Una constante búsqueda de Dios. Así fue la vida de san Agustín: una búsqueda apasionada, que no siempre daba con los senderos que verdaderamente lo llevaban hacia él. En sus años de juventud lo movía fuertemente su interés por las letras y la admiración que sus capacidades retóricas suscitaban en los demás. Algunas veces sus impulsos más bien lo alejaban, e incluso abrazó modos de pensar que se encontraban en las antípodas de la fe cristiana. Sin embargo, la búsqueda de la verdad y la lectura de la Sagrada Escritura poco a poco lo acercaron al cristianismo. Tal vez teniendo este proceso en mente, y conociendo a muchas personas sabias con quienes compartió inquietudes pero que no llegaron a Cristo, san Agustín escribió que por más razonamientos adecuados que se consiga alcanzar, «no todos encuentran el camino. Los sabios del mundo comprenden que Dios es una cierta vida eterna, inmutable, pero lo ven de lejos (...). El Hijo de Dios que es siempre la Verdad y la Vida en el Padre, al asumir al hombre, se hizo camino por nosotros, que no teníamos por dónde ir a la verdad. Camina por el hombre y llegas a Dios»[1].
Llegamos a Dios a través de Cristo
Quizá no sea difícil intuir que es a Dios a quien buscamos, que es él quien nos espera al final del viaje. Lo mismo sucede con el origen: identificamos en nuestro interior un impulso, y sospechamos que viene de él. Sin embargo, puede ser más complicado experimentar que Dios también es el camino: a Dios se llega a través de él. Y es precisamente para que podamos recorrer ese camino por lo que envió al mundo a su propio Hijo; a él no solo podemos escucharlo, mirarlo o tocarlo, sino incluso participar de su vida. Jesús «no se ha limitado a mostrarnos el camino para encontrar a Dios, un camino que podríamos seguir por nuestra cuenta, obedeciendo sus palabras e imitando su ejemplo. Cristo, más bien, para abrirnos la puerta de la liberación, se ha convertido él mismo en el camino: “Yo soy el camino” (Jn 14,6)»[2].
Nos lo confirma la liturgia de la santa Misa cuando, al terminar la plegaria eucarística, el sacerdote proclama, levantando el Pan y el Vino: «Por Cristo, con él y en él…». A Dios solo podemos llegar por Cristo, con Cristo y en Cristo. Su persona es el camino por el que hemos de transitar, la verdad con la que podemos llegar a la meta y la vida en la que podemos vivir la nuestra propia. Por eso, desde aquella primera vez en el cenáculo, cada una de las celebraciones de la Eucaristía culmina en la comunión con el cuerpo de Jesús: Dios se hace alimento para el camino; el camino que es él mismo.
Emprender esta ruta hace posible la plenitud de la vida. «La fe nace del encuentro con el Dios vivo que nos llama (…). Se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo»[3]. San Josemaría paladeaba de manera especial la certeza de haber encontrado al mismo Cristo de los evangelios: «Jesús es el camino. Él ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos (…). ¡Cuánto me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los apóstoles y las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros»[4].
Tres haces de luz
De Juan Bautista nos dice el cuarto evangelio que «vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino el testigo de la luz» (Jn 1,6-8). Esa luz de la que Juan daba testimonio quiere manifestarse también en cada bautizado. En efecto, si Cristo, como proclamamos en una de las versiones del credo, es «Luz de Luz», puede también decirse que los cristianos que lo reciben y «creen en su nombre» (Jn 1,12) son al mismo tiempo luz de esa Luz. Por eso, cuando pedimos a Dios luz para ver, estamos pidiendo a la vez ser nosotros mismos, como el Bautista, testigos de la Luz en el mundo.
No nos basta con el fogonazo que nos permitió ponernos en marcha; tampoco es suficiente aquel brillo que, proyectado al fondo de la vida, nos permite orientarnos. Necesitamos una luz que nos acompañe desde dentro. Necesitamos una fuerza que avive la nuestra. Y ese es el papel que ejercen en nuestra alma las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad, que son como tres haces de luz, como los tres colores primarios de la vida de Dios en nosotros. Estas tres virtudes, en efecto, «adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina»[5]; con ellas «nuestro Señor nos hace suyos, nos endiosa»[6].
Fe, esperanza y caridad corresponden, en cierto sentido, a «las tres dimensiones del tiempo: la obediencia de la fe acepta la Palabra que viene de la eternidad, y, promulgada en la historia, se transforma en amor, en presente, y abre así la puerta de la esperanza»[7]. La fe nos precede: nos dice de dónde venimos, pero también adónde vamos; no es solo memoria del pasado, sino también luz que ilumina el futuro: nos abre a la esperanza, nos proyecta hacia la vida. Y, en el centro del hilo tendido entre estos dos polos, se despliega la caridad, que se conjuga siempre en tiempo presente. Con la fuerza de la fe y la confianza de la esperanza, podemos decirnos: aquí y ahora, en esta persona, en esta situación, yo puedo ser, con todas mis limitaciones, luz de Dios, amor de Dios.
La novedad viene de vivir con él
«El mundo padece mucha necesidad, hijos míos –decía en una ocasión san Josemaría–, porque millones y millones de almas no conocen a Dios, no han visto todavía la luz del Redentor. Cada uno de vosotros debe ser –lo quiere el Señor– quasi lucerna lucens in caliginoso loco, como un farol encendido en medio de las tinieblas»[8].
La luz que enciende este farol tiene dos fuentes. La primera nos pertenece por el simple hecho de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios. Esa fuente nunca nos abandona y se manifiesta en nuestra capacidad para comprender lo verdadero, en nuestra inclinación a querer lo bueno e, incluso más profundamente, en nuestra dignidad por haber salido de la mano de un creador sumamente inteligente, amoroso, libre, y no de un ciego azar. A esta fuente de luz se añade el torrente de nuestra «regeneración obrada en el Bautismo, que hace que todo cristiano tenga, ontológicamente, una nueva vida que late en su interior»[9]. Este sacramento sana la herida del pecado que heredamos de nuestros padres y nos hace más capaces de iluminar nuestro entorno.
Estas dos grandes fuentes –el ser creados a imagen de Dios y nuestro Bautismo– nos impulsan a reflejar la luz de Dios. Cuando un maestro de la ley, escondiéndose de los demás, se acercó hasta Jesús para preguntarle cómo vivir realmente cerca de Dios, le respondió: «El que obra según la verdad viene a la luz» (Jn 3,21). También nuestras acciones, llevadas por la misericordia de Dios, generan luz si nos dejamos impulsar por nuestra bondad y por su gracia, si nos despojamos de lo que nos lleva a movernos, a veces, en una dirección contraria. Esa familiaridad con la luz de Dios, esa facilidad para optar por sus bienes mayores antes que por otros aparentes, se transforma poco a poco en una «connaturalidad entre el hombre y el verdadero bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad»[10].
La identificación con Jesucristo consiste en el desarrollo, por la gracia y por la acogida que le damos en nuestra alma, de esa connaturalidad cada vez más grande con él, de modo que podamos llegar a tener sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2,5), sus mismas actitudes. Cuanto más se avanza en la intimidad con Jesús, más nos damos cuenta de que buscar la santidad no consiste principalmente en la lucha por alcanzar la altura de un determinado estándar moral, sino en un camino confiado con Dios, por el que sentimos con él, sufrimos con él, vibramos con él. Qué bien lo ilustraba san Josemaría: «En momentos de agotamiento, de hastío, acude confiadamente al Señor, diciéndole, como aquel amigo nuestro: “Jesús: Tú verás lo que haces...: antes de comenzar la lucha, ya estoy cansado”»[11]. En eso consiste la responsabilidad del cristiano: en responder con él. «Jesús, aquí estoy. Contigo. Tú verás lo que haces…».
La vida cristiana, así comprendida, no consiste en asentir a un sistema de ideas, sino en confiar en una persona: en Cristo. Así lo han vivido tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia. Hoy no poseemos ni otro mensaje ni otros medios. Como ellos, tenemos la tarea de iluminar el mundo desde dentro, como gráficamente lo describían los escritos de los primeros siglos: «Los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo (…). Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar»[12]. Ser alma del mundo: ese es nuestro camino, y el camino lo tenemos dentro. Es Jesucristo, que nos quiere, como él, muy humanos y muy divinos.
Carlos Ayxelà
[1] San Agustín, Sermón 141, nn. 1;4.
[2] Congregación para la Doctrina de la Fe, carta Placuit Deo, n.11.
[3] Francisco, Lumen Fidei, n.4.
[4] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 127.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1812.
[6] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 98.
[7] J. Ratzinger, Communio. Un programa teológico y eclesial, Encuentro, Barcelona 2013, p. 303.
[8] San Josemaría, Apuntes de una reunión familiar, 2-VI-1974.
[9] Mons. Fernando Ocáriz, “La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia”, en El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid, 2001, p. 173.
[10] San Juan Pablo II, encíclica Veritatis Splendor, n. 64.
[11] San Josemaría, Forja, 244.
[12] Carta a Diogneto, VI.