Escucha el artículo «Caminos de contemplación»
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Una de las actitudes que los Evangelios resaltan más de Jesús mientras cumple su misión es la frecuencia con la que acude a la oración. El ritmo de su ministerio está, en cierto sentido, marcado por los momentos en que se dirige al Padre. Jesús se recoge en oración antes de su Bautismo (cfr. Lc 3,21), la noche previa a la elección de los Doce (cfr. Lc 6,12), en el monte antes de la Transfiguración (cfr. Lc 9,28), en el Huerto de los Olivos mientras se prepara para enfrentar la Pasión (cfr. Lc 22,41-44). El Señor dedicaba mucho tiempo a la oración: al anochecer, o la noche entera, o muy de madrugada, o en medio de jornadas de intensa predicación; en realidad oraba constantemente, y recomendó repetidamente a los discípulos «la necesidad de orar siempre y no desfallecer» (Lc 18,1).
¿Por qué ese ejemplo y esa insistencia del Señor? ¿Por qué es necesaria la oración? En realidad, esta responde a los deseos más íntimos del hombre, que ha sido creado para entrar en diálogo con Dios y contemplarle. Pero la oración es, sobre todo, un don de Dios, un regalo que Él nos ofrece: «el Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración. Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, el caminar del hombre es siempre una respuesta»[1].
Para imitar a Cristo y participar de su Vida, es imprescindible ser almas de oración. A través de la contemplación del Misterio de Dios, revelado en Jesucristo, nuestra vida se va transformando en la suya. Se hace realidad aquello que san Pablo comentaba a los corintios: «Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor» (1 Cor 3,18). Al igual que san Pablo, todos los cristianos estamos llamados también a reflejar en el rostro la faz de Cristo: en esto consiste ser apóstoles, en ser mensajeros del amor de Dios, que se experimenta en primera persona durante los ratos de oración. Se entiende, por tanto, la actualidad de la invitación a «adentrarse más en la oración contemplativa en medio del mundo, y ayudar a los demás a ir por caminos de contemplación[2]»[3].
Acoger el don de Dios
El apóstol crece al ritmo de la oración, la renovación personal en el impulso evangelizador parte de la contemplación. El Papa recuerda que: «La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez»[4]. Por eso, es fundamental desarrollar «un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás»[5].
Ser mensajero del amor de Dios implica un encuentro previo con Él, que se extiende en los ratos de oración personal
Los Evangelios nos presentan a distintos personajes a los que, el encuentro con Cristo, cambia su vida y les convierte en portadores del mensaje salvador del Señor. Uno de ellos es la mujer samaritana que, como relata san Juan, va simplemente a buscar agua al pozo junto al que Jesús está sentado, descansando. Y es Él quien comienza el diálogo: «Dame de beber» (Jn 4,10). A primera vista, la samaritana no se muestra muy dispuesta a continuar la conversación: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Jn 4,9). Pero el Señor le hace ver que, en realidad, Él es ese agua que ella busca: «Si conocieras el don de Dios… (Jn 4,10), el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna…» (Jn 4,14). Después, una vez traspasado el corazón de la samaritana, le revela con claridad y sencillez que conoce su pasado (cfr. Jn 4,17-18), pero con tal amor que ella no se siente desanimada ni rechazada. Todo lo contrario: Jesús le hace participar de un universo nuevo, le hace entrar en un mundo que vive con esperanza, pues ha llegado el momento de la reconciliación, el momento en que se abren las puertas de la oración para todos los hombres: «Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. (...) Llega la hora, y es ésta, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,21.23).
En el diálogo con Jesús, la samaritana descubre la verdad de Dios y la de su propia vida. Acoge el don de Dios y se convierte radicalmente. Por eso, la Iglesia ha visto en este pasaje evangélico una de las imágenes más sugerentes sobre la oración: «Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él»[6]. La oración es una manifestación de la iniciativa de Dios, que sale en búsqueda del hombre, y espera su respuesta para transformarlo en su amigo. En ocasiones, parece que es uno quien toma la iniciativa de dedicar a Dios un tiempo de oración, pero, en realidad, esto es ya una respuesta a su llamada. La oración se vive como un llamamiento recíproco: Dios me busca y me espera, y yo necesito de Dios y le busco.
Tiempo para Dios
El hombre tiene sed de Dios, aunque con frecuencia no lo sepa reconocer, e incluso rechace acudir a las fuentes de agua viva, que son los momentos dedicados a la oración. La historia de la samaritana, en este sentido, se repite en muchas almas: Jesús que pide un poco de atención, que intenta suscitar un diálogo dentro del corazón, en un momento que quizá parece inoportuno. ¡Da la impresión de que esos minutos diarios son demasiados, que no hay espacio en una agenda tan apretada! Pero, cuando uno se deja meter por el Señor en ese diálogo contemplativo, entonces se descubre que la oración no es algo que yo hago por Dios sino, sobre todo, un don que Dios me concede y que yo simplemente acojo.
Al abordar el Evangelio con amor, su belleza nos asombra y nos vuelve a cautivar una y otra vez (Papa Francisco)
Dedicar tiempo al Señor no es simplemente una tarea entre otras, una carga más en un horario muchas veces exigente. Es acoger un regalo infinitamente valioso, una perla preciosa o un tesoro escondido en la normalidad de la vida ordinaria, que necesitamos cuidar con delicadeza.
La elección del momento de la oración depende de una voluntad que quiere dejarse conquistar por el Amor: no se hace oración cuando se tiene tiempo, sino que se toma el tiempo para hacer la oración. Cuando uno supedita la oración a los huecos que aparezcan en su horario, posiblemente no conseguirá hacerla con regularidad. La elección del momento es reveladora de los secretos del corazón: manifiesta el lugar que ocupa el amor a Dios en la jerarquía de nuestros intereses diarios[7].
Orar es siempre posible: el tiempo del cristiano es el de Cristo resucitado, que está con nosotros todos los días (cfr. Mt 28,20). La tentación más frecuente para apartarnos de la oración es una cierta falta de fe, que se manifiesta en unas preferencias de hecho: «Se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran más urgentes; una vez más, es el momento de la verdad del corazón y de clarificar preferencias»[8]. El Señor es lo primero. Por este motivo, es muy conveniente determinar el horario adecuado para la oración, quizá aconsejándose en la dirección espiritual, para adaptar ese plan a las circunstancias personales.
San Josemaría hizo muchos ratos de oración en el coche, durante los viajes que realizaba por motivos apostólicos; en el tranvía, o caminando por las calles de Madrid, cuando no tenía otra posibilidad. Quienes tienen que santificarse en medio de la vida ordinaria pueden encontrarse en situaciones parecidas: un padre o una madre de familia, algunas veces quizás no tendrán otra opción que orar al Señor mientras atienden a los hijos pequeños: será muy grato a Dios. En todo caso, recordar que el Señor nos espera, y tiene preparadas las gracias que necesitamos para ofrecérnoslas en la oración, puede ayudar en la elección del tiempo y lugar más propicios.
El combate de la oración
Considerar que la oración es un arte, implica reconocer que siempre se puede crecer en ella, dejando actuar cada vez más a la gracia de Dios en nuestras almas. En este sentido, la oración también es combate[9]. Es lucha, en primer lugar, contra nosotros mismos. Las distracciones invaden la mente cuando intentamos crear el silencio interior. Estas nos descubren aquello a lo que el corazón está apegado y pueden convertirse en una luz para pedirle ayuda a Dios[10].
La oración no es más que el encuentro de la sed de Dios con la sed del hombre
Nuestro tiempo está marcado por la multiplicación de las posibilidades tecnológicas que facilitan la comunicación en muchos sentidos, pero que también aumentan las ocasiones de distracción. Se puede decir que nos encontramos ante un nuevo reto para el crecimiento de la vida contemplativa: aprender a vivir el silencio interior rodeado de mucho ruido exterior. En tantos ámbitos se percibe la primacía de la gestión sobre la reflexión o el estudio; nos hemos habituado a trabajar en multitasking, prestando atención simultánea a muchas tareas, lo que fácilmente puede llevar a vivir en el inmediatismo de la acción-reacción. Sin embargo, ante este panorama, se han revalorizado algunas actitudes como la atención o la concentración, que se presentan como un modo de proteger la capacidad de detenerse y profundizar en lo que realmente vale la pena.
El silencio interior se presenta como una condición necesaria para la vida contemplativa. Nos libera del apegamiento a lo inmediato, a lo fácil, a lo que distrae pero no llena, de modo que nos podamos centrar en nuestro verdadero bien: Jesucristo, que nos sale al encuentro en la oración.
El recogimiento interior implica un movimiento que va de la dispersión en muchas actividades, hacia la interioridad. Ahí es más sencillo encontrar a Dios, y reconocer su presencia en lo que Él hace cotidianamente en nuestras vidas –detalles del día a día, luces recibidas, actitudes de otras personas–,y así poder manifestarle nuestra adoración, arrepentimiento, petición, etc. Por eso, el recogimiento interior es fundamental para un alma contemplativa en medio del mundo: «La verdadera oración, la que absorbe a todo el individuo, no la favorece tanto la soledad del desierto, como el recogimiento interior»[11].
A la búsqueda de luces nuevas
La oración, al ser también búsqueda del hombre, implica el deseo de no conformarse con un modo rutinario de dirigirse al Señor. Si todas las relaciones duraderas implican el afán continuo de renovar el amor, la relación con Dios que se fragua especialmente en los momentos dedicados exclusivamente a Él, también debería caracterizarse por este deseo.
«En tu vida, si te lo propones, todo puede ser objeto de ofrecimiento al Señor, ocasión de coloquio con tu Padre del Cielo, que siempre guarda y concede luces nuevas»[12]. Ciertamente, esas luces el Señor las concede contando con la búsqueda apasionada de sus hijos, con la disposición de escuchar con sencillez la palabra que nos dirige, dejando de lado la idea de que ya no hay nada nuevo por descubrir. En esto, es un ejemplo la actitud de la samaritana junto al pozo: aunque su vida de fe estaba enfriada, guardaba dentro de su corazón el deseo de la llegada del Mesías.
Esta aspiración se traducirá en volver a llevar los sucesos diarios al diálogo con el Señor, pero sin pretender conseguir una solución inmediata y a nuestra medida. Es más importante pensar qué quiere el Señor: tantas veces, lo único que espera es que nos pongamos con sencillez enfrente de Él, y que hagamos una memoria agradecida de todo aquello que el Espíritu Santo está obrando silenciosamente en nosotros. O, quizá, implicará también volver a tomar los Evangelios y contemplar con calma la escena y participar en ella «como un personaje más»[13], para dejarse interpelar por Cristo. Alimentar la oración es también partir en nuestro diálogo con el Señor de los textos que la Iglesia pone en nuestros labios en la liturgia que hemos celebrado ese día. Las fuentes de la oración son inagotables: si sabemos acudir a ellas con ilusión nueva, el Espíritu Santo hará el resto.
Cuando no se encuentran las palabras
Con todo, en algunas ocasiones, ocurrirá que, a pesar del esfuerzo, uno no consigue entablar un diálogo con Dios. Cómo consuela, entonces, recordar aquella indicación del Señor: «al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados» (Mt 6,7). Es el momento de volver a confiar en la acción del Espíritu Santo en el alma, que «acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que debemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26).
La oración es significativa: incide e ilumina nuestra vida, abriendo nuestro entorno a una perspectiva sobrenatural
Al hilo de las palabras de san Pablo a los Romanos, Benedicto XVI describía cuál es la actitud de abandono que impregna a la oración: «Queremos orar, pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje, para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento. Solo podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El Apóstol dice: precisamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, incluso este deseo de entrar en contacto con Dios, es oración que el Espíritu Santo no sólo comprende, sino que lleva, interpreta ante Dios. Precisamente esta debilidad nuestra se transforma, a través del Espíritu Santo, en verdadera oración, en verdadero contacto con Dios»[14].
No hay motivos, por tanto, para desanimarse si se siente la dificultad de mantener un diálogo con el Señor. Cuando el corazón parece que está a disgusto con las realidades espirituales, el tiempo de meditación se hace largo, el pensamiento divaga en otras cosas, o la voluntad se resiste y el corazón está seco, quizá nos sirvan las siguientes consideraciones:
«La oración –recuérdalo– no consiste en hacer discursos bonitos, frases grandilocuentes o que consuelen...
Oración es a veces una mirada a una imagen del Señor o de su Madre; otras, una petición, con palabras; otras, el ofrecimiento de las buenas obras, de los resultados de la fidelidad...
Como el soldado que está de guardia, así hemos de estar nosotros a la puerta de Dios Nuestro Señor: y eso es oración. O como se echa el perrillo, a los pies de su amo.
—No te importe decírselo: Señor, aquí me tienes como un perro fiel; o mejor, como un borriquillo, que no dará coces a quien le quiere»[15].
La fuente que cambia el mundo
La vida de oración nos abre las puertas al trato con Dios, relativiza los problemas a los que a veces damos una importancia desmesurada, nos recuerda que estamos siempre en manos de nuestro Padre del Cielo. Sin embargo, esta no nos aísla del mundo, ni es una escapatoria para los problemas diarios. La verdadera oración es significativa: incide en nuestra vida, la ilumina, y nos abre a nuestro entorno con una perspectiva sobrenatural: «Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios»[16].
En la oración, el Señor no quiere apagar únicamente nuestra sed, sino que esa experiencia nos lleve a compartir la alegría del trato con Él. Es lo que sucedió en el corazón de la samaritana: después del encuentro con Jesús, se apresura a darlo a conocer a la gente de su entorno: «Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer que atestiguaba: «Me ha dicho todo lo que he hecho» (Jn 4,39). Señal de la oración auténtica es el deseo de compartir la experiencia de Cristo con los demás, porque «¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer?»[17].
Santa María es Maestra de oración. Ella, que supo guardar las cosas de su Hijo, meditándolas en su corazón (cfr. Lc 2,51), acompaña a los discípulos de Jesús en la oración (cfr. Hch 1,14), mostrándoles el camino para recibir con plenitud el don del Espíritu Santo, que los hará lanzarse a la aventura divina de la evangelización.
Juan Francisco Pozo - Rodolfo Valdés
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2567.
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 67.
[3] F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 8.
[4] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013), n. 264.
[5] Ibidem.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2560. Cfr. San Agustín, De diversis quaestionibus octoginta tribus, 64, 4: CCL 44 A140 (PL 40, 56).
[7] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2710.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2732.
[9] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2725 y ss.
[10] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2729.
[11] San Josemaría, Surco, 460.
[12] San Josemaría, Forja, 743.
[13] Amigos de Dios, n. 222.
[14] Benedicto XVI, Audiencia general, 16 de mayo de 2012.
[15] Forja, n. 73.
[16] San Juan Pablo II, Carta apostólica Novo millennio ineunte, n. 33.
[17] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium (24-XI-2013), n. 264.