2. Muerte de tía Carmen (1957)

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Carmen, la hermana del Fundador, murió en Roma el 20 de junio de 1957. Murió romana, hecha al espíritu del Opus Dei, por voluntad de servicio. Por vez primera fue a la Ciudad Eterna en abril de 1948, a petición de su hermano Josemaría, para echar una mano a las mujeres que atendían el piso de Città Leonina. De nuevo recurrió a ella en 1952 —lo hemos visto— para sacar adelante Salto di Fondi. Fue una ocasión más de prestar su abnegada colaboración en los apostolados de la Obra. Le tocó asistir a los trabajos de acondicionamiento de la vieja casona de la finca; aislada, sin agua potable, sin teléfono y sin otros servicios. Un año más tarde estaba ya habitable Salto di Fondi y los alumnos del Colegio Romano pudieron utilizarlo normalmente.

Pero Carmen y Santiago no se volvieron a España. Decidieron quedarse en Roma. Santiago para trabajar como abogado; y Carmen para acompañar a su hermano menor y estar disponible, si es que alguna vez la Obra necesitara de nuevo su ayuda. Vivían los dos en un pequeño chalet de via degli Scipioni y los cuatro años que allí pasaron fueron, indudablemente, de los más felices de su vida. Rodeada del cariño de sus sobrinos y sobrinas, los días transcurrían plácidos y felices para Carmen, siempre ocupada en algo y sin un momento en que sentirse sola. Carmen, que en su juventud renunció al matrimonio en favor de la Obra, estaba de hecho integrada en una familia numerosísima. A sus cincuenta y tantos años se le escapaba el afecto hacia los sobrinos. Pero no por igual; tenía sus preferencias y éstas no eran siempre fáciles de adivinar. Había momentos en que sufría, al ver que tenían que arrancarse de su lado, tal vez para siempre; y le venía uno de esos prontos tan característicos: «No quiero conocer absolutamente a nadie más, decía. Porque los conoce una, empieza a quererlos y luego se los llevan a América» |# 32|.

Las relaciones con su hermano Josemaría eran de profundísimo cariño, aunque velado con recato. Este comportamiento, reservado por ambas partes, venía de tiempos de la Abuela, cuando doña Dolores ya se había hecho a la idea de que pocas veces vería a su hijo, a pesar de vivir en la misma casa. Carmen tardó muchos años en acostumbrarse a aceptar el sacrificio de su hermano. (Cuando se refería a don Josemaría hablaba de mi hermano; y, si se refería al pequeño, decía Santiago). La actitud de despegue con su familia, que era un sacrificio exigente, meditado y voluntario por parte del Fundador, costó muchas lágrimas a Carmen, que no era nada propensa a lloriqueos sentimentales a sus cincuenta y tantos años, cuando se ocupaba de los primeros centros de la Obra en Madrid. Ahora, en Roma, su corazón estaba más sereno y podía abrirlo a sus sobrinos: «Al principio yo lloraba mucho, cuando viviendo en Diego de León pasaba un mes sin ver a mi hermano. Ahora ya me voy acostumbrando, porque él dice que tiene que dar ejemplo» |# 33|.

Era tía Carmen mujer de sana y fuerte constitución, con buena estatura y presencia. Tenía el cabello y los ojos oscuros; el gesto suelto y decidido; la mirada bondadosa y la boca fina y enérgica. Su conversación era fácil y agradable; pero nunca locuaz. Se expresaba con chispeante desenvoltura y en sus observaciones resultaba aguda y atinada, directa y sincera |# 34|.

El villino que ocupaba en via degli Scipioni con su hermano Santiago era una morada alegre, que pronto se convirtió en sede de tertulias y reuniones; unos días con sus sobrinos, y otros con sobrinas. Por la casa se paseaba el Chato, perro de presa, noblote y de buena raza. (En Madrid había tenido Carmen otros perros —Chuchi y Pistón—, más vivarachos pero de menor volumen). Sentía la naturaleza. En su cuarto de costura tenía una gran pajarera, que quitaba de en medio si venía alguien de visita, para verse las caras. Como la Abuela, Carmen tenía flores en el jardín; enviaba rosas a los oratorios de la Obra y cultivaba fresas en la terraza. Como la Abuela, velaba por la salud de todos. Les daba de merendar: pasteles, dulces, croquetas; en ocasiones señaladas, enviaba a los Centros bombones o caramelos. Cuando se despedían de ella para marchar al extranjero, solía dar a sus sobrinos algún objeto de regalo. Recuerdos esparcidos por todo el mundo: Lisboa, Madrid, Londres... Instalados en Roma, Carmen y Santiago se habían traído de España algunos objetos de familia que daban calor de hogar, remontando blandamente la memoria hacia el pasado. De Madrid procedía el dechado de la abuela Florencia: una labor de aguja del pasado siglo, doctorado de las jóvenes educandas. Y en el comedor de la Villa Vecchia, en una vitrina tapizada de terciopelo anaranjado, había copas, vasos, una ponchera de buen cristal y plata, y otros objetos de cristal o cerámica. Era todo lo que se había salvado de los juegos de vajilla en casa de doña Dolores. Entre ellos tres platos de loza amarilla, con bordes floreados y centros de hojas en relieve. ¿Cuánta natilla, merengue y arroz con leche no habían pasado por ellos?

A Carmen, activa, amante del trabajo, del orden y de la limpieza, le acechaba un mal oculto que estaba mermando sus fuerzas. Nadie se percató de ello hasta poco antes de la Navidad de 1956. Se sentía débil, sin poder remontar la fatiga; ella, mujer siempre tan animosa y resistente. Padecía inapetencia y con frecuencia le venían mareos. En pocas semanas desmejoró a ojos vistas, por lo que tuvo que ir a consulta médica.

El 4 de marzo de 1957 supieron el diagnóstico. Ese 4 de marzo fue una fecha inolvidable en Villa Tevere. Mons. Samoré fue invitado a consagrar el altar del oratorio de la Santísima Trinidad, donde el Padre celebraría habitualmente la Misa. Ese mismo día se terminó la instalación del oratorio del Consejo General, cuyo altar fue consagrado por el Padre |# 35|.

Carmen había ido al médico acompañada de la Secretaria Central, Encarnación Ortega, que recogió el diagnóstico definitivo. Cuando volvieron ambas de la consulta el Padre y don Álvaro estaban con Mons. Samoré. Avisaron que habían vuelto y la Directora informó a don Álvaro que, según el médico, se trataba de cáncer, de un caso grave. Por la noche de ese mismo día el Padre tenía que consagrar los otros dos altares: el del Consejo General y el de Reliquias. No le dijeron nada del diagnóstico para que la preocupación no le robase el sueño esa noche. El Padre —como se enteró más adelante don Álvaro— ardía de impaciencia por saber el resultado, pero decidió no preguntar y ofrecer ese sacrificio al Señor por la salud de su hermana. Al día siguiente, a primera hora, preguntó a Encarnación, que le informó del caso |# 36|.

De momento se esperó al resultado de otros exámenes y análisis que se hicieron a la enferma, para cerciorarse de la marcha de la enfermedad: un cáncer de hígado. El 23 de abril, día en que celebraba el Padre el aniversario de su primera comunión, se supo lo avanzado del mal. Dos días más tarde escribía a su hermano Santiago, que por entonces estaba en Madrid, dándole la triste noticia:

Muy querido Santiago: especialmente rezo por ti y por tus cosas, en estos días de ausencia tuya de Roma. El Señor permite que pasemos por la pena de ver que Carmen, según afirman los médicos después de muchos análisis y radiografías, tiene algo canceroso de muy difícil curación. Le hacemos mucha compañía y está tranquila: cuando le escribas, no hagas referencia a nada de lo que te cuento. A su hora, si no mejora, se le advertirá |# 37|.

Esperó tres o cuatro días antes de decir a Carmen que la enfermedad que sufría era incurable. Quería prepararla para que la noticia reavivase en ella la esperanza sobrenatural, aunque estaba espiritualmente bien dispuesta. Pero, ¿quién mejor que don Álvaro para comunicárselo?

La enfermedad de Carmen sigue su curso —escribe el 1 de mayo a los de Madrid—. Le dio Álvaro la noticia, y la recibió —Laus Deo!— como una persona santa del Opus Dei: con fortaleza, con serenidad, con paz.

Yo seguiré forcejeando con Nuestro Señor hasta última hora, esperando que Isidoro nos logre la curación, pero siempre aceptada la Santa Voluntad de Dios, aunque con muchas lágrimas: será toda una época heroica de nuestra Obra, que se nos va |# 38|.

El dolor de don Josemaría era grande. Con mucha frecuencia recurría al Señor, para desahogarse y para forcejear con Él, de rodillas ante el sagrario, con la cabeza apoyada en el borde del altar, pidiendo, entre sollozos, la curación de su hermana. Aceptaba con todo amor los designios divinos, pero insistía ante el Señor, pidiendo que desapareciese todo rastro de cáncer, exigiendo un milagro, una curación total |# 39|.

Dos meses de vida daban a Carmen los médicos. Como esperaba don Josemaría, su hermana recibió la noticia con serenidad, sin lágrimas ni congoja, antes bien con mucha paz y buen humor. «Álvaro me ha comunicado la sentencia», comentaba esos días a algunos de sus sobrinos |# 40|. Mientras estuvo en pie, continuaba vigilando las labores de la casa, anotaba a diario los gastos, cuidaba de sus plantas y animales. Y se le oía musitar palabras en voz baja; eran jaculatorias.

El Padre se encargó de que estuviera atendida espiritualmente. Don Álvaro habló con el P. Jenaro Fernández, Procurador General de los Agustinos Recoletos, hombre de profunda vida interior, testigo asombrado de la tersura de conciencia de la enferma |# 41|. Era esta elección muestra de respeto para con Carmen, para que no se sintiese como coaccionada a aceptar un sacerdote de la Obra. Así, el 15 de mayo el Fundador marchó, no del todo tranquilo, camino de Francia con don Álvaro. La víspera del viaje fue a visitar a su hermana. Aquella conversación, optimista y de tono sobrenatural, escondía, sin embargo, una fuerte carga emotiva, de la que ninguno de los dos hermanos hacía mención. Ambos tenían presente la despedida de Josemaría cuando salió para Lérida a dar un curso de retiro a sacerdotes en 1941, dejando a su madre enferma en Madrid. El Fundador pidió a su hermana lo mismo que había pedido a la Abuela en aquella otra ocasión: que ofreciese a Dios sus molestias por la labor apostólica que iba a hacer esos días en Francia |# 42|.

De Florencia se fue a Francia y, camino de París, hizo una visita en Lourdes para pedir expresamente a la Virgen la curación de su hermana. Sorprendente excepción, porque siempre iba allí a dar gracias, sin pedir beneficio alguno. Tan pronto regresó a Roma visitó via degli Scipioni. Carmen había desmejorado mucho. La enfermedad se agravaba de día en día. Cuidaban a Carmen Santiago y —por turno— sus sobrinos y sobrinas. Por su curación se pedía incesantemente en todos los Centros de la Obra |# 43|.

En junio se le recrudecieron los dolores a la enferma y, en medio de una sed atormentadora, respiraba con ansia y fatiga. Sin soltar una queja, encajaba las molestias, presentándolas al Señor por la Obra y sus necesidades. Ofrecía su enfermedad a sabiendas de que no se curaría; y gustaba de recitar unas jaculatorias que endulzaban su ánimo en espera de la muerte. «Jesús, José y María —repetía—, descanse en paz con Vos el alma mía». O bien: «Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía» |# 44|.

Siempre había alguien a su vera; y don Josemaría tampoco la dejaba, preparando su alma para el trance de la muerte. Le hablaba del cielo, de la Santísima Trinidad, de la Virgen, de los ángeles y de los santos, animándole «a transformar los dolores corporales en gloria» |# 45|. Se entablaba entonces un vivo diálogo entre los dos hermanos, que charlaban interesadamente de la otra vida, excitando la esperanza, sin rehuir el tránsito de muerte y sepultura. Carmen —le dijo un día su hermano— tus restos estarán junto a los míos |# 46|. Se puso muy contenta al oírlo, para ella era una novedad y una gracia del Cielo el saber que reposaría con su familia, en casa de sus sobrinos actuales y futuros.

A mediados de junio comenzó a fallarle seriamente el corazón y con cierta frecuencia tenían que suministrarle oxígeno. La enfermedad estaba acabando su curso. Don Josemaría le preguntó si quería recibir la Unción de los enfermos. Carmen asintió con alegría. Se revistió el sacerdote de roquete y estola; y, con voz entrecortada por la emoción, empezó a recitar las primeras oraciones. No pudo don Josemaría continuar la ceremonia, porque rompió en sollozos. Suplicó a don Álvaro, que estaba a su lado, que prosiguiera, quitándose estola y roquete; y éste, revestido, administró las unciones, mientras el Padre trataba de contener su pena en un rincón de la habitación |# 47|.

Al día siguiente, 19 de junio, llevó el Viático a su hermana. Le explicó las ceremonias y le ayudó a repetir las jaculatorias del ritual.

— ¿Crees que la Hostia Santa que tengo en la mano, es el Cuerpo de Cristo?

— «¡Creo!»

— Ahora repite conmigo: Señor, yo no soy digna... |# 48|.

Administrado el Viático, don Josemaría regresó a Villa Tevere. Estuvo trabajando hasta la tarde y después volvió a casa de su hermana. Era la segunda noche que pasaba junto a Carmen, y no había pegado ojo. De rodillas, a los pies de la cama, con la mirada fija en el tríptico de Nuestra Señora que colgaba de la cabecera, repetía constantemente el Bendita sea tu pureza, terminando con un suplicante: No la dejes Madre mía, no la dejes |# 49|. Una y otra vez le hacía las recomendaciones del alma al Señor, intercaladas con jaculatorias, y le animaba: Carmen —le decía—, te acompañamos todos. Carmen, pronto vas a estar con Dios. Carmen, pronto verás a la Virgen |# 50|. La enferma, con los ojos cerrados, asentía con un leve gesto. Hasta que José Luis Pastor, el médico que la cuidaba, luego de ponerle una inyección, y viendo que se le había ido el pulso, indicó al Padre que había muerto.

Eran las dos y media de la madrugada del 20 de junio. Hizo comprobar la hora a fin de cumplir con las normas litúrgicas para celebrar misa. Se amortajó el cadáver; y un par de horas más tarde, con la claridad del alba, el Padre se dispuso a celebrar en el oratorio de la casa |# 51|. Ese día era la fiesta del Corpus Christi y, luego de comunicar a los circunstantes que diría la misa por el eterno descanso del alma de Carmen, se acercó recogido al altar. Tan abrumado estaba que pidió una señal divina de que Carmen gozaba en la gloria. Pero retiró enseguida ese pensamiento, por lo que podía tener de tentación. Celebraba con gran devoción la misa mortuoria cuando se detuvo en el memento de vivos; pero, incomprensiblemente, no se acordó para nada de Carmen. Tampoco acertó a recordar a la difunta en el memento de difuntos, como si alguien cegara su mente. Al terminar la misa, en la acción de gracias, vio claro que ésa era la señal del Cielo. Carmen no necesitaba sufragios. E inmediatamente sintió en su alma un toque divino de certeza. Su pena se mudó en alegría y comunicó a don Álvaro y a Javier Echevarría lo sucedido durante la celebración de la misa, añadiendo que dejaría escrito un relato del suceso |# 52|.

Ese mismo día, al regresar a Villa Tevere, estando el Padre reunido en tertulia con sus hijos, les decía:

Se acabaron las lágrimas en el momento en que murió; ahora estoy contento, hijos míos, agradecido al Señor, que se la ha llevado al Cielo; con el gozo del Espíritu Santo |# 53|.

(El P. Fernández, el Procurador General de los Agustinos, que atendió a Carmen en los últimos meses de su vida, confesaba no haber visto en su vida ningún enfermo tan unido a Dios).

A pesar de la sonrisa del Padre, sus hijos no se dejaban ganar por la alegría. El dolor seguía pintado en sus rostros.

Sí, hijos, me tenéis que dar la enhorabuena. Carmen se encuentra ya en el Cielo. Estaba ilusionadísima con la idea de que pronto vería a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, y a la Santísima Virgen y a los Ángeles... Encomendadla, ofreced oraciones por ella, pero yo estoy seguro de que ya goza de Dios; ma proprio certo: completamente seguro |# 54|.

(Con tal sencillez les hablaba el Padre, tan natural les parecía esa seguridad moral del Fundador, que no veían en ello ningún suceso extraordinario. No quería el Padre manifestar toda la verdad de la noticia. La humildad se lo impedía. Prudentemente dio otro paso para que le entendiesen).

Lo que os hemos contado de Isidoro, pero corregido y aumentado, les explicaba. Y, al despedirse de ellos, repetía:

He venido para que vierais que el Padre está a-le-gre, con-ten-to —y recalcaba las sílabas—, con el gozo del Espíritu Santo |# 55|.

Carmen, escribía el Fundador, había tenido una muerte santa, después de una vida sacrificada y ejemplar |# 56|. Sus restos, como le había prometido, reposarían junto a los de su hermano en la cripta del oratorio de Santa María, por privilegio de la Santa Sede, con la autorización del gobierno italiano |# 57|. El traslado del féretro de via degli Scipioni a la Sede Central del Opus Dei tuvo lugar el 23 de junio. En la lápida del nicho, en letras de bronce dorado, se lee: «CARMEN. 16-7-1899 — 20-6-1957» |# 58|.

Años más tarde, en prueba de gratitud a su madre y a su hermana, por todos los sacrificios que hicieron por la Obra, mandó erigir dos ermitas a la Virgen |# 59|. Una de ellas, en recuerdo de la madre, dedicada a la advocación de Nuestra Señora de los Dolores y la otra a Nuestra Señora del Carmen. La capilla de la Dolorosa se construyó en el Centro de Tor d’Aveia, cerca de la ciudad de L’Aquila, tiempo después de morir el Fundador. Y la ermita del Carmen, en la sede actual del Colegio Romano de la Santa Cruz, en Roma, en 1975.

Cuando falleció el Fundador, entre sus papeles había un sobre cerrado, en el que estaba escrito de su puño y letra: no abrirlo hasta después de mi muerte. Mariano. 2-VII-1957. Contenía seis folios manuscritos. He aquí el texto de la relación autógrafa:

Cuando Álvaro me dijo que el médico no daba más que dos meses de vida a mi hermana Carmen, me llené de pena. Carmen venía a resumir, para los primeros y para mí, veinticinco largos años de sufrimientos y de alegrías en el Opus Dei.

Decidí, después de aceptar con lágrimas la voluntad de Dios, emprender con el Señor una lucha de oraciones: recé e hice rezar a todo el mundo. Y continué llorando amargamente, aunque a veces pensaba que —si se daban cuenta— podría ser quizá ocasión de mal ejemplo: pensamiento que rechazaba inmediatamente, porque somos criaturas de Dios, y Él nos hizo con corazón.

Pasaron unos días y, después de ver la maravillosa disposición de Carmen para ir a gozar del cielo, y la admirable serenidad que mostraba, comprendí —y lo dije— que la lógica de Dios Nuestro Señor no tiene por qué acomodarse a la pobre lógica humana.

Llegó el momento de administrar a mi hermana los últimos sacramentos, y luego la agonía larga —casi dos días— a fuerza de oxígeno e inyecciones. Yo, aun entonces, seguí pidiendo por mediación de Isidoro la salud de Carmen hasta que al final recé despacio, aceptando plenamente la Voluntad Santísima de Dios, aquella oración que da paz: Fiat, adimpleatur,...

Me quedé rendido, con un cansancio que me hacía recordar la lucha de Jacob con el ángel.

Apenas murió mi hermana —"ya", dijo José Luis Pastor, que estaba como médico a la cabecera—, recé un responso. Y, como ya era hora oportuna, bajé a celebrar la Santa Misa, al oratorio.

Cuando comencé, en una duración de segundos, me vino al pensamiento pedir al Señor que me diera una señal clara de si el alma de mi hermana —por quien iba a aplicar la Misa, con la facultad de altar privilegiado— estaba en la gloria del cielo. Al darme cuenta de esa petición, que nació sin contar con mi voluntad, la rechacé y me parece que pedí perdón al Señor por aquello que me había venido a la mente, porque era como tentar a Dios.

Seguí la Santa Misa, subí al altar y todo procedió normalmente hasta el primer memento: me sorprendí con que estaba aplicando la Misa, no por mi hermana muerta unos minutos antes, sino por otra intención. Rectifiqué, para ofrecer el Santo Sacrificio por el alma de Carmen. Continué con normalidad de nuevo, hasta que llegó el memento de difuntos: otra vez, sin darme cuenta, había ofrecido la Misa por otra intención. Pero inmediatamente volví a rectificar: por el alma de Carmen. Y sentí una claridad grande y un gozo inmenso, y un agradecimiento sin límites a la bondad de Dios, al comprender con seguridad que no es humana cómo el Señor, en su bondad infinita, había querido darme "una señal clara" de que Carmen había ya entrado in gaudium Domini sui.

Desde aquel momento me sentí mudado: ni una lágrima y, en cambio, un gozo que ha redundado en el cuerpo, y que no dudo en escribir que es, por bondad divina con este pecador miserable, fruto del Espíritu Santo.

Me cuesta hacer sufragios después, pero los hago y los hago hacer porque ésta es la práctica de la Iglesia.

En Roma, 25 de junio, 1957 |# 60|.

Cuando el Fundador visitaba la tumba de Carmen en compañía de sus hijos rezaban todos juntos un responso por los difuntos de la Obra y por los padres y hermanos de los miembros del Opus Dei ya fallecidos |# 61|. De algún modo Carmen representaba ejemplarmente la unidad de servicio entre los hombres y mujeres de la Obra y sus familias. Sobre el dintel de la entrada a la cripta donde reposan los restos mortales de Carmen hay una lápida cuya primera línea reza:

«Ad perpetuam omnium Operis Dei defunctorum memoriam». En perpetua memoria de todos los difuntos del Opus Dei.