Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy examinamos dos vicios mortales que encontramos en las grandes listas que nos ha legado la tradición espiritual: la envidia y la vanagloria.
Comencemos por la envidia. Si leemos la Sagrada Escritura (cf. Gn 4), se nos presenta como uno de los vicios más antiguos: el odio de Caín contra Abel se desencadena cuando se da cuenta de que los sacrificios de su hermano agradan a Dios. Caín era el hijo mayor de Adán y Eva, se había llevado la mayor parte de la herencia de su padre; sin embargo, basta que Abel, su hermano menor, tenga éxito en una pequeña hazaña, para que Caín se enfurezca.
Contenido relacionado: Catequesis sobre los vicios y las virtudes.
El rostro del envidioso es siempre triste: su mirada está abatida, parece sondear continuamente el suelo, pero en realidad no ve nada, porque su mente está envuelta en pensamientos llenos de maldad. La envidia, si no se controla, conduce al odio del otro. Abel morirá a manos de Caín, que no pudo soportar la felicidad de su hermano.
La envidia es un mal que se ha investigado no sólo en círculos cristianos: ha atraído la atención de filósofos y estudiosos de todas las culturas. En su base hay una relación de odio y amor: uno quiere el mal del otro, pero en secreto desea ser como él. El otro es la epifanía de lo que nos gustaría ser, y que en realidad no somos. Su buena fortuna nos parece una injusticia: ¡seguramente -pensamos- nosotros habríamos merecido mucho más sus éxitos o su buena fortuna!
En la raíz de este vicio está una falsa idea de Dios: no aceptamos que Dios tenga sus propias "matemáticas", distintas de las nuestras. Por ejemplo, en la parábola de Jesús sobre los obreros llamados por el patrón para ir a la viña a distintas horas del día, los de la primera hora creen tener derecho a un salario más alto que los que llegaron los últimos; pero el patrón da a todos el mismo salario, y dice: "¿No puedo hacer con mis cosas lo que quiero? ¿O tenéis envidia porque soy bueno?" (Mt 20,15).
Nos gustaría imponer a Dios nuestra lógica egoísta, en cambio la lógica de Dios es el amor. Los bienes que nos da son para compartirlos. Por eso San Pablo exhorta a los cristianos: "Amaos fraternalmente los unos a los otros, compitiendo en estimaros mutuamente" (Rom 12,10). ¡He aquí el remedio contra la envidia!
Y llegamos al segundo vicio que examinamos hoy: la vanagloria. Va de la mano con el demonio de la envidia, y juntos estos dos vicios son característicos de una persona que aspira a ser el centro del mundo, libre de explotar todo y a todos, objeto de toda alabanza y amor. La vanagloria es una autoestima inflada e infundada. El vanidoso posee un "yo" inmanejable: no tiene empatía y no se da cuenta de que hay otras personas en el mundo aparte de él.
Sus relaciones son siempre instrumentales, marcadas por la prepotencia del otro. Su persona, sus logros, sus éxitos deben ser exhibidos a todo el mundo: es un perpetuo mendigo de atención. Y si a veces no se reconocen sus cualidades, se enfada ferozmente. Los demás son injustos, no comprenden, no están a la altura. En sus escritos, Evagrio Póntico describe el amargo asunto de algunos monjes golpeados por la vanagloria.
Sucede que, tras sus primeros éxitos en la vida espiritual, ya siente que ha llegado, y por eso se lanza al mundo para recibir sus alabanzas. Pero no se da cuenta de que sólo está al principio de su camino espiritual, y que le acecha una tentación que pronto le hará caer.
Para curar al vanidoso, los maestros espirituales no sugieren muchos remedios. Porque, después de todo, el mal de la vanidad tiene su remedio en sí mismo: la alabanza que el vanidoso esperaba cosechar del mundo pronto se volverá contra él. Y ¡cuántas personas, engañadas por una falsa imagen de sí mismas, han caído luego en pecados de los que pronto se avergonzarían!
La mejor enseñanza para superar la vanagloria se encuentra en el testimonio de San Pablo. El Apóstol se enfrentó siempre a un defecto que nunca pudo superar. Tres veces pidió al Señor que le librara de aquel tormento, pero finalmente Jesús le respondió: 'Te basta con mi gracia; porque la fuerza se manifiesta plenamente en la debilidad'. Desde aquel día, Pablo fue liberado. Y su conclusión debería ser también la nuestra: "De buena gana, pues, me gloriaré de mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo" (2 Co 12,9).