1. Después de las ordenaciones

“El Fundador del Opus Dei”, biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada

Al día siguiente de la primera ordenación de sacerdotes de la Obra, don Josemaría se fue por la mañana al encuentro de don Álvaro del Portillo, que entonces vivía en el centro de la calle Villanueva. Quería recibir de sus manos la absolución. Le preguntó si había oído ya alguna confesión; y, al contestarle que no, le dijo: Pues vas a oír la mía, porque quiero hacer confesión general contigo |# 1|. Con la novedad de administrar el sacramento, en el momento de tener que dar la absolución al penitente, don Álvaro estaba tan fuertemente emocionado que el Padre —así lo narró repetidamente don Josemaría— se vio obligado a ayudarle a recitar la fórmula de la absolución. Desde entonces hasta su muerte, el Fundador tuvo como confesor a este hijo suyo |# 2|. Y era tal su humildad y su transparencia interior, que abría de par en par su alma con don Álvaro, aun fuera de la confesión |# 3|.

A lo largo de la semana fueron celebrándose las Primeras Misas de los recién ordenados. El martes, 27 de junio, la de Chiqui (don José María) en la iglesia de Santa Isabel. Sus padrinos fueron el P. López Ortiz y don José María Bueno Monreal. Tuvo lugar la ceremonia a las nueve y media de la mañana, con la iglesia abarrotada. Acudió en pleno el personal de la "Electra de Madrid", empresa de distribución de energía eléctrica, donde trabajaba el misacantano: consejeros de la Sociedad, ingenieros jefes, ayudantes, empleados, obreros; y, también, profesores y compañeros de la Escuela de Minas |# 4|.

Don Álvaro dijo la misa el miércoles en la capilla del Colegio del Pilar, de los Marianistas. Le asistieron el P. Aguilar, O.P. y el director del colegio. Al igual que en la misa de Santa Isabel, al acabar se dio la Bendición papal, se entonó un Te Deum y hubo un desfile interminable de gentes —parientes, conocidos, amigos— y, como sucedió con Chiqui, muchos ingenieros y profesores de la Escuela de Caminos en el besamanos |# 5|. El jueves, 29 de junio, celebró don José Luis su primera misa en la iglesia del monasterio de la Encarnación. También estuvieron presentes ese día todos los amigos y compañeros del celebrante, de la Escuela de Caminos, y mucho personal de la RENFE —red nacional de ferrocarriles—, en donde trabajaba. Como había hecho el día de las ordenaciones, el Padre no quiso asistir a aquellas Primeras Misas. No daría rienda suelta a su emoción; y reservaría ese gozo para ofrecerlo enteramente al Señor. Humanamente hablando, aquello era un "triunfo" y, en su humildad, se impuso la norma de no aparecer, de allí en adelante, en esta clase de ceremonias. Sus hijos, como fácilmente advirtió don Leopoldo, y otros muchos amigos, sabían el porqué de su ausencia. Pero, ese jueves don Josemaría no desaprovechó la última oportunidad de dar una alegría al nuevo sacerdote. Al acercarse la hora llamó a Ricardo Fernández Vallespín y le dijo: Vamos a la Primera Misa de José Luis |# 6|. Y oyeron la misa confundidos entre la masa de los asistentes |# 7|.

* * *

Meses antes, haciendo un retiro espiritual en febrero de 1944, don Josemaría pensaba quizá en los sacerdotes que vendrían: ¡Qué claro veo que, de un modo particular en la Obra, ser sacerdote es estar de continuo en la Cruz! |# 8|. Y traza en dos palabras el cometido del sacerdote: El sacerdote: santificarse y santificar |# 9|. Ideal elevado, que tratará de explicar con este sencillo razonamiento:

El sacerdote tibio: ése es el gran enemigo de la Obra. De aquí la necesidad absoluta de que los sacerdotes seamos santos |# 10|.

El sacerdote, pues, santifica en el ejercicio de su ministerio: Tu labor, sacerdote, no es sólo salvar almas, sino santificarlas |# 11|. Y, para ello, ha de entregarse a su labor ministerial por entero, sin medias tintas, sin dar lugar a la tibieza, ni al ocio, ni al desánimo. Función del sacerdote es llenar de luz el mundo, predicando a Cristo. Porque el pueblo de Dios, por usar la imagen evangélica, refleja la esplendorosa santidad de sus sacerdotes; y no quiera Dios que caigan en las tinieblas. Y en otra de las fichas del Fundador, refiriéndose al sacerdote, se lee:

Tú eres el sol (lux mundi) y tu pueblo la luna, que refleja la luz que de ti recibe |# 12|.

Con montones de notas de este estilo llenaba sus ficheros el Fundador. Las usaba para predicar a los sacerdotes y, por las ideas que en ellas se recogen, claramente se ve dónde ponía su mira el predicador: santidad, santidad, santidad. Tal era el mensaje que Dios le pedía que recordase al mundo: una llamada a la santidad para todos los cristianos. Inconcebible le resultaba a don Josemaría la figura del sacerdote tibio, con la que su corazón noble y enamorado se había tropezado en ocasiones. ¿Cómo era posible —se preguntaba— que un sacerdote acomodase su vida en un mediocre pasar?

¡He aquí un aspecto deplorable de la condición humana! Pero no era la falta de lógica cosa que le cogiese de sorpresa. Ya por entonces tenía experimentado el increíble funcionamiento de las interioridades del hombre cuando escribe en Camino:

Paradoja: Es más asequible ser santo que sabio, pero es más fácil ser sabio que santo |# 13|.

Una reflexión semejante hallamos en sus Apuntes, aunque no se trata ahora de un pensamiento sino de un suceso del que es protagonista un pícaro personaje de carne y hueso:

Quiero anotar un hecho —se lee en un apunte de mayo de 1931— que es para avergonzar aun a personas que van adelantadas en la virtud, porque demuestra cómo los hombres, por unas pesetas miserables, son capaces de hacer más sacrificios que por servir a Dios: Dos o tres veces había visto en los tranvías a un niño mudo y cojo que, con un papel escrito por él, pedía limosna al público. Daba verdadera compasión: los tranviarios no le cobraban, cosa que agradecía con expresivos ademanes... |# 14|.

Pasó el tiempo, y cierto día se le acercó a don Josemaría una de las señoras que colaboraban en las obras de misericordia del Patronato de Enfermos. Se llamaba Luz Martínez |# 15|. Le habló de unos niños huérfanos y le pidió que hiciese algo por ellos. Dos semanas más tarde le presentaron en el Patronato al mayor de los huérfanos recomendado por doña Luz. Inmediatamente le reconoció el sacerdote:

Era el mudito... ¡con una lengua más suelta! —Lleno de frescura y desparpajo, nos contó el golfillo sus andanzas: sacaba, haciendo el mudo (aprendió, remedando a una vecina que efectivamente lo era) hasta sus dos duros diarios. Tiene señales de una buena herida, que le hicieron en la frente, para que hablara —decía él—, pero, ni en la casa de socorro dijo palabra, ni un ¡ay!..., gemidos de mudo solamente. Otra vez le machacaron el dedo —lo enseñó— con un martillo... ¡no habló! Y muchas veces —afirmó— le clavaron alfileres en la parte más carnosa de su persona... ¡Nunca pudieron hacerle dar un grito! ¡Qué voluntad! ¿La tenemos así para servir a Dios? |# 16|.

Hay quienes dicen que sirven y no sirven para nada, repetía con frecuencia don Josemaría |# 17|. Por fortuna podía estar orgulloso de sus hijos sacerdotes. Alguien, antes de la ordenación, había comentado: «ahora los ordena, y después los matará a trabajo» |# 18|. Al poco tiempo el dicho cobró cuerpo y nació la leyenda de que, efectivamente, los «mataba» a trabajar. Y algo tenía de fundamento, porque el Padre, tan pronto se ordenaron y les vio en condiciones de predicar y ejercer su ministerio, los lanzó a viajar apostólicamente de aquí para allá. En el mes de agosto —cuenta don José Luis Múzquiz— ya estaban predicando el primer curso de retiro, él y don José María Hernández Garnica. Cada tanda semanal tenía más de veinte meditaciones, que pudieron preparar con calma, gracias a la generosidad del Padre, que, lleno de comprensión, les dijo: ahí tenéis mi fichero de meditaciones |# 19|. Ese rasgo de liberalidad, poniendo a disposición de los jóvenes sacerdotes sus fichas y notas personales, no hay maestro que lo haga en este mundo |# 20|. De ese fichero tomaron lo que les pareció, a su gusto y necesidades. Mucho debieron llevarse cuando don Josemaría se vio obligado a recomenzar otro fichero enteramente nuevo |# 21|.

Se levantaron algunas nuevas murmuraciones que agregar a las ya conocidas y resobadas. Corrió la voz de que era un tirano, que reventaba a su gente. Lo que había de cierto era que el Padre estaba decidido a hacer santos a sus hijos, exigiéndoles de modo razonable, pero heroico. Quería que adquiriesen mucha experiencia pastoral. Propósito que no quedó en simple deseo. El cariño que tenía el Padre por sus primeros hijos sacerdotes se manifestaba al empujarlos a ejercitar apasionadamente su ministerio. Bien recordaba don Álvaro del Portillo que, en su primer año de sacerdocio, el Fundador les había hecho predicar más de trece tandas de ejercicios espirituales, de veintidós meditaciones cada una. Más otros tantos días de retiro, e innumerables pláticas; todo esto sin mencionar estadísticas del resto del trabajo: charlas, confesiones, dirección espiritual y tareas de gobierno de la Obra |# 22|.

Más exigente aún, heroicamente exigente, era don Josemaría consigo mismo. De modo que, una vez más, se comprueba que vivía a tenor del espíritu que reflejan sus notas y fichas. Desde que empezó a dirigir cursos de retiro espiritual después de la guerra civil, raro, rarísimo, era el mes en que no hubiera predicado alguna tanda. Uno de los meses en blanco es el de noviembre de 1943. Pero no es preciso molestarse en indagar la causa. Basta leer lo que escribe al Abad de Montserrat, en carta fechada en Sevilla el 17 de diciembre de ese año:

[...] Si no contesté antes a V. R. fue por haber tenido que estar unos cuantos días entre gasas y algodones, a consecuencia de una pequeña operación: y mi único hermano ha estado una temporada luchando entre la vida y la muerte, por una úlcera de duodeno. Gracias a Dios va mejor, aunque se ha quedado casi sin sangre a pesar de las dos transfusiones que le han hecho |# 23|.

Es en los primeros meses de 1944 cuando se advierte que don Josemaría ha disminuido su febril actividad por las distintas diócesis españolas. En enero tuvieron que hacerle otra operación, esta vez de las amígdalas |# 24|. Pero ni el agotamiento ni las enfermedades lograron paralizar sus energías. Era de ver la asombrosa prontitud con que se reponía, como si el ahínco en volver a su interrumpido ministerio le hiciera recobrar aceleradamente la salud. Los ejercicios espirituales que dio a la comunidad de Agustinos en El Escorial, que duraron del 3 al 11 de octubre de 1944, pusieron a prueba su resistencia física. Hallábase en la mitad de ellos cuando el cuello se le hinchó tremendamente y comenzó a supurar por un ántrax de siete bocas. Para protegerse del roce con el alzacuello usaba un pañuelo, que, por ser blanco, destacaba mucho en la oscuridad de la capilla. No quería don Josemaría llamar la atención; y resuelto a continuar predicando hasta el último día, evitaba alarmar al enfermero de los frailes; comportándose de modo que tampoco los ejercitantes se dieron cuenta de su gravedad y de sus altas fiebres. Por breve carta pidió a Madrid unos pañuelos negros que ponerse al cuello:

Enviadme un par de pañuelos negros, para el cuello. Se puede hacer lavar el que incluyo y el que mandé ayer en la bolsa. Urgen.

Di a Ricardo que, cuando venga por aquí, se traiga la máquina para hacer fotos.

Son más de las cuatro y no ha venido mi enfermero. Realmente puedo pasar sin él. Ya me arreglaré |# 25|.

Dos semanas más tarde, el Provincial, P. Carlos Vicuña, luego de recoger pareceres y comentarios de los asistentes, escribía a Álvaro del Portillo:

«Voy a darle una breve impresión de los ejercicios espirituales dados por el P. José Mª Escrivá a los religiosos agustinos del R. Monasterio de El Escorial en este mes de Octubre. Todos coinciden en que superó todas las esperanzas y satisfizo plenamente los deseos de los Superiores; ahora esperamos de Dios que el fruto sea muy abundante. Todos sin excepción (Padres, teólogos, filósofos, hermanos y aspirantes) estaban pendientes de sus labios, sin respirar, como suele decirse; sus conferencias de 30 y 35 minutos les parecían sólo de diez, cautivados por aquel torrente de fervor, entusiasmo, sinceridad y efusión de corazón. "Le sale de dentro, habla así porque tiene vida y fuego interior; es un santo, un apóstol; si le sobrevivimos muchos de nosotros le hemos de ver en los altares...", son las expresiones que he escuchado de los oyentes.

Es muy de notar la rara unanimidad en los elogios, sobre todo tratándose de un auditorio de intelectuales y especialistas en gran proporción. No se ha oído una sola voz menos favorable. Es verdad que venía precedido de una aureola de santo, pero no es menos cierto que, lejos de defraudarla, la ha confirmado.

Estas son las impresiones recogidas en el ambiente de la Comunidad» |# 26|.

No le veía la comunidad arrastrarse hasta su cuarto, para rehacerse un poco, con un leve descanso entre meditación y meditación. Y cuando llegaba la hora de salir de nuevo a predicar, con una calentura que rondaba los cuarenta grados, don Josemaría hacía un esfuerzo sobrehumano. Predicaba con ardor, luchando a brazo partido contra la fiebre, para no dejarse dominar por la calentura |# 27|.

Se le hicieron análisis clínicos; y por los síntomas y malestar que venía sufriendo por algún tiempo (fatiga, furunculosis, sed, cansancio, tendencia a la obesidad) se le diagnosticó una fuerte diabetes.

Es posible que tan heroica actitud pastoral contribuyese a que tomara vuelo la leyenda de que "mataba" a sus sacerdotes. Sabía bien don Josemaría que, con la ordenación, el sacerdote entra al servicio de sus hermanos. Así lo escribía a todos sus hijos dentro de ese primer año de la ordenación:

Todos debéis serviros, hijos míos, unos a otros como pide vuestra fraternidad bien vivida, pero los sacerdotes no deben tolerar que sus hermanos laicos les presten servicios innecesarios. Los sacerdotes somos en la Obra los esclavos de los demás y, siguiendo el ejemplo del Señor —que no vino a ser servido sino a servir: non veni ministrari, sed ministrare—, hemos de saber poner nuestros corazones en el suelo, para que los demás pisen blando. Por eso, dejaros servir sin necesidad por vuestros hermanos seglares, es algo que va contra la esencia del espíritu del Opus Dei.

Necesitamos sacerdotes con nuestro espíritu: que estén bien preparados; que sean alegres, operativos y eficaces; que tengan un ánimo deportivo ante la vida; que se sacrifiquen gustosos por sus hermanos, sin sentirse víctimas; que sepan que todos, en la Obra, los quieren con toda el alma. Hijos míos, rezad mucho para que sean muy alegres, muy santos; para que no piensen en ellos mismos y para que sólo se acuerden de la gloria de Dios y del bien de los demás.

Es necesario que nuestros sacerdotes tengan, en su alma, una disposición fundamental: gastarse por entero en el servicio de sus hermanos, convencidos de que el ministerio al que han sido llamados, dentro del Opus Dei, es un gran honor, pero sobre todo una grave carga; fácil, sin embargo, de llevar, si procuran estar muy unidos al Señor, porque siempre su yugo es suave y su carga ligera: iugum meum suave est, et onus meum leve.

Todos los años suelo escribir en la primera hoja de la epacta que uso: in laetitia, nulla dies sine Cruce!, para animarme a llevar con garbo la carga del Señor, siempre con buen humor —aunque sea a contrapelo tantas veces—, siempre con alegría |# 28|.

Los recién ordenados se prestaban dócilmente a ser modelados por las manos del Fundador, que los traía y los llevaba de un lado para otro. Lo aceptaban de muy buen grado, siempre dispuestos a vivir con alegría los consejos radicales, breves e incisivos que les daba el Padre:

Sed, en primer lugar, sacerdotes. Después, sacerdotes. Y siempre y en todo, sólo sacerdotes.

— Hablad sólo de Dios.

— Cuando seáis llamados por un penitente, dejadlo todo para atenderle |# 29|.