Evangelio (Mt 13, 54-58)
Y al llegar a su ciudad se puso a enseñarles en su sinagoga, de manera que se quedaban admirados y decían: —¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no viven todas entre nosotros? ¿Pues de dónde le viene todo esto?
Y se escandalizaban de él. Pero Jesús les dijo: —No hay profeta que sea menospreciado, si no es en su tierra y en su casa.
Y no hizo allí muchos milagros por su incredulidad.
Comentario al Evangelio
Jesús vuelve a su ciudad, a Nazaret. El lugar de su infancia y juventud. Donde aprendió de José el oficio de artesano.
Es también el lugar de la fe, la casa de María y de José. El lugar del mundo donde la palabra se hizo carne, gracias a una mujer que se sumergió en el plan de Dios y a un hombre que se atrevió a soñar los sueños de Dios.
Y es también el lugar de la incredulidad. Jesús vuelve a su ciudad y se encuentra con unos hombres y mujeres que no abren la puerta a su obra redentora, porque se quedan clavados en un mirada estrecha, pequeña, limitada. Incapaces de ver en Jesús al Hijo de Dios.
El pueblo reconoce asombrado los prodigios de Jesús. “¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes?”, se pregunta con admiración. Pero, a la vez, encuadran a Jesús en su estrecho y pobre esquema, en su visión horizontal de la vida: es el hijo de José y de María, uno de los nuestros, uno más.
No quieren ver en Jesús al Hijo de Dios, al profeta que habla en nombre de Dios.
En cierto modo, también nos puede pasar lo mismo al mirar nuestra vida. Para llegar a ser nosotros mismos debemos descubrir en nuestra dimensión horizontal, en nuestra vida diaria, nuestra verdadera identidad: somos hijos de Dios, llamados a hablar en nombre de Dios.
Nuestras relaciones familiares, nuestro trabajo, nuestras cualidades y talentos, nuestras amistades, nuestra historia, no bastan para explicar quienes somos. Necesitamos entrar en una dimensión vertical. Vivir en este mundo como lo que realmente somos: hijos de Dios.
En nuestra familia, en nuestros trabajos y quehaceres cotidianos, en nuestras amistades, allí donde vivimos, somos hijos de Dios, hablamos en nombre de Dios, llenamos todo del nombre de Dios, hacemos presente la mirada y la voz de Jesucristo.
Somos más de lo que se ve a simple vista. Somos una obra maravillosa de Dios. En nuestra vida, reluce todo el amor con el que Dios nos ha creado y toda la capacidad nuestra para decirle cada día que sí.