Evangelio (Lc 17,1-6)
Les dijo a sus discípulos:
—Es imposible que no vengan los escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen! Más le valdría que le ajustaran al cuello una piedra de molino y que le arrojaran al mar, que escandalizar a uno de esos pequeños: andaos con cuidado.
Si tu hermano peca, repréndele; y, si se arrepiente, perdónale. Y si peca siete veces al día contra ti, y siete veces vuelve a ti, diciendo: «Me arrepiento», le perdonarás.
Los apóstoles le dijeron al Señor:
—Auméntanos la fe.
Respondió el Señor:
—Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta morera: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería.
Comentario
Lucas evangelista nos transmite, en muy pocas palabras, tres vitales enseñanzas de Jesús. Esas palabras podrían englobarse bajo el título «la sabiduría del corazón prudente». La primera de esas enseñanzas nos habla del escándalo, y nos pone en guardia ante la necesidad de tener especial cuidado de los más débiles. A todos nos golpea de un modo singular el mal infligido a seres especialmente indefensos e inocentes. En ese grupo se encuentran los niños, personas que ponen su confianza de una forma tan natural en sus mayores, para que les cuiden, les orienten, les instruyan, y les corrijan si es necesario. Jesús nos advierte: en la dinámica actual del mundo en el que vivimos, herido por el pecado, mientras nuestros corazones no hayan sido totalmente transformados por la gracia, desgraciadamente, no va a faltar a esos seres inocentes el sufrimiento arrojado al mundo por nuestros egoísmos. Jesús ha venido para ofrecernos la transformación y la fuerza necesarias para ir dejando de lado a ese hombre viejo que aún vive en nosotros. Hay un especial mal en hacer daño a los más débiles, a aquellos que se ponen en nuestras manos con confianza. Ojalá queramos y sepamos hacerlo, con la sabiduría propia de quien alberga en su corazón al Espíritu Santo, el cual instruye continuamente, ofrece copiosamente sus preciosos dones y ayuda a fomentar las virtudes.
Esta misma preocupación sincera para con el prójimo ha de tenerse con aquellos que yerran. No se trata de creerse mejores, capacitados para ser jueces, ni de verse los peores, con una falsa humildad. Se trata de sentir una responsabilidad amorosa para con los otros. Todos nos corregimos en el día a día, en cosas ordinarias, cuando pensamos que podemos o pueden hacer mejor las cosas: en la cocina, en el deporte, en cuestiones profesionales. ¿Por qué no íbamos a corregirnos también en las cuestiones espirituales? Pero con una corrección humilde y sincera: la que sale de un corazón que quiere sinceramente que el otro crezca. Es muy fácil que se mezclen motivos equivocados con la corrección, y también es fácil corregir de forma inadecuada. Dios nos corrige porque nos ama. Con infinita paciencia y dulce exigencia. Y perdona de veras. Es necesario, por tanto, corregir teniendo en cuenta la forma de ser y las circunstancias de los demás. Esa es la corrección buena, la que tiene en cuenta la verdad de la persona que se tiene delante y la verdad a la que queremos que se acerque.