Evangelio (Mc 8, 34 – 9, 1)
Y llamando a la muchedumbre junto con sus discípulos, les dijo:
—Si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.
Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? Pues ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre acompañado de sus santos ángeles.
Y les decía:
—En verdad os digo que hay algunos de los aquí presentes que no sufrirán la muerte hasta que vean el Reino de Dios que ha llegado con poder.
Comentario
En el Evangelio de hoy, Jesús nos recuerda que debemos buscar aquello que realmente da sentido a nuestra vida y a nuestras acciones. San Josemaría escribía “¿qué aprovecha al hombre todo lo que puebla la tierra, todas las ambiciones de la inteligencia y de la voluntad? ¿Qué vale esto, si todo se acaba, si todo se hunde, si son bambalinas de teatro todas las riquezas de este mundo terreno; si después es la eternidad para siempre, para siempre, para siempre? (...). Mienten los hombres, cuando dicen para siempre en cosas temporales. Sólo es verdad, con una verdad total, el para siempre cara a Dios; y así has de vivir tú, con una fe que te ayude a sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en la eternidad que de verdad es para siempre”[1].
Muchas personas andan por los senderos de la vida sin considerar su destino eterno. Otras muchas cosas ocupan su tiempo, sin preguntarse sobre las cuestiones más importantes de la vida. Tú y yo, podemos andar por la vida sin un rumbo claro, entretenidos con múltiples tareas. Todo cristiano debe realizar un esfuerzo por conocer la dignidad a la que Dios le llama, la felicidad sin término a la que Dios nos llama. No podemos andar por la vida como indiferentes ante nuestra verdad más profunda.
Es por ello que la oración se muestra como una herramienta fundamental, detenerse a hablar con Dios, cara a cara. En ella encaminamos nuestras acciones al fin último, pero también para ayudar a tantas personas que andan como caminantes errantes por este mundo. Como cristianos, tú y yo estamos llamados a despertar las conciencias de las personas, mostrarles la mayor dicha a la que han sido convocados.
El fin de todo ser humano es alcanzar la felicidad. Pero no se consigue la felicidad cuando se busca siempre lo más cómodo y apetecible, sino cuando se ama decididamente, aunque el amor comporte sacrificio. “Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado”[2], decía san Josemaría. “Por esto, me gusta pedir a Jesús, para mí: Señor, ¡ningún día sin cruz! Así, con la gracia divina, se reforzará nuestro carácter, y serviremos de apoyo a nuestro Dios, por encima de nuestras miserias personales”[3].
[1] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 200.
[2] San Josemaría, Surco, n. 795.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 216.