlas. Para don Josemaría eran estímulos que animaban a crecer en amistad con Dios. Su raíz no era el miedo sino el amor filial que nos lleva a nuestro Padre-Dios |# 113|.

Cuando se le acusaba de dar "ejercicios de vida", apartándose de los métodos tradicionales, don Josemaría entraba en cuentas consigo mismo y exclamaba: — ¿Y de qué podría predicar yo sino de esa vida eterna a la que estamos llamados? |# 114|.

Trataba de presentar la muerte sin espantos, con objetividad, como paso obligado por Dios, que espera a los suyos a la otra ribera de la existencia. Rasgaba así el sudario tremebundo con que se suele embozar a la muerte, para mostrarla, en cambio, en su justo sentido y proporción:

No tengas miedo a la muerte. —Acéptala, desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera. —No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre-Dios. —¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte! |# 115|.

El buen cristiano, llegada su última hora, ha de revestirse de esperanza, de paz y de alegría. Y cuenta un testigo que en 1942, dando el Padre un curso de retiro a gente joven de la Obra, les recordaba el reciente fallecimiento de Antonio Moreno, uno de los primeros miembros del Opus Dei en Valladolid. Todos presenciaron con estupor que, dirigiéndose al Señor en el sagrario, don Josemaría le decía con confianza: Aquí nos tienes, escoge a los que quieras llevarte |# 116|.

Después de la muerte viene el juicio. El predicador inspiraba entonces en el ejercitante arrepentido aquel rayo de luz con que el Obispo de Ávila, don Santos Moro, consoló a don Josemaría en momentos de tribulación, en 1938, cuando le afligía pensar en la estrecha "cuenta" que le pediría Nuestro Señor:

«No, para ustedes —le escribía el Obispo— no será Juez —en el sentido austero de la palabra— sino simplemente Jesús» |# 117|.

Porque, ¿qué otra cosa viene a ser la muerte sino tránsito a la Vida donde nos espera el Juez con los brazos abiertos, si hemos perseverado en su amistad?

* * *

Hasta aquí lo que es posible conocer acerca del predicador, guiándonos por los testimonios de quienes acudían a sus cursos de retiro, que son centenares. Pero, sólo por sus anotaciones personales sabemos algo de sus más íntimas actividades ascéticas; por ejemplo, los propósitos que hizo en su retiro de febrero de 1944:

Hasta ahora, con frecuencia he tenido un consolador recuerdo de la muerte. Decía: ¿morirse? ¡qué comodidad! En lo sucesivo, siquiera una vez al día me pondré en trance de muerte, para ver con esa luz los sucesos de la jornada. Tengo buena experiencia de la paz que esa consideración produce |# 118|.

Por aquellos días de 1944, le venían en tropel a la memoria los insuperables obstáculos de los comienzos; y por su mente desfilaban soledades y fatigas de cuando intentaba abrirse camino, recién fundado el Opus Dei. Luego, pasados los años de fundador solitario, cuando ya había logrado reunir un puñado de seguidores, Dios le puso a prueba. Él, que es Señor de la vida y de la muerte, se llevó consigo algunos de ellos. De estas muertes se consolaba con el pensamiento de que tenía intercesores en el cielo |# 119|, aunque más de una vez se sintió impulsado a tomar la pluma y consignar por escrito sus tristes reflexiones:

Con ocasión de la muerte de José María y Luis, me entraron —por cobardía— deseos de morir. ¿Por qué no me he de morir yo? Y veía la muerte, a pesar de la carga de mis pecados, como una solución. —Lo rechazo: ya sabes, Dios mío, que la acepto cuando y como quieras |# 120|.

Estaba familiarizado con la muerte, en quien veía una buena amiga que nos facilita el andar nuestro camino |# 121|. Y de su meditación sobre la muerte, durante el retiro espiritual de 1935, es esta cruda consideración:

= Muerte = No la temo. Es mi amiga. Procuraré servirme de ella, con frecuencia, asomándome a mi sepultura: y allí veré, oleré y palparé mi cadáver podrido, de ocho días difunto. Esto, de modo especial, cuando el ímpetu de mi carne me perturbe |# 122|.

Esta resolución quedó confirmada con un propósito hecho en 1944. Todas las noches, hasta la última que pasó en la tierra —refiere Mons. Álvaro del Portillo—, decía: «Señor, acepto la muerte cuando quieras, como quieras, donde quieras. Y después se dormía tranquilo» |# 123|.

* * *

El tono de sana vitalidad, que caracterizaba a don Josemaría como director de ejercicios espirituales, era producto de su elaboración de moldes nuevos. Permitía que fluyeran, libremente, los actos de fe y de esperanza, y el fuego del amor de Dios que llevaba dentro. Pensamientos risueños, que situaban a los asistentes en un contexto afirmativo, en contraposición a la desesperanza:

¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar? |# 124|.

Su grato acento de optimismo frente a la vida, de serenidad ante la muerte, y de esperanza en el más allá, proceden de un continuo ejercitar el alma en la contrición perfecta; derivan de su "dolor de Amor". Concepto que aparece con frecuencia en las páginas de sus Apuntes, como indicio inequívoco de las rutas que sigue en su vida interior:

No olvides —había escrito en Camino— que el Dolor es la piedra de toque del Amor |# 125|.

El auténtico Amor arranca ese ejercicio de compunción que se manifiesta en el aborrecimiento del pecado:

Dolor de Amor. Porque Él es bueno. Porque es tu Amigo, que por ti dio su Vida. Porque todo lo bueno que tienes es suyo. Porque le has ofendido tanto... Porque te ha perdonado... ¡Él!... ¡¡a ti!! Llora, hijo mío, de dolor de Amor |# 126|.

Como todo mortal, experimentaba don Josemaría el peso de la naturaleza caída, se sentía sujeto al agravio del pecado; el cual, por leve que sea, supone un impedimento entre el Señor y el alma enamorada. ¿Qué vehemente impaciencia de liberación no experimentaría el Fundador cuando escribió aquellas, ya comentadas, palabras?:

Querría, Señor, querer, de veras, de una vez para siempre, tener un aborrecimiento inconmensurable de todo lo que huela a sombra de pecado, ni venial. Querría una compunción como la tuvieron quienes más Te hayan sabido agradar |# 127|.

De muy atrás venía pidiendo, por intercesión de Nuestra Señora, el bien preciadísimo de una perfecta contrición:

Es justo, dulce Señora, que me hagas un regalo, prueba de cariño: contrición, compungirme de mis pecados, dolor de Amor... Óyeme, Señora, Vida, Esperanza mía, condúceme con tu mano —tenuisti manum dexteram meam!...— y si algo hay ahora en mí que desagrade a mi Padre-Dios, haz que lo vea y entre los dos lo arrancaremos |# 128|.

Esto pedía en 1932, haciendo su retiro en el convento de los Carmelitas Descalzos de Segovia. Años después, seguía implorando con insistencia a Nuestra Señora ese dolor de Amor, cuando un día se sintió arrebatado haciendo oración:

Madre mía, Señora: besé el suelo, me persigné —después de gritar nuestro "serviam!"— en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y te recé el "Acordaos"... Me distraje: volví a estar en la oración, y sé que me has oído. ¡Madrecica!: otra vez te invoco, ahora, al escribir en el papel. Tú sabes bien lo que necesito. Antes que nada, dolor de Amor: ¿llorar?... O sin llorar: pero que me duela de veras, que limpiemos bien el alma del borrico de Jesús. Ut iumentum!... |# 129|.