26 de junio de 1975

“Tiempo de caminar”, libro de Ana Sastre sobre el fundador del Opus Dei.

Un sol ardiente se abate sobre las calles de Roma. Faltan pocos minutos para las ocho de la mañana y el Padre está celebrando la Santa Misa en el oratorio de la Santísima Trinidad. Le ayuda don Javier Echevarría. Salve Sancta Parens ... Salve Santa Madre... se oyen espaciosas las palabras que la Iglesia dedica a la Virgen. El día tiene la nitidez propia de un cuadro de Fra Angelico. Pocas fechas antes, el Fundador ha comentado a los alumnos del Colegio Romano:

«Tengo la devoción de celebrar frecuentemente -cuando lo permite la liturgia- la Misa de la Santísima Virgen; me parece que os lo he dicho alguna vez. Y hay una vieja oración, en la que el sacerdote pide la salud mentis et corporis , y después la alegría de vivir. ¡Qué bonito!»(22).

A las nueve y media sale de Villa Tevere el coche que conduce a Monseñor Escrivá de Balaguer, don Álvaro del Portillo y don Javier Echevarría, a Castelgandolfo. Falta poco para que el Padre emprenda un viaje a España y quiere, antes de salir de Roma, despedirse de sus hijas en la Residencia Internacional Villa delle Rose . Nada más abordar la carretera empiezan a recitar los misterios gozosos del Rosario. El saludo de Gabriel; el brío de María cruzando la montaña ante la Buena Nueva; la Palabra de Dios ha plantado su tienda entre los hombres... Se acompasan las Avemarías con el sonido del motor. Allá queda Via Salaria, desde donde se alcanza a ver Cavabianca : «Podríamos ir esta tarde... »(23), dice el Padre. La autopista de circunvalación y, por fin, la Via Appia. A las diez treinta, llegan al Colegio Romano de Santa María. El lago de Albano tiene hoy una calma inmóvil. Esperan a la puerta del garaje algunas profesoras, que le saludan al descender del coche. Trae unos regalos para las alumnas: un pequeño adorno para la casa y unos dulces. Antes de seguir pasa por el oratorio, se arrodilla pausadamente en el presbiterio y saluda al Señor de la casa. Sube hacia el «soggiorno» hablando, de camino, a cuantas alumnas encuentra: Agatha, vestida con el traje nacional de Kenya, Liz, de Estados Unidos, y una que ha llegado de Filipinas. Este año viven en Villa delle Rose personas de los cinco Continentes.

Un cuadro preside el cuarto de estar: es la Virgen con el Niño que perteneció a doña Dolores Albás y fue testigo de sus últimas horas. El Padre le envía una mirada afectuosa: es un recuerdo de muchos años. Una imagen dulce y sonriente que ha acompañado una buena parte de la historia del Opus Dei. Después se sienta junto a la chimenea y espera que se acomoden todas.

«Tenía muchas ganas de venir. Estamos terminando estas últimas horas de estancia en Roma para acabar unas cosas que tenemos pendientes; de modo que ya, para los demás no estoy sólo para vosotras»(24).

Les habla del aniversario de la ordenación de los tres primeros sacerdotes de la Obra, que han celebrado el día anterior; y de los cincuenta y cuatro que van a recibir este año el sacerdocio.

«Cincuenta y cuatro: parecen muchos (...). Sin embargo, son muy pocos: enseguida desaparecen. Como os digo siempre, esta agua de Dios que es el sacerdocio, la tierra de la Obra la bebe corriendo: desaparecen enseguida». (25)

Y entonces, les pide que ayuden también ellas desde su condición laical pero con alma sacerdotal. Metidas en el tráfago temporal como cosa propia, pero santificando, elevando las realidades temporales al orden de la gracia. Este es un sacerdocio real, distinto del ministerial, mediante el que los no ordenados pueden cristianizar el mundo.

Habla durante veinte minutos y siente tener que marcharse pronto, pero se encuentra un poco mareado; tal vez, porque el calor ha pegado fuerte sobre la carretera al venir desde Roma. Bromea sobre ello y pasa unos minutos a un despacho para recuperarse. No pide más que un vaso de agua. Tras esta brevísima pausa, baja hacia el coche y sigue poniendo la nota de buen humor por la casa. Se despide del Señor en el oratorio y entra en el coche. Todavía tiene tiempo de excusarse por no haber prolongado más su visita:

«Perdonadme, hijas, por la lata que os he dado (...). Hijas mías, adiós»(26).

El coche rueda por la carretera a las once y veinte de la mañana. Durante el regreso se le nota cansado, pero sereno y contento. Sigue la conversación con toda normalidad y, a punto de dar las doce, entran en Villa Tevere . Desciende con rapidez y saluda a los que están abriendo las puertas. Al entrar en la casa, va hacia el oratorio y saluda con genuflexión pausada y sin palabras. Quizá dirá interiormente y del modo habitual: Adoro te, devote, laten deitas .... «Te adoro, divinidad escondida... ».

Sube en el ascensor hasta el segundo piso, donde se encuentra el despacho de don Álvaro, que es también el cuarto donde suele trabajar el Padre. Monseñor Escrivá de Balaguer camina hacia la puerta, se apoya en el quicio: un cuadro de la Virgen de Guadalupe aparece colgado sobre la pared de la izquierda. Apenas una mirada breve, como suele hacer siempre... Y llama con voz débil a don Javier, que está todavía cerrando las puertas del ascensor. Después se desploma en el suelo.

Don Álvaro, que ha llegado inmediatamente, le sostiene con sus brazos. Todavía respira, pero es evidente la gravedad, y se oye la voz de este hijo mayor que recita, entrecortadamente, las palabras de la Absolución y de la Extremaunción.

Han transcurrido sólo unos segundos cuando llegan los médicos. Durante una hora y media larga pondrán en juego todos los medios humanos para retener la vida en ese cuerpo que no responde a ningún estímulo: oxígeno, masaje cardíaco, medicamentos. Todos rodean la escena estremecidos. El Fundador yace, exánime, en el suelo de esta habitación donde ha consumido su vida de trabajo. Sobre una librería corrida, que ocupa la mitad de la pared, un Crucifijo preside la escena. En la mente de todos hay un ofrecimiento implícito: la vida a cambio de los latidos de este corazón que acaba de romperse para siempre.

Mientras esperan contra toda esperanza, a las doce cuarenta y cinco, don Álvaro llama a las personas que forman el Gobierno Central de la Sección de mujeres y pide que recen con mucha intensidad por algo muy urgente. En los oratorios, sin saber cuál es el motivo, se reza intensamente en silencio.

Poco después, a las dos menos cuarto, vuelve a llamar para decir que el Padre acaba de morir. La noticia, como un reguero de hielo, cruza la casa. Inmediatamente se informa a la Secretaría de Estado de la Santa Sede, para ponerlo cuanto antes en conocimiento del Romano Pontífice, y, unos minutos más tarde, se transmite a los Centros de Italia y de todo el mundo. El estupor es absoluto. Nadie hubiera podido imaginar que una actividad tan grande podía encontrarse tan pronto con la muerte. Porque el Padre caminaba por sus setenta y tres años con el vigor de la juventud, aunque muchas veces le acechase el cansancio. Pero volvía a la carga, con la misma jovial intensidad. La mayor parte de sus hijos le han conocido personalmente; han recibido de sus labios una palabra de cariño, de estímulo, de claridad. Todos se apoyan en la fortaleza de su espíritu, de su buen humor imbatible. Y este hecho inesperado ha tenido lugar en unos minutos. En el despacho de don Alvaro, un grupo de hombres llora serenamente sin apartar los ojos de esa figura tendida que viste su traje sacerdotal. Una paz inefable modela sus rasgos. Recuerdan que la Virgen de Guadalupe recibió, allá en Jaltepec, junto a la laguna de Chapala, el deseo apasionado del Padre: «Quisiera morir así: mirando a la Virgen Santísima y que Ella me entregase unaflor... »(27).

Apenas le ha enviado un saludo, nublado por la muerte, y el alma de Monseñor Escrivá de Balaguer cruza el umbral de la eternidad.

Hoy precisamente, se cumplen treinta y un años del día en que don Alvaro le impartiera la primera absolución después de ser ordenado sacerdote. También las manos consagradas de este hijo suyo han firmado el perdón, en este 26 de junio de 1975.

A excepción de las pocas personas que han permanecido en el despacho, ayudando las indicaciones de los médicos, el resto se encuentra repartido por los oratorios o en una sala próxima a la habitación donde se ha intentado reanimar al Padre. Cuando todo ha terminado, don Alvaro sale, sereno pero destrozado por el dolor, y les invita a entrar para que puedan rezar ante los restos del Fundador. Uno a uno, van acercándose. Después, colocan el cuerpo sobre una tabla cubierta con una colcha blanca. Los hombres que forman parte del Consejo General de la Obra en Roma, alzan este sencillo catafalco en sus brazos, para transportarlo con infinito cuidado por los pasillos de Villa Tevere hasta el oratorio de Santa María de la Paz, donde se instalará la capilla ardiente. La casa está invadida de un silencio impresionante. Pasillos, escaleras, «cortili»... hasta las paredes parecen escoltar el cortejo en este repentino adiós. Cuántas veces el Padre ha repetido: «Estos muros parecen de piedra, pero están hechos de amor»(28). Por el esfuerzo, la fe y la esperanza que ha costado levantarlos. Va tendido con la sotana negra. Los pies calzados. Las manos cruzadas sobre el pecho. El gesto en una entrega de total serenidad.

Sobre un paño negro, cubierto también por una sábana blanca, se deposita el cuerpo al llegar al oratorio. Inmediatamente después, le revisten con los ornamentos sacerdotales: alba de encaje, casulla roja con el sello de la Obra. En las manos, el crucifijo que sostuvo San Pío X a la hora de la muerte.

Don Álvaro del Portillo celebra la primera Misa de corpore insepulto. Se preparan los mejores ornamentos y vasos sagrados que hay en la casa. A pesar del intenso dolor, todos sienten la seguridad de que Monseñor Escrivá de Balaguer ha llegado a los brazos de Dios. El cáliz es el que conmemoró los cuarenta años de la Fundación de la Sección de mujeres de la Obra; la palia, con el dibujo del Buen Pastor, regalo al Padre en sus Bodas de Oro sacerdotales. A partir de este momento, se sucederán los sacerdotes celebrando ininterrumpidamente Misas de Requiem. Las palabras de la liturgia suenan consoladoras y serenas: «Dales Señor el descanso eterno, y brille sobre ellos la luz perpetua». «Bienaventurados los que mueren cerca del Señor, porque sus obras les acompañan... ». El oratorio de Santa María de la Paz brilla como un ascua. Al fondo, la Virgen sostiene al Niño en actitud tranquila. Y allí, en el suelo, la quietud del Padre que estrecha en el dolor esta fraterna unidad de corazones...

Empiezan a llegar personalidades eclesiásticas y civiles. Monseñor Benelli, Sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano, es portador del afecto y sentimiento del Papa. Cardenales, Obispos, sacerdotes, embajadores, profesionales, obreros y un sin fin de miembros de la Obra, Cooperadores y amigos. La prensa hace su aparición en grupos sucesivos. Don Álvaro los recibe a todos. A pesar de la intensidad de los acontecimientos, atiende a todo el mundo. Siempre encuentra una palabra de afecto. Santiago Escrivá de Balaguer y su mujer, acompañados por los hermanos de don Álvaro del Portillo, llegarán hacia las once y media de la noche. Durante toda la noche los miembros del Opus Dei velarán al Padre. Todos dejarán, entre sus manos, el más hondo y entrañable propósito de fidelidad.

Un periodista que hasta hoy no ha comprendido muy bien la Obra, escribe:

«Permanecimos unos momentos contemplando la escena solemne, sobrecogedora, cargada de emoción. En los reclinatorios, dispuestos perpendicularmente respecto al altar, los residentes en la casa y algunos llegados de fuera, seguían el Santo Sacrificio con las miradas clavadas en el rostro pálido, extraordinariamente sereno, del Fundador. Algunos hacían un esfuerzo visible para contener las lágrimas. No había ataúd, y el cuerpo estaba tendido, sencillamente, sobre un lienzo blanco: more nobilium , como se dice en Roma: o sea, a la usanza de los nobles que, enaltecidos en vida, se humillan ante la muerte y renuncian a catafalcos»(29).

El día 27 de junio, hacia las doce, don Álvaro del Portillo, en uno de los breves ratos que le permite su atención a cuantos reclaman su consejo, se aproxima al Padre. Toma tres rosas rojas de las que rodean el cuerpo, y las deposita a los pies del Padre mientras los besa y recita en latín las palabras de San Pablo: «¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian el bien!»(30).

La hora de la Misa exequial solemne está fijada para las seis de la tarde. El entierro será en la Cripta de Santa María de la Paz, dentro de la Sede Central del Opus Dei. El coro del Colegio Romano de la Santa Cruz interpreta la antífona In paradisum y el Himno de Zacarías. Don Álvaro preside el cortejo, y el féretro se carga a hombros de seis miembros de la Obra.

«Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre» (31).

Se accede a la Cripta descendiendo una empinada escalera que se abre en el oratorio de Santa María, junto al presbiterio. A la entrada de la Cripta, en la pared de la derecha, hay una lápida escrita en latín que el Padre hizo colocar:

«Esta Cripta fue construida en perpetua memoria de todos los difuntos del Opus Dei, para que los que en ella duermen en el Señor -sin que por esto hayan de considerarse distinguidos por un privilegio especial- muevan suavemente nuestro espíritu al santo y saludable recuerdo de nuestros hermanos de las dos Secciones que, en espera de la resurrección, reposan por todas las regiones de la tierra; y nos induzcan a elevar a Dios fervientes oraciones para que, revestidos de cuerpo inmortal, nos alegremos juntamente con ellos en el Cielo; y, consumados en la unidad, nos deleitemos con goces sempiternos; teniendo siempre presente que nadie será coronado si no hubiere combatido con valor. Rogad, pues, por todos nuestros difuntos. Salud para siempre en Cristo»(32).

La arquitectura románica del recinto hace sonreír a sus imágenes desde la ingenuidad de la piedra. En el centro, elevada a pocos centímetros del suelo, la losa de mármol verde oscuro que hoy se ha retirado para dejar paso a los restos de Monseñor Escrivá de Balaguer. El techo de la antecripta muestra un artesonado lleno de luceros.

Unas cuerdas gruesas dejan caer lentamente el ataúd. Van a cerrar la tumba obreros que han construido Villa Tevere , Cavabianca y Villa delle Rose . Están emocionados, llorando. Cuando acaban su trabajo, la losa cubre, definitivamente, la sepultura del Padre. El sello de la Obra y dos fechas: 9-1-1902 y 26-VI-1975, delimitan el tiempo de una vida que no tuvo límites para el amor de Dios y del mundo. Con letras de bronce queda escrito, sobre la lápida, su mejor título: EL PADRE. En la intimidad de las mujeres y de los hombres del Opus Dei empieza a desbordarse la ayuda espiritual del Fundador, que ahora tiene -por su intercesión ante Dios-, más que nunca, audiencia libre en todos y cada uno de sus hijos.

Mientras tanto, la noticia ha cruzado la tierra. Se ha intentado comunicar por teléfono, en los primeros momentos, con los miembros de cada país. Pero las demoras imponen la expedición de telegramas.

En Australia se conoce el hecho durante la madrugada del 27 de junio. En Alemania, Francia y Austria el teléfono suena a las cinco de la tarde del día 26. La primera zona de Sudamérica que recibe la notificación es Ecuador, a las 3,45 de la tarde, cuando en Roma apuntarían las diez de la noche. En algunos casos, unos países se hacen cargo de comunicar con los más inmediatos. Así, Montreal puede hablar con Nueva York antes de que llegue la noticia de Roma. Lo mismo ocurre con Suiza. En Japón, no podrán enterarse hasta la mañana del día 27. Argentina, Paraguay y Uruguay lo saben casi al mismo tiempo. Dublín también sufre retraso hasta el día 27. Y Londres se entera a través de una llamada particular que ha llegado de España. Bruselas, Portugal y Brasil conocen la muerte del Padre el mismo día veintiséis. Las respuestas serán inmediatas. Así es la de Kenya:

«Ahora nos vamos a descansar, pero con el corazón vigilante en Roma, velando con vosotros a nuestro Padre. Y nos hacemos miles de preguntas que tendrán que esperar unos días a saber la respuesta: ¿a qué hora murió?, ¿qué dijo?, ¿estaba enfermo?, ¿qué pasó? (...). Inmediatamente empezarán las Misas por el eterno descanso de su alma. ¡Día de gran fiesta en el Cielo!»(33).

Una vez que Radio Vaticano se hace eco del fallecimiento, el mismo día 26, la noticia es ya oficial y del dominio público. Las cartas de personalidades de las letras, de las artes, de las ciencias y de multitud de gentes sencillas, se amontonarán en Villa Tevere .

El sábado 28 de junio a las once de la mañana tendrá lugar el Funeral solemne en la Basílica de San Eugenio de Roma. Unas horas antes, ha llegado a Bruno Buozzi un nuevo telegrama del Santo Padre Pablo VI, reiterando su oración por el Fundador de la Obra, con la persuasión de que era un alma especialmente elegida y amada por Dios. También don Álvaro del Portillo recibe una carta personal del Vaticano escrita en nombre de Su Santidad.

Desde las diez de la mañana, empieza a llenarse la Basílica de San Eugenio. En la presidencia, don Álvaro del Portillo. Asisten Monseñor Benelli en representación del Papa y también los Cardenales Violardo, Ottaviani, Fürstemberg, Baggio, Palazzini, Mozzoni, Aponte y Casariego. Obispos, sacerdotes y superiores de Ordenes y Congregaciones religiosas.

Los bancos y espacios libres de la iglesia se encuentran repletos. Todos cuantos han conocido el espíritu del Padre acuden a esta despedida oficial. El público reza, sigue la liturgia con piedad, paladea despacio las oraciones de la Misa de Requiem que la Iglesia Católica eleva por los que han llegado ante el juicio de Dios. Durante algunos momentos, el organista pulsa notas de canciones que el Padre ha lanzado al viento por muchos caminos. Canciones con sabor de Navidad en las laderas del Somontano; canciones de amor humano a lo divino; notas que hablan de soles y trigos, de nieves y amaneceres; de paz y coraje. No existe el protocolo para este recuerdo que es, fundamentalmente, entrañable. Por eso suenan, en su Funeral, las alegrías que ha llevado en el alma y que ha dejado, como mejor testamento, a sus hijos.

Cuando don Mario Lantini, Consiliario del Opus Dei en Italia, tiene que pronunciar unas palabras, incoa su homilía con esta afirmación de recia esperanza que el Padre repetía en la Pascua de Resurrección:

«Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte (...), del dolor y de la angustia» (34)

Y así es. También hoy, por encima del dolor, brilla el espíritu de la resurrección. Por eso, cuando termina la ceremonia, esta multitud que llena sus naves sale al sol romano sin angustia, con la alegría de una buena nueva; algunos con una rosa roja que han recogido del altar donde se han pronunciado las palabras litúrgicas: «la luz que brilla para siempre».

Mientras, en la Cripta de Santa María de la Paz ha empezado un desfile de visitantes que ya no cesará en los años venideros. Muchos envían rosas a la tumba de un hombre que sólo ha deseado una cosa: hablar de Dios, hacer la santidad asequible, desligarla de imposibles y meterla en las incidencias cotidianas de los cristianos. Y clamar por la exigencia grande y maravillosa de la llamada de Cristo a los hombres. Esta es, en silencio, su última catequesis.

La prensa publica, pocas fechas después de su muerte, multitud de artículos sobre el perfil humano y sobrenatural del Fundador, sobre las dimensiones y finalidades del Opus Dei.

Así, las palabras del Cardenal Ugo Poletti, Vicario General de Roma: «La Diócesis de Roma debe mucho a tantos Fundadores de Institutos Religiosos, Asociaciones y actividades apostólicas que se han desarrollado en la Urbe. Monseñor Escrivá de Balaguer, personalidad de una inagotable riqueza espiritual, se suma a esta admirable serie de hombres de Dios»(35)

Y las del Cardenal primado de España, Marcelo González Martín, Arzobispo de Toledo:

«Me he preguntado cuál sería el secreto de este gran sacerdote del Reino de Cristo en la Iglesia de nuestro tiempo. Y he aquí la reflexión que hago a raíz de su muerte, que hirió su corazón con un movimiento brusco y suave a la vez, como eran los suyos propios. ¡Cuánto ardimiento en aquel hombre excepcional que se pasó la vida sin conocer el sosiego, ni siquiera el que proporciona a tantos otros la última enfermedad! »(36)

Y las frases del periodista español Manuel Aznar:

«No recuerdo a nadie que, con tanta espontaneidad, con naturalidad tan admirable, uniera en un solo haz lo natural y lo sobrenatural; Dios y el hombre; el hombre y Dios. Esa dificilísima empresa de tener presentes las inspiraciones sobrenaturales en medio de las más menguadas trivialidades de la humana existencia, se cumplía en el Fundador del Opus Dei sin la menor apariencia de esfuerzo, sin rechinamientos a la hora de ajustar las inquietudes del más allá con las realidades del más acá»(37).

Y Raffaello Cortesini, Catedrático de Cirugía Experimental de la Universidad de Roma:

«Al recordar el limpio ejemplo de coherencia humana y de virtudes sacerdotales del Fundador del Opus Dei, creo un deber subrayar -precisamente cuando la sociedad civil y la eclesiástica están sometidas a todo tipo de tensiones- cómo Monseñor Escrivá de Balaguer ayudó a cuantos le conocían a descubrir que el camino de la verdadera libertad y del respeto a la legítima autonomía de cada persona es una premisa indispensable para el encuentro con Cristo, para reconocer a Jesús que pasa a nuestro lado »(38).

Y el Cardenal Sebastiano Baggio:

«El quiso que este camino trazado para sus hijos espirituales, en una síntesis fascinante, sin fracturas y sin diafragmas, de lo que es ser hombre y de lo que es ser cristiano, se titulase "De la Santa Cruz y del Opus Dei". "El Señor -confiaba a los suyos en una de sus homilías- se nos manifiesta cada vez más exigente, nos pide reparación y penitencia, hasta empujarnos a experimentar el ferviente anhelo de querer vivir para Dios, clavado en la Cruz juntamente con Cristo". En medio de dificultades, de contradicciones, de incomprensiones y de hostilidades, era este ferviente anhelo lo que alimentaba la contagiosa serenidad y el inquebrantable optimismo de Monseñor Escrivá de Balaguer»(39).

Y el Cardenal Sergio Pignedoli:

«Por eso lo siento muy próximo, como alguien de la familia. Me vienen a la memoria las palabras de San Juan Crisóstomo ante la muerte de un amigo queridísimo: "Te amamos y te pedimos. Tú ya no estás donde estabas, pero estás en cualquier sitio en donde nosotros estemos"» (49).

Las basílicas, iglesias y catedrales del mundo, acogen estos días una multitud. La misma que había acudido a verle y escucharle otras veces. Ahora vienen a rezar por este sacerdote que pertenece ya al acervo del Catolicismo. A la raza -como él repetía-, única raza, de los hijos de Dios.