Evangelio (Lc 11, 14-23)
Estaba expulsando un demonio que era mudo.
Y cuando salió el demonio, habló el mudo y la multitud se quedó admirada; pero algunos de ellos dijeron: Expulsa los demonios por Beelzebul, el príncipe de los demonios. Y otros, para tentarle, le pedían una señal del cielo.
Pero él, que conocía sus pensamientos, les replicó: Todo reino dividido contra sí mismo queda desolado y cae casa contra casa. Si también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo se sostendrá su reino? Puesto que decís que expulso los demonios por Beelzebul. Si yo expulso los demonios por Beelzebul, vuestros hijos ¿por quién los expulsan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros.
»Cuando uno que es fuerte y está bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero si llega otro más fuerte y le vence, le quita las armas en las que confiaba y reparte su botín.
»El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama.
»Cuando el espíritu impuro ha salido de un hombre, vaga por lugares áridos en busca de descanso, pero al no encontrarlo dice: «Me volveré a mi casa, de donde salí». Y al llegar la encuentra bien barrida y en orden. Entonces va, toma otros siete espíritus peores que él, y entrando se instalan allí, con lo que la situación última de aquel hombre resulta peor que la primera.
Comentario al Evangelio
Un hombre queda libre de un demonio que le impedía hablar.
La gente está maravillada y sorprendida.
Sin embargo, algunos no se alegran de la curación, no dan gracias a Dios. Todo lo contrario, sospechan de la acción de Jesucristo.
Están tan llenos de sí que piensan que la salvación tiene que venir de ellos, de lo que ellos deciden y hacen.
Orgullosos, se han quedado mudos y ya no piden, no gritan a Dios.
En cierto modo, a nosotros nos pasa a menudo lo mismo. Vamos por el mundo sin darnos cuenta de todas las gracias que Dios nos da, de que es Él quien nos hace santos. Pensamos que somos nosotros, que no le debemos tanto.
Orgullosos acabamos siendo unos desagradecidos al Amor de Dios.
Y así nos vamos encerrando en nuestros egoísmos, vanidades y soberbias. Y a Él le dejamos fuera. Pero entonces en nuestro interior todo queda fuera de sitio.
Familia, amigos, trabajo, descanso. Todo es tedioso porque todo está fuera de lugar, porque nos hemos puesto a nosotros en el centro de nuestra vida.
Cristo es la fuerza que todo lo puede. Pero no puede hacer nada si somos desagradecidos, si no reconocemos nuestra indigencia, si no le hablamos, le pedimos e, incluso, le gritamos que entre.
Es preciso que nos dejemos vencer por Dios, para que todo adquiera su lugar, para que podamos gozar de nuestra vida con autenticidad.