Ojalá hace unos años hubiese conocido la auténtica belleza del cuerpo y su valor como reflejo del mismo Dios hecho hombre.
Durante cuatro años sufrí de anorexia, un trastorno de la conducta alimentaria. Se trata de una enfermedad mental que afecta directamente a la persona llevándola a transformarse por completo y ,como consecuencia de ello, a su cuerpo también.
En el transcurso de la enfermedad me fui consumiendo poco a poco. La insatisfacción que sentía hacia mi persona, mi forma de ser y mi cuerpo fue tal que necesité ayuda médica, psicológica y espiritual para poder hacer frente al calvario que tanto mi familia como yo estábamos viviendo.
Nos adentramos en cuatro años de profunda tristeza, miedo, desesperación, agonía. La anorexia se había apoderado de todo cuanto percibía como un “obstáculo” en mi camino. Llegaron las mentiras, el distanciamiento con mi familia y amigas, tirar o esconder la comida, hacer deporte a escondidas, llorar, desear desaparecer…
Fueron unos años de profundo dolor y sufrimiento en los cuáles mi único objetivo en la vida era: tener un cuerpo perfecto. Todo aquello que se entrometiera en mi camino era un obstáculo para alcanzar mi única y “valiosa” meta en la vida. Entre los muchos “obstáculos” que me encontré por el camino estaban mis padres y hermanos, mi familia, el equipo médico, mis amigas, las profesoras del colegio...y Dios.
Desde pequeña, Dios tuvo un papel principal en mi vida y en la de mi familia. Sin embargo, la llegada de la enfermedad supuso un punto y aparte en mi relación con Él. Como consecuencia de mi sufrimiento interno, me alejé del Señor. No entendía cómo un “Padre” podía permitir tanto dolor. ¿Por qué? ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué después de todo esto debía dedicarle tiempo, alabarle o incluso agradecerle lo que me estaba sucediendo?
Pasó un tiempo hasta que por fin me fui recuperando de la anorexia y eso me permitió reconciliarme con Dios, con mi familia y conmigo misma. Gracias a la ayuda médica, de mi familia y de un acompañamiento espiritual dejé de asquearme de mí misma: comencé a valorarme y quererme más allá del físico o de mi talla de pantalón, recuperé la sonrisa, las ganas de vivir y logré entender que mi valor como persona, como hija de Dios, no se debe al aspecto de mi cuerpo.
Durante este proceso de sanación he llegado a reconocer el amor que Dios me tiene desde toda la eternidad. Cada milímetro de mi cuerpo, de mi personalidad, de mi carácter, cada pelo de mi cabeza, es fruto de su Amor.
Gracias al peso de la cruz y el sufrimiento vivido, conocí y palpé el amor de Dios, el amor incalculable de mis padres, el valor de la amistad y la importancia de la familia. Estoy muy agradecida con Dios por lo vivido y aprendido.

Ideas clave
- El ser humano es la unidad de cuerpo y alma: por tanto, el cuerpo está también hecho a imagen y semejanza de Dios.
- Jesús, al encarnarse, es alma y cuerpo: por tanto, hoy hay un cuerpo humano en el seno de la Santísima Trinidad. ¿Te imaginas el valor que tiene?
- Nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, porque Dios vive en toda alma en gracia. Por eso, tenemos una gran responsabilidad de cuidarlo.
- Los estereotipos y estándares de belleza cambian a través del tiempo: el amor auténtico de Dios por ti, así como eres, permanece para toda la eternidad.
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