Los veranos de san Josemaría

A través del mapa interactivo “Los veranos de san Josemaría” se puede realizar un recorrido histórico por los diferentes lugares en los que el fundador del Opus Dei pasó los veranos entre 1958 y 1973.

Los veranos de san Josemaría

El Centro de Estudio Josemaría Escrivá ha elaborado un mapa interactivo que permite “viajar” por los lugares en los que el fundador del Opus Dei pasó sus veranos entre 1958 y 1973. En él se reúnen fotografías, anécdotas y algunos detalles históricos de esos años.

Pilar Urbano en su libro El hombre de Villa Tevere relata que, durante muchos años, cuando alguien le insistía a Escrivá para que redujese su actividad, él respondía: «descansaré cuando me digan: requiescat in pace». Sin embargo, con el paso del tiempo comprendió que estaba equivocado. Él mismo lo explicaba de la siguiente manera: «no se pueden mantener en tensión constante el cuerpo y la cabeza, porque acaban rompiéndose»[1].

Sin embargo, explica Urbano, hasta 1958 no pudo tener un tiempo de descanso. La razón más inmediata fue la falta de un lugar adecuado, fuera de Roma. Claro que ya entonces había algunas casas de retiros y convivencias en el campo, «pero eran utilizadas por sus hijas y sus hijos, para ellos y para sus apostolados, en tandas sucesivas y sin solución de continuidad. Así que ahí no podía ir»[2].

A partir de 1958 san Josemaría comenzó a pasar los veranos fuera de Roma. Durante los meses de julio y agosto solía instalarse junto a Álvaro del Portillo y Javier Echevarría en alguna casa alquilada o prestada. En ocasiones les acompañaban o visitaban algunos de sus hijos. Durante esos días fuera del “ferragosto” romano solía combinar el descanso, el estudio y el impulso a las labores apostólicas del Opus Dei.

[1] Pilar Urbano, El Hombre de Villa Tevere, p. 792.

[2] Ibid.


► Accede al mapa Los veranos de san Josemaría (1958-1973).


Recorridos de san Josemaría en los veranos de 1958 a 1973:

  1. 1958: Londres (Inglaterra).
  2. 1959 y 1960: Londres (Inglaterra) e Irlanda.
  3. 1961 y 1962: Londres (Inglaterra) y España.
  4. 1963 y 1964: Reparacea y Elorrio (España).
  5. 1965: Florencia (Italia).
  6. 1966: Florencia (Italia) y Francia.
  7. 1967: Abruzo (Italia).
  8. 1968: Olona (Italia) ; visita el santuario de la Virgen Einsiedeln (Suiza).
  9. 1969: Intra (Italia).
  10. 1970: Intra (Italia).
  11. 1971: Comasco (Italia).
  12. 1972: Lecco (Italia).
  13. 1973: Lecco (Italia).

1.  Londres (1958)

En 1958 Josemaría Escrivá pasó algunas semanas de julio y agosto en Woodlands, un chalé de alquiler en la zona norte de Hampstead Heath, al fondo de la Courtenay Avenue, en Londres. Pilar Urbano comenta que los dueños de Woodlands eran una pareja muy pintoresca: él se dedicaba a la industria del cine y ella a la quiromancia y al espiritismo.[1]

Durante su estancia, tuvo la oportunidad de visitar diferentes sitios de la ciudad de Londres, y algunas ciudades próximas Whitehall, Oxford, Saint Albans y en dos ocasiones Canterbury, donde acudió a rezar a la iglesia donde reposa la cabeza de santo Tomás Moro.

En uno de sus paseos por Londres, vivió una experiencia interior que lo removió. Un día, caminaba por las calles de la ciudad, y se asombró por la prisa con la que los transeúntes se movían, la impresionante arquitectura de las fachadas antiguas y el intenso tráfico. Vázquez de Prada relata que mientras cruzaba el Canal, en dirección de Boulogne a Dover, «calibraba el fundador los hechos, instalado en la presencia de Dios. Consideraba cuán insuficientes serían su esfuerzo e intrepidez, vertidos en aquella encrucijada del mundo. Y debió sentir un roce de desaliento al medir sus fuerzas materiales con el poderío de la City. Pero no se dejó abatir. Al encararse interiormente con el Señor, examinó recursos, sacando la palmaria conclusión de que llevar todo eso a Cristo —tantas almas y tantas empresas— requería una palanca y un esfuerzo sobrehumanos».[2]

Los días siguientes fueron de oración y trabajo. Vázquez de Prada en su biografía sobre el fundador afirma que «debió ser por entonces cuando el Señor le contestó claramente con una locución, una de tantas como tuvo, y que tan firmes quedaron en su memoria: «¡tú, no!; ¡Yo, sí!» Tú, ciertamente, no podrás; pero Yo sí que puedo».[3]

Tras su regreso a Roma le comentó sobre esa experiencia sobrenatural a sus hijos durante una meditación:

«Al considerar ese panorama me desconcerté y me sentí incapaz, impotente: Josemaría, aquí no puedes hacer nada. Estaba en lo justo: yo solo no lograría ningún resultado; sin Dios, no alcanzaría a levantar ni una paja del suelo. Toda la pobre ineficacia mía estaba tan patente, que casi me puse triste; y eso es malo. ¿Que se entristezca un hijo de Dios? Puede estar cansado, porque tira del carro como un borrico fiel; pero triste, no. ¡Es mala cosa la tristeza! De pronto, en medio de una calle por la que iban y venían gentes de todas las partes del mundo, dentro de mí, en el fondo de mi corazón, sentí la eficacia del brazo de Dios: tú no puedes nada, pero Yo lo puedo todo; tú eres la ineptitud, pero Yo soy la Omnipotencia. Yo estaré contigo, y ¡habrá eficacia!, ¡llevaremos las almas a la felicidad, a la unidad, al camino del Señor, a la salvación! ¡También aquí sembraremos paz y alegría abundantes!».[4]

Su vibración por las almas

El 15 de agosto renovó la consagración del Opus Dei al Corazón de María en el santuario de Willesden, y en los días sucesivos recorrió iglesias por Londres. Algunas eran «unas católicas (Spanish Place, St. Etheldreda, Westminster Cathedral) y otras anglicanas (la Anunciación de Bryanston Street, Westminster Abbey, Hannover Square). Quería encontrar una iglesia en Londres, que pudiera ser encomendada a los sacerdotes del Opus Dei».[5]

Además, aprovechó sus días de descanso para estar con sus hijos de Londres. Durante una tertulia en la residencia Netherhall House, los alentó para expandir el Opus Dei por Oxford, Cambridge, Manchester, «mostrándoles las posibilidades apostólicas desde Inglaterra, que era una encrucijada del mundo; por allí pasaban gentes de todos los continentes y naciones. Países a los que no había llegado aún la Obra en su expansión apostólica y donde se les esperaba». También se reunió con sus hijas en The Cottage, interesándose especialmente por cómo vivían y la falta de instalaciones. Luego les envió a las mujeres de la Obra un tríptico para el oratorio, copia de un cuadro de Memling que muestra a la Virgen y al Niño Jesús rodeados de ángeles. El encargado de llevar el obsequio fue Michael Richards, primer sacerdote inglés del Opus Dei.

Durante esos días, además, realizó algunos trámites y se reunió con obispos y académicos a los que les contó el proyecto de expansión de la Obra por Inglaterra; también recibió la visita de algunos miembros del Opus Dei que vivían en Irlanda.

De su estancia en Londres se conserva una carta que Escrivá envió a los de la Obra en España contándole sus impresiones sobre el viaje:

«Yo sólo os digo que pienso que es providencial nuestra estancia en Inglaterra, y que pueden salir aquí muchas labores para gloria de Dios. Rezad, poned como siempre a Nuestra Madre Santa María por intercesora, y veremos grandes trabajos de nuestro Opus Dei realizados en esta encrucijada de la tierra, para bien de las almas de todo el mundo».[6]

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[1] Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, p. 793.

[2] A. Vázquez de Prada, El Fundador, Tomo III, p. 528.

[3] A. Vázquez de Prada, op. cit., p. 530.

[4] Vázquez de Prada, op. cit., p. 531.

[5] A. Vázquez de Prada, op. cit., p. 532.

[6] A. Vázquez de Prada, op. cit., p. 534.


2. 1959 y 1960: Londres (Inglaterra) e Irlanda

En los veranos de 1959 y 1960, Escrivá regresó a Londres y se hospedó en la misma casa que el año anterior en Woodlands, al norte del Heath. Además de descansar unos días el fundador del Opus Dei deseaba sacar adelante el proyecto apostólico, comenzado en 1958, en Oxford.

En 1959, ya se había tomado posesión de la casa y terrenos de Grandpont y debían comenzar algunos trabajos. Por eso lo acompañaron en ese viaje, además de Álvaro del Portillo y Javier Echeverría, algunos arquitectos de Roma, a los que les dió instrucciones para el proyecto de un Hall universitario en Oxford.

Cuenta Vázquez de Prada que el fundador «acariciaba la ilusión de plantar una aguja en lo alto del edificio, y, rematándola, una imagen de Nuestra Señora, que estaría iluminada. También aparecía la Virgen en el diseño del escudo de Grandpont, con el lema ipsa duce, encima de un puente con ondas blancas y azules».[1]

Visita a Irlanda

Ese verano aprovechó para visitar Irlanda e impulsar a sus hijos e hijas. Se hospedó durante cinco días en Ely, un centro del Opus Dei ubicado en la calle Hume. Durante esos días animó a todos a estar «muy alegres, muy alegres, porque ser de otro modo no es bueno». El día 16 de agosto, luego de celebrar la misa les dijo a sus hijos: «dad gracias, hijos míos, a Dios, porque aunque no suman mucho, aunque no eres digno —yo también soy un hombre insignificante— Dios te ha escogido para comenzar la Obra en Irlanda y para haceros instrumentos de sus maravillas».[2]

En esos días visitó Nullamore, sede de un Curso Internacional de verano en donde había cuarenta jóvenes de diversas nacionalidades, con gran entusiasmo por aprender inglés. Luego Galway, una ciudad ubicada al oeste de Irlanda. Por último, se reunió con el Arzobispo de Dublín.

Impulsos apostólicos

A su regreso a Londres siguió muy de cerca el proyecto de expansión del Opus Dei por Oxford, también «se reunió con algunos prelados: en Winchester, con el Arzobispo de Portsmouth, cuya diócesis llegaba hasta Grandpont; en Londres, con el Cardenal Godfrey y con Mons. Craven».[3]

Hacia finales del verano de 1959, Escrivá impulsó la formación de la Asociación de Amigos del Estudio General de Navarra. En una carta enviada al rectorado del Estudio General de Navarra (hoy Universidad de Navarra) explicó las principales características que debía tener la asociación y sus objetivos: apoyo a la promoción y economía del centro. Ello estaba unido a una dimensión espiritual de dicha labor, ya que pedía que sus miembros rezaran una avemaría diaria por el Estudio General.[4]

Escrivá resumía esos días del verano de 1959 en breves palabras: «Aquí descansamos, trabajamos y rezamos. Rezamos mucho».[5]

El verano siguiente, en 1960, Escrivá regresó por tercer año consecutivo a Inglaterra. Durante su estancia mantuvo tertulias con miembros del Opus Dei y recibió visitas de Irlanda, Francia y España. Al igual que en 1958 y 1959 se involucró en el proyecto de expansión de la Obra. Entre sus preocupaciones estaba la extensión de Netherhall House, una residencia universitaria por la que pasaban estudiantes de todo el mundo. A Escrivá le interesaba especialmente que se pudiera conseguir una nueva residencia con más plazas. El proyecto pudo concretarse, más tarde, con la compra de un edificio anejo que permitió aumentar su capacidad.[6]

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[1] A. Vázquez de Prada, El Fundador, Tomo III, p. 535.

[2] Cfr.St Josemaría Escrivá in Ireland 15 to 19 August 1959.

[3] A. Vázquez de Prada, op. cit, p. 537.

[4] Cfr. Asociación de Amigos de la Universidad de Navarra. Los orígenes de la Asociación desde 1959.

[5] A. Vázquez de Prada, op. cit, p. 535.

[6] Cfr. A. Vázquez de Prada, op. cit, p. 537.


3. 1961 y 1962: Londres (Inglaterra) y España.

En los veranos de 1961 y 1962 Escrivá regresó al mismo barrio londinense que en años anteriores, pero esta vez se hospedó otra casa ubicada en el número 21 de West Heath Road, cuyo propietario era un juez de guerra de origen ruso-judío, mister Soskin.[1] El fundador de la Obra intentará combinar durante esos días el descanso, el estudio y el impulso a las personas y a las labores del Opus Dei.

Vázquez de Prada relata que en 1961, unos días después de su llegada a Londres, «le comunicaron que la ordenación de un grupo de sacerdotes de la Obra, que tendría lugar en Madrid, habría de retrasarse, porque se presentaron algunas dificultades formales. Al día siguiente de recibir la noticia, sábado 22 de julio de 1961, decidió ir a ver a don Leopoldo Eijo y Garay, que solía veranear en Vigo. Se compraron los billetes y el domingo salió de Londres en vuelo a Biarritz, con don Álvaro. El Consiliario de España les esperaba con un coche. Durmieron en Vitoria, y el lunes atravesaban la meseta, con un calor insoportable y un vehículo de limitada velocidad, desde la madrugada hasta la caída de la tarde. Abrazó a don Leopoldo: ¿Cuál era el problema? No había problema, todo estaba arreglado. Simplemente, el Obispo de Madrid llevaba mucho tiempo sin ver al Fundador y no quiso renunciar a esa alegría»[2].

Aprovechando su paso por España, Josemaría Escrivá decidió visitar a don Eliodoro, un sacerdote que vivía en Tuy y que «le había ayudado generosamente desde los comienzos de la Obra. Su amistad y gratitud le pusieron inmediatamente en camino. Pudo verle a las tantas de la noche y regresar rendido a la cama. El 25 de julio era fiesta en Santiago de Compostela. Visitó a sus hijos e hijas y al Cardenal».[3]

A su regreso a Londres, además de dedicar algún tiempo al descanso y estudio; centró su atención en impulsar las labores del Opus Dei.

Su último verano en Inglaterra fue en 1962. Acababa de instalarse una nueva sede para la Comisión regional. Aprovechó esos días para alentar los apostolados y reunirse con los miembros de la Obra. Desde Roma estaba al tanto del desarrollo de algunos proyectos como un club de jóvenes en el sur de Londres; la puesta en marcha de un University Hall en Manchester; la casa de retiros en Sussex; las residencias de mujeres en Londres, Bangor y Manchester; y también la Escuela de Ciencias Domésticas y Hoteleras.

Vázquez de Prada comenta que además de todas esas ocupaciones el fundador: «rezaba, rezaba. Se le veía con el rosario en las iglesias anglicanas, o delante del altar de Westminster Abbey. Se le oía decir jaculatorias en la soledad de los templos sin sagrarios: en All Hallows, o en Saint Bartholomew, ante una imagen de la Virgen».[4]

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[1] Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, p.793.

[2] A. Vázquez de Prada, El Fundador, Tomo III, p. 539.

[3] A. Vázquez de Prada, El Fundador, Tomo III, p. 539.

[4] A. Vázquez de Prada, El Fundador, Tomo III, pp. 540-541.


4. 1963 y 1964: Reparacea y Elorrio (España).

Josemaría Escrivá pasó los veranos de 1963 y 1964 en España. El primer año descansó en una casa llamada Reparacea, ubicada en Navarra, entre San Sebastián y Pamplona; y el segundo en Elorrio, un pueblo de Vizcaya.

Pilar Urbano explica que «a Álvaro del Portillo y a Javier Echevarría –que le acompañan siempre– les pide que le sugieran planes y programas para trabajar en otras materias, en otros asuntos, durante ese tiempo de vacación. Cuando sale de Roma, se hace un voluntario «lavado de cerebro», desconecta de su labor habitual y delega lo más posible las tareas de gobierno de la Obra. Pero su mente –una portentosa dinamo de ideas– no puede cruzarse de brazos. Pues bien, en esos veranos –además de leer, estudiar y escribir–, a Escrivá se le ocurren miles, cientos de iniciativas audaces, soluciones imaginativas, hallazgos insospechados, que él mismo irá anotando o indicará a quienes le acompañan, para «echarlos a andar» cuando regrese a Roma, cara al nuevo curso»[1].

Durante su estancia en Elorrio Escrivá le escribía a sus hijos:

«Estamos en este rincón, fresco y húmedo, haciendo cada día —no lo creeréis— un paseo de más de dos horas: ya somos parte del paisaje, nos conocen los campesinos, las vacas y los perros, que apenas nos ladran. Pienso que, si sacamos en Roma un ratico de andar también cada día, después de esa clausura monjil de años, a la que hemos estado sujetos contra todo lo dispuesto —mea culpa!— y contra el sentido común, tendremos más salud y podremos servir mejor al Señor en su Opus Dei. Ya me ayudaréis a cumplir este difícil propósito: así lo haremos cumplir a Don Álvaro, que para él es medicina necesaria»[2].

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[1] Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, p. 794.

[2] Estracto extraído de A. Vázquez de Prada, El Fundador, Tomo III, pp. 778-779.


5. 1965: Florencia (Italia).

Texto extraído de: Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, cap. XVII

En 1965, Scaretti, un amigo de Álvaro del Portillo, les cede la casa de una finca de labranza que tiene en Castelletto del Trebbio, a unos veinte kilómetros de Firenze (Florencia), con la condición de que la dejen libre a mediados de agosto, que es cuando piensa ir él con su familia.

La casa muestra las huellas del envejecimiento y el desuso y dista bastante de ser un sitio confortable. No tiene teléfono, ni televisión. Para acceder a ella hay que subir una alta colina por un camino pecuario, de tierra sin asfaltar. Los alrededores son campos de labor. Y la zona, como casi toda la Toscana, es de clima continental: muy frío en invierno y muy cálido en verano.

Escrivá, Del Portillo, Echevarría y Cotelo pasarán allí, en Il Trebbio, varias semanas de julio y agosto.

Por delante van cuatro mujeres de la Obra: Marga Barturen, Victoria Postigo, Dora del Hoyo y Rosalía López. Ellas se encargarán de la administración doméstica y de convertir esa desvencijada vivienda en un hogar alegre y acogedor.

Scaretti había advertido que en el comedor verían unas bellas porcelanas de Capodimonte valoradas en cuarenta millones de liras. Así que, nada más llegar, el Padre indica que se recojan con muchísimo cuidado, se guarden en un armario que no haya que utilizar, y así se evite el riesgo de romperlas y de tener que hacer un gasto innecesario.

Aquí, en Il Trebbio –y en cualquier otra casa donde pase el tiempo de vacaciones–, Escrivá mantiene una continua consciencia de que está usando un inmueble, unos muebles y un ajuar que no son suyos, y se esmera en evitar desperfectos. Si, por organizarse el trabajo y el estudio, deciden mover algunos muebles, encarga a Javier Cotelo que haga «un dibujo de la habitación, tal como está al llegar, para dejarla igual cuando nos marchemos». Procura también que los muebles no rocen las paredes; o que se reponga una bombilla fundida, aunque ello comporte tener que ir a comprarla hasta el pueblo.

En esas semanas, Escrivá se organiza un horario en el que haya tiempo para rezar, para trabajar y para hacer deporte, dar algunos paseos, salidas de excursión...

El trabajo lo centra en revisar un texto suyo –la Instrucción sobre la Obra de san Gabriel– que se refiere a los miembros supernumerarios del Opus Dei y al apostolado con personas casadas.

Escrivá empezó a redactar ese texto en mayo de 1935 y lo terminó definitivamente en septiembre de 1950. Pero en ese año no existían fotocopiadoras, el ciclostil era de muy baja calidad, y en Villa Tevere aún no funcionaba la imprenta. Así que, para distribuirlo por los distintos países donde trabajaba la Obra, se hicieron copias mecanografiadas. Algunos copistas, involuntariamente, habían vertido errores de sintaxis y de puntuación; incluso, se habían saltado palabras. Eso mismo ocurrió con las otras Instrucciones (la de la Obra de san Rafael, referente al apostolado con la gente joven; y la de la Obra de san Miguel, sobre los miembros del Opus Dei, numerarios y agregados, que permanecen célibes). Escrivá hizo retirar de la circulación todas las copias, para dar un texto único, impreso, que se editaría en la imprenta de Villa Tevere. Y, justo ahora, prepara esa edición.

A la vista de cómo puede alterarse todo el sentido de una frase por la colocación errónea de un punto o de una coma, o por la omisión de un adverbio –sobremanera, cuando se trata de textos que deben conservar íntegro su carácter «fundacional»–, Escrivá comenta a Álvaro y a Javier Echevarría la necesidad de «exigirnos todos, para acabar los trabajos materialmente bien, porque a Dios no podemos ofrecerle chapuzas». Esos días les insiste mucho en «la ascética de las cosas pequeñas».

Toma notas de sus lecturas, para un proyecto de libro –Diálogo– sobre la vida contemplativa, que lleva bastante avanzado, aunque no llegará a culminarlo.

Sigue los documentos del Concilio Vaticano II. Reza por los grandes temas que aún se han de debatir: el de los religiosos y el de los sacerdotes. Da gracias por el documento Lumen Gentium, en el que se percibe el eco de algunos puntos del espíritu del Opus Dei, que pasan así a ser doctrina de la “de la Iglesia, solemnemente proclamada y recomendada. Escrivá gasta muchos ratos en el pequeño oratorio que han instalado allí, en Il Trebbio, agradeciendo ese resello de la Iglesia a lo que, durante tantos años, se juzgaba con reticencia, no se comprendía y no se aceptaba.

Como en la casa no hay televisión y el periódico llega muy tarde, cada día, al volver de caminar, Escrivá pide a Álvaro –así: «pide»– poner la radio para escuchar el boletín informativo de la una del mediodía. Le interesa estar al corriente de lo que ocurre en el mundo. Mientras oye las noticias, casi siempre hace algún comentario de calado sobrenatural y anima a los que están con él para que recen por tal país, por tal situación, por tal persona [...].

Una vez cada semana bajan a Florencia, la joya renacentista, patria de los Medici y de Savonarola, junto al río Arno. Sin embargo, aunque a Escrivá le apasiona el arte, no hacen turismo. No van a los museos, ni deambulan por la ciudad para contemplar al paso tantos y tan espléndidos monumentos.

Curiosamente, la mayor parte del tiempo la pasan rezando en el interior de la iglesia de Santa María Novella o en la de la Santa Croce, junto al monumento a Dante. ¿Por qué, teniendo la catedral y tantos otros templos bellísimos, Escrivá sólo visita estos dos? Es posible que la razón esté en que Santa María Novella es la sede más importante de la Orden de los Dominicos en Florencia, como Santa Croce lo es de los Franciscanos. Y, a estas alturas del Concilio, a monseñor Escrivá no se le van de la mente ni del corazón las necesidades espirituales de esas dos grandes y antiguas familias religiosas.

Después de esas semanas en Castelletto del Trebbio, van a Piancastagnaio, una finca cerca de Orte, que tampoco dispone de teléfono ni de televisión. El dueño quiere venderla y les cede el uso por unos días.

Escrivá tiene interés en adquirir una casa con terreno alrededor. Los alumnos del Colegio Romano de la Santa Cruz necesitan un «pulmón» para los tiempos vocacionales. Durante años se ha usado la finca de Salto di Fondi cerca de Terracina, junto a la costa del Tirreno. Pero la que en un principio era una playa solitaria, invadida ahora por los turistas, es lo más parecido a la Quinta Avenida en hora punta, y lo menos adecuado para unos días de descanso y de formación.

Nada más llegar a Piancastagnaio, se percatan de que ese lugar está muy cerca de unos manantiales de aguas sulfurosas, lo cual hace el aire bastante irrespirable. No se le oye a Escrivá la menor alusión a los malos olores. Pero, en cuanto se cumple el plazo fijado con el propietario, comunica que «después de haber estado allí, con esos pocos días de experiencia, comprendo que no es el lugar que estábamos buscando».

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6. 1966: Florencia (Italia) y Francia.


Texto extraído de: Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, cap. XVII.

Ese verano de 1966 vuelven al Castelletto del Trebbio. [...] Escrivá pasa largos ratos en el oratorio. Desea considerar y madurar el modo de convertir en vida las conclusiones allegadas en el Congreso general del Opus Dei, que acaba de celebrarse. Pero, sobremanera, le preocupa la Iglesia y la autoridad del Papa, en esa época posconciliar de tensiones, conflictos, lecturas sesgadas e interpretaciones abusivas.

En el Concilio ha quedado expedito el camino para que el Opus Dei pueda tener, al fin, su adecuada formulación jurídica como prelatura. El Vaticano II ha sancionado algo que, aun siendo una solución nueva, prolonga una figura ya conocida y utilizada en la Iglesia: las jurisdicciones personales.

Ahora pide luces a Dios, para poder presentar ante la Santa Sede la solicitud bien fundamentada y bien documentada, que les haga «quitarse la piel de culebra»; dejar de ser de derecho lo que ya no son de hecho: pasar, de la figura del instituto secular, a la de la prelatura personal del Opus Dei. Pero entiende que, por prudencia, eso habrá de pedirlo en el tiempo oportuno, cuando las convulsiones posconciliares se apacigüen y las reformas se sedimenten.

En los paseos que da con Álvaro y con Javier, hablando de esta «intención especial», más de una vez les comenta:

–Ofrezco mi vida a Dios, para que lleguemos a la solución definitiva, aunque yo no la vea realizada en la tierra, si el Señor me pide ese sacrificio.

También en esas conversaciones por la finca de Castelletto del Trebbio, como en los ámbitos eclesiásticos y en los mass media se abusa de la palabra «postconciliar», presentándola como lo novedoso, lo moderno, lo progresista... y, sobre todo, lo opuesto a lo que había, Escrivá les dice:

—Estamos en “tiempo postconciliar” desde el siglo I: desde el Concilio de Jerusalén. Eso de “tiempo postconciliar” es un término impreciso e impropio, para referirse sólo al Vaticano II; porque este último concilio continúa los anteriores y ratifica todo lo de los anteriores: no puede haber solución de continuidad entre las otras asambleas ecuménicas de la Iglesia y la que terminó el año pasado.

Esto mismo lo dirá, años después, ante miles de personas. Pero, en el verano de 1966, esas frases son sus primeras reflexiones en voz alta: el respingo mental inconformista de quien no intenta adoptar el color de la moda imperante, no se acamaleoniza.

Escrivá recurre a todos los medios para pedir por la Iglesia, «desde la Jerarquía hasta el último de los bautizados». Y, para el día 4 de agosto, fiesta de santo Domingo de Guzmán, organiza un viaje a Bolonia, en la región Emiglia-Romagna, porque desea celebrar la misa en el templo de San Domenico, donde se conserva el arca sepulcral del santo fundador de los dominicos.

Van en el Fiat 1100, que no tiene aire acondicionado. Están en plenos días de canícula. Por la autopista, el calor se deja sentir como plomo derretido. Durante el trayecto, a la ida y a la vuelta, Escrivá recomienda a sus tres acompañantes –y lo hace con insistente interés– que recen mucho por los religiosos. No necesita decirles que ésa no es la “espiritualidad del Opus Dei; pero sí les subraya que «el estado religioso ha sido y sigue siendo absolutamente necesario en la Iglesia».

Javier Echevarría suele ayudar a Escrivá, cada día, en el momento más importante de su jornada: cuando celebra la misa. Sería lógico que se hubiese acostumbrado. Sin embargo, no es así. Y, en concreto, esa misa del Padre en San Domenico deja en él tal impresión, tal muesca, que, evocándolo veintiocho años después de aquel viaje, escribe:

–Tengo muy viva en la memoria la devoción con que celebró aquella misa. Digo esto porque, si cada una de sus misas era ya una sacudida fuerte para quienes la presenciaban, en aquella de San Domenico, notamos, palpamos que nuestro Padre rezaba de un modo muy especial por el estado religioso: con amor, con gratitud. Yo diría que... con predilección.”

Pocos días después, dejan el Castelletto del Trebbio y se trasladan, por carretera, hasta Abrainville, un pueblo cercano a Étampes. Allí los del Opus Dei en Francia han buscado una casa. Un chalé en el campo. El Padre quiere ver a sus hijas y a sus hijos franceses.

A eso va: a dar alientos a sus apostolados y a pulsar el bordón de sus almas. Sí, sus almas. La otra vez que estuvo en Francia, Escrivá rehusó probar el vino. Bebió sólo agua mineral. Y como alguien, extrañado, le preguntase si es que no le gustaba el vino de Francia, respondió:

–Con ser buenos los vinos franceses, a mí, de Francia, me interesan más las almas.

Cada día, nada más terminar de comer, salen desde Abrainville hacia París. Allí, en Dufrenois, está un rato con sus hijos. No ha ido a otra cosa. Alguna escapada al mercado de anticuarios y ropavejeros, al popular marché du puces, y poco más. En sus desplazamientos utiliza un Citroën 4L de matrícula francesa, que le han prestado, para no llamar la atención con el vehículo de matrícula romana.”

El 30 de agosto va a Couvrelles, en los alrededores de Soissons. Couvrelles es una noble casona, no muy grande pero armoniosa, con sus fachadas del XVII, rodeada de bosque y con un bello estanque. Es un centro internacional de encuentros donde, a lo largo del año y sin interrupción, van a desarrollarse coloquios culturales, conferencias, cursos intensivos de formación doctrinal, retiros, convivencias, etc. Al mismo tiempo, desde la administración, se atenderá la residencia, una escuela de hostelería y actividades para matrimonios.

Escrivá consagra los altares de Couvrelles. Y, ya con la puesta del sol, fuera de la casa, tiene una tertulia inolvidable con hijos suyos de Francia, Alemania, Bélgica, Holanda, Suiza, Italia y España que, sentados en los peldaños de piedra de la doble escalinata, se sienten interpelados por el brío y el calor de sus palabras:

–¡Nadie puede guardarse para uno mismo el tesoro de la fe, ni el tesoro de la vocación!

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7. 1967: Abruzo (Italia).


Texto extraído de: Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, cap. XVII.

En 1967, encuentran unos terrenos en venta cerca de Roma, por la zona de la via Flaminia llamada Saxa Rubra, Piedras Rojas. Ahí se levantará la sede definitiva del Colegio Romano de la Santa Cruz, Cavabianca, capaz para alojar a más de doscientas personas, con instalaciones deportivas, zona ajardinada; y una vivienda anexa, del todo independiente, para la administración: Albarosa.

Acometer la financiación y construcción de estos edificios será para Escrivá de Balaguer una de sus «tres últimas locuras». En realidad se trata de una locura muy cuerda. De una parte, la expansiva mundialización de la Obra y el aumento de vocaciones amplían, cada nuevo curso, el número de alumnos que pasan por el Colegio Romano. En Villa Tevere viven prácticamente hacinados, estirando demasiados años ya una situación de provisionalidad. De otra parte, esa misma acrecida y esa extensión del Opus Dei hacen cada vez más necesario que Villa Tevere se dedique al fin propio para el que se concibió: ser la sede central del gobierno de la Obra, con las oficinas y servicios administrativos de apoyo: los del Consejo general, de los varones; y los de la Asesoría central, de las mujeres.

En el ínterin pasa tres semanas de agosto en Gagliano Aterno, en los Abruzzi. La casa es de la baronesa Lazzaroni, que se la ha ofrecido para que descanse. Un caserón antiguo, con algunos detalles arquitectónicos muy originales que Escrivá le irá señalando al arquitecto Javier Cotelo, para que los dibuje con cuatro trazos, «por si sirven en Cavabianca». Así, una columna baja y rechoncha, a la que bautiza como «la chaparrita». Y cuando, años más tarde, la vea reproducida en Cavabianca, alta y esbelta, la llamará castizamente «la bien plantá».

La casa dispone de un oratorio familiar. En una lápida se afirma de modo rotundo que san Francisco de Asís estuvo en este lugar. Al recorrer la vivienda, el primer día, Escrivá lee ese texto de la lápida, pero no dice nada.

Poco tiempo después, cita allí, en Gagliano Aterno, a dos hijos suyos, miembros del Consejo general, para que salgan por un día del ferragosto romano, dejen el trabajo y le acompañen, en esa ronda de oraciones que ha iniciado, a visitar un santuario de la Virgen.

Uno de los que vienen es Giuseppe Molteni, un lombardo, oriundo de la Brianza, doctor en química y en teología “seglar y administrador general del Opus Dei. El Padre, familiarmente, le llama Peppino.

Mientras se hacen los preparativos de última hora para la salida, le lleva al oratorio y le muestra la lápida. Después, bromeando comenta:

–Chico, Peppino, es difícil, ¡dificilísimo!, encontrar en Italia un sitio, aunque sea muy recóndito, donde no se diga que allí estuvo san Francisco de Asís, o que allí estuvo Garibaldi. No me lo negarás: ¡sois un poco triunfalistas en los recuerdos...!

–Certo, certo... Es una costumbre muy difundida por toda Italia, para dar realce a los distintos lugares: aquí estuvo Leonardo da Vinci, aquí Torcuato Tasso, aquí Il Dante, aquí Garibaldi... Così facciamo patria!

Escrivá ríe a carcajadas, divertido, por el desparpajo y el acento lombardo de Peppino. […]

La vida en aquel caserón está muy limitada, porque hay poco espacio para pasear. De vez en cuando salen de la casa con el coche. Al llegar ante la cancela, junto a la vivienda de los guardeses, Escrivá encarece a alguno de los Javieres que se adelante a abrir y cerrar la puerta:

–Bastante quehacer les damos ya, con que tengan que estar atentos a la manutención de la casa. Por eso, como un acto de caridad, y para que vean que no queremos darles más trabajo, cada vez que salgamos, adelantaos uno de los dos... Así dejamos tranquilos a este matrimonio y a sus hijos.

Y siempre que salen o regresan, tiene para ellos unas palabricas de saludo afectuoso, con el coche en marcha, pero detenido, mientras abren o cierran la cancela:

–¿Cómo se encuentran? ¿Qué tal va el trabajo? Yo lamento darles más ocupación en estos días que nosotros estamos aquí... Pero les recuerdo, a diario, en la Santa Misa. Pido por esta familia. Pido por lo que tengan ustedes interés...

Al principio, los guardeses reaccionaban con reservas y timidez. Pero, al paso de los días, Escrivá se los gana con su trato inmediato y sencillo. Poco a poco, son ellos los que se acercan a dar y tomar ese ratito de conversación. Quizá no saben expresarlo, pero lo que les atrae es que aquel monsignore no les habla desde la condescendencia señorial, sino desde la cordialidad sacerdotal.

Hay por los Abruzzi, en el pueblo de San Felice d’Ocre, una casa de convivencias del Opus Dei, Tor d’Aveia, donde ese año pasan por vez primera sus vacaciones los del Colegio Romano. El Padre se desplazará hasta allí en varias ocasiones, para estar con esos chicos.

Al llegar, va en directo a saludar «al Señor de la casa». Comenta a quienes le acompañan que, en esa temporada, al hacer la genuflexión, suele decir: «Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo, gloria a santa María, y también a san José... ¡Jesús, te amo! Gracias a los ángeles que te hacen la corte».

Luego está siempre un buen rato con sus hijas, que atienden la administración. Se interesa por todo: si están contentas, si rezan mucho, si hacen excursiones, si sacan tiempo para leer, si se alimentan bien, «pero sin poneros gordas, porque en estos pueblos acostumbran a tomar comidas con mucha grasa».

Otro día, pide ver las cocinas, el menaje, el material de electrodomésticos con que trabajan.

Otro, dirigiéndose a Blanca Nieto, y con un tono de voz vibrante, percutiente, dice algo muy sencillo pero que, a aquellas mujeres, afanadas de sol a sol en el quehacer de sacar adelante la residencia, va a abrirles un formidable horizonte de proyección: el prójimo más próximo. El mismísimo pueblo donde, hasta ese momento, han vivido aisladas en su propia cápsula:

–¡Directora... que tengáis todas mucho espíritu apostólico!

En este pueblo, sí, en éste, tenéis que haceros muy amigas de todas las mujeres, de las hijas, de las niñas... Y procurad ir dándoles una formación cristiana profunda (...). Yo quiero que este centro sea un foco de apostolado para todo el pueblo. Y que luego se beneficie toda la comarca. Si sois apostólicas, lograréis que se superen esas rivalidades tan propias de los pueblos latinos más cercanos, que ”están siempre unos contra otros. Con vuestra caridad, con vuestro servicio, con vuestro interés por todas las personas de aquí, llegaréis a los pueblos vecinos, después de haber dejado una huella honda entre las mujeres que viven en este pueblo de San Felice d’Ocre.

No es un horizonte utópico. Está al alcance de la mano. ¿Almas? ¡Están ahí mismo, a la vuelta de la esquina! Una vez más, «lo tan real, hoy lunes».

Y después de estar con ellas, pasa a estar con ellos. Se le ve disfrutar con lo que unos y otros le cuentan. En esos años empiezan las indumentarias masculinas de colores y estampados agresivos: una moda rompedora de la monótona griseidad mil-rayas. Escrivá bromea con un joven estadounidense que lleva una llamativa camisa color naranja, con pantalones a cuadros verdes:

–¡Pero, hijo mío, ¿es que vas a una caseta de feria?!”

Se preocupa porque hagan deporte. Y, aunque a él eso del fútbol le parece «un fabuloso desorden», les anima a que organicen partidos y se desfoguen «chutando fuerte». En los años cincuenta, ya se ocupó de que los alumnos del Colegio Romano, que en Villa Tevere no tenían donde dar dos pasos, jugasen al fútbol en las instalaciones públicas de Acquacetosa. Y él mismo se acercaba muchas mañanas, unos minutos, porque disfrutaba viéndoles jugar.

Pero, cuando vuelve otro día, ve que uno lleva un brazo entablillado y otro va con muletas y una pierna escayolada. Se lleva las dos manos a la cabeza, como para dar más viveza a su asombro:

–¡Hijos de mi alma! ¿Qué me hacéis? Os dije que hicierais deporte y ejercicio... ¡pero sin exageraciones! Yo no digo que no ocurran estas cosas, una dislocación, o algo así... y no me estoy metiendo con este hijo, que está muy majo con el brazo en cabestrillo. Pero sí digo que no arriesguéis más de lo que se debe, si veis que no podéis hacer ese esfuerzo, que no llegáis, que os supera... Sedme prudentes, también en esto. Si no, el Padre, que es padre y madre de cada uno de vosotros, se preocupa más de lo que podéis imaginar.

Después, aparte, con orgullo de padre, y riéndosele toda la cara dirá:

–¡Qué barbarotes son! ¡Me da una alegría verlos tan sanos y tan fuertes...!

Luego, con las guitarras y unas maracas, cantan alguna canción. Él les pide noticias apostólicas de los distintos países. A los sudamericanos les estimula, para que se esfuercen en su formación humanística:

–Lo que voy a decir no es crítica; pero por desgracia, hijos, en vuestros países..., a veces, el bachillerato no es muy fuerte y no todas las carreras se hacen con la debida profundidad... ¿me explico?

A los ingleses les espolea para que tengan «la audacia de meterse en el alma de los demás»:

–Habéis sido educados en un exquisito respeto a la privacy de los demás. Y eso es una virtud muy laudable; pero, hijos míos, el respeto no puede servir de excusa para desentenderse de una ayuda que, como cristianos, estamos obligados a prestar a los demás (...). Vosotros, sintiéndoos muy ingleses, tenéis que meteros sin miedo –si es necesario, haciéndoos un poco de violencia, eh...– en la vida de los demás. Es la manera de que esa nación vuestra, que ha prestado tan grandes servicios a la humanidad, continúe prestándolos con el verdadero sentido cristiano al que estáis llamados. No me olvidéis, hijos míos ingleses, que vuestra tierra es una encrucijada. Y desde allí, se puede hacer mucho bien, o mucho mal. No podéis caer en la omisión de no interesaros por la gente de vuestra tierra. Si no os preocupáis de los que conviven con vosotros, con mucho más motivo os desentenderéis de quienes viven lejos, en lo que antes se llamaban las colonias. Y, a esas personas ¡tenéis el deber de seguir ayudándolas...!

Aquellos días de Gagliano Aterno terminaron pronto. Escrivá trabajó en lo que luego sería el Codex, el código, el Derecho del Opus Dei.

Al redactar ese Codex, Escrivá se anticipa. Piensa en un lejano «después». Quiere dejarlo hecho, porque sabe que la autoría le incumbe a él, como fundador. Pero en esos momentos lo que ni sabe ni sospecha es que, transcurridos apenas dos años, tendrá que convocar –con urgencia– un congreso extraordinario del Opus Dei, para debatir y aprobar precisamente ese Codex. Nadie puede intuir, ese verano de 1967, que el cerebro de un hombre está maquinando ya una amenaza grave, muy grave, para la Obra.

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8. 1968: Olona ( Italia) ; visita el santuario de la Virgen Einsiedeln (Suiza)

Texto extraído de: Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, cap. XVII.

La casa de Sant’Ambrogio Olona es una villa de tres pisos. Tiene un jardín francés, muy bien cultivado, con rosaledas y estrechos caminillos bordeando las orlas geométricas que forman los setos de boj. Un jardín para admirar de lejos; pero tan perfectamente cuidado que cohíbe andar por él. Frente a la casa hay una explanada. Muchas tardes, Escrivá pasará ahí un rato de tertulia con sus hijas que, como otros años, se encargan de la administración. Han venido también Begoña Múgica, Dora del Hoyo y Rosalía López. Se les ha incorporado una aragonesa, rubia y de ojos muy azules: María José Monterde.

El 18 de julio, nada más llegar, Escrivá les pregunta:

–¿Habéis pensado qué horario vamos a seguir?

–Si le parece bien, podríamos hacer, más o menos, como en Roma...

–Lo que a vosotras os venga mejor. Organizadlo y nos lo pasáis por escrito.

Al poco, María José le entrega una cuartilla donde –como acostumbran– han marcado las horas de desayuno, comida, merienda y cena; las que necesitarán para hacer la limpieza de la casa y que, por tanto, ellos deben dedicar a pasear por fuera de la finca, dejando libre la zona; y también unos tiempos en los que ellas puedan utilizar el oratorio, sin coincidir juntos.

Escrivá lo lee despacio. Hace ademán de devolver el papel, sin alterar ni una coma de lo que sus hijas proponen. Pero entonces pide una pluma. Se apoya sobre la mesa del comedor, donde están, y escribe con fuerza: «¡No os matéis limpiando!».

Más adelante, en distintos momentos, les dirá:

–Aprovechad estos días aquí para cambiar de aires y de ambiente. No os compliquéis con el trabajo de la casa. No os metáis a dar cera y a hacer limpiezas extraordinarias. ¡Está todo muy limpio! A ver si sacáis algunos ratos, para que salgáis y os distraigáis un poco... ¡Me daríais una gran alegría!

El 19 de julio tienen ya la primera visita: Silvia Bianchi y Rita di Pasquale. Son dos mujeres jóvenes de la Obra. Se han acercado desde Milán, para traer algunas cosas que hacían falta en la casa. El Padre quiere verlas, y pasa un rato con ellas en el cuarto de estar. Con mucho brío les habla de apostolado. Las espolea a que en Italia «tiren del carro» las italianas, «y que las españolas puedan regresar a su país». Les sugiere embarcarse en tareas sociales, obras corporativas del Opus Dei, «que nazcan de modo espontáneo para servir a las gentes de este país en algo que de verdad necesiten: no debéis imitar, ni copiar lo que se hace en otros lugares; aquello va bien allí, pero aquí puede ser más adecuada o más necesaria otra labor».

Esa tarde les habla también, más que de «la virtud» como algo abstracto, de «las virtudes» en concreto: la caridad, la sinceridad, la laboriosidad, la alegría...Durante estas conversaciones, breves pero casi diarias, en Sant’Ambrogio Olona, Escrivá trata temas muy diversos, pero hay dos en los que incide y reincide: el trabajo bien hecho y la fidelidad a la Iglesia. Aprovecha todos los encuentros para pedir a sus hijas que recen intensamente por el Papa y por la Iglesia. Se nota que es una preocupación que no le deja.

El día 22, Álvaro del Portillo, Javier Echevarría y Javier Cotelo han marchado a Varese, que es la ciudad más cercana, para hacer unas compras. Escrivá se ha quedado trabajando en la casa. Por la tarde, está unos pocos minutos con María José y con Begoña:

–Han ido a Varese, entre otras cosas, a comprarle una boquilla a don Álvaro. Este hijo mío, para vivir la pobreza, apura tanto y tanto las cosas, que la boquilla que usa está ya toda quemada, rayada... ¡hecha un asco! Así que, con ese pretexto, les he hecho salir a que se distraigan.

Comenta después que están en el día de Santa María Magdalena. A Escrivá le gusta la figura de esa mujer, «loca de amor» a Jesucristo. Él la llama, con regusto popular, «la Magdalena”

–Hijas mías, yo voy a trabajar en el dormitorio que me habéis puesto. Pero, la verdad, la mesita que hay allí es muy pequeña, poco capaz de extender papeles. Por favor, mirad a ver si por algún rincón de esta casa encontráis otra mesa que nadie esté usando, y que sea más amplia...

Ellas buscaron arriba y abajo. Al fin, en el sótano vieron una mesa de ping-pong, dividida en dos mitades con ensambladura. Tomaron uno de los dos tableros, lo forraron con papel de embalar, y lo instalaron en el dormitorio del Padre, sobre los mismos trípodes del ping-pong.

Ahora que está con ellas, se le ve sinceramente agradecido:

–Trabajo muy bien ahí. ¡Que Dios os lo pague!

En esa mesa improvisada, Escrivá redacta un importante documento doctrinal, en forma de carta, que toma el título de las primeras palabras con que arranca: Fortes in fide. Una carta fuerte, para alertar y poner en vigilancia al Opus Dei del mundo entero, en esta hora difícil de deserciones, de rebeldías frente a la autoridad, de teologías fraudulentas, de morales engañosas, dentro de la Iglesia. Hora triste. Hora amarga, en la que se palpa aquello de que corruptio optimi, pessima: la corrupción de lo mejor es lo peor.

Trabaja también en la lectura de sus viejos cuadernos de Apuntes íntimos: libretas escritas a modo de diario, que empiezan en 1930. Detrás de cada fecha, Escrivá anotaba reflexiones espirituales suyas, confidencias de su vida interior; incluso, vivencias sobrenaturales. En realidad, empezó a tomar esas notas en torno al año 1926. Pero el primer cuaderno lo destruyó más tarde: lo quemó. Abarcaba los tiempos inmediatamente antes y después al 2 de octubre de 1928, fecha en la que vio el Opus Dei.

Ahora, cuando Del Portillo o Echevarría le preguntan por qué, se refiere a aquella época como a una sucesión de episodios excepcionales, inenarrables. Para no entrar en detalles –se nota que no quiere hacerlo– llama a esos años «la historia de las misericordias de Dios». Y, como explicación de haber quemado el primer cuaderno, les dice que «Dios hizo, en su momento, cosas maravillosas a través de un pobre instrumento»; y que él está persuadido de que «con el correr de los tiempos, cualquiera que hubiese leído aquellos escritos, habría pensado que el sacerdote protagonista de tan inmensos favores era una persona muy santa y de muy alta espiritualidad».

Y yo, que me conozco muy bien, aunque no del todo, sé lo que soy: un pobre hombre, un pecador que ama con locura a Jesucristo; pero un pecador muy grande.

Pese a tales argumentos, Álvaro y Javier le insisten, durante todo el verano, en la conveniencia de rehacer ese cuaderno.

–Aunque escriba sólo lo que haya quedado más grabado en su memoria, Padre, eso supondría para después, para todos, algo de muchísimo valor...

–No, no. Si me niego a recomponerlo, no es porque tantos y tantos favores de Dios –que realmente los hubo– se hayan borrado de mi alma. No. Es que me daría miedo añadir un poquito de mi interpretación humana, y desviarme, siquiera mínimamente, de la verdad de cómo acaecieron los hechos.

Este forcejeo es como un ritornello de las conversaciones en Sant’Ambrogio Olona. Cada vez que Escrivá hace algún comentario sobre los Apuntes íntimos que anda leyendo, surge la «invitación» a que ponga por escrito aquellas vivencias, trazos de relieve en la historia de la Obra.

Con buenos modos, pero dando por zanjada la cuestión, el Padre responde:

–Es inútil que insistáis. Ya he dicho claramente que ni puedo, ni quiero, ni voy a escribirlo.

En ese verano de 1968 se produce el aplastamiento de la Primavera de Praga. Un golpe de fuerza de los tanques soviéticos arrasa de cuajo el incipiente resurgir de las libertades públicas en Checoslovaquia.

Paseando con Álvaro y con Javier Echevarría les dice una mañana:

–Estos días rezo mucho por Checoslovaquia. Me acuerdo de un modo especial de los obispos y de los clérigos de ese país, porque ellos están más expuestos a esa tremenda persecución que ha ejercido siempre el comunismo. Quizá ahora es de una manera más refinada, más sutil: sin hacer mártires; pero, eso sí, minando y destruyendo la personalidad de los católicos. Y ese acoso y esa hostilidad tienen que estar sufriéndolos también los laicos que se declaren católicos. Yo pido mucho por ellos. Las discriminaciones que les hagan, en el trabajo, o en el salario, o en la vida social, repercuten sobre sus familias. Y eso es muy triste... No me importa que pidáis permiso, en vuestra dirección espiritual, para hacer mortificaciones especiales por estas personas. Sufren desde hace años, pero ahora padecen todavía más y de un modo más violento.

El Padre quería escaparse a Suiza, para ver a los de la Obra que viven y trabajan allí. Y, a los pocos días, hace un viaje rápido. Pero no es para ver a sus hijos. Es para ver a su Madre. Como está próxima la fiesta de la Asunción de la Virgen, propone ir de romería al santuario mariano de Einsiedeln. […]

Al finalizar agosto, dejan la casa de Sant’Ambrogio Olona. Antes de partir, recolocan todo tal como estaba cuando llegaron. Despojada del forro de papel de embalar, la mesa de Escrivá vuelve a ser lo que era: el tablero de ping-pong. Regresan a la canícula romana.

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9. 1969: Intra (Italia).


Texto extraído de: Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, cap. XVII.

Para el verano de 1969, alquilan una pequeña casa en el campo, también al norte de Italia, cerca de Milán, en Premeno, un pueblecito de la localidad de Intra, a menos de un kilómetro del lago Maggiore.

La casa, Villa Gallabresi, está rodeada por una franja de jardín con pinos altos. Como queda muy aislada y desprotegida, en medio del campo, ya antes de ir, Escrivá indica que instalen el oratorio en la segunda planta, para que esté mejor custodiado. En ese mismo piso pondrán los cuatro dormitorios: el suyo, el de Álvaro del Portillo y los de Javier Echevarría y Javier Cotelo, que, como ya es costumbre, conduce el coche: a partir de este año, es un Mercedes 320 de color amaranto, carmesí muy oscuro, con matrícula de Roma EO8342. El vehículo tiene ya siete u ocho años de uso, pero está muy bien conservado. Se lo han regalado a monseñor Escrivá, para facilitarle sus viajes largos por las carreteras de Europa.

En la planta baja de la casa se hallan el cuarto de estar, el comedor –que también les sirve de lugar de trabajo en común–, la cocina y el planchero. En el último piso, para mejor garantizar su independencia, se alojan María José Monterde, Begoña Múgica, Dora del Hoyo e Inés Cherubini, que atienden la administración de la casa.

Una escalera central comunica las distintas plantas. Esta escalera, de trazado muy empinado y altos peldaños, le permitirá a Javier Echevarría hacer un importante descubrimiento sobre la vida interior de Josemaría Escrivá.

En efecto, a los pocos días de estar allí, se percata de que el Padre sube y baja muy frecuentemente esas escaleras, entre ocupación y ocupación, o incluso interrumpiendo una sesión de trabajo o un rato de lectura. No es difícil darse cuenta, porque los peldaños son de madera vieja y crujen. Javier presta atención, para saber a dónde va el Padre en todos esos viajes. Pronto sale de dudas: Escrivá no hace más que vivir su costumbre habitual de «escaparse» un instante, y otro, y otro, al sagrario más cercano. Sólo que aquí resulta más incómodo.

Por otra parte, el lugar es muy húmedo: no hay día que la casa no amanezca envuelta en brumas y nieblas, o que no llueva durante varias horas. En ocasiones, la niebla es tan espesa que impide ver más allá de los pinos del jardín. Cuando, a las dos o tres horas «levanta», a lo lejos aparece, azulmente bellísimo, el lago Maggiore, como un espejismo de cristal.

Esa humedad afecta a Escrivá. Se le hinchan las rodillas y le duelen las articulaciones: los hombros, los codos, las muñecas, las rodillas. Por el dolor, cojea al andar. Mucho más, cuando sube y baja escaleras. Pese a ello no disminuye sus visitas, breves pero frecuentes, a Jesucristo en el sagrario.

Éste de 1969 es un verano de intenso trabajo y de intensa oración. Escrivá, Del Portillo y Echevarría preparan el material que ha de utilizarse en el Congreso extraordinario del Opus Dei, que acaba de ser convocado en junio. El texto base no es ni más ni menos que el Codex, el Derecho particular de la Obra.

A los ojos de muchas personas, es un modo de seguir unas indicaciones generales de la Santa Sede, dadas a partir del Concilio Vaticano II, para que toda institución eclesial revise sus constituciones, sus reglamentos, sus carismas fundacionales, a fin de «acomodarse a las necesidades pastorales de los tiempos».

Durante ese invierno, en Roma, Escrivá ha recordado una vez más, ante los diversos dicasterios de la Santa Sede, que el Opus Dei no tiene nada que ver con las órdenes y congregaciones religiosas, ni con los institutos seculares, ni con los de vida consagrada, ni con las sociedades de vida común; y también, que él no necesita que le autoricen a revisar sus estatutos, ya que tiene esa facultad, de modo propio, como fundador.

Sin embargo, por un motivo bien distinto, le interesa convocar esa cita congresual: tiene constancia fehaciente de que se está urdiendo un nuevo y gravísimo ataque, no ya contra la fama y la imagen de las personas de la Obra, o contra sus apostolados, sino contra las estructuras del Opus Dei y su engarce en la Iglesia. Por ello, entre otras razones, para tutelar el camino jurídico de la institución, convoca este Congreso extraordinario.

Como en otros veranos, el deporte será jugar a le bocce y caminar. Pasean por las afueras de algunos pueblos cercanos al lago Maggiore: Intra, Arona, Lantino, Stresa... A veces, se acercan a algunos puestos de baratijas. Al Padre le gusta descubrir «chucherías»: algún muñeco gracioso que pueda servir como un regalo de broma, el día de la Befana.

“Así, paseando por Arona, ve un soldadito alpino de madera, que cuesta doscientas veinte liras.

–¡Mirad! ¿Se lo llevamos a Umberto, como broma? ¡Seguro que le gusta mucho!

Tiene su «historia» lo del alpino: desde que era un muchacho, el doctor Umberto Farri, abogado, ha mostrado un gran entusiasmo por la vida castrense. Cuando hacía el servicio militar, en algunas tertulias, contaba chistes muy divertidos cuyo protagonista era siempre un coronel, un colonnello. Como esas historietas animaban la vida en familia, el Padre le instaba a «hacer el número»:

–¡Anda, Umberto, cuéntanos algún chiste de tu colonnello...! ¿O se te ha acabado ya la cuerda?

Otro día, en otro puesto, encuentran un pequeño perro de caza que mueve la cabeza y lleva en la boca un faisán:

–Éste podría irle bien a Paco Vives, tan aficionado a las cacerías en sus buenos tiempos...”

“Escrivá ha cogido un pato amarillo de goma. Lo mira y se echa a reír:

–Ahí tenéis al anatroccolo, de nuestro Peppino...

Ha pronunciado anatroccolo, bajito, imitando el acento lombardo, el deje milanés tan característico de Giuseppe Molteni, Peppino.

De este modo, con desenfado, al aire del vivir, el Padre les enseña a estar pensando siempre en los demás: a quererse como una verdadera familia, y también a economizar unas liras, adquiriendo esos muñequitos con suficiente antelación y mucho más baratos que en las tiendas de Roma.”

El 10 de julio, después de la merienda, el Padre y don Álvaro del Portillo están un rato con las que llevan la administración de la casa. Sale a la conversación que Auma y Mumbúa, dos africanas kenyatas, de color, miembros de la Obra, van a llegar a Roma, con idea de permanecer algunos años «romanizándose» y bebiendo el espíritu del Opus Dei en su propio manantial.

–Las tenéis que ayudar para que se adapten pronto. Pensad que para ellas todo es nuevo y diferente: el clima, la vida en la ciudad, las comidas, los horarios, el idioma...

–Padre, ya están estudiando el castellano...

–¡Pobrinas, les costará mucho!... Supongo que ya sabéis por qué, aunque la Obra es universal, y no es ni de aquí ni de allá, su idioma es el castellano... ¿No lo sabéis? Eso se decidió ya hace años, en el Congreso general de 1956, como una deferencia hacia España, que es donde la Obra nació”

Pocos días después, el 15, vuelve a estar con ellas. Han venido de Milán Silvia Bianchi, Sofía Vavaro, Tina y alguna otra. El Padre les habla de la necesidad de allegar vocaciones italianas para la Obra, sin reclinarse en la ayuda de las españolas:

–Aquí, en Italia, hay almas maravillosas... No seáis cobardes. Habladles de Dios. Habladles mucho de Dios. Y del Opus Dei. Necesitáis ser más. Las mujeres de la Obra tenéis que desempeñar en la sociedad civil los mismos trabajos que desempeñan los hombres, los mismos, llegando a donde ellos llegan. Y además, tenéis que sacar adelante las administraciones de nuestros centros. De modo que, lo dicho: ¡necesitáis ser más!

Del Portillo se ha incorporado a la reunión cuando ya estaba empezada. En ese momento Escrivá está pidiéndoles que recen por la Iglesia. De pronto, recuerda haber leído en algún periódico de esos días la expresión «un sacerdote social»:

–Cuando al oro o a la plata se les pone un apellido, es que no son ni oro ni plata de ley. El sacerdote es sacerdote, y basta. Su misión es exclusivamente espiritual: la cura de almas. Y en cuanto se sale de ahí, mal ”

El 28 de julio van a Milán. Conduce el coche el doctor Calogero Crocchiolo, médico y miembro del Opus Dei. Aparcan junto al número 7 de la calle Corso di Porta Vittoria. Allí está la consulta médica del oculista, profesor Romagnoli. Tienen cita con él.

Romagnoli le hace una revisión en profundidad. Le dilata la pupila y le mira el fondo de ojo. La habitación está en penumbra. Todos, en silencio. Romagnoli se sienta muy cerca de Escrivá. Enciende el haz de luz del oftalmoscopio y lo dirige hacia uno de los ojos del paciente. Mientras explora, las mejillas de uno y otro casi se rozan. Se siente la proximidad del aliento.”

Pocos días después, el 31 de julio, vuelven a Milán para un asunto de trabajo. Toman il traghetto, un transbordador para pasajeros y vehículos, y atraviesan el lago Maggiore.

Regresan ya atardecido. Pero el Padre quiere ver a sus hijas, porque les ha comprado unos paquetes de golosinas en el embarcadero y, además, tiene que comunicarles que el 4 de agosto se van a Einsiedeln, como hicieron el año anterior.

–Esta vez estaremos casi tres días fuera, así que tendréis que ir a misa a Premeno, o a Intra... Y, como no podéis dejar nunca sola la casa –porque el Señor se queda en el sagrario–, organizaos en dos turnos. ¡Ah, y aprovechad esos tres días para descansar un poco, salir al jardín, que os dé el aire...! Invitad a las de Milán... Lo que queráis, menos meteros en limpiezas extraordinarias, ¡que os conozco!

María José y Begoña observan que el Padre tiene mal aspecto. Y se lo dicen:

–Padre, tiene usted cara de cansado...

–Es que en Milán hemos estado trabajando. Pero a mí me descansa más trabajar que no trabajar. No trabajar me consume...

–De todos modos, Padre, desde que llegó de Roma no ha parado: “¿qué podríamos hacer, para que descansara?

–Yo sólo descansaría... si pudiera olvidarme de la Obra. Pero ¡no quiero olvidarme de la Obra! ¿Y de Dios? De Dios, no. De Dios no podría olvidarme, porque... me moriría.

El día 4 salen hacia Suiza, para hacer la romería a la Virgen de Einsiedeln. Al despedirse de las que se quedan en la Villa Gallabresi, el Padre les da la bendición y, como esas mamás que a la hora de partir se ponen a enumerar todo el repertorio de posibles peligros, empieza y no acaba:

–Que descanséis... Que comáis bien... Que no os metáis en limpiezas... Celebrad mucho el santo de Dora... Por las noches, cerrad todo bien y asegurad las puertas...

El 6 de agosto regresa Escrivá. Como la casa de Premeno está en lo alto de una colina, ven llegar el coche, cuando aún está lejos. El Padre viene radiante. Siempre ocurre así, cuando va –como él dice– «a ver a la Virgen».

–Esta vez no os he traído chocolatinas de Suiza. Pero os hemos comprado unas sorpresas... me parece que os van a gustar... Por lo menos, os durarán más que el chocolate.

Sí, realmente, las sorprende: les ha traído a cada una un broche muy bonito de bisutería.[…]

Ese mismo verano, desde Villa Tevere le comunican que se ha recibido un telegrama de Pablo VI acompañando una medalla de bronce dorado, como muestra de afecto y felicitación por el XXV aniversario de la primera ordenación sacerdotal de profesionales del Opus Dei: los ingenieros Del Portillo, Hernández de Garnica y Múzquiz.

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10. 1970: Intra (Italia).


Texto extraído de: Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, cap. XVII.

El verano de 1970, otra vez en Premeno, es una continuación de esa novena de México: hablar y hablar con la Virgen.

Escrivá se ha llevado varios libros de teología, de patrística, de historia universal y de literatura. Pero su trabajo, estas semanas de agosto, consiste en estudiar a fondo las conclusiones del Congreso extraordinario celebrado en Roma el año anterior.

Desde Villa Gallabresi hacen varias escapadas a Castello di Urio, cerca del lago Como, donde hay una casa de convivencias del Opus Dei. Van con Escrivá, como casi siempre, Álvaro del Portillo, Javier Echevarría y Javier Cotelo, que conduce el vehículo. Escrivá mantiene allí diversas tertulias y conversaciones con sus hijas y con sus hijos.

En otra ocasión, pasan a Suiza, que está a muy pocos kilómetros. Desde Il Ticino, y avizorando el horizonte, rezan por los apostolados de la Obra en el país helvético.

Como el verano anterior, también éste de 1970 van a Milán. En una de esas breves estancias, se acercan a la catedral: una auténtica joya de piedra, con su fachada gótica, sus ciento treinta y cinco pináculos y sus dos mil trescientas estatuas giganti ornamentando las columnas exteriores.

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11. 1971: Comasco (Italia).


Texto extraído de: Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, cap. XVII.

Caglio es un pequeño pueblo de montaña en el norte de Italia, cerca del lago de Como y a unos ochenta kilómetros del Castello di Urio. En ese tranquilo lugar del Comasco, que ni siquiera viene en los mapas, alquilan una casita, Villa Sant’Agostino, para pasar varias semanas entre julio y agosto de 1971. Como siempre, instalan el oratorio en la mejor habitación del piso alto, que ofrece mayor seguridad. En esa misma planta, los dormitorios. Abajo, el comedor, la cocina, el cuarto de estar que servirá también como lugar de trabajo en común. Esta vez la casa es más reducida y todos han de limitar su libertad de movimientos.

Josemaría Escrivá y Álvaro del Portillo llegan cansados, «breados» por un año de trabajo muy exigente y en el que determinadas «buenas personas» del Vaticano –concretamente, uno– han seguido dando “pábulo a esa atmósfera de desconfianza, de diffidenza, contra la Obra, que dura ya demasiado tiempo”.

En 1971, en los momentos más inclementes, Escrivá repite unas palabras, una especie de «oración de bolsillo», que escribió a vuela pluma, para dejarlo todo en las manos poderosas de Dios:

«Señor, Dios mío, en tus manos abandono lo pasado, lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno».

A Caglio viene a descansar. Y él descansa recogiéndose, engolfándose, en intimidad con Dios.

Como ocupación se ha traído el estudio de una porción muy concreta de la Biblia: los cinco libros del Pentateuco. […]

También este verano va a ver a sus hijas y a sus hijos italianos, que pasan una temporada de descanso y de formación en Castello di Urio. En una de esas visitas saluda a Giuseppe Molteni, miembro del Consejo general, que, desde hace años, convive con el Padre, bajo su mismo techo, en Villa Tevere. Molteni es un enamorado de la región lombarda y habla siempre con gran cariño de la Brianza, su tierra natal: de sus gentes, de su historia, de sus paisajes... El Padre, nada más verle, le abraza con fuerza. Y, enseguida:

–¡Peppino, hijo, ya estamos en tu salsa, en tus dominios! ¡Venga! A ver si organizas una salida a la Brianza, y nosotros te acompañamos. Así, sobre el terreno, rezamos por esos paisanos tuyos tan trabajadores, tan responsables, tan majos... ¡Y que salgan de ahí muchas vocaciones!

Otras excursiones son «utilitarias», visitando fábricas de muebles por la zona del comasco, en los alrededores del lago de Como. La localidad de Cantú es famosa por sus industrias de carpintería y ebanistería. Escrivá toma nota de precios, modelos de mobiliario, encarecimiento por transporte, etc., y pide folletos y tarjetas comerciales, Tiene en la mente la futura instalación de Cavabianca, definitiva sede del Colegio Romano de la Santa Cruz, que ya está en plena construcción. Pasado algún tiempo, cuando llegue el momento de adquirir los muebles, dará a Helen G. Monfort y al equipo de instalaciones todos esos catálogos y direcciones, para que vayan a «tiro hecho» y puedan «comprar calidad, eligiendo, y a precio de fábrica».

Los paseos a pie suelen ser por el lungolario de la ciudad de Como. Casi todos los días van a Como, la antigua Oppidum de los galos, la Bovum Comun de los romanos. Y siempre entran en la catedral. Allí están un rato. Escrivá quiere acompañar a Jesucristo en el Tabernáculo. Después se sientan en algún banco de la nave central y, quietos, sin hacer recorridos turísticos por el templo, observan las excelentes obras de arte: los tapices de Ferrara, de Florencia, de Amberes; la Sacra conversazione de Luini; la capella del Crocifisso; las Nupcias de María; il tempietto de la pila bautismal, la decoración del crucero dedicado a la Assunta... De vez en cuando, Escrivá se fija en un detalle ornamental –por ejemplo, el artesonado del techo–, que puede servir a la hora de decorar algún oratorio de la Obra. Entonces le pide a Javier Cotelo:

–Mira esos cassettonni... Toma algún apunte rápido para que nos acordemos después de esa combinación del dorado y de los colores.”

Una mañana, antes de iniciar la cuesta abajo del acceso a Como, se detienen junto a los puestos de los vendedores de fruta. No es un mercado. Son gente de la huerta que montan sus rústicos chiringuitos a pleno sol, con unas tablas sobre unas banastas. Escrivá se fija en el hombre que despacha tras el puesto de sandías. Es un tipo rudo, enjuto y muy moreno. Ofrece su mercancía en un tosco cartel: Cocomeri, 100 lire al chilo.

–¿Compramos sandía y se la llevamos a vuestras hermanas? Así les ahorramos tener que ir ellas a comprarla... Anda, Javi, aunque tú eres «de piso», mira a ver si consigues una bien madura.

Los guardas de la casa de Caglio son un matrimonio con tres hijos. Una mañana, paseando por el reducido terreno que rodea Villa Sant’Agostino, Escrivá ve al guarda que maniobra con los aperos de jardinería. Junto a él, agarrándose a una de sus piernas, el hijo pequeño, que debe de tener poco más de cuatro años.

Observa al niño: las mejillas sonrosadas, los mocos asomando por la nariz, la boquita abierta, los ojos redondos de admiración..., no se pierde un solo movimiento de su padre.

Escrivá comentará después:

–Me ha conmovido la mirada de ese chiquitín... Le he tenido envidia de la buena. Y le he pedido al Señor, para nosotros, ese sentimiento de filiación: que deseemos estar siempre así, contemplando con admiración a nuestro Padre Dios, seguros de que Él lo hace «divinamente» bien; que, con su Providencia, cuida todo el campo donde tenemos que actuar…

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12. 1972: Lecco (Italia).


Texto extraído de: Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, cap. XVII.

Para los veranos de 1972 y 1973 encuentran una casa en Civenna: un pueblecito de montaña, cerca de la ciudad de Lecco. También en el norte de Italia, por la zona de los lagos y junto a la frontera con Suiza.

Mil novecientos setenta y dos. Escrivá se lleva mucho trabajo: sigue revisando el Codex del Opus Dei, y prepara la edición de dos libros de homilías que se publicarán bajo los títulos de Es Cristo que pasa y Amigos de Dios. Esta última, y Vía Crucis, Surco y Forja, serán obras póstumas.

Al día siguiente de llegar, se lanzan a hacer la marcha por un camino de tierra, cuesta arriba. Cuando apenas llevan cien metros recorridos, Escrivá hace una señal de «¡alto!»:

–Con estos zapatos de ciudad no podemos llegar muy lejos. Mejor es que volvamos a casa, tomemos el coche y vayamos a la localidad más próxima a comprar alpargatas o botas de andar por el campo.

–Lo que tenemos más cerca es Lecco, a veintitantos kilómetros...

–Pues ¡vamos a Lecco!

Una vez allí, Escrivá les sugiere, en lugar de ir a una zapatería, pasar antes por el mercado:

–Seguro que ahí nos venden botas de las que llevan los aldeanos, y mucho más baratas que en una tienda elegante.

Así es. Compran un par de botas para cada uno por diez mil liras, unas mil pesetas.

Y allí, en el animado bullicio del mercado, como si aquello fuera para él lo más normal del mundo, monseñor Escrivá se sienta sobre un cajón de frutas, se descalza, se prueba las botas, anda un poco, pisa fuerte y, echándole una sonrisa al hombre del puesto, comenta:

–Es la horma de mi pie. ¡Me las llevo puestas!

Lo de economizar en las compras, en Escrivá no es «roñosería» tacaña, sino una forma natural de vivir la virtud de la pobreza. Virtud con mala prensa –y aún con peores explicaderas–, que no es la necesidad furiosa de los indigentes, sino la generosidad voluntaria de quienes, poseyendo, saben andar desprendidos.

Uno de esos días, las de la administración le han desechado a Álvaro dos camisetas, porque estaban ya muy pasadas y zurcidas. Andando por la ciudad de Como, ven que en una tienda con rebajas ofrecen «cuatro camisetas por tres mil liras». Sin dudarlo, Escrivá les dice que aprovechen la ocasión.

También, allí mismo, encarga a Javier Echevarría que compre unos dulces para sus hijas. Pero, cuando le ve regresar de la pasticciería llevando en la mano un diminuto paquete, bromea, metiéndose con él:

–¡Pero, Javi, hijo...! ¡No te habrás arruinado! Tus hermanas van a pensar que eres más agarrao que un chotis... La próxima vez procura ser un poquito más rumboso.

Sin embargo, salvo en viajes largos por carretera, son muy contadas las ocasiones en que Escrivá y los que le acompañan toman algún refrigerio en un bar, fuera de casa.

Es tan inusual que, cuando sucede, como en este verano de 1972, Javier Echevarría lo anota en sus libretas de apuntes. Una calurosa mañana de agosto, rozando ya el mediodía, después de la marcha por el lungolario de Lecco, ven que al final de la alameda hay un quiosco donde sirven granita di caffè, un sabroso refresco de café granizado. Javier Cotelo comenta que la hermana del Padre –Tía Carmen para todos en la Obra–, cuando salían de compras por Roma en los tiempos de pegajoso calor, solía invitar a sus «sobrinos» o a sus «sobrinas» a una granita di caffè.

Realmente, el calor pega fuerte esa mañana y la caminata les ha hecho sudar. Adivinando la apetencia de todos, el Padre se dirige a Del Portillo.

–Álvaro, ¿nos invitas a una granita di caffè..., como excepción?

Esa zona de la Brianza es más bien fresca y húmeda, con frecuentes lluvias, nieblas y tormentas. Un día, Giuseppe Molteni viaja en coche desde Milán hasta Civenna. Lleva con él a Carlos Cardona, que va a trabajar con el Padre en alguna de las homilías que está revisando. Cae una lluvia torrencial, espesa, incesante. Las tormentas se suceden una a otra a lo largo del trayecto, pero Giuseppe, enamorado de su Brianza, no se cansa de repetir, como si fuera un agente publicitario:

–Epure, Carlos, dietro le nuvole c’è il sole...

En cuanto llegan, Carlos Cardona se lo cuenta al Padre:

–Para que no se me viniera el alma a los pies, cada vez que sonaba un trueno, Peppino me decía: «Sin embargo, Carlos, detrás de esas nubes está el sol».

“Y yo le contestaba: «Pues, si tú lo dices, estará, pero ¡caray, el tío, cómo se esconde!».

Escrivá se ríe con ganas:

–Peppino, eres muy divertido... pero tienes que ponerte de acuerdo con tus paisanos, porque ellos no hacen más que decir que la lluvia y la niebla son vuestra riqueza... De todos modos, elogiando a tu tierra, has dicho una gran verdad, que se puede aplicar a la vida espiritual: hay momentos en los que, tal vez por nuestra falta de correspondencia a la gracia, dejamos de ver la luz. En otras ocasiones, el Señor permite esa oscuridad, para probar nuestra fe y nuestra lealtad. Yo he dicho hace ya muchos años que, en el camino hacia Dios, una vez que se ha visto la luz de la gracia, de la llamada, hay que marchar adelante con fe, con entereza, dejando, quizá, jirones de ropa o incluso de carne, en las zarzas del sendero. Pero hemos de seguir, con la certeza de que Dios es el de siempre y no puede fallar. Si le somos fieles, después de la tormenta y de la oscuridad vendrá la bonanza y brillará para nosotros un sol de maravilla, todavía más luminoso […].

Hijos míos, después de haber escuchado la voz de Dios, no se puede volver la cara atrás.

Como Civenna está a poco más de cuatro kilómetros de la frontera con Suiza, y a menos distancia aún en línea de aire, sus emisiones de televisión se captan muy bien. El receptor de la casa está preparado para la TV en color. El primer día que conectan, Escrivá se sorprende como los demás:

–¡Qué bien se ve! No me imaginaba yo que quedase una imagen tan lograda y con un colorido tan natural. Es tan atractivo el color que le mete a uno ahí, en la pantalla, den lo que den...

Después de esa primera impresión, cuando ya han apagado el televisor, reflexiona en voz alta:

–Todos estos progresos, grandes y pequeños, tienen que llevarnos a dar mucha gloria a Dios. Todo trabajo humano noble, bien realizado y bien empleado, es un instrumento prodigioso para servir a la sociedad y para santificarse... Supongo que a vosotros os habrá sucedido lo mismo que a mí: hace un momento, cuando veíamos la televisión, me resultaba fácil levantar el corazón al cielo, dando gracias por esa perfección técnica de las imágenes, del colorido... Y enseguida –porque es una idea que me ronda siempre en la cabeza– pensaba en el bien y en el mal que se puede hacer con la televisión y con todos los medios de comunicación. ¿Bien? Sí, porque son un vehículo formidable para llegar a muchas personas, captando su atención de un modo muy atractivo. ¿Mal? También, porque con las imágenes y con el texto pueden ir metiendo doctrina equivocada, moral falseada. Y la gente se traga esos errores y esas falsedades sin darse cuenta, como si fuera oro colado. Por eso insisto tanto en que el apostolado a través de los medios de comunicación tendrá siempre mucha, mucha importancia. Y los católicos que tengan esa vocación profesional, los periodistas, los comunicadores de prensa, radio y televisión, deben estar ahí, presentes y bien activos: ausentarse, sería desertar.

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13. 1973: Lecco (Italia).


Texto extraído de: Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, cap. XVII.

Su último «veraneo» va a ser, pues, el de 1973.

La situación de la Iglesia es tan grave que Pablo VI se determina a adelantar el Año Santo Jubilar de 1975: lo declara abierto el 10 de junio de 1973. Ese intempestivo cambio en el almanaque es un recurso urgente, casi dramático, para golpear las conciencias de los católicos.

El 22 de junio, ante los cardenales de la Curia romana, el Papa denuncia que «la confusión doctrinal y la indisciplina hacen palidecer en el rostro de la Iglesia su relumbrante belleza de Esposa de Cristo»

El Papa está consternado. El Papa está triste. Intenta parar el proceso de deterioro, de desvirtuación, de anarquía... Es como si la Iglesia se le fuera de las manos.

Josemaría Escrivá piensa que éste es el momento de ir a consolar y a confortar al Padre común.

El 25 de ese mismo mes de junio, va a visitarle: una audiencia privada que –rompiendo los protocolos de reloj– durará más de hora y cuarto.

En cuanto el fundador del Opus Dei ve al Papa, se clava con las dos rodillas sobre el enlosado de mármol. Pablo VI se conmueve ante ese desusado gesto de fe y de sumisión filial. Concentra vigor en sus brazos y tira físicamente de Escrivá hacia arriba, forzándole a levantarse.

Después, sentados ya, monseñor Escrivá saca su pequeña agenda de bolsillo. Ahí lleva algunas notas de lo que quiere referirle al Papa: buenas y animadoras noticias de la perseverancia fiel de millares de hombres y mujeres de la Obra, y de los pujantes apostolados en tantos países, en tantos estratos de la sociedad, en tantos escenarios de la actividad civil. ¿Crisis sacerdotal? Este año de 1973, como el otro y el otro y el otro, desde 1944, se ordenará una nueva «hornada» de laicos profesionales, con su doble doctorado: el universitario civil y el eclesiástico. Medio centenar más de sacerdotes, cuya única ambición es... ser sacerdotes.

No ha ido a pedirle nada al Papa: sólo quiere darle alegrías, alegrías... Y, una vez más, el corazón de Roma sabe, siente, que hay «una partecica de la Iglesia» donde la mano de Pedro se puede apoyar con firmeza.

En julio, vuelven a la misma casa que alquilaron el verano pasado, en Civenna.

Una mañana, aunque el día ha amanecido frío y desapacible, con algún chubasco y densos nubarrones, salen hacia Lecco, para hacer la caminata por el lungolario dell’Isonzo y el lungolario del Piave.

El Padre anda durante dos horas, dos horas y media. Álvaro camina menos tiempo. Después se sienta en un banco de la alameda y allí les espera.

En algún momento, el Padre va a sentarse junto a Álvaro. Le ve pálido, ojeroso y como aterido de frío.

–Álvaro, tienes mala cara... ¿te ocurre algo?

–He pasado mala noche, y ahora me encuentro destemplado... Como diría la Abuela, estoy «poco católico»...

–¡Vámonos, vámonos cuanto antes...!

“Mientras vuelven hacia el coche, el Padre da indicaciones a Echevarría:

–Javi, en cuanto lleguemos a casa, ¿tú podrías telefonear a Castel d’Urio, para que venga José Luis Pastor a ver a tu hermano? Sin alarmar, dile que venga lo más pronto que pueda.

Ya en carretera, regresando de Lecco a Civenna, «regaña» a Álvaro:

–¿Cómo no me has dicho nada antes de salir? Sufro, cuando me hacéis cosas así... Yo sé que lo has hecho pensando en los demás, y todos te lo agradecemos, pero debías haberme comentado que te encontrabas mal... y nos hubiéramos quedado en casa, tan a gusto... ¡Alvarico, hijo, no me lo hagas más!

–Pensaba que sería un malestar momentáneo, porque he estado revuelto por la noche... Pero no se preocupe, Padre, no creo que esto tenga importancia.

Sin embargo, Escrivá no puede despreocuparse así como así. Sabe que Álvaro tiene, como suele decir, «una mala salud de hierro»: le han hecho ya varias operaciones quirúrgicas, y todas de envergadura. Trabaja full time y a tope, con una doble dedicación: en Villa Tevere, para servir a la Obra; y en el Vaticano, para servir a la Santa Sede. Su alma tira de su cuerpo. El problema no está en el motor, sino en la carrocería. En cualquier momento puede hacer crac.

En efecto, esta vez el «malestar momentáneo» de Álvaro va a más. Durante varias semanas se le presentan unas fiebres violentísimas que le hacen sudar a chorros. Empapa las sábanas y el colchón. De día y de noche hay que cambiarle toda la ropa de cama varias veces. El Padre y los dos Javieres se suman cuidando al enfermo. El médico, José Luis Pastor, diagnostica una dolencia seria de riñón y sugiere llevarle a España, para que el doctor Gil Vernet de Barcelona dictamine si conviene intervenir quirúrgicamente.

Cuando Álvaro ya está más restablecido, deciden hacer el viaje. Pero, antes, hay que cumplimentar un pequeño trámite: acudir al aeropuerto y vacunarse contra el cólera. En Italia ha habido un brote epidémico y se requiere el certificado sanitario de vacunación, para poder salir a otro país.

El 1 de septiembre, víspera del viaje, van los cuatro al aeropuerto de Milán. En las dependencias sanitarias hay una larga cola de gente que está allí para lo mismo. Alguien del dispensario médico reconoce a monseñor Escrivá y se acerca con amable obsequiosidad:

–Monsignore... Mil perdones... Acompáñeme, por favor, y pasará inmediatamente, sin necesidad de esperar.

Escrivá se niega:

–No, no, muy agradecido; pero yo prefiero guardar mi turno y pasar cuando me toque.

Ante la insistencia del funcionario, Escrivá le explica:

–Se lo agradezco, pero no quiero quitar el puesto a ninguna de estas personas que, si están aquí, no es por su gusto... Ellos tendrán otras cosas que hacer, y quizá con más urgencia que yo.

Cuando, al día siguiente, el avión en sus evoluciones de despegue y toma de altura, sobrevuela Milán y los alrededores de la Brianza, Escrivá «asalta» los sagrarios de las torres de iglesias que, desde allá arriba, acierta a divisar... Se despide de esas diminutas casitas... Bendice a todas esas gentes... Y, con el sabor almendrado que tiene la nostalgia, intuye que quizá no vuelva más. Han sido sus últimas «vacaciones». La vida no va a darle ya ocasión para perderse, como un uccel di bosco, como un pájaro del bosque, libre, por algún lugar escondido de la campiña italiana.

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